Querido lector, veíamos como
el aitacho, estando a comienzos de 1937 en el frente de Madrid, en Leganés, viendo
a los niños que estaban sufriendo sin culpa los horrores de la guerra viviendo
entre ruinas, y pensó que la mejor manera de alegrarles un poco la penosa
situación, aunque fuera por un día, era organizando una Cabalgata de Reyes
Magos, que repartieran un poco de ilusión a todos, sin tener en cuenta bandos
ni procedencias. Con su experiencia en esas lides, ya que mi padre Ignacio
Baleztena fue el iniciador de la cabalgata de Pamplona la cosa no podía salir
mal, y para eso embarcó en el asunto a todo el que encontró por medio. Para ver
como se fraguó el tema te recomiendo que pinches aquí. Pues bien, precisamente
tenemos un testimonio directo del desarrollo de este festejo en pleno frente de
batalla, porque nos lo cuenta el mismo Ignacio Baleztena (Tiburcio de Okabío)
con su particular humor en una Iruñería escrita el 11 de Enero de 1953 bajo el
título “Las aventuras del Rey Baltasar en el Frente de Madrid”:
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Ignacio Baleztena fue el iniciador de la Cabalgata de Reyes Magos de Pamplona, siendo durantemuchos años el representante directo de S.M el Rey Baltasar |
“... Organizose la
Cabalgata en el patio de una fábrica abandonada de fideos y pastas
alimenticias, sita en las afueras de Getafe, frente a la desembocadura de la
carretera que une las de Toledo y Andalucía. Eligiose este lugar, por ser el
que más garantías de seguridad ofrecía, pues estando el tal edificio coronado
por una gran torre y su más que regular chimenea, ofrecía un magnífico blanco a
las baterías de Vallecas y el Retiro, y como era natural, todos los pepinazos
caían por los alrededores haciendo grandes destrozos en casas, almacenes,
huertas y jardines, pero sin dar, ni por casualidad, una sola en el objetivo.
Formada ya la
cabalgata, la nuba marroquí la emprendió con una estrepitosa tocata berebere
que soliviantó a los bélicos corceles de la comitiva que se pusieron a
caracolear, corcovear y desarrollar, la variada serie de saltos, brincos y
zinzilipurdis que registran las leyes de la equitación.
El magnífico caballo,
de pura raza árabe, que yo montaba, después de realizar a la perfección una
serie de jeribeques tan sólo vistos en las películas del lejano Oeste,
emprendió un furioso galope hacia Madrid, sin que yo consiguiese llegar a
detenerlo a pesar de los estentóreos ¡¡¡sooo... sooo... caballo, sooo...!!! que
le lanzaba. Lo más natural en estos casos es tirar de las riendas, pero yo,
inexperto jinete, las solté para agarrarme como una lapa al arzón de la silla.
Al revés de lo que le
ocurría al Cid, que una vez puesto en la silla se iba ensanchando Castilla
delante de su caballo, yo iba viendo que se acortaba la distancia que nos
separaba de la excoronada Villa y el pánico iba invadiendo mi ánimo de una
manera alarmante. Por que el trilema era de viaducto: O el caballo pisaba las
riendas y se caía dando una voltereta de carnero dejándome más laminado que una
calcomanía, o sin necesidad de que él pisara las riendas medía el suelo yo con
mis costillas quedando, amén de diversas fracturas, con las biricas hechas una
inmunda piltrafa, o, sin pasar por ninguna de ambas regocijantes perspectivas,
llegaba mi caballo en su diabólico galopar hasta Madrid, atravesando la calle
de Toledo cual apocalíptica visión. ¡Santa Virgen María! ¿Qué sería de mí en
este caso? ¡Quien sabe si con esto se hubiesen precipitado los acontecimientos
y los rexidores de Madrid, presos de indecible pánico, hubieran salido a
entregar las llaves de la Villa al rey Baltasar, y ... hubiera sonado el “finis
coronat opus”!.
Pero la Providencia
siempre al quite de todos los males, no faltó en tan angustiosa situación al de
éste inexperto y chambón caballista. Unos cuantos regulares que ocupaban la
caseta de un fielato abandonado al ver acercarse tan estrambótica visión,
salieron corriendo a la carretera y consiguieron, no solo detener al desbocado
caballo, sino también sosegarlo. Me miraban asombrados, como a un bicho raro, y
se preguntaban qué diablos venía a hacer por aquellos andurriales aquel califa
de guardarropía. Con la ayuda del sargento les expliqué, que a pesar de mi
turbante yo no era Abderramán, ni mucho menos el yerno del Profeta, aunque a
primera vista tuviera una ligera semejanza con ellos, y una vez convencidos,
amables y sonrientes, se pusieron a mis órdenes y cuatro de ellos me
acompañaron hasta Getafe ... La nuba sopló con más fuerza que antes, pero sin
asustar ya a mi bíblica cabalgadura. La banda del requeté de Vitoria interpretó
la Marcha Real, y rodeado de los moros de mi escolta que me vitoreaban,
inconscientes de que tomaban parte activa en una fiesta de cristianos, hicimos
triunfal entrada en la plaza de Getafe.
En medio de la plaza
se improvisó una plataforma con tres sillones endoselados y en ellos nos
sentamos los orientales monarcas procediendo, después del discurso del rey
Melchor, al reparto de ropas y juguetes entre los mocetes del pueblo. Cuando
más animada se hallaba la ceremonia, se oyó un zumbido alarmante precursor de
la aparición de algún rata ruso y sonó el ¡sálvese quien pueda!. Todos
corrieron a los refugios y portales pero como “non es de sesudos homes ni de
fidalgos de pro”, máxime si se ven con insignias de realeza, dar la espalda al
enemigo, allá, en nuestros puesto, permanecimos los tres monarcas recomendando
calma y organizando la retirada. Yo, la verdad, pasé un miedo horrible. Menos
mal que el corcho quemado que tiznaba mi faz impidió ver la palidez mortal que
tuvo a bien invadirla. Atravesó la plaza el bicharracus volador y al pasar por
encima de la fábrica soltó tres marmitas que, por no perder la costumbre, no
dieron en el blanco, pero sí hiceron
serrín la caseta del perro de una villa próxima, esparciendo las
piltrafas de su ocupante por los etéreos espacios. ¡Qué bueno supo el rancho al
día siguiente! ..."
Después, emprendieron la marcha a Leganés y la fiesta se
repitió en varios pueblos, "y en todos,
chicos y grandes, civiles y militares pudieron
bendecir la caridad de los mocetes navarros que con tanto desinterés se
desprendieron de sus juguetes, ropas y ahorros para endulzar las tristezas de
sus pobres hermanitos del frente de Madrid”
Tiburcio de Okabío. Iruñería. Diario de Navarra. 11-1-1953
Y
es que el aitacho tenía que imprimir su carácter hasta en la guerra, ya que no
fue la única celebración que organizó, incluidos sanfermines en el frente entre
otras. Pero cambiando de tercio en la próxima entrada si Dios quiere veremos
una curiosa aventura que le ocurrió también en 1937 con un reconocido personaje.