MOLESKINE ® LITERARIO

Notas al vuelo en cuaderno Moleskine® .

Guillermo Saccomanno, premio Seix Barral

2.09.2010

Guillermo Sacomanno. Fuente: letraviva

El escritor argentino Guillermo Saccomanno ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral con la novela El oficinista. El jurado estuvo integrado por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Rosa Montero, Elena Ramírez y Ricardo Menéndez Salmón. Dicen que está deslumbrado y que, desde hacía años, no se sentían tan entusiasmados con un ganador. Lo cierto es que la simple referencias a sus influencias literarias (Ballard, Kafka, Dostoievski, Philip K. Dick, Gogol) han generado muchas expectativas para quienes, como yo, conocíamos su nombre pero no su obra. Lamentablemente, Saccomanno no pudo asistir a la ceremonias pues estaba reponiéndose de una meningoencefalitis en Buenos Aires. Silvina Friera en Página12 comenta extensamente la noticia:

El título, tan anodino y prometedor, atizó la llamita de la curiosidad desde el comienzo. Los miembros del jurado se quedaron “boquiabiertos” después de leer la “extraña” e “inquietante” El oficinista, de Guillermo Saccomanno, con la que acaba de ganar el premio Biblioteca Breve, dotado de 30 mil euros. Cuando relajaron las mandíbulas y cerraron la boca, aún bajo los efectos de la intensidad y originalidad del texto, no tuvieron que discutir el veredicto. Por unanimidad, entre los 414 manuscritos que concursaban, eligieron la novela del escritor argentino, presentada bajo el seudónimo de Calemo, que se publicará a fin de mes, en España y la Argentina, a través del sello Seix Barral. En el Museo Marítimo de Barcelona, durante la conferencia de prensa, Rosa Montero elevó el texto premiado a la categoría de “suceso literario” y garantizó que no dejará “indemne” a ningún lector porque contiene una “moral sumamente turbadora”. Dicen que nunca un jurado se mostró tan exaltado y contundente. El telón de fondo de la historia premiada es una ciudad arrasada por atentados guerrilleros, amenazada por hordas de hambrientos, niños asesinos y perros clonados. En esta urbe infernal, vigilada por helicópteros y bautizada con lluvia de ácido, se recorta el opaco y desencajado protagonista de la historia, un hombre dispuesto a la humillación con tal de conservar, con uñas y dientes, su trabajo. En este mundo absurdo, que responde a la lógica de la degradación del sujeto, el oficinista, un asesino en potencia, se enamora y se permite soñar con ser otro. Una pregunta sobrevuela por las páginas de esta novela, que encierra una antiutopía, un mundo Ballard, pero también Dostoievski: ¿de qué abyecciones es capaz un hombre por aferrarse a un sueño? Saccomanno, él mismo lo reconoce, ha incentivado el culto del “escritor salvaje” desde que se recluyó en Villa Gesell, hace más de veinte años, para desintoxicarse de la ciudad y del ambiente literario. Algún malintencionado podría sospechar que ese costado salvaje del flamante ganador se impuso y que por eso decidió no viajar a Barcelona a recibir el premio Biblioteca Breve, que han ganado nada más ni nada menos que Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gioconda Belli, entre otros. Seguirá siendo un “buen salvaje” y empecinado, pero las razones de ese faltazo obedecen a un virus que suena a trabalenguas macabro. (...) Rodrigo Fresán recogió el premio en su nombre. “Es un libro extraño, en el mejor sentido de la palabra, pero coherente con la obra de Guillermo. No es un libro común, va a sorprender mucho”, anticipó Fresán, para quien los libros de Saccomanno “se pasean por muchos lados, son como postales”. (...)Aunque el ganador no pudo hacer declaraciones, en un texto de su autoría distribuido por la editorial Planeta, Saccomanno cuenta que escribió la primera versión de El oficinista en el verano de 2003, tan sólo en un mes. “Ignoraba que su proceso de corrección y ajuste me llevaría seis años”, admitía allí el flamante ganador del premio Biblioteca Breve. “Seis años en los que pasé por diferentes estados de ánimo. En todos fui el oficinista. Es cierto, lo fui alguna vez. Quizás ahora, al escribir, no tenía que observar tanto a los otros como a mí mismo. Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición. Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder.” Saccomanno plantea que lo peor del poder es que “nos inficiona”. Después de despotricar contra la clase media, “tan prolija”, “tan capaz de canalladas cobardes”, se pregunta, en una vuelta de tuerca flaubertiana: “¿Acaso soy mejor tipo por ser escritor? El oficinista también soy yo”. [...] Ballard, Kafka, Dostoievski y Philip K. Dick son algunos de los nombres que lanzó el jurado como brújulas para orientar la atmósfera de la novela premiada. “Por la noche, cuando la city se apaga, en los umbrales de esas catedrales del dinero, bajo las recovas de una avenida y hasta en las cabinas de los cajeros automáticos, empieza a verse a los sin techo, aquellas y aquellos desgraciados pestilentes expulsados de un sistema en el que creyeron”, recuerda Saccomanno en su texto. “Más de una vez, mientras observaba este contrapunto macabro, me preguntaba cómo escribir sobre estos personajes, que quizá no sean tan diferentes en su degradación del Akaki Akákievich de El capote, de Gógol. O del hombre del subsuelo de Dostoievski. También, ¿por qué no?, Bartleby. ¿Y Samsa? También. Nada es casual: en un principio esta novela se llamaría La perspectiva Nevski. Porque ésta sería una novela rusa. Existencias desesperadas en un mundo absurdo que responde a una lógica: la destrucción del sujeto. En este sentido, al modo ruso, esta novela no es de amor, sino de la búsqueda de amor. Aunque suene cursi. Aunque el amor esté en extinción. Una novela de soledad. Si lo prefieren, una experiencia rusa. De hecho, el protagonista de esta novela es ‘tan ruso’.” Saccomanno tiene una gran obra que comienza a instalarse poco a poco en España. El año pasado obtuvo el primer reconocimiento internacional cuando 77, la tercera parte de su trilogía conformada por La lengua del malón (2003) y Un amor argentino (2004), ganó el prestigioso premio Dashiell Hammett a la mejor novela publicada en español en la Semana Negra de Gijón. Entonces, se tomó tres bourbon para festejar lo que consideraba una “grata sorpresa”, porque no se tenía mucha fe. Lo que más le importaba de ese premio es que lleva “el nombre de Hammett, un escritor que dijo ‘no’ en tiempos en que escasean los hombres que dicen ‘no’”. [...] Colaborador habitual de Página/12 y maestro de talleres literarios en los que se han fogueado varias generaciones, el escritor suele advertir que “son las escrituras las que tienen que establecer las discusiones”. Cuando se publique El oficinista, en breve, los lectores podrán disfrutar esa perturbadora, sobria, onírica e incluso profética novela que ha deslumbrado al jurado español.

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Recordando a Benedetti

5.25.2009
Mario Benedetti. Foto: Daniel Mordzinski/ Página12

En el suplemento "Radar" de Página12 han recordado noblemente al fallecido Mario Benedetti un grupo de escritores y periodistas argentinos. ¿Quién era este escritor tan conocido y, al mismo tiempo, tan olvidado por sus lectores? Un escritor cuyos versos simples y honestos lo mismo podían despertar sentimientos purísimos y profundos o creas algunas caricaturas, como los personajes de Eliseo Subiela. Juan Pablo Bertazza dice:

Benedetti –sería injusto negarlo– es casi una mala palabra para la actual poesía, a tal punto que pocos, muy pocos osarían tomarlo en cuenta. Y eso puede deberse a varias razones: tal vez su inventario poético terminó devorándose al resto de su obra, tal vez su poesía envejeció mal, tal vez no se pueda ser tan popular y de culto al mismo tiempo. Lo indudable es que en el mayor porcentaje del Benedetti poeta hay un Benedetti letrista. Lo curioso es cómo todos los otros Benedettis fueron muriendo a manos del Benedetti de Poemas de la oficina o Sólo mientras tanto, a manos de poemas que le gustaban a nuestros malos maestros de literatura, a manos de poemas que inundan las orillas de la red: el Benedetti periodista, el Benedetti militante de izquierda, el Benedetti crítico de cine, el Benedetti humorista, el Benedetti exiliado y desexiliado, el Benedetti narrador que despabiló al cuento uruguayo con las luces de neón de la ciudad, el kafkiano Benedetti de La tregua, el Benedetti maldito de ese conmovedor relato que es “Sábado de gloria”, donde Benedetti reza a Dios “una oración aplastante, llena de escrúpulos, brutal, una oración a mano armada” para que no se la lleve a su compañera. Todos esos Benedettis que, ahora, paradójicamente, quizás renazcan.

Guillermo Saccomanno dice:

Onetti, bastante escéptico en materia erótica, no se lo tomaba muy en serio. Lo juzgaba con una sobradora misericordia. Hace unos años, entrevistado en un documental sobre Benedetti, Gelman declaraba que gracias a esta poesía sencilla muchos lectores pudieron quizás conocer más tarde una poesía mayor. Para rabieta del elitismo, los poemas de Benedetti fueron canciones. Y volaron por el mundo. Quienes lo leían y cantaban sus letras no eran lectores de Mallarmé y Pound, pero encontraron en Benedetti una voz que los representaba y expresaba lo que muchos no sabían cómo decir. ¿No es acaso esa la función de la poesía: decir lo que no se sabe cómo nombrar? Convengamos, no ha sido poco el mérito de este poeta que supo alcanzar esos lectores que una supuesta alta cultura menosprecia. Tal vez el “poeta menor” –como lo habría calificado un Borges presumido– no lo sea tanto. Tal vez no se reduzca su gloria a ser “un nombre en el índice de una antología”.

El editor de Emecé, Alberto Díaz, recuerda:

Borges decía que la muerte mejora cualquier biografía; en el caso de Mario la muerte no mejora su biografía, ya que su biografía siempre fue impecable: coherente en el compromiso político y en el pacto con sus lectores, a quienes nunca defraudó. Su vida privada y pública conformaban una sólida unidad sin fisuras, ni claudicaciones. Su calidad humana y sencillez son reconocidas por todos aquellos que tuvimos la oportunidad de tratarlo. Con él crecimos y soñamos millones de lectores en todo el mundo y hoy lloramos su pérdida. Trabajador incansable, la muerte lo sorprendió trabajando en un nuevo libro de poesía, Biografía para encontrarme. Como diría Machado “fue un hombre en el mejor sentido de la palabra, un hombre bueno”.

Además, aparece una entrevista a Mario Benedetti por María Esther Gillio.

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Las visibles voces de Porchia

5.19.2009
El "Viejo" Antonio Porchia. Fuente: radar

¿Existe la "posteridad invisible"? La posteridad de Antonio Porchia parace responder que "sí". Porchia y sus brevísimos textos, resumidos bajo el simple título de "Voces" (que en Argentina, supongo, tiene un doble significado), han influido a generaciones de poetas extraordinarios de Argentina -el mejor de todos, Roberto Juarroz- y sin embargo apenas es posible encontrar poemarios suyos. Una editorial cordobesa acaba de publicar un compendio de Voces y eso es un buen pretexto para que el escritor Guillermo Saccomanno escriba un dedicado perfil del invisible Antonio Porchia en "Radar". Antes de que vuelva a la invisibilidad, dejo el enlace y un largo párrafo (lleno de su poesía, además) que pinta bien al maestro:

"Lo que hice o no hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré, creo que también pasó”, escribió alguna vez el Viejo, y seguro que al Viejo le corresponde la mayúscula, el Viejo al que todos llaman Don Antonio. Cuando alguien viene a visitarlo a su casa de la calle Malaver, en Olivos, Don Antonio agarra la bolsa de los mandados y va hasta el almacén. Ahora, en la vejez, otra vez contando el centavo como cuando tenía diecisiete años y recién había bajado del barco. Trabajaba día y noche entonces. “Un poco más de pan en mis primeros años y mi todo hubiera sido todo lo que es todo en todos mis años”, escribió. No es ninguna excepción, en este país y no sólo, un poeta que termina en la pobreza o tirado en una cama de hospital. Pero el Viejo tiene aguante: “La pobreza ajena me basta para sentirme pobre; la mía no me basta”, dice en una de sus anotaciones. A pesar de todo, se las arregla para volver del almacén con vino, queso, salame y pan. Así agasaja a sus visitantes. La humildad en que vive, más que pobreza es austeridad. Es decir, dignidad. Su casa tiene cuadros que forman una cotizadísima pinacoteca: Pettoruti, Quinquela, Victorica, Castagnino, Soldi, Butler y Forner. Pero no está dispuesto a venderlos. De todos los libros que tiene, hay dos que están siempre a mano: La Divina Comedia y Jerusalén Liberada. Quienes lo visitan son, por lo general, jóvenes. “Saber morir cuesta la vida”, les enseña. Aunque el Viejo no es de muchas palabras, quienes vienen a verlo sienten que están consultando un oráculo. A los que aprecia suele regalarles una anotación. Una de sus “voces”, así las llama. “La verdad tiene muy pocos amigos y los muy pocos amigos que tiene son suicidas.” Que no se llame aforismo a estas voces, se enoja. “Hablo pensando que no debería hablar: así hablo.” Se indigna cuando lo tratan de aforista. Lo suyo es una poesía de visión metafísica. “Habla con su propia palabra sólo la herida.” Esas voces que escucha, dice, no son una alucinación. Más que autor se piensa intérprete de esas ideas. El Viejo tiene clara la dialéctica entre el uno y el todo. Contra las corrientes poéticas de su tiempo, está en otra cosa. Y en otra parte. Como cuando escribe: “Eramos yo y el mar. Y el mar estaba solo y solo yo. Uno de los dos faltaba”. Siempre estuvo en otra parte. Y en otra. Sin entrar en ninguna: “No, no entro. Porque si entro no hay nadie”. Aunque vienen a verlo, él elige, como lo hizo en toda su vida, permanecer al margen del ambiente literario. El Viejo escribió: “En plena luz no somos ni una sombra”. Y tanto más se aleja ahora que su nombre, su apellido especialmente, se ha convertido en un mito: Porchia. Hace unas noches Dal Masetto me comentó que en los ’60, al entrar a una librería, un amigo le señaló: “Ahí va uno de los poetas más grandes de la Argentina”. El joven Dal Masetto lo miró. El Viejo tenía todo el aspecto de uno de esos italianos inmigrantes, rudos, curtidos por el trabajo áspero. Podía ser un maestro mayor de obra. En verdad, lo era. Era maestro y era mayor. También tenía una obra. La diferencia entre un arquitecto y un maestro mayor de obra consiste en que el primero puede levantar un edificio y el segundo, no más de tres pisos. Esa diferencia encubre otra más profunda. Los delirios constructivos de un arquitecto suelen ser tentaciones de la vanidad. Y derrumbarse. El segundo construye no más de tres pisos, pero el plantado es firme. Y difícilmente se vendrá abajo. La obra del Viejo tiene esta virtud: es una obra medida, enemiga de lo decorativo. “En mi silencio sólo falta mi voz”, escribe. Y, a medida que pasan los años, con su aura de escritor secreto, resiste los embates del tiempo y los istmos. Es sabido: nada atrasa tanto como la vanguardia. La vanguardia es museo. Aunque esta cuestión al Viejo no le importa: “Hombres y cosas, suben, bajan, se alejan, se acercan. Todo es una comedia de distancias”.

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El enorme Tolstoi

3.09.2009
León Tolstoi. Fuente: elmundo

La edición de Cuentos completos (Relatos, Sudamericana) de León Tolstoi le ha servido a Guillermo Saccomanno para escribir un texto extenso en "Radar Libros" de Página12, lleno de dmiración, por aquel narrador ruso que incluso antes de su muerte alcanzaba alturas proteicas, de gigante. Cada vez es más cierto que en un siglo de grandes genios, como lo fue el XIX, el nombre de Tolstoi empieza a echar sombra a la mayoría hasta convertirse en un verdadero titán literario más allá de sus anacronismos. Tolstoi no solo era el mejor contador de historias de su tiempo, sino un escritor capaz de mirar el mundo e interrogarlo con razón e inteligencia. Y el único, realmente el único, que se enfrentó a la muerte sin armaduras, tratando describirla tal como es. Si lo logró o no, solo Dios sabe. Pero no le tuvo miedo, y eso es seguro. Dice Saccomanno:

¿Quién se cree Tolstoi?, se pregunta uno. ¿Dios? La idea de Tolstoi como Dios no es nueva. “Este hombre es como Dios”, dice Máximo Gorki. León Trotsky, en uno de sus artículos de Literatura y revolución, comenta que al leer a Tolstoi su fuerza le recuerda La Ilíada y el Pentateuco. Lejos de Trotsky, Harold Bloom comparte a su modo la opinión: cuando lo lee a Tolstoi, como al leer a Homero, siente que la voz narradora es la de Dios. Tolstoi propugnaba la humildad en la fe, pero, ¿hasta dónde, con su omnipotencia, no se creía él mismo Dios? Al mirar sus fotos, como un coloso de Miguel Angel, su gran barba, su porte gigante, su mirada severa, Tolstoi impone un instintivo respeto. Dios, padre, patriarca. Tolstoi es un torrente. Las pasiones lo desbordan. Para bosquejar su ideología literaria puede ser un aporte internarse en esta recopilación (formato pocket, más de 600 páginas en tipografía diminuta) que incorpora relatos inéditos, otros poco conocidos y unos pocos clásicos. Como prodigio de orfebrería, lo integran también muchos relatos de los “libros de lectura” que Tolstoi compiló con ficciones de tono moral. Cuentos cortísimos, parábolas que, hacia acá, pueden asociarse con un anti La Fontaine, más próximo a Kafka o Monterroso. Tolstoi dio a leer algunos de estos textos a Scholem Aleijem y se publicaron antes en yiddish que en ruso. Sus fábulas suelen respirar un aire taoísta. En Buda anticipa, varias décadas antes y en pocas páginas, Siddharta, de Herman Hesse. Sus crónicas de aventuras y “hechos reales”, nouvelles introspectivas y amargas, pueden juzgarse un esbozo pionero de fiction non fiction. Como en su mayoría estos materiales fueron publicados originalmente en revistas, se recortan pequeños núcleos narrativos que, sin perder la gracia de lo autoconclusivo, enriquecen la lectura de sus grandes novelas. El escritor ajusta y perfecciona su técnica de la síntesis narrativa en función de una transparencia que le permita un impacto más directo, más certero. Porque Tolstoi pretende ser recordado no como el autor de Guerra y paz y Ana Karenina sino como el educador de estos libros de lectura. Este es el Tolstoi predicador pero, aun cuando pone en primer plano la cuestión de la fe, su bajada de línea no molesta. En muchas ocasiones, la incorporación de lo maravilloso (un milagro, una visión, una aparición celestial) produce el estupor de la literatura fantástica. Y si el gancho de cada pieza (en particular las más breves) sorprende, se debe sin duda a que Tolstoi extrema con austeridad el realismo de sus novelas.

El artículo también se detiene a comentar la relación entre Tolstoi y el arte:

A los cincuenta años, cuando podría reposar en su fama de artista y hacendado, Tolstoi lanza Mi confesión: “Sentí que aquello en que se apoyaba mi vida se rompía, que no encontraba ningún asidero, que lo que había construido mi vida ya no existía, que moralmente no podía vivir”. En el mismo período de crisis escribe el ensayo ¿Qué es el arte?, dueño de una mordacidad que le significará un camino sin retorno. Le indigna que una gorda soprano gesticulando a los gritos, como si alguien pudiera así expresar sus sentimientos con tanta estridencia, o un director de orquesta, con ese autoritarismo caprichoso típico, puedan ganar más que el obrero detrás de escena que se amasija como tramoyista. Le indigna que se gasten millones de rublos en academias, teatros y conservatorios, y apenas la centésima parte en educación. Le indigna que, en las grandes ciudades, centenares de millares de obreros –carpinteros, albañiles, pintores, tapiceros, sastres, peluqueros, joyeros, impresores– consuman su vida en trabajos forzados para satisfacer la necesidad de “arte” de un público aburrido y pretencioso. Tolstoi traza un relevamiento concienzudo de las discusiones sobre estética desde la antigüedad. No hay disciplina como la estética que se haya prestado, según Tolstoi, a tantas y tantas lucubraciones abstrusas. Y la definición de belleza, en tanto, sigue en discusión. Cualquier petimetre habla de arte, pero nadie sabe para qué sirve. A una edad en que tantos se jubilan y apoltronan, Tolstoi carga contra los críticos, las modas y la frivolidad, da vuelta otra página de su biografía y se dedica a construir escuelas, redactar un Nuevo Abecedario, una compilación de relatos brevísimos, y cuatro Libros rusos de lectura. Contra los juicios más adversos, estos libros venden más de un millón de ejemplares. Tolstoi se explica: “Mi ambicioso sueño es el siguiente: que durante dos generaciones todos los niños rusos, tanto los de la familia imperial como los de los mujiks, se formen con estos libros y extraigan sus primeras impresiones poéticas, y yo pueda morir en paz”. Hilarantes y filosos, cuentos como El abuelo se había vuelto viejo, La niña ratón o Las liebres exceden el género “para chicos”. Pero Tolstoi, el educador, no se engaña: sabe que no basta con predicar y cada uno debe ingeniárselas para descubrir su verdad. En todos los relatos que Tolstoi crea y también adapta para la educación popular (saqueando, cuando una historia le entusiasma, tanto Las mil y una noches como Herodoto), es el lector quien debe tomarse el trabajo de pensar. Qué hace vivir a los hombres, un relato fantástico con un ángel caído (y hay que animarse a un relato con un ángel, a menos que se sea García Márquez), tiene un sinfín de citas bíblicas como epígrafes, pero su capacidad para conseguir que el extrañamiento sea verosímil deslumbra. Mientras muchos escritores practican el cuento como entrenamiento para la novela, en Tolstoi pareciera que el proceso es al revés: del todo al uno, sus novelas monumentales devienen el laboratorio de ensayo para adquirir, en el relato corto, una sutileza que, más tarde, será influencia poderosa en Chejov. Tolstoi cuestiona la utilidad del arte. No jugar, no sorprender: enseñar. El cuento como sermón que propicia la meditación. Su contundencia es tal que impide saltar con apuro de un cuento a otro.

Finalmente, este párrafo, dedicado a la muerte y Tolstoi, en el que se menciona uno de mis libro favoritos (La muerte de Iván Ilich) me parece lo mejor del artículo:

En una carta a Gorki, escribe: “Cuando un hombre ha aprendido a pensar, todos sus pensamientos se ocupan de su propia muerte”. Esta idea, la muerte que se presenta como revelación, impregna, además de su clásico La muerte de Ivan Illich, varios de estos relatos. La oración es un ejemplo. En tiempos de la guerra ruso-japonesa, un bebé muere de hidrocefalia. En sus rezos, la madre interpela a Dios. Tiene una alucinación: divisa un viejo libertino con una puta. En el viejo reconoce los rasgos de su bebé. Despierta horrorizada. La mucama le explica que Dios supo lo que hacía al llevarse al bebé. Dios, ese azar que llamamos Dios, en este cuento se comporta como un demonio implacable a lo Stephen King, que abdujo esa almita. El cuento puede leerse como fantástico, pero también, por qué no, como de terror. Cabe consignarlo: el terror, en su eficacia, nubla el mensaje. Se vuelve boomerang: Dios es un poder arbitrario y letal. Una digresión y no tanto ahora: si este cuento, que se pretende evangelizador, opera como relato de terror; si transmite, contra su voluntad, una concepción monstruosa de Dios, ¿no será porque a Tolstoi le importa más escribir una buena historia, ser potente en la seducción, cincelar la forma, subyugar el lector, tenerlo agarrado, antes que suministrar una monserga? Desde esta interpretación, ¿no pesa más su vanidad de escritor que su intención predicadora? De ser así, estaría en juego ya no su idea de Dios tanto como su poder demiúrgico. “Vanidad de vanidades.” Con variaciones distintas, en estos relatos fluye la desesperación por vencer el dolor y superar el miedo a la muerte. Si un sentido se encuentra en este tránsito, machaca Tolstoi, es en el amor, pero el amor es un compromiso con los otros. Inflexible, Tolstoi es un creador de ficciones memorables, pero en su imaginar no abandona nunca la denuncia. Chejov, menos expansivo y más desencantado, coincidirá en su mirada: “Si los hombres pudieran ver cómo viven, el mundo sería tal vez mejor”

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Ni secreto ni maldito: Wallace Stevens

7.11.2008
Wallace Stevens. Fuente: wood s lost

En el elogio que Guillermo Saccomanno hace al poeta norteamericano Wallace Stevens (1879-1955) esta semana en Radar Libros, dice que el autor estaba "alejado tanto de la excentricidad del invisible como del estridente". De la invisibilidad por que nunca pretendió ser un autor "secreto":
A menudo el adjetivo “secreto” que se le pega a un autor es una artimaña marketinera. Se sabe: el lector de suplementos literarios no sólo busca estar al tanto del último “secreto” que todos consumen sino que, además, pretende vanidoso que su fruición sea exclusiva, privada. Evitando pisar esta trampa, Wallace Stevens (1879-1955) supo ser más un poeta escondido que un autor “secreto” y se las ingenió para proteger su poesía del parnaso de exhibicionismo intelectual. “Soy abogado y vivo en Hartford. Estos hechos no son ni divertidos ni relevantes”, fue la respuesta escrita que despachó al director de una revista que buscaba reportearlo. Pionero en abstenerse del gallinero literario mediante la reclusión, deviene un antecedente de Salinger. Pero menos crispado. Ni timidez ni afán de hacerse el raro. Stevens pensaba: “Después de que se abandonó la creencia en dios, la poesía es esa esencia que ocupa su lugar como la redención de la vida”.

Y del exhibicionsismo de creerse "poeta maldito" pues:
Si se observan sus retratos, todos sugieren un ejecutivo prolijo, pelo corto, siempre de traje y corbata. Sin excesos de alcohol ni de alcoba, nada de paraísos artificiales, la biografía de Stevens no presenta peripecias ni trasluce una tragedia íntima. Ni un rastro de esa clase de conductas desbordadas que el lector biempensante atribuye con una credulidad romántica a poetas más preocupados por construir la excentricidad del personaje antes que una manera de decir. Este cliché exige que el poeta sea loco o, al menos, vidente. Corriendo el riesgo de pasar por conservador, el innovador de la poesía norteamericana era capaz de ahondar una y otra vez un tema y sus variaciones: “Seis paisajes significativos” o bien “Trece formas de mirar un mirlo” son buenos ejemplos. Sus poemas más conocidos son “El Emperador de los Helados” (“Deja que ser rime con parecer / El único emperador es el Emperador de los Helados”) y “El hombre de la guitarra azul”, inspirado en un Picasso (“Que pueda yo reducir el monstruo / a mí mismo, y después ser yo mismo / frente al monstruo”). Wallace Stevens sostenía que “la poesía es salud”. Y redondeaba: “La poesía no puede convertirse en un hospital”.

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García Márquez 40 años

5.21.2007
Portada de suplemento Ñ que rinde homenaje a García Márquez. Fuente: Clarín

Bajo el título de “Inventor, mago y cronista” el suplemento Ñ le rinde un homenaje a Gabriel García Márquez por los 40 años de publicación de Cien años de soledad. Muy bueno, sobre todo, el artículo sobre los mitos alrededor de su publicación. ¿Será cierto que Barral dejó pasar por sus narices el manuscrito sin inmutarse?

Guillermo Saccomanno, uno de los invitados a este homenaje, dice: “Escribir a esta altura sobre Cien años...es exponerse al papelón. Debe ser la novela latinoamericana sobre la que más se ha escrito, habiéndose dicho todo: novela familiar, histórica, magica, épica, política, etcétera. Y sin embargo, no. Al leerla de nuevo uno tiene la sensación de que aún hay algo que no se dijo, de que uno ha visto un destello que a los demás se les pasó. La diversidad de interpretaciones a que se presta es inagotable. Eso explica su popularidad y también por qué, cada tanto, le surgen detractores rencorosos. No obstante, Cien años... perdura indemne. Y se mantiene en forma. En forma y en contenido. Parece haber estado siempre ahí, esperando a todos y a cada uno para revelarles algo que hasta ahora ignoraban. O cantarles cuatro frescas.

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