No fue hasta el verano del 2002 en que se volvió roja. O quizá ya lo había hecho antes, pero no la recuerdo. Fue el verano en que descubrí lo que significaba enamorarse. Quedar con cualquier excusa y pasarse horas y horas hablando. Conociéndonos. Sintiendo que aquello se nos quedaba grande. El verano de mis nueve revelaciones y de su poema a mi vuelta. El de que sabíamos que si seguíamos así suspenderíamos todos los exámenes de setiembre... y nos daba igual. El de que se nos hiciera de día frente a una pantalla. El de las excursiones urbanas. El de la playa a la que nunca fuimos. El de los mil mensajes los días que pasamos separados. El de la perdida de buenas noches y la de buenos días. Y el del beso de despedida que no nos dimos.
El día siguiente de nuestra despedida, con aquél beso pendiente aún flotando en el aire, instalada ya en mi paraíso particular, en la playa, de noche, a las 2 o las 3 de la mañana, bebiendo algo dulce y haciendo tiempo para ir a las carpas, la luna apareció roja, muy muy roja. Estaba preciosa, y más enigmática de lo que la he visto nunca. Nos extrañó a todos y me preguntaron si yo sabía el porqué. La verdad es que recordaba algún fenómeno raro, quizás algo de una alineación con la tierra, que reflejaba su color, pero... no estaba segura.
A él le gustaba la astronomía todavía más que a mi. Le mandé un mensaje preguntándole que significaba. Decirle que le echaba de menos hubiera sido redundante. Respondió ipso-facto. Teníamos 19 años. Él también estaba con sus amigos, aunque sin playa. Me contó, en 160 caracteres, que el fenómeno físico era por algún tema de gases en la atmósfera, pero que la superstición decía que avisaba de algún peligro. Tuvo espacio para decirme que me cuidara y para mandarme un beso.
Era la primera noche que pasábamos todos juntos aquél verano. Risas, bailes, y, aunque alguna canción me recordara a las noches que había pasado con él, la recuerdo como una noche genial. No pude dejar de mirar la luna de vez en cuando, y comprobar si seguía teñida de sangre. A las seis de la mañana, con los primeros rayos de sol acompañando nuestra vuelta a casa, llegó un nuevo mensaje. - La hora de los novios - rieron mis amigos. El mensaje era suyo, todavía lo conservo en su propia caja.
Oye, me has preocupado y no consigo dormir. Luna rojiza: augurio de desgracia y ella avisa. Laia, yo no la he visto roja... ya se que es una tonteria pero.. cuídate mucho!No fui capaz de responder hasta que estuve en casa. Estaba preparando la declaración de amor más simple y más sincera que he hecho hasta la fecha. Cuando conseguí ordenar mis ideas en un par de docenas de palabras, le dije que se cuidara él, que a mi, lo que más me preocupaba era perderle. Supongo que ya se habría dormido. No respondió.
El verano siguió y fue divertidísimo. Vivía de noche y de día. Dormía más horas en la playa que en mi propia cama. Nos lo pasamos bien por separado. Seguimos mandándonos mensajes, haciéndonos perdidas, estudiando todo lo que no habíamos estudiado juntos. Volvimos y retomamos la magia en el punto que la habíamos dejado, pero aquél primer beso todavía se demoró seis años.
Resultó que lo de la luna roja es un fenómeno habitual en mi paraíso particular. Será la composición atmosférica, el grado de sal del agua, o lo que sea, pero está allí, esperándome alguna noche cada verano. Durante todos estos años, todas las noches que la he visto, me he acordado de él y de la historia que no fue. En nuestros buenos tiempos, incluso le había mandado un mensaje, como cuando eramos poco más que niños jugando a ser mayores, y nos habíamos reído de la circunstancia.
Este verano, no la he visto roja ni un día.