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27 noviembre 2022

Sesquidécada: noviembre 2007


De aquel mes de noviembre de 2007 tengo dos lecturas de didáctica, una de T.W. Moore y otra de Fernando Savater, que apenas recuerdo, y otras dos obras que reseñaré brevemente en esta sesquidécada.

La primera es un breve ensayo de Noam Chomsky e Ignacio Ramonet, Cómo nos venden la moto, que supongo que conoceréis. Es un librito fácil de conseguir y de leer, que explica cómo actúa la propaganda sobre nosotros a través de los medios de comunicación dependientes de intereses económicos y políticos. Se trata de una obra de 1995, que casi treinta años después sigue teniendo la misma vigencia. Han cambiado los canales y se ha diversificado la manera de difundir y recibir la información, pero las estrategias siguen siendo las mismas. Merece la pena releerlo de vez en cuando.


El otro libro es un clásico de Galdós, Marianela, una lectura que hemos usado alguna vez en 4º de ESO. Es una obra que resulta interesante recuperar, porque tiene diversos niveles de lectura y aporta una visión muy rica de lo que era la sociedad de finales del siglo XIX, pero también da pistas de lo poco que hemos cambiado en ciertos aspectos como la caridad o la justicia social. 


20 febrero 2021

Sesquidécada: febrero 2006

Febrero de 2006 me pilló leyendo cuentos del certamen internacional Max Aub, lo que hace que esta sesquidécada sea más ligera que otras. En aquella época participaba en el comité de preselección, que elegía los relatos con mayor calidad para que pasasen a la siguiente fase. Con aquellas experiencias iba descubriendo lo difícil que es escribir y hacerlo bien. Había magníficas historias mal contadas y tramas anodinas presentadas con maestría. Aprendí mucho, aunque no creo que llegue a dedicarme nunca a escribir de manera profesional: me falta constancia y paciencia para ello (y quizá un tiempo que debería quitar de otros menesteres).

También en aquel lejano febrero empecé a leer Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós. Me pareció una novela brillante, en la línea de otras que ya había leído del autor. Impresiona la capacidad de Galdós de sumergir al lector en un Madrid lleno de matices y detalles; la habilidad al mostrar el contraste de los personajes y sus circunstancias; la riqueza de la prosa y la variedad de registros... Sé que no es una novela para leer con prisas, que necesita su ritmo y su tiempo, pero merece la pena dedicárselo en algún momento. Galdós es siempre un valor seguro.

28 septiembre 2018

Sesquidécada: septiembre 2003

Me gustan mucho las novelas de Pérez Galdós. Ojalá tuviese tiempo de leer toda su obra, que me parece un retrato panóptico de su época. Sin embargo, me tengo que conformar con haberme acercado a sus obras más conocidas: Fortunata y Jacinta, Doña Perfecta, Miau, Misericordia... y solo uno de sus episodios nacionales, el que protagoniza esta sesquidécada: Trafalgar.

Casi me avergüenzo de ello, solo una de esas novelas históricas... Leí Trafalgar hace quince años y no he retomado la serie desde entonces, a pesar de reconocer su valía. Tal vez he sucumbido a la sociedad líquida (o gaseosa) que no tiene tiempo para zambullirse en ese tipo de lecturas. Galdós no es un escritor aburrido, sabe mantener el ritmo de la narración y dosificar las descripciones para que el lector no se canse. "No eres tú, soy yo", le diría ahora a don Benito, para justificar mi alejamiento de su obra, para pedirle perdón porque ya hace once años de la última novela suya que leí, Marianela

Por eso, esta sesquidécada, además de dedicársela en exclusiva a él (dejando en el tintero a David Foster Wallace o Andrés Trapiello, entre otros), ha de ser también un propósito de enmienda, una manifiesta declaración de intenciones para retomar su obra, sean episodios nacionales o cualquiera de sus otras novelas, como La fontana de oro o Tormento, a las que todavía no me he arrimado. Si no cumplo la promesa, me someteré a la penitencia que me marquen los lectores de este blog. Ahí queda eso.

Crédito de la imagen: Retrato de Pérez Galdós, por Ramón Casas (MNAC)

23 agosto 2016

Sesquidécada: agosto 2001

En agosto de 2001 estaba preparando algunos artículos sobre Juan Luis Vives, ese casi desconocido en esta tierra y que en cualquier otro lugar del mundo sería un referente. Mientras leía algunas monografías sobre el humanista valenciano, me asombraba la paciencia con que tuvo que aguantar su exilio, ese retiro forzado por sus antecedentes familiares judíos. Lo imagino en Brujas enterándose de que la Inquisición ha desenterrado los huesos de su madre para quemarlos en público. Lo imagino rechazando una y otra vez, por miedo o por despecho, volver a una España de rencorosos mediocres y de envidiosos ante la inteligencia ajena. Lo imagino muriendo lejos de su tierra y con la espina clavada de no haber podido saldar con su inmensa obra la mancha del odio racial. Nada nuevo, en fin.

Entre aquellos manuales de historia y filología se colaron, sin embargo, algunas lecturas que conviene traer a la memoria en esta sesquidécada. El primer autor es un clásico de nuestra literatura, Benito Pérez Galdós: su novela Miau impregnó algunas de aquellas tardes de verano con el aroma del Madrid castizo finisecular, con funcionarios cesantes y preocupaciones pequeñoburguesas. Es una obviedad recomendar a Galdós en un blog de filólogo, pero ante los retazos de lecturas digitales fragmentarios y dispersos de nuestros días, tal vez sea buena prescripción recuperar la prosa sosegada y llena de detalles del maestro canario.

También leí en aquellos días una antología de cuentos de Dino Buzzati, un autor para mí imprescindible tras la lectura de su novela El desierto de los tártaros. Los relatos de Buzzati son siempre inquietantes, como corresponde al cuento moderno, y dejan al lector balanceándose en esa estrecha franja entre el desasosiego intelectual y la satisfacción estética.

La última recomendación enlaza casi con el próximo inicio de curso, pues se trata de los textos del Juan de Mairena, de Antonio Machado, un imprescindible conjunto de reflexiones heterónimas acerca del arte, de la pedagogía, de la historia, de la literatura... Pasearse por los textos de Mairena es casi vivir en directo las preocupaciones de una generación que quiso renovar una España caduca, aquella misma España que quemó a los padres de Luis Vives y que con gusto hubiese hecho lo propio con él mismo de no haber puesto tierra de por medio. Leer a Juan de Mairena, a Abel Martín, a Antonio Machado es también redescubrir el oficio de maestro, algo necesario, cada día más:
No olvidéis que es tan fácil quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con ella la quinta sinfonía de Beethoven. 

28 septiembre 2011

Sesquidécada: septiembre 1996

Algunos de vosotros ya sabéis la facilidad que tengo para ilusionarme con proyectos y actividades en los que se pueda aprender algo. Podéis imaginar, pues, lo que supuso de revelación la carrera de Filología, tan vasta, tan llena de vericuetos y erudiciones, tan diversa y estimulante (eso sí, siempre alejada de la enseñanza docente y sus secretos, como si uno siempre fuese a ser el eterno estudiante...). Digo lo anterior sin ironía (excepto el paréntesis, claro), ya que viví todos los comienzos de curso con la ilusión de un niño con zapatos nuevos.
Revisando las lecturas de septiembre de 1996, me descubro también como alguien previsor que, antes de que comiencen las clases ya se había tragado monumentales monografías sobre el Romanticismo, el Realismo y Naturalismo, que iban a ser asunto prioritario en aquel curso. Así aparecen manuales de Joan Oleza (La novela del XIX: del parto a la crisis de una ideología), de Arcadio López Casanova (La poesía romántica), así como antologías diversas del costumbrismo o la crítica literaria del momento.
Todos aquellos discursos teóricos se los llevó la marea del tiempo y son joyas arqueoliterarias que uno puede consultar en la red con ciertas limitaciones. A mi parecer, la Universidad está aún más lejos de la realidad que los institutos, y mantiene un celo injustificado sobre sus publicaciones, rara vez disponibles para el público general o para los estudiosos que vivimos al margen de las Facultades. Salvo contadas excepciones -que las hay-, apenas he encontrado profesores universitarios de mi especialidad en la red de quienes aprender y con quienes compartir. Por otro lado, las revistas filológicas siguen siendo para suscriptores, sus estudios son tan opacos y eruditos que no tienen ya sentido con los avances técnicos actuales y, si no cambian las cosas, la imagen del filólogo está condenada a parecerse más a los monjes medievales que a los investigadores del CERN, por ejemplo.
Pero, como estas sesquidécadas son para hablar de literatura y libros, no me quedo con las ganas de comentar dos lecturas que han dejado poso. La primera son las Cartas a Galdós, de Emilia Pardo Bazán, en una edición de Carmen Bravo Villasante de la editorial Turner. Hace poco comentábamos -mis amigas y colegas Conxa, Mª José y yo- la extraña sensación de descubrir las intimidades de dos figuras admirables que, en sus intercambios epistolares, se mueven entre lo más cursi y lo más intelectual: "Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos tan dulcemente de literatura y de Academia y de tonterías. ¡Pero antes te morderé un carrillito" (me reservo otros fragmentos impropios del horario infantil...). Desde luego, al pobre Pérez Galdós, a quien doña Emilia llama "ratonciño", sólo le faltaba que Valle lo llamase don Benito el garbancero...
La otra lectura es una novelita corta de Pedro Antonio de Alarcón, El clavo. Cumple todos los requisitos del culebrón romántico y criminal, y podría convertirse en capítulo de una teleserie actual del género (Bones, por ejemplo). No es nada del otro mundo, pero resulta muy representativa de su época y tiene el gusto por el detalle que cualquier filólogo -incluso los de aula- sabe valorar. Y se puede encontrar en la red, algo que se agradece, porque la clave del futuro es difundir y no esconder.