Mi padre me inculcó desde pequeña el gusto por las películas antiguas, especialmente el cine mudo. Las veíamos casi siempre los domingos por la tarde, y mi padre nunca me dejaba hacer palomitas. Decía que las películas no estaban hechas para atiborrarse a comida mientras las veías, ni siquiera los bodrios actuales de Hollywood. Era una falta de respeto. Mis preferidas eran las de Chaplin y Keaton, porque me hacían reír. No entendía aún la crítica social que había en ellas, pero era gracioso ver cómo perseguían y golpeaban a los protagonistas. Con seis o siete años ya había visto varias veces la filmografía completa de ambos. A los doce o trece empecé a sentir fascinación por las actrices del cine mudo, y es algo que todavía me sigue pasando. Las actrices actuales no me dicen nada, me recuerdan a estatuas de diosas antiguas: hermosas, pero distantes e inexpresivas. Las divas del cine mudo eran todo lo contrario. Tenían esa belleza extraña y tenebrosa de los cuentos de terror. Ese aire macabro que el maquillaje que se usaba en el cine mudo acentuaba aun más: para que el público pudiese apreciar mejor los gestos de los actores en una cinta en blanco y negro y de baja calidad, se les pintaban los labios y el contorno de los ojos de color negro y la piel de blanco.
De todas aquellas actrices, mi preferida siempre fue Clara Bow. De alguna manera, Bow había conseguido sobrevivir a una infancia marcada por la enfermedad mental de su madre y las palizas de su padre, un disminuido psíquico. Fue la única de sus hermanos que lo consiguió. La madre era propensa a sufrir ataques, y atormentaba continuamente a su hija diciendo que tenía que matarla. Una noche, la muchacha se vio despertada de un sueño profundo por su madre, que blandía un cuchillo de cocina con el que pretendía cumplir la promesa que tantas veces había repetido. "Este mundo es terrible, estarías mejor muerta", la oía repetir. Afortunadamente, se desmayó antes de poder cumplir la tarea.
Supongo que esto marcó a Bow, que nunca se tomó la vida demasiado en serio. En una ocasión, Robert Savage, uno de sus múltiples amantes, se obsesióno con ella hasta la locura. Viendo sus avances burlados, Savage se tumbó sobre un diván y se cortó ligeramente la muñecas de modo que la sangre fluyera sobre un retrato de Bow. Ésta convocó una rueda de prensa, y todos los periodistas imaginaron que iba a expresar su pena por el desgraciado incidente. Sin embargo, Bow no era el tipo de persona que lamenta las idioteces de los demás. Dijo que cómo se atrevía Savage a insultarla con una demostración tan tibia. Un hombre de verdad habría utilizado una pistola.