Quiero dar las gracias a tod@s los que han dejado su felicitación en mi entrada anterior, las buenas noticias son más dulces cuando se comparten. Me gustaría contestaros uno por uno, pero me voy a repetir y como siempre, ando achuchada de tiempo. Por un miembro del jurado sé que mi relato fue segundo, da un poco de rabia quedarse ahí, tan cerca, pero también ilusiona, porque significa que lo que has escrito ha sido bien valorado. Como varios de vosotr@s habéis mostrado interés por leer el relato, os lo dejo por aquí, aunque aviso que es un poco largo, espero que os guste. Besos para tod@s y feliz fin de semana, por fin soleado y primaveral.(Esta foto tiene un par de añitos, pero creo que puede valer para ilustrar el tiempo tan espléndido que hace hoy) **************************************************************************
TÍTULO: Confesiones
Elena se mira al espejo por última vez antes de entrar en el plató, no consigue reconocerse tras el maquillaje, espeso y pesado, como la tristeza que envuelve su alma. Hoy se cumple el programa número mil de Confesiones, debería sentirse satisfecha de su éxito, más de cuatro años haciendo lo mismo, en la misma cadena, viendo como sus ingresos aumentan de forma exponencial. Y sin embargo, sabe que la sonrisa que mostrará dentro de unos minutos será falsa, extraída de algún recuerdo agradable y lejano, de cuando todavía no era famosa, ni rica... ni desgraciada.
Su aspecto ha mejorado mucho desde el día que se puso por primera vez al frente de aquel programa vespertino. Una sesión de cirugía acabó con la pequeña torcedura de su nariz. A ella le gustaba, un signo característico de la familia, algo así como una seña de identidad; pero el contrato definía claramente los puntos sobre los que su opinión no tenía por qué ser escuchada. Y uno de ellos era el aspecto físico, así que accedió. Después vino la liposucción para poder embutirse en una talla 36, el aumento de pecho y el arco de las cejas. Según su estilista particular, sus cejas crecían demasiado bajas, como las de la gente pobre, y ella debía dar una imagen de poder y solvencia indiscutible. Elena fue claudicando, mientras veía como se transformaba en otra persona; a fin de cuentas mucha gente se hacía retoques, al menos la gente que podía permitírselo. Casi le dolió más que le cambiaran el color del pelo, se habían puesto de moda los tonos oscuros, le preocupaba no poder recuperar el rubio trigueño de cuando era una adolescente, perderlo para siempre, como había perdido sus ilusiones.
De joven creía que la vida estaba llena de promesas, como un paquete de regalo por abrir, envuelto en lazos de colores, dispuesto a dejarse descubrir a cada momento. No se dejaba vencer por los contratiempos, en las dificultades encontraba un motivo más para luchar. Así era ella, así entendía el mundo; por eso estudió periodismo, para combatir desde dentro el mal que corroía los medios de comunicación. Un grupo de mujeres, unidas, con conocimientos suficientes, pueden lograr muchas cosas. Eso decía su amiga Esther, antes de acabar como directora de comunicación en una firma de moda especializada en pieles. En aquellos tiempos se desnudaba y se cubría de pintura roja para protestar por las matanzas de animales. ¿Por qué los años nos hacen indiferentes?
Sí, eso es lo que siente en este momento Elena, una mezcla entre indiferencia y tristeza, en el plató de Confesiones la esperan otras mujeres y algunos hombres, aguardan para contar sus secretos más íntimos, para desnudarse ante un público expectante y bien atrincherado frente a la pantalla de su televisor.
No, no debe quejarse, tiene dinero, un cutis perfecto, buen cuerpo, casa, coche,... Y pastillas para aquellas noches en las que no puede dormir, en que las miserias que escucha cada día en el plató se llevan su sueño, le arrebatan el merecido descanso tras las intensas horas de trabajo. Hoy es un día especial, sin duda; pero los mil programas no consiguen llenar el vacío, ese agujero negro que va absorbiendo sus esperanzas, que la va devorando a ella misma, a la Elena que algún día fue. A la chica joven de pelo rubio y nariz ligeramente torcida, enamorada, viva.
Los sillones son de color rojo, se abren como flores sangrantes para acoger en su seno a las víctimas. Ellas llegan y se sientan deslumbradas por los focos, así se sienten, encandiladas por el artificio que les rodea, por la ropa cara y el maquillaje perfecto, pero pesado, de Elena. Ella lo sabe y sabe como aprovecharlo en el directo, riguroso y absoluto directo. Un mano a mano con gente de todos los estratos sociales, aunque en su mayoría pertenecen a la capa más baja, los desheredados, a los que ya no les queda honor que defender ni miserias que ocultar.
Una voz en off anuncia su llegada y ella aparece sobre una plataforma elevada, es la emisión número mil de Confesiones, el programa con más audiencia en esa franja horaria. Los anunciantes se disputan sus intermedios. Casi siempre son empresas dedicadas a productos femeninos, compresas que consiguen convertir los días de regla en vacaciones pagadas en el país de los Teletubbies, cereales que adelgazan a las chicas anoréxicas de veinte años, al menos esas son las que salen en sus anuncios, perfumes caros que no pueden permitirse los invitados a Confesiones. Productos destinados al público mayoritario que devora este tipo de programas. Es la audiencia que la ve cada día, mujeres hartas de ser ellas mismas, que necesitan alimentarse con las desgracias de otras mujeres, para sentirse dichosas porque aún no han sido maltratadas o un juez no ordenó que las desahuciaran. Mujeres que desean huir de su propia vida, al menos durante esas dos horas.
Entre música y bailes, unas chicas casi desnudas la acompañan hasta su sillón, otra flor tapizada en gris, un tono neutro que resalta la elegancia de sus vestidos. Rodeada de estas bellezas, avanza con paso seguro, los aplausos la reciben y ella dedica una de sus sonrisas falsas a los propietarios de esas manos, que se entrechocan al mandato de un regidor. A través de sus ojos, ve a los millones de personas que se sientan ante un televisor, expectantes, ávidos de desdichas ajenas, ¿ellos también aplaudirán? Trata de olvidarse de los espectadores y se concentra en sus víctimas, perdón, invitados e invitadas. Hoy se siente cansada y triste como nunca. Sólo es un segundo de incertidumbre, una gota de aceite que se empeña en salir a flote dentro de un océano de agua. Pronto recupera su aplomo y se apresta a atacar, no en vano se ha ganado fama de cruel e insaciable. Sin embargo, inexplicablemente, sus víctimas siguen acudiendo allí, como ovejas al matadero.
En la fila de flores escarlatas hay seis personas, Elena se extraña, normalmente son cinco sus invitados. La última, una anciana de pelo azulado la mira fijamente. Un ligero escalofrío le avisa de que aquella mujer tiene algo especial, y no se trata sólo de su forma de vestir estrafalaria, ni del medallón que cuelga sobre su pecho, hay algo más. Comprueba la relación de invitados y sólo aparecen cinco nombres en la tarjeta. Levanta la vista para volver a contemplarla y, cuando la posa de nuevo sobre la lista, descubre asombrada que hay un nombre más en ella, Eleonor Cuevas. Son los nervios, se repite para sí, no se cumplen mil programas todos los días. Seguro que ya estaba allí el nombre la primera vez que miró.
Señores y señoras, hoy es un día especial para mí, se cumplen mil días de Confesiones, mil programas a su lado, porque yo siento que estoy en su casa, sentada junto a ustedes, conmoviéndome con las vidas de las personas que cada día nos acompañan, vidas truncadas por los acontecimientos, vidas rotas, vidas amargas, que nos hacen valorar nuestro día a día cotidiano. Hemos pensado mucho qué podríamos hacer para celebrar este acontecimiento, y después de mil vueltas hemos decidido que la mejor forma de ser especiales es ser nosotros mismos; así que no habrá tarta, ni videos de momentos estelares, será un día cualquiera porque sabemos que así complacemos a nuestro público, a ustedes, que tan fielmente nos siguen.
Elena se ha aprendido el discurso, su memoria prodigiosa le permite reproducir largas parrafadas sin tener que leer de una pantalla, eso aporta naturalidad a sus gestos, la hace más cercana. Mientras que mira a la cámara, de reojo, no puede dejar de observar a Eleonor Cuevas, un nombre antiguo, aunque no debe de tener más de setenta años. Viste una túnica de colores chillones que le queda algo amplia, como si hubiera encogido desde que se la compró, o acabara de robarla a una vendedora ambulante de pulseras y collares. A pesar de su extravagante indumentaria, hay algo en su rostro, una elegancia natural, que le da aires de señora, de las de antes. Y algo más, unos gestos, unos movimientos que a Elena le resultan muy familiares.
Trata de olvidarse de la anciana y centrarse en su primera víctima, una joven que acaba de interponer una denuncia por malos tratos a su marido y viene al programa para denunciarlo públicamente, para conseguir mantenerlo alejado de ella.
─¿Qué le hacía su marido, en que consistía el maltrato? ─ pregunta Elena.
─Preferiría no hablar de eso, es duro, tengo una hija suya. No, no quiero contarlo.
─Es la única forma de sacar afuera tu odio, de liberarte ─le dice Elena en voz baja, casi susurrando, como una amiga le hablaría a otra, en tono de confidencia o como una serpiente antes de atacar.
─No puedo, lo siento, yo sólo he venido a pedir públicamente que se aleje de mí.
Elena empieza a impacientarse, se siente nerviosa, la mujer del pelo azulado no aparta la vista de ella, su mirada le molesta, como un peso más sobre su espalda cansada. Toma aire, no va a estropearle el día una niñata. Continua dándole coba, ganándose su confianza, hasta que la chica, casi llorando lo cuenta todo; las palizas, las humillaciones, las violaciones continuadas, incluso muestra algunos moratones. Pero Elena necesita más, no puede conformarse con eso, tiene que meter el dedo en la llaga, remover con su manicura francesa toda la podredumbre, para complacer a su público y poder estar mil programas más.
─Sin embargo, dicen tus vecinas que a veces te oían gritar de placer y que le pedías que te pegara más ─ahora su tono es afilado como un cristal roto.
─Él me obligaba, me apuntaba con su pistola (es vigilante jurado) y me decía en voz baja lo que yo tenía que gritar. Es muy listo, lo hacía para que luego no pudiera denunciarlo.
─O tú eres muy lista, y nos estás mintiendo. No pretenderás engañarnos, ¿verdad?
La muchacha la mira, confundida ante el cambio radical en la actitud de Elena. La sonrisa amable se ha transformado en una mueca acusadora.
─No, ¿cómo puede decir eso? Si he venido aquí es para pedirle que se aleje de mí, no lo quiero, me ha hecho mucho daño. No lo entiende,… he sufrido mucho dolor a su lado. ¿Sabe lo que duele una patada en la barriga? ¿Sabe lo que duele que te pisen los dedos con unas botas, que apaguen un cigarrillo en tus pezones?
Elena la mira complacida, la chica pierde los estribos, está a punto de caramelo. Ahora ni siquiera nota la mirada de la anciana, ni se acuerda de su tristeza, simplemente actúa, trabaja, hace lo que le han enseñado tan bien, por lo que le pagan cifras astronómicas.
─No, pero tampoco sé lo que disfruta una masoquista con ese dolor, ¿disfrutabas? No nos mientas, ¿alguna vez disfrutaste cuando él te violó? Una amiga tuya del instituto nos ha contado que tenías fantasías en las que varios hombres te violaban, por delante y por detrás, confiesa, ¡tú disfrutabas!
La joven no puede contestar, un foco enorme ilumina su cara, las lágrimas se podrán ver en todo su desconsuelo al otro lado de la pantalla. El director del programa sonríe satisfecho. Elena anuncia un corte para la publicidad, no le han dado tiempo a la mujer para objetar nada. Cuando empiecen de nuevo a grabar, ella ya no estará allí. Le firmarán un cheque, una cantidad mezquina comparada con el honor perdido, ultrajado delante de todo el país.
Al alejarse de los focos, Elena se vuelve humana, siente el peso de sus acciones; pero sabe que en cuanto ocupe de nuevo su sitio en el sillón gris volverá a ser la presentadora sin escrúpulos, a representar el papel que la ha llevado a la fama. Para alejar los remordimientos de su mente, decide examinar la ficha de la anciana; no la encuentra. Quizás sea mejor así, enfrentarse a ella sin saber nada. No, ese no es el procedimiento, busca al director para pedírsela; aunque antes decide repasar de nuevo su carpeta, allí está, ha aparecido como por arte de magia. Una de dos, o ella está perdiendo facultades o pasa algo raro, quizás una broma de los compañeros, algo especial para celebrar los mil programas.
La tarde transcurre con normalidad, ya ha entrevistado a cinco de sus invitadas, hoy eran todo mujeres, sólo falta la anciana de pelo azulado y túnica estrafalaria, que no le ha quitado los ojos de encima desde que empezó el programa.
─Dime, Eleonor, ¿por qué has venido a nuestro programa? Eres adivina, ¿verdad?
─Sí, querida, me gano la vida echando las cartas y he venido por ti, para salvarte.
Elena se queda parada un instante; enseguida se recupera, no en vano lleva mil programas a su espalda.
─¿Salvarme a mí, de qué, del fin del mundo? ─pregunta riendo.
─No, de algo peor, de ti misma.
─Bueno, bueno, si eres adivina cuéntanos algo, ¿quién ganará la liga?, ¿en qué número terminará el gordo de Navidad?, algo de eso ─dijo Elena en tono burlón, tratando de desviar el tema.
─No soy de esa clase de adivinas; es más, sólo puedo saber cosas sobre personas y sus sentimientos. Presiento el estado anímico en el que se encuentra alguien con sólo mirarlo.
─Perdona que te diga, eso es una tontería, cualquiera puede hacerlo. Y si te equivocas, no pasa nada, es algo entre tú y esa persona. Bah, cuéntanos algo más interesante, te están viendo millones de personas.
─Sólo te has enamorado una vez, y él está muerto. Por eso haces este programa. Porque piensas que ya nada vale la pena, porque no deja de ser una forma de mortificarte.
Elena se queda rígida, no espera aquellas palabras, ve como el director la mira preocupado y trata de recomponerse.
─Deberías leer las revistas del corazón, tengo novio y te aseguro que está vivito y coleando ─esta última expresión causó risas entre el público.
─Sí, lo sé, pero no lo amas, sólo es un montaje, pronto anunciaréis la separación; claro que para entonces él ya será famoso y presentará un programa en esta cadena.
Ahora es Elena quien mira alarmada al director, quizás deberían cortar, aquella vieja sabe más de la cuenta, y luego está lo de sus ojos grises que le eran tan familiares, su voz cascada pero tibia, como una caricia que envuelve el aire del plató. Nadie respira, todos la escuchan en silencio. El director le indica que continúe, los índices de audiencia se están disparando. La presentadora imagina a las mujeres llamando a sus amigas para avisarlas de que Elena Villarreal está en un aprieto. Las manos le tiemblan, puede oler el sudor en sus axilas, un aroma agrio, el olor del miedo.
La mujer de pelo azulado sigue hablando, ahora cuenta cosas de la infancia de Elena, de cuando quería ser periodista, de ese novio que murió haciendo de corresponsal de guerra, de su intento de suicidio, de la ambición que sustituyó a la rabia. Sí, durante un tiempo estuvo enfadada con el mundo, no podía entender que Javier hubiera muerto; que, mejor dicho, lo hubieran dejado morir. Lo secuestraron y el periódico para el que trabajaba dudó demasiado antes de pagar el rescate; para cuando fueron a por él ya estaba muerto.
El plató ahora es un mundo construido con recuerdos, está lleno de una niebla gris y densa como el barro de las trincheras, el silencio sólo permite ser roto por las palabras de Eleonor, el público se mantiene quieto, expectante, el regidor está inmóvil, el director no hace señas sobre la audiencia, nadie se mueve. Ni siquiera Elena.
Por fin ha terminado el programa, en cuanto la mujer de pelo azulado abandona la sala las cosas recuperan la normalidad. Todos hablan, comentan satisfechos el resultado, felicitan a Elena, que sigue muda e inmóvil sobre su sillón-flor, por fin logra levantarse y se dirige al director.
─Quiero presentar mi dimisión, me voy del programa.
─¿Cómo? Estás loca, hoy ha sido un éxito absoluto.
─La anciana me ha hecho comprender que no es esto lo que yo quiero, que me estoy destrozando por dentro, que pronto no valdré nada y entonces ni mis millones podrán salvarme.
─¿Qué anciana?
─Eleonor Cuevas, la única que había.
─Nuestras cinco invitadas han sido chicas jóvenes, el tema de hoy era “El dolor no es exclusivo de los mayores”.
─Pero había una sexta invitada, la adivina, por favor, no me gastes bromas, estoy muy cansada.
─Sí, puede que sea eso, hoy ha sido un día de muchas emociones, vete a casa y descansa, olvídate de esa anciana, que no existe, que nadie ha visto.
Elena no lo escucha, se dirige a uno de los técnicos y le pide una copia del programa. Guarda el disco en su bolso y se marcha, ni siquiera se quita la ropa, ni el maquillaje. Ya en su casa, mete el DVD en su ordenador y se dispone a verlo.
Diez años después...
─Mamá, ¿qué es esto? ─dice su hija, en sus pequeñas manos sostiene una caja de cartón.
─Son fotos antiguas, me las traje de la casa de la abuela, quiero conservarlas ─contestó Elena con una sonrisa.
─¿Podemos verlas?
─Vale, vamos a sentarnos en la alfombra, a ver si de paso podemos clasificarlas, iré a por un álbum que tengo vacío, ¿me ayudarás a colocarlas?
La niña asiente moviendo enérgicamente su cabeza. Acaba de cumplir seis años y Elena sabe que es lo mejor que le ha sucedido. Desde que dejó la televisión habían pasado muchas cosas en su vida, un trabajo en una ONG, un matrimonio, un embarazo, un divorcio... Y ella, Eleonor, su preciosa niña rubia.
Entre las dos revuelven las viejas fotografías, la mayoría en blanco y negro. Abuelos, tíos, primos de sus padres, familia lejana que pese a no reconocerlos saben que son parte de su historia. La madre de Elena había tenido la idea de escribir por detrás los nombres y el parentesco que le unía a cada uno de aquellos familiares. De pronto se queda parada, una foto ha llamado su atención, una mujer con el pelo plateado y ojos intensos la mira desde un papel fotográfico ajado y maltrecho. La leyenda de atrás no deja lugar a dudas, Eleanor Cuevas era la bisabuela de su madre, su tatarabuela.
Elena se siente aliviada, por fin puede entender por qué en aquel video del programa no aparecía la anciana que conocía su pasado, ninguna cámara puede captar un fantasma. Besa el retrato y le dice, gracias. Su hija la mira sorprendida, coge la fotografía y cuando ve el nombre que aparece detrás, sonríe, aquella anciana se llama como ella, seguro que es por eso que su madre la ha besado.