Al igual que el año pasado, he participado en el Certamen de Relatos de Verano convocado por el periódico Ideal. Durante el mes de agosto se van publicando los relatos finalistas, de entre ellos se eligirá posteriormente a los ganadores. Ayer, martes, apareció el mío, un cuento titulado Amantis.
Me hace mucha ilusión estar entre los finalistas, sobre todo, porque mi relato ya ha sido publicado, porque ha llegado a un montón de gente que lo ha podido disfrutar, como hago yo con el resto de los cuentos finalistas que se van publicando cada día.
Creo que es una iniciativa interesante que los periódicos incorporen algunas páginas dedicadas a la literatura, pero no como algo anecdótico, sino de manera habitual. Quizás así se consiguiera enganchar más gente a la lectura.
Aquí os lo dejo, por si os apetece leerlo. Feliz verano, aunque ya nos va quedando poco.
Título: Amantis
Alquilé el piso por Internet; pleno centro, noventa metros, con ascensor, a un precio irrisorio. Las llaves la tenía el portero, un hombre de aspecto sucio y desastrado, que no mostró demasiado interés en el asunto, ni siquiera me acompañó a verlo. Me dijo que podía revisar el piso por mí mismo, sin prisas, que cuando terminara ya me cobraría la fianza y el mes por adelantado. ¿Y si no me quedo con él?, le pregunté, asombrado por su actitud. Todos se quedan, contestó y, con gesto siniestro, desapareció tras la puerta.
Aquello me daba mala espina, así que me dispuse a examinar la vivienda con calma, buscando hasta el más mínimo defecto. Tras inspeccionar varias habitaciones, todas en impecable estado, entré en la sala de estar y algo llamó poderosamente mi atención. Una butaca reinaba en la estancia, todos los muebles y objetos parecían estar dispuestos para que ella destacara, incluso la lámpara iluminaba con más fuerza el espacio donde se ubicaba. Una pieza de diseño clásico, tapizada en blanco, con brazos cilíndricos y respaldo con orejeras. Las patas delanteras formaban sendos arcos, mientras que las traseras eran rectas y más resistentes. Desde el instante que la vi, ejerció sobre mí una atracción irresistible. Su piel blanca brillaba como los ojos de un felino al acecho. Pura provocación. Me acerqué con recelo y me senté, dejándome acariciar por sus manos de gata invisible. Entonces descubrí el placer, un placer oscuro que subía en oleadas negras y calientes, como un chocolate dulce y espeso que se iba derramando por mi cuerpo, que enredaba mi entendimiento.
Esa misma noche me instalé en la casa. El portero, que me recibió con una sonrisa sarcástica bailándole en los labios, no mostró inconveniente en que me quedara. Contó los billetes y los guardó en un bolsillo interior de su chaqueta. No me dio ningún recibo, ni yo me atreví a pedírselo. Un mal presentimiento pasó fugazmente por mi cabeza; lo alejé de un manotazo, ¿qué podía salir mal? Disponía de un piso magnífico a un precio irrisorio y, además, estaba lo de aquel sillón, jamás había experimentado una sensación tan irreal y a la vez tan intensa.
Los primeros días sólo pasaba allí los ratos libres. Nada más sentarme, caía inmerso en una felicidad absoluta, un goce indescriptible que me dejaba más agotado que el sexo. Luego, buscaba con ansia esos momentos de ocio, y llegué a renunciar al resto de mis aficiones. Ya no quedaba con mis amigos, ni me iba los sábados a la discoteca. No necesitaba buscar chicas para noches de pasión. La butaca de piel blanca me proporcionaba el placer más inmenso que nunca hubiera podido imaginar.
En pocos días empecé a faltar al trabajo, perdí peso, los amigos y las ganas de moverme. Sentarme en aquel sillón se había convertido en mi única obsesión, un vicio que me dominaba, no conseguía permanecer ni unas horas alejado de él. En un intento de conservar mi trabajo, pues ya se me habían acabado las excusas para ausentarme, adelanté las vacaciones. Treinta días que pasaron en un sueño. No fui consciente del tiempo transcurrido hasta que me llamaron de la empresa. Debería haberme incorporado el lunes de esa semana, y ya era jueves. Mi jefe, furioso, amenazó con despedirme. No me importó. Ya no necesitaba el trabajo, ni a los amigos, que se habían cansado de llamarme; ni a mi familia, que vivía mi encierro voluntario con preocupación. Lo tenía todo. Un placer extraordinario que, cada día, conforme me sentía más débil, vivía con mayor intensidad, al límite de la extenuación.
Una semana después me faltaban fuerzas para realizar las tareas más básicas. Llevaba cinco días sin comer nada sólido. Apenas me levantaba del sillón, ni siquiera para ir a la cocina a prepararme algún alimento; a lo sumo, cogía lo primero que encontraba en la nevera. No salía a la calle, pronto los víveres empezaron a escasear. La última jornada sólo bebí agua del grifo. Al ir al baño y mirarme en el espejo, al ver mi rostro cadavérico, las cuencas de mis ojos hundidas, la piel transparente que mostraba sin pudor el contorno de mis huesos, comprendí que se acercaba el final.
En un intento desesperado por recuperar al hombre, aseado y pulcro, que hasta hace poco fui, busqué la maquinilla de afeitar. En el baño, como en toda la casa, reinaba el caos. Por fin la encontré debajo de unos calzoncillos sucios. Las manos me temblaban demasiado, tras varios cortes en ambas mejillas, desistí. Vi correr la sangre por mi rostro, arrastrándose como una serpiente venenosa. Por su color granate oscuro y su aspecto reseco parecía que se hubiera derramado mucho tiempo atrás. Parecía la sangre de un muerto.
No había ninguna salida, sólo deseaba sentarme sobre ella y esperar, pero antes tenía un encargo que cumplir. Sin molestarme en limpiar mi cara, me fui hacia el salón, debía ahorrar la poca energía que me quedaba. Encendí el ordenador, tecleé con dedos torpes un par de frases. Mi instinto de supervivencia me gritaba que pidiera ayuda, que enviara correos a los amigos, que entrara en el Messenger por si había alguien conectado. Yo sabía que era inútil. No me dejaría, me vigilaba de cerca.
Unos minutos más tarde, cumplida mi última misión, me dejé caer sobre la butaca de sedosa piel blanca. Sabía lo que me esperaba, pero no me quedaban fuerzas para luchar. Devoraría mi cuerpo, como una amantis deliciosa y cruel. Antes de morir, de desaparecer engullido en la voracidad de sus abrazos, había puesto el anuncio del piso en Internet.
“Un auténtico chollo: Pleno centro, noventa metros, con ascensor…”.
Alcaudete imaginado
miércoles, 24 de agosto de 2011
jueves, 11 de agosto de 2011
La insoportable levedad de la fama
Hace unos años, creo que coincidiendo con el resurgir de mi afición a la escritura, decidí solemnemente no ver programas de cotilleo. Me negué a contribuir al éxito de la televisión basura, a ser un número más entre los millones de personas que hacen que este tipo de programas se mantengan en la parrilla año tras año, en versiones cada vez más aberrantes.
A veces, cuando cambio de canal, me detengo un momento en alguno de alguno de estos esperpentos, pero en poco rato siento vergüenza ajena ,y cambio antes de que mis hijos puedan contemplar ese espectáculo lamentable.
Hace unos días, sin embargo, comía sola, así que puse la televisión en la Primera para ver las noticias, como era pronto aún estaba el programa Corazón, creo que se llama, y lo vi enterito. Norma Duval, con muchos años más, que apenas pueden disimular ni el maquillaje ni la cirugía, mostraba orgullosa su casa; la duquesa de Alba se bañaba sin pudor alguno, mientras su novio se negaba a hacer declaraciones, y la presentadora describía sin miramientos la relación de bienes de la Casa de Alba. Durante todo el programa me tuvieron en vilo por el anuncio de una ruptura, que resultó ser la ¡tercera! de Guti con una modelo a la que no conozco, me sentí un poco decepcionada. Por la importancia que la iban dando durante todo el programa llegué a pensar que se trataba de la del príncipe con Letezia.
A pesar de todo, lo que más me llamó la atención, lo que me dejó toda la tarde con una sensación extraña, fue la forma de caminar de Paris Hilton.
Recién llegada a Ibiza, sale del aeropuerto con las manos en la cintura, los brazos en jarras, más que caminar, desfila. De vez en cuando, levanta la barbilla y ofrece su mejor perfil a las cámaras. Su vida es una pasarela, vive por y para esas fotos que le toman cada vez que sale a la calle. Trato de imaginar como será en la soledad de su habitación, cuando nadie la mira, pero no puedo. Quizás sólo exista para ser contemplada, quizás, cuando se queda sola, desaparece.
miércoles, 3 de agosto de 2011
Encuentro en Valdepeñas, ¡con más de 300 mujeres!
Hace unos días tuve la suerte de asistir al encuentro comarcal de asociaciones de mujeres de la Sierra Sur organizado por ADSUR (Asociación de Desarrollo de la Sierra Sur de Jaén). Se desarrolló en el municipio de Valdepeñas de Jaén, un hermoso pueblo de montaña, que merece la pena visitar.
Me invitaron para hablar de mis libros y yo no me pude negar, aunque cuando confirmé mi asistencia no imaginaba que pudiera acudir tanta gente. Era la primera vez que me enfrentaba a un auditorio tan grande, pero creo que conseguimos reducir las distancias entre el estrado y el público, pues al final del acto, fueron muchas las mujeres que se acercaron a felicitarme por la charla. Simplemente les hablé de mi trayectoria como escritora, de cómo a pesar de vivir en un pueblo perdido entre olivos, como la mayoría de ellas, había conseguido llegar a publicar. Sobre todo, quise transmitirles la idea de que nunca es tarde para hacer lo que nos gusta, que las mujeres sabemos organizarnos bien, y que podemos sacar tiempo para nosotras.
Después, leí algunos fragmentos de mis relatos.
Os dejo algunas fotos del encuentro.
Con las chicas de Cadena Dial, que me entrevistaron unos momentos antes de iniciar el acto.
Con Manoli y Verónica, responsables de la organización.
Un momento del acto, en el que Natividad, directora provincial del IAM, lee mi relato "La hermana" incluido en el libro Talla G.
Un momento de la firma de libros, al final de la mañana, que no se dio nada mal.
Para terminar, la comida, en la foto con la alcaldesa de Valdepeñas, que además de ser política, es madre de tres niños pequeños y, según me confesó, una buena lectora.
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