MOLESKINE ® LITERARIO

Notas al vuelo en cuaderno Moleskine® .

Fresán sobre La humillación

3.02.2010
Les guste o no les guste, Philiph Roth está aquí. Fuente: a cultural policy blog

Rodrigo Fresán no ha querido golpear a La humillación, de Philip Roth, editado por Mondadori, aunque no deja de reconocer que es una obra menor dentro de la misma obra de Roth. Sí pues, no es fácil dar de baja por una novela a alguien que nos ha dado tantos años de excelente literatura como Roth, y aún está en plena producción, al menos hasta que le den el Nóbel y lo sequen para siempre. Y sí pues, como dice la reseña, siempre habrá lectores Anti-Roth y pro-Roth, como todos los autores del mundo tienen fans y enemigos. Dice Fresán en el ABCD las letras:

Alguna vez Bob Dylan se quejaba de que cada nuevo álbum que editaba fuera siempre comparado con anteriores discos suyos. «¿Por qué no los comparan con los de los de mis colegas?», proponía Dylan con sonrisa de tahúr, sabiéndose el mejor jugador sentado a la mesa. Pero no se puede. Problemas de ser una leyenda: te conviertes en la medida de ti mismo, perteneces a ese exclusivo club de un solo miembro y, allí dentro, sólo espera el espejo. Lo mismo le sucede y sucede con Philip Roth. No tiene demasiado sentido leerlo dentro de un contexto sino admirarlo y calibrarlo en la masiva soledad de su propia compañía. Aclarado esto, no se encuentran en La humillación -seamos muy exigentes- la perfección henryjamesiana de La visita al maestro, las innovaciones formales de La contravida, la picaresca bestial de El teatro de Sabbath, la autobiografía freak-religiosa de Operación Shylock, la ambición histórica-íntima de Pastoral americana o La mancha humana, o la sorpresa ucrónica de La conjura contra América. Tampoco hallaremos la enorme brevedad de Indignación, inmediatamente anterior a La humillación en su obra. Lo que demuestra que, aquí y ahora, no hay síntoma de decadencia sino, apenas, los altibajos de la escritura constante. O, acaso, las ganas de hacer una perversa travesura como esos infernales villancicos con la que Dylan taló nuestros arbolitos las pasadas navidades. [...] Y en La humillación -donde, otra vez Rothlandia, el vampiro acaba siempre vampirizado- hay varias de estas hembras demenciales entrando y saliendo de lechos donde lo que se nos enseña produce, por momentos, esa incómoda sensación de querer bajar la vista. Vergüenza ajena y salir corriendo de allí y cerrar el libro. Pero, al cerrarlo, leemos otra vez su título y lo comprendemos todo. En La humillación, Roth no sólo se propone y consigue humillar a Axler sino, también, logra degradar con maliciosa maestría a un lector que, enseguida, vuelve allí dentro en busca de más: más sonrojantes escenas lésbicas, más patéticas reflexiones sobre los sentimientos, más lamentos de macho dominante dominado. En este sentido, La humillación probablemente sea el libro más literalmente pornográfico de Roth. Música de recámara sin preliminares donde lo único que importa es quitarse pronto la ropa, dejarse la piel y, enseguida, mostrar como medallas las marcas que quedan al caerse de la cama por intentar posiciones demasiado peligrosas. En 1984, respondiendo en cuanto a si tenía en mente un Lector mientras escribía, Roth, mostrando los dientes, reveló: «No. Pero en ocasiones pienso en un Lector Anti-Roth. Pienso en lo mucho que va a odiar todo lo que estoy haciendo. Y ese es todo el estímulo que necesito». De ser eso cierto, La humillación será el libro perfecto y repulsivo para los Lectores Anti-Roth, y el libro no perfecto pero sí fascinante para los Lectores Roth, ya a la espera del inminente Némesis. Mientras tanto y hasta entonces, ahí está esa primera línea de La humillación: «Había perdido la magia».

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The Unnamed, una apuesta más

2.26.2010

Joshua Ferris y su novela. Fuente: Pagina 12

Todo el mundo le achaca, como si fuera un demérito, a Rodrigo Fresán la capacidad que tiene para ofrecer genios, autores insólitos, que aparecen una vez cada año por lo menos (a veces más) en la literatura norteamericana. Sí, es cierto, Fresán es un entusiasta. Pero ¿es malo el entusiasmo literario? No lo creo. No, no lo es. Allá esas pobres almas mustias incapaces de emocionarse por una novedad literaria. Que sigan subrayando su ajado librito de Crimen y Castigo. Yo prefiero seguir a Fresán y pensar que sí, por qué no, cada año hay algo por qué apostar, aunque muchas veces la apuesta se pierda. Como la vida misma. Ah, pero cuando se gana... cuando se gana todo vale la pena. La apuesta de Fresán esta temporada (o esta semana, si quieren joder) es Joshua Ferris (auntor de la exitosa primera novela Then We Came to an End o Entonces llegamos al final) con su segunda novela The Unnamed.

The Unnamed no sólo es mejor que Entonces llegamos al final sino que es mejor que tantos otros libros. Porque The Unnamed es eso que se conoce –a falta de mejor término– como “obra maestra”. Y el protagonista de The Unnamed –narrada en tercera persona del singular– es un tal Tim Farnsworth. Uno de los tantos protagonistas del Sueño Americano: felizmente casado con la hermosa Jane, socio admirado y envidiado en un bufete de abogados top (otra vez, guiños a Joseph Heller), padre de hija adolescente con problemas normales (Becka, que aporrea su guitarra para cantar sus blues) y, nada es del todo perfecto, desconcertado poseedor de una rara dolencia. Una de esas enfermedades freaks acerca de las que suele escribir Oliver Sacks (y Sacks tiene un perfecto cameo en The Unnamed) y que es aquello “sin nombre” o “innombrable” a lo que se refiere el título del asunto. Y la cosa es así: de tanto en tanto y cada vez más seguido (el lector siente un escalofrío cada vez que lee y escucha eso de “Ha vuelto”), Tim Farnsworth sufre arrebatos incontrolables que le hacen dejar lo que esté haciendo (el amor, recitando un alegato, mirando televisión, lo que sea), ponerse de pie, y salir a caminar hasta la extenuación en una desconocida y extrema variante de lo que se conoce como síndrome de piernas inquietas. Lluvia dura o sol furioso o nieve pesada. Vestido o desnudo. Allá va, allá sale Tim Farnsworth. Y Jane o Becka se quedan en casa, desesperadas primero y resignadas después, esperando la llamada telefónica de Tim Farnsworth que, después de salir de su tránsito de sonámbulo despierto, les pedirá que, por favor, pasen a buscarlo por cafeterías insomnes o bordes de autopistas o bancos de plaza.
Y eso es lo que cuenta The Unnamed con envidiable salud: las idas y vueltas de un mal tan bien escrito, las visitas a médicos, las esposas en la cama que no se utilizan para juegos sexuales, los desajustes en la vida familiar y laboral, la creciente angustia de Tim Farnsworth (luchando contra ese otro yo que lleva dentro y que no lo deja quieto) y quienes lo rodean a lo largo de décadas, los problemas de salud (tremendo ese instante en que el “héroe” descubre que se le ha caído un dedo del pie por la hipotermia y lo siente, suelto, dentro de su calcetín) y, finalmente, en párrafos de un lirismo emocionante, la victoria final y casi zen de un derrotado desde el principio que, involuntariamente, ha conseguido ese utópico nirvana de estar fuera de todas las cosas y caminante sí hay camino. [...]

The Unnamed es, también, una de esas contadas novelas a las que ninguna descripción les puede hacer justicia. Es –al igual de lo que sucedió con Being Dead de Jim Crace o Remainder de Tom McCarthy, también libros patológicos– algo que no se parece a otros salvo a sí mismo. Algo que hay que experimentar para comprender, admirarse y, sí, enseguida envidiar. Sanamente.

Si hay algo de justicia, The Unnamed debería llevarse el National Book Award y estamos en enero, el 2010 recién empieza, pero –aquí ahora, tan movilizado por estas páginas a las que me cuesta dejar atrás y a las que, enseguida, vuelvo a leer desde la primera de ellas– se me hace difícil pensar, ojalá me equivoque, que leeré algo mejor a lo largo de este año.ovela, publicada a inicios de año, The Unnamed.

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Denis Johnson por Fresán

2.23.2010
carátula de la novela. Fuente: abcd las letras

Nunca olvidaré la tarde en que, en la librería La Casa Verde, luego de una entrevista a Mario Montalbetti para el extinto Vano Oficio, le pedí que me recomendara un autor de EEUU y me dio el nombre de Denis Johnson. Francisco Melgar atendía ahí en ese entonces y con él buscamos en internet más detalles. Fue como ver el hielo por primera vez, dentro de un baúl. La fama del extraordinario narrador norteamericano Denis Johnson en españa creció a partir de la colección de relatos Hijo de Jesús (Mondadori) y se asentó con Arbol de humo, también por Mondadori, ganador del National Book Award. Pero antes de eso, ya Anagrama le había echado el ojo y editado de él una novela llamada Ángeles derrotados que ahora ha recuperado en su edición de libros vueltos a la vida por sus 40 años (carátulas rojas, para más detalles). Yo la leí hace unas semanas y sí, la verdad es que el sujeto era un genio absoluto antes de Hijo de Jesús. El libro es reseñado por un, como siempre, entusiasta Rodrigo Fresán:

Cuando en 1983 el poeta de culto norteamericano Denis Johnson (nacido casi por casualidad en Múnich en 1949) publicó su primera novela, fueron muchas las firmas de renombre que celebraron su llegada al género. Da vértigo pensar lo que habrá sentido un debutante ante las loas de gente como John Le Carré, Richard Ford, Robert Stone y Philip Roth. Da aún más vértigo la lectura de Ángeles derrotados y volver a experimentar -en lo que constituye un rescate imprescindible de la editorial que la tradujo a nuestro idioma en 1986- la llegada de alguien que ya entonces era un maestro y que no ha hecho otra cosa que volar cada vez más alto hasta alcanzar la altura de clásicos modernos como Hijo de Jesús o Already Dead. Titulada sin calificativos como Angels en el original, Johnson -al igual que otros novelistas que vienen de la poesía; pensar en el Roberto Bolaño de Estrella distante y 2666 o en el Michael Ondaatje de En una piel de león, El paciente inglés o Divisadero- posee un extraño y admirable talento para narrar, con exquisito lirismo, el funcionamiento disfuncional de una mente delictiva. De ahí, la saga de los forajidos Bill y Jamie, triunfadores en el arte de perder y dispuestos a apostarlo todo concientes de que no tienen nada. Con una prosa entre cósmica e íntima que recuerda las texturas de ciertos filmes de Terrence Malick -esas panorámicas casi místicas, llamémosle cinemascope, de joyas como Malas tierras o Días del cielo-, Johnson nos cuenta, con delicadeza de bardo, la caída libre y sin retorno de estos jóvenes que nunca fueron expulsados del paraíso porque jamás estuvieron allí. De hecho, con los años, nos enteraríamos de los orígenes del marine encallado Bill Houston en la monumental y vietnamita Árbol de humo (2007), ganadora del National Book Award. Pero todo comenzó aquí y -hasta alcanzar esas estremecedoras páginas finales- aquí vuelve a comenzar. De regreso en el sitio que jamás debió dejar, Ángeles derrocados despliega otra vez sus alas. Historia maldita, sí, pero buena nueva. «Una pequeña obra maestra», bendijo Philip Roth en su momento. De acuerdo. Pero el tiempo pasa y -cuando se lo merecen- las obras maestras también crecen. No dejemos caer esta novela que ahora, más de un cuarto de siglo después, es una gran obra maestra.

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Guillermo Saccomanno, premio Seix Barral

2.09.2010

Guillermo Sacomanno. Fuente: letraviva

El escritor argentino Guillermo Saccomanno ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral con la novela El oficinista. El jurado estuvo integrado por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Rosa Montero, Elena Ramírez y Ricardo Menéndez Salmón. Dicen que está deslumbrado y que, desde hacía años, no se sentían tan entusiasmados con un ganador. Lo cierto es que la simple referencias a sus influencias literarias (Ballard, Kafka, Dostoievski, Philip K. Dick, Gogol) han generado muchas expectativas para quienes, como yo, conocíamos su nombre pero no su obra. Lamentablemente, Saccomanno no pudo asistir a la ceremonias pues estaba reponiéndose de una meningoencefalitis en Buenos Aires. Silvina Friera en Página12 comenta extensamente la noticia:

El título, tan anodino y prometedor, atizó la llamita de la curiosidad desde el comienzo. Los miembros del jurado se quedaron “boquiabiertos” después de leer la “extraña” e “inquietante” El oficinista, de Guillermo Saccomanno, con la que acaba de ganar el premio Biblioteca Breve, dotado de 30 mil euros. Cuando relajaron las mandíbulas y cerraron la boca, aún bajo los efectos de la intensidad y originalidad del texto, no tuvieron que discutir el veredicto. Por unanimidad, entre los 414 manuscritos que concursaban, eligieron la novela del escritor argentino, presentada bajo el seudónimo de Calemo, que se publicará a fin de mes, en España y la Argentina, a través del sello Seix Barral. En el Museo Marítimo de Barcelona, durante la conferencia de prensa, Rosa Montero elevó el texto premiado a la categoría de “suceso literario” y garantizó que no dejará “indemne” a ningún lector porque contiene una “moral sumamente turbadora”. Dicen que nunca un jurado se mostró tan exaltado y contundente. El telón de fondo de la historia premiada es una ciudad arrasada por atentados guerrilleros, amenazada por hordas de hambrientos, niños asesinos y perros clonados. En esta urbe infernal, vigilada por helicópteros y bautizada con lluvia de ácido, se recorta el opaco y desencajado protagonista de la historia, un hombre dispuesto a la humillación con tal de conservar, con uñas y dientes, su trabajo. En este mundo absurdo, que responde a la lógica de la degradación del sujeto, el oficinista, un asesino en potencia, se enamora y se permite soñar con ser otro. Una pregunta sobrevuela por las páginas de esta novela, que encierra una antiutopía, un mundo Ballard, pero también Dostoievski: ¿de qué abyecciones es capaz un hombre por aferrarse a un sueño? Saccomanno, él mismo lo reconoce, ha incentivado el culto del “escritor salvaje” desde que se recluyó en Villa Gesell, hace más de veinte años, para desintoxicarse de la ciudad y del ambiente literario. Algún malintencionado podría sospechar que ese costado salvaje del flamante ganador se impuso y que por eso decidió no viajar a Barcelona a recibir el premio Biblioteca Breve, que han ganado nada más ni nada menos que Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gioconda Belli, entre otros. Seguirá siendo un “buen salvaje” y empecinado, pero las razones de ese faltazo obedecen a un virus que suena a trabalenguas macabro. (...) Rodrigo Fresán recogió el premio en su nombre. “Es un libro extraño, en el mejor sentido de la palabra, pero coherente con la obra de Guillermo. No es un libro común, va a sorprender mucho”, anticipó Fresán, para quien los libros de Saccomanno “se pasean por muchos lados, son como postales”. (...)Aunque el ganador no pudo hacer declaraciones, en un texto de su autoría distribuido por la editorial Planeta, Saccomanno cuenta que escribió la primera versión de El oficinista en el verano de 2003, tan sólo en un mes. “Ignoraba que su proceso de corrección y ajuste me llevaría seis años”, admitía allí el flamante ganador del premio Biblioteca Breve. “Seis años en los que pasé por diferentes estados de ánimo. En todos fui el oficinista. Es cierto, lo fui alguna vez. Quizás ahora, al escribir, no tenía que observar tanto a los otros como a mí mismo. Si hay una clase que conozco y repudio es la clase media. La clase a la que pertenezco. Se define por su capacidad de sometimiento y traición. Una clase que, en su afán de trepada y con tal de no descender un peldaño en la escala social, se identifica con sus enemigos, los ricos. Es decir, el poder.” Saccomanno plantea que lo peor del poder es que “nos inficiona”. Después de despotricar contra la clase media, “tan prolija”, “tan capaz de canalladas cobardes”, se pregunta, en una vuelta de tuerca flaubertiana: “¿Acaso soy mejor tipo por ser escritor? El oficinista también soy yo”. [...] Ballard, Kafka, Dostoievski y Philip K. Dick son algunos de los nombres que lanzó el jurado como brújulas para orientar la atmósfera de la novela premiada. “Por la noche, cuando la city se apaga, en los umbrales de esas catedrales del dinero, bajo las recovas de una avenida y hasta en las cabinas de los cajeros automáticos, empieza a verse a los sin techo, aquellas y aquellos desgraciados pestilentes expulsados de un sistema en el que creyeron”, recuerda Saccomanno en su texto. “Más de una vez, mientras observaba este contrapunto macabro, me preguntaba cómo escribir sobre estos personajes, que quizá no sean tan diferentes en su degradación del Akaki Akákievich de El capote, de Gógol. O del hombre del subsuelo de Dostoievski. También, ¿por qué no?, Bartleby. ¿Y Samsa? También. Nada es casual: en un principio esta novela se llamaría La perspectiva Nevski. Porque ésta sería una novela rusa. Existencias desesperadas en un mundo absurdo que responde a una lógica: la destrucción del sujeto. En este sentido, al modo ruso, esta novela no es de amor, sino de la búsqueda de amor. Aunque suene cursi. Aunque el amor esté en extinción. Una novela de soledad. Si lo prefieren, una experiencia rusa. De hecho, el protagonista de esta novela es ‘tan ruso’.” Saccomanno tiene una gran obra que comienza a instalarse poco a poco en España. El año pasado obtuvo el primer reconocimiento internacional cuando 77, la tercera parte de su trilogía conformada por La lengua del malón (2003) y Un amor argentino (2004), ganó el prestigioso premio Dashiell Hammett a la mejor novela publicada en español en la Semana Negra de Gijón. Entonces, se tomó tres bourbon para festejar lo que consideraba una “grata sorpresa”, porque no se tenía mucha fe. Lo que más le importaba de ese premio es que lleva “el nombre de Hammett, un escritor que dijo ‘no’ en tiempos en que escasean los hombres que dicen ‘no’”. [...] Colaborador habitual de Página/12 y maestro de talleres literarios en los que se han fogueado varias generaciones, el escritor suele advertir que “son las escrituras las que tienen que establecer las discusiones”. Cuando se publique El oficinista, en breve, los lectores podrán disfrutar esa perturbadora, sobria, onírica e incluso profética novela que ha deslumbrado al jurado español.

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Ann Beattie por Fresán

1.11.2010

carátula del libro. Fuente: libros del asteroide

Finalmente, los que leemos literatura solo en español podemos enterarnos de quién es Ann Beattie, una de las escritoras consagradas en EEUU y que era un misterio en estos pagos. Libros del Asteoride publicó hace unos años la estupenda Postales de invierno y ahora le toca el turno a Retratos de Will. Ambas novelas, según Rodrigo Fresán, son de lo mejor de la Beattie, más conocida quizá por sus cuentos en el país de las short-stories. Dice la reseña en el ABCD las letras:

El prestigio y la fama de Ann Beattie (Washington, 1947) descansan en muchos relatos que, desde mediados de 1970, la consagraron como La Escritora representativa de la ficción estilo The New Yorker. Ann Beattie como esa heredera más o menos directa de John Updike (quien a su vez descendía de John O´Hara y John Cheever) y hermanastra más o menos lejana y burguesa de los especimenes proletarios en los cuentos de Raymond Carver. Pero, a mi juicio, el genio de Beattie se encuentra -más que en ningún otro lado- en dos novelas. La primera de ellas es la generacional pero apta para todas las generaciones Postales de invierno (1976). La segunda es Retratos de Will (1989) donde aquellos lamentos de jóvenes desorientados se transforman -el tiempo pasa- en las tristezas y alegrías de una madre fotógrafa llamada Jody y de Will, su hijo de cinco años. Así, desde el primer click en la primera página, Retratos de Will documenta -en instantáneas movidas que acabarán fijando a los personajes por el resto de sus vidas- los incontables pequeños detalles a los que Beattie es tan afín y que acaban constituyendo su estilo. triste y divertida tragicomedia de costumbres que gira alrededor de las relaciones entre padres e hijos, y de los espacios blancos y agujeros negros entre unos y otros. Como bien precisó el escritor T. Coraghessan Boyle, Beattie es la maestra indiscutida de contar directamente a través de lo indirecto. Y si -la fotógrafa Diane Arbus dixit- «una fotografía es un secreto sobre un secreto», entonces lo que hace Beattie es trabajar casi en susurros y lateralmente la materia que otros no dudarían en señalar a gritos. «Cuando me preguntan sobre qué escribo yo, cuál es mi territorio, sólo puedo responder que escribo sobre todo aquello que me parece misterioso», confesó Beattie alguna vez. Y, sí, Retratos de Will es un libro misterioso; pero su gracia y su singularidad residen en que muchos de los enigmas que plantea se van desentrañando en una atmósfera de claroscuros, de a poco y sutilmente, sin la brutal iluminación de ese flash que enrojece las pupilas. Y si en la ya mencionada Postales de invierno, Beattie se ocupaba de las amistades masculinas con sensible pero implacable mirada de rayos X, Retratos de Will es una triste y divertida tragicomedia de costumbres que gira alrededor de las relaciones entre padres e hijos, y de los espacios blancos y agujeros negros entre unos y otros. Y pocas cosas sorprenden más y producen más admiración que enterarse de que Ann Beattie nunca tuvo hijos. (...) Retratos de Will -dividida en dos largas secciones, «Madre» y «Padre», a la que se suma una tercera y breve coda, «Niño», se nos ofrece, así, como una retrospectiva colgada en paredes. O como páginas de un álbum en las que, de tanto en tanto, se pegan unos líricos inserts en cursivas, no contaré aquí qué resultan ser esos inspirados apuntes y quién los escribe. O cómo diapositivas proyectadas contra objetos en tránsito o personas en fuga insinuándonos que no hay foto más reveladora que aquella que no se queda quieta. El final -las apenas siete páginas de «Niño»-completan el prodigio y acrecientan aún más nuestra admiración. Allí, dos décadas después, Will -ya convertido en padre- comprende y nos hace comprender la verdad de la historia, la realidad detrás de las fotos. Y, agradecido y emocionado -luego de haber visto tantas fotografías- lo hace leyendo. Igual que nosotros -conmovidos y gratificados- con y por Retratos de Will, cerrando el libro y sonriendo como quien sonríe sin que haga falta que le pidan que sonría; porque ahora escucha el mejor click de todos, ese que sólo se oye cuando todo hace click.

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Rodrigo Fresán entrevistado

12.29.2009
Rodrigo Fresán. Fuente: elperiodico.com

Rodrigo Fresán acaba de publicar El fondo del cielo (pueden leer mi reseña aquí) con Mondadori. Desde su fortaleza o planeta particular, eventualmente radicado en Barcelona, Fresán responde sobre su novela para ADN Cultura. Confiesa, por ejemplo, que Ron L. Hubbard (fundador de la Cienciología) fue la inspiración para uno de sus personajes. Aquí algunas respuestas:
La historia es bastante nostálgica.
-Sí. No me interesa la ciencia ficción tecnológica y menos la anticipatoria. Uno de los héroes de El fondo del cielo es Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel (otra historia de amor con reflejos de science fiction) y El sueño de los héroes (y ese intento de recuperar un momento perdido en el tiempo). Enorme escritor que, siempre, pero sobre todo en los últimos tiempos, es criticado y considerado una especie de idiota savant burgués por parte de la intelligentzia de mi país. Otro de esos grandes -pero tan pequeños- misterios argentinos, supongo.

-En la novela el amor funciona como un parche para los personajes...
-Sí, pero en El fondo del cielo el amor es más que un parche: es el punto de fuga hacia el reencuentro final y la versión definitiva de todas las cosas. El amor funciona como posibilidad postrera de final feliz para personajes tan infelices. Y, de acuerdo, Ezra e Isaac aman a una mujer, se aman entre ellos y aman a un género. Pero lo que se impone es ese gran amor que trasciende a ellos y que, como escribió Dante, "mueve el sol y las estrellas".

-¿Qué efecto tuvo la muerte de J. G. Ballard y de Kurt Vonnegut en esta novela? Ambos escritores, con sus matices, encajan dentro de esa etiqueta de escribir "con" ciencia ficción...

-Y el suicidio de David Foster Wallace entre uno y otro.
Sí, siempre fueron tres modelos muy presentes. El modo en que piensan el futuro y los muchos otros planetas. La idea de que, al final, no hay nada más alien que los seres humanos. Y de que nos vamos transformando en nuestros propios extraterrestres.

-¿Cómo es eso?
-Hoy viajamos al interior del ADN como alguna vez viajamos a la Vía Láctea. No sé si es un buen cambio porque qué sentido tendrá vivir más tiempo si, por el camino, nos lo pasamos restándole años de vida a nuestro planeta. De seguir así, nos convertiremos en inmortales sin Olimpo, en viajeros sin destino.

-Luego de seis años sin publicar, ¿cómo se siente ponerse el traje espacial de la ficción una vez más?
-Fueron seis años de no publicar pero de constante escribir. Antes de comenzar El fondo del cielo ya tenía otra novela terminada, que seguirá inédita por un tiempo. No será mi próximo libro. Así que el traje no me lo quité nunca. Todo este tiempo he estado flotando.

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RESEÑA DE LA SEMANA

12.23.2009

Rodrigo Fresán
El fondo del cielo
Mondadori, Barcelona. 2009. 272 páginas


CONSEGUIR UN PLANETA QUE NO EXISTE


De los epígrafes que abren el libro de Rodrigo Fresán, dos serán especialmente significativos después de terminada la lectura: “Uno no se puede ver a sí mismo fuera del Universo” de Kurt Vonnegut y “¡Oh, corramos a ver ese planeta!” de John Cheever. Justamente, las dos principales influencias durante la escritura de este libro según confiesa Fresán en su explicación-agradecimiento final. Entre la imposibilidad de verse a uno mismo fuera del Universo, y la necesidad imperiosa de ver un planeta distinto al nuestro, se forma esta novela que según el autor “quizá no sea la novela de amor más grande pero sí –seguro- la más larga” pues alcanza desde el estallido del Big Bang hasta el final de la Era de Las Cosas Extrañas, dentro de 7.590 millones de años.

Algunas películas blockbuster sobre colleges norteamericanos, series de TV como “The Big Bang Theory” o novelas como La maravillosa vida breve de Oscar Wao de Junot Díaz nos hablan de geeks que son, al mismo tiempo, nerds impresentables, sin capacidad para sociabilizar, desafortunados en el amor y con pizarras garabateadas, telescopios enormes y casas decoradas con posters y muñequitos de películas de sci-fi. Esa imagen estereotipada no nos permite entender que, detrás de estos personajes, existe una enorme capacidad sintetizadora, que logra a través de los referentes y los mecanismos del pop representaciones de la realidad con una agudeza y lucidez inaudita. El idiota de la familia se convierte, de pronto, en el gran genio de su época. Esa imagen errónea impide descubrir, por ejemplo, que Tarantino antes de ser el cineasta que todos admiramos era un chiquillo rijoso llamado Quentin (terrible nombre para un chico, por cierto), un sabidillo dependiente en una tienda de alquiler de películas, que se lleva a casa los viernes por la noche copias de policiales y thrillers serie B y algunas que otra cinta oculta de artes marciales que nadie ha pedido en meses. Haciendo una analogía, podemos decir que Rodrigo Fresán es el sabidillo, obsesivo y algo nerd Quentin Tarantino de la ciencia ficción y su última novela El fondo del cielo, una espléndida Pulp Fiction en versión sci-fi.

Los buenos libros, lo sabemos todos, admiten varias lecturas. Algunos de esos libros, además, hacen coincidir esos distintos niveles de lectura alternadamente. De manera voluntaria, Fresán ha querido hacer una novela de, con y sobre la ciencia ficción, donde diferentes dimensiones temporales y espaciales existen paralelo. Evadir esa complejidad sería darle la espalda al logro mayor del libro, como es el conseguir que todas esas dimensiones tengan sentido y se engarcen con precisión en el argumento. Sin embargo, me permito desmontar la novela en dos bloques distintos solo para poder reseñarla y admirarla. Como si fueran dos versiones de la misma novela, o dos novelas enlazadas que luego, al terminar de leerlas, formarán una sola obra espléndida sobre personajes que no pertenecen a ningún mundo escrita, al mismo tiempo, por Kurt Vonnegut, por un lado, y John Cheever por otro.

En una de esas novelas, la escrita por Vonnegut digamos, una mujer hermosa y extraña recibe (a maneras de colores que estallan místicamente, revelaciones de color, como cuadros de Mark Rothko, referencia magistral de Fresán) señales del último ser de un planeta que se extingue llamado Urkh 24 (o Aquel-lugar-donde-se-dejan-oír las-melodías-más-desconsoladas). Ella tiene la misión de casarse con un personaje ridículo, hijo de un empresario millonario, llamado Jefferson Franklyn Darlingskill, para neutralizar una dimensión temporal en la que Jeff logrará vengarse de las burlas de sus contemporáneos ante sus pésimos cuentos de ciencia ficción convirtiéndose en el Ser Supremo de una Secta que destruirá el planeta. Al casarse con él termina transformando a ese demonio maligno en un obeso y no amado burgués, próspero empresario como su padre, abotagado y satisfecho propietario de una casa elegante en Sad Songs y sin mayor peligro para la humanidad. Sin embargo, para cumplir con su misión Ella tiene que eliminar sus sentimientos, convertirse en un ser sin sensibilidad, una antena, y extinguir el amor que siente por los primos Isaac Goldman y Ezra Leventhal, quienes han crecido juntos fanatizados por la ciencia ficción, miembros fundadores de un grupo llamado Los Lejanos, y la aman profundamente. Siguiendo las órdenes del último habitante de Urkh 24, Ella tendrá que ser testigo del destino opuesto que sigue cada uno de los primos. Isaac quedará atrapado en este planeta, convertido en un escritor de ciencia ficción de mediano éxito, viviendo de las regalías que un maestro del género le dejó en testamento, envejeciendo como un tipo más de la fauna suburbana, rutinario, sin planetas en su futuro ni viajes inter-espaciales. Encerrado en esa reducida humana dimensión espacial y temporal, Isaac sin embargo podrá presenciar, sin poder explicarlo demasiado pero intuyendo que es un designio mayor, el Incidente: las explosiones de las Torres Gemelas el 11-S y la lenta destrucción del planeta Tierra por sus propios habitantes que le sigue. Mientras tanto, Ezra se ha convertido en un científico brillante y luego ha sido expulsado a otras dimensiones, convirtiéndose en un ser atemporal, un mutante que va destruyendo mundos, convertido en un típico malvado de ciencia ficción conocido como El Deshacedor, autor de un inverosímil Manual de Instrucciones de Destrucción Planetaria firmado como Arcano Rex de la Vía Láctea, y responsable, además, de todas las destrucciones de la historia de la humanidad que darán paso a nuevas Eras, desde el primer estallido del Big Bang hasta las Torres Gemelas, pasando por la destrucción de Roma, la Segunda Guerra Mundial, etc., para deleite de curiosos espectadores: los habitantes de Urkh 24 que tienen la utopía –finalmente sin éxito, como lo atestigua su fracaso unas naves oxidadas arrojadas en una colina- de viajar hasta el planeta Tierra y habitarlo. El único punto de contacto posterior a la infancia entre Isaac y Ezra momentos previos de El Incidente, cuando una proyección de Ezra, una versión fosilizada en que se suman todos los tiempos, conversa con Isaac en uno de los pisos de las Torres Gemelas antes de que estallen y le enseña una vieja y borrosa fotografía en que ambos miran a la cámara algo asustados, y Ella, la chica rara, sonríe alegremente. El otro punto de contacto entre ambos es una síntesis o prolepsis de esta historia, una novela llamada Evasión, que es un clásico de la sci-fi cuyo autoría está en debate. Dicen que es de Isaac, dicen que Isaac firmó el libro de Ezra, pero al fin descubrimos que la autora es Ella inspirada por la voz del extraterrestre sobreviviente de Urkh24 que la usa como médium.

Hay que reconocer, sin embargo, que para que esta lectura triunfe contundentemente a Fresán le ha faltado un recurso gramático. Magris comentaba, en la conferencia con Vargas Llosa en Lima, que Italo Svevo se quejaba de que no existiese en ninguna gramática del mundo un tiempo verbal que resuma, al mismo tiempo, el pasado, el presente y el futuro, como sucede en la vida real. No conozco novela que eche en falta esa carencia gramatical más que El fondo del cielo. Una novela breve ("Escribir largo es como leer, mientras que escribir corto es como escribir" dice Fresán a través de uno de sus personajes) pero que podría ser más breve aún. Una novela que podría estar formada por fotogramas del presente, pasado y futuro superpuestos, como imágenes expulsadas por una moviola. Una novela sin argumento, una composición atemporal y sin espacio. Donde el “futuro” no es un tema de ciencia ficción, y el “pasado” no es una excusa para escribir una novela de amor, sino dos lados de una moneda que se compone simultáneamente en el presente.

En la otra novela, es decir la versión Cheever en este caprichoso desmontaje, Isaac Goldman es un chico solitario cuyo padre se ha suicidado en un manicomio, preso de delirio místico-futurístico, y es enviado a vivir en casa de sus tíos junto a un muchacho igual de solitario que él, con una prótesis en la pierna, llamado Ezra Leventhal. La conexión entre ambos mediante los comics, las películas y las novelas de sci-fi es inmediata y así forman un grupo llamado Los Lejanos para discutir e intercambiar en garajes cuentos e informaciones con otros grupos de fans de la ciencia ficción. Y aunque ambos han llegado a la ciencia ficción como salvación, el camino que los condujo a ella es distinto: “Para Ezra, la ciencia ficción era un arma. Para mí, un escudo” dice Isaac. En otro capítulo se lee una explicación más precisa sobre esa diferencia: “Para Ezra, la ciencia ficción era un punto de fuga, una puerta abierta a un mundo mejor, una sombra a la que había que iluminar para despertarla y verla. Para Isaac, en cambio, la ciencia ficción era algo en lo que creer: la única manera que tenía de comprender su vida y el planeta donde su vida se había posadoP”. Por ello no resulta extraño el destino que tienen en la “primera” versión de la novela, que comenté en el párrafo anterior, ni tampoco el destino que tienen en la “segunda” versión, con Isaac convertido en escritor mediano de ciencia ficción, guionista de una serie de TV sobre el espacio y un ser doméstico que no se mueve de su ciudad de origen, y Ezra en un científico cada vez más sofisticado y viajero intercontinental. En esta versión, el patético Jefferson Franklyn Darlingskill es solo un chiquillo millonario, desdeñado por los demás, con delirios de grandeza, que no sabe nada de ciencia ficción pero que desea fervientemente ser parte de cualquier grupo que lo acepte. Los Lejanos lo aceptan como mascota, prácticamente, y se avergüenzan de él. Pero al mismo tiempo, no quieren alejarlo del grupo casi con lástima o quizá con alguna ambición oculta (siempre es bueno tener un amigo millonario cuando hay tantos comics que comprar). Entonces, aparece Ella, la chica rara, de una belleza desacostumbrada entre las mujeres fanáticas de la ciencia ficción, una belleza de otro mundo literalmente, quien además escribe un cuento estupendo sobre un habitante solitario en un planeta también solitario y sin nombre. Ambos se enamoran de Ella y Ella, desde luego, también se enamora de los primos porque Los Lejanos son una unidad imposible de desintegrar. Una unidad que es, además, un orden superior que recuerda a la película ícono de Los Lejanos, 2001: Odisea en el Espacio. Pero el triángulo amoroso se rompe por el lado menos esperado. Al final, la Chica Rara, es solo una "chica perfecta" que se casa con el “novio perfecto" para su familia, el millonario Jeff, mucho mejor partido que esos dos chicos judíos con familias disfuncionales. Como triste coloquio a este Tsunami sentimental que arrasa con los dos- o tres- chicos (como lo resume el mismo Fresán) está aquel día tristísimo en que los dos jóvenes enamorados de la misma mujer, unidos por la pena de saberla inalcanzable, construyen para ella una gran bola de nieve y varios muñecos, un gesto absurdo, una desesperada y hasta cursi ofrenda de amor de dos nerds aparentemente; pero en realidad lo que hacen es construir un Planeta Nevado y un ejército de hombres –no muñecos- de nieve, un Planeta donde ella puede vivir lejos de sus parientes, de sus obligaciones, de los deberes sociales. Un Planeta donde ese triángulo amoroso tiene futuro e incluso sentido, y no se queda estancado solo como una foto vieja e incolora detenida en el pasado. Un Planeta de ciencia-ficción donde esos tres solitarios pueden escapar del mundo, un lugar secreto y propio insertado sobre un lugar real y ajeno como es la Tierra, un lugar escondido, un Planeta dentro de otro Planeta, con las salidas clausuradas por la nieve, inspiración quizá de “El Eternauta” de Oesterheld. Un Planeta que sea una evasión, como el título de la novela de culto que, se supone, escribió Ella. Un Planeta para Ella.

Sin embargo, ese Planeta imaginario no es posible ni en la ciencia ni en la ficción. Ese planeta solo puede existir en el recuerdo. Por eso, no resulta extraño que siendo esta una novela de ciencia ficción en realidad hable obsesivamente del pasado. Y que la gran obsesión que une a todos los personajes (Isaac, Ezra, Ella, el extraterrestre náufrago, etc.) sea el de recordar y el ser recordado. Esta novela se ha escrito para recordar a los protagonistas de un mundo, o dos, que han sido destruidos. Los protagonistas de un planeta que no existe.

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Styron reseñado

12.01.2009
Carátula del libro. Fuente: la otra orilla

Dice bien Rodrigo Fresán: "ataúdes se cierran para que se abran los cajones". La muerte de William Styron nos ha devuelto a este enorme escritor norteamericano. Pero no solo en la relectura de sus libros emblemáticos, sino también los inéditos que empiezan a ver la luz. Se abren los cajones, pues. Fresán reseña en el ABCD las Letras la novela El viaje suicida traducido por La Otra Orilla (antes Norma o Belacqua). Dice la reseña:

Mayor interés tiene El viaje suicida -subtitulado Cinco historias del cuerpo de Marines- donde Styron vuelve al territorio de La larga marcha (novela corta de 1952) y a, en su propio decir, «la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros». Abarcando cuatro décadas, marchan disciplinados relatos y capítulos sueltos de su frustrada The Way of the Warrior, que deja de lado para escribir La decisión de Sophie y retoma, en vano, varias veces. Textos en los que Styron aspiraba a plasmar el ambiguo ánimo de quien sostenía que «a pesar de mi aversión por todo lo militar, hay algunos aspectos de la vida castrense que me parecen tolerables, incluso fascinantes, si bien inferiores al ajedrez y a Scarlatti», sin que esto contradijera el saberse «un tipo poco agresivo, civil hasta la médula» y para el que «la simple idea de la vida militar pone en marcha en mi cerebro una lúgubre música: sin pífanos, sin gaitas, sin aguerridos toques de trompetas, sino un canto fúnebre gris y lento de tambores apagados». El lector de El viaje suicida -destacan con claridad y brillo «Marriot, el marine» y «La casa de mi padre»- no encontrará el misticismo beligerante o el machismo uniformado de Norman Mailer, James Jones, Irwin Shaw y Papá Hemingway. Tampoco la ironía demencial de Joseph Heller o Kurt Vonnegut o el aire dandi del volador James Salter. Styron -quien, a diferencia de todos los anteriores, entrenó duro y ascendió hasta teniente, pero no llegó a entrar en combate- opta por concentrarse en los alrededores de la lucha. Su batalla como escritor se libra en la incertidumbre de los cuarteles de ida o en las tristes certezas de la vuelta al hogar más que en el eufórico espanto del frente de «la buena guerra, es decir la segunda guerra para terminar con todas las guerras». No le interesan demasiado los gritos del enemigo, pero sí las reflexiones susurradas por hermanos de armas cuando piensan que nadie los escucha. Por suerte para nosotros, allí estuvo William Styron. Y aquí nos las cuenta.

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Turistas literarios

11.30.2009
Carátula del libro. Fuente: moleskine

Con la sangre despierta es el título de una Antología de viajeros realizada por Sexto Piso en la que se cuenta la primera llegada, el primer contacto, de una serie de escritores latinoamericanos con países de distintos continentes. Son once viajeros y once ciudades. Hay textos de Ricardo Sumalavia (Seúl), Rodrigo Rey Rosa (Tánger), Santiago Roncagliolo (Madrid), Rodrigio Fresán (Caracas), Rafael Gumucio (Nueva York) o Francisco Goldman (México), entre otros. Habrá que buscar en el stand del Fondo de Cultura Económica de la feria Ricardo Palma para no perdernos este libro que promete mucho. La contratapa dice:

A golpe de tecla hoy se puede estar en cualquier parte; hacer una visita virtual a los tesoros del Louvre o dar un paseo por las tiendas de moda de la Quinta Avenida; trasladarse de un sitio a otro a gran velocidad en un solo fin de semana. La tecnología y los servicios de televisión por cable han desvanecido el aura romántica y misteriosa del encuentro, del primer encuentro. «Haberlo visto todo», «haber estado en todas partes», es una experiencia común y generalizada, de la que este libro no habla; Con la sangre despierta trata sobre la experiencia de «haberlo vivido», de haber estado allí, de haber sufrido y gozado al mismo tiempo el primer encuentro con una ciudad ajena, de haber absorbido de ella todo lo que puede ofrecer, todo lo que puede esconder, lo que nos hace quererla, admirarla, pero también, a veces, padecerla. Como escribe Juan Manuel Villalobos en el prólogo, la ciudad que uno descubre a su llegada es uno, porque el verdadero encuentro de cada uno de los once escritores que narran su primer arribo a ese lugar desconocido, es, por sobre todas las cosas, con ellos mismos, con lo que fueron alguna vez, con lo que dejaron de ser, para fundirse y fundarse, como una ciudad, de nuevo. El resultado son estas once crónicas, tan diversas como los autores y ciudades que las componen, en las que el lector encontrará una mirada fundacional a cada una de las urbes que acogieron a los escritores durante periodos variados. Algunos de ellos se toparon con barreras lingüísticas infranqueables, culturas hostiles e indiferentes, revoluciones en ciernes, crisis económicas e intentos de asalto, que hoy narran con la cálida nostalgia de la distancia. En todos los casos, asistimos al registro de una experiencia fresca, que exigía permanecer en todo momento alerta o, en otras palabras, «con la sangre despierta».

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Benjamín Taylor en las estrellas

11.20.2009
Carátula del libro. Fuente: fnac

Así como la última novela de Dan Brown fue triturada por Rodrigo Fresán, El libro de la venganza (Mondadori) de Benjamin Taylor ha despertado su entusiasmo. Es más, lo ha exaltado. Dice como conclusión en su reseña en el ABCD: " Quien firma esta reseña da las gracias por Benjamin Taylor con la firme creencia de que su aparición en nuestro firmamento es todo un hallazgo. Y cree también que Benjamin Taylor ha llegado -está escrito en las estrellas- para quedarse en el cielo de nuestras bibliotecas. Mirémosle brillar, como sólo muy pocos brillan, ahí arriba, más arriba todavía." Se despeinó Fresán. Se desmelenó. ¿Tanto?

En apenas 185 páginas de arrebatado acontecer y elegante reflexión, Taylor nos cuenta una historia que daría para numerosos tomos pero que, a la velocidad de la luz, se las arregla para condensar varios años de historia pública (la tumultuosa década de los 70; hay aquí también momentos que recuerdan a E. L. Doctorow y al modo en que aborda lo político en obras como El libro de Daniel) y la vida privada de Gabriel Geismar. Hijo gay de rabino tiránico, torturador de insectos durante su infancia sureña y aspirante a astrónomo que, obsesionado por el resplandor de las estrellas muertas, es abducido por la incandescente nova de la familia Hundert en general y, en particular, por el volátil activista Danny y la apasionada vegetariana Marghie. Dos hermanos gemelos malditos e iluminados, jóvenes y últimos cometas de una familia genial de judíos húngaros que -huyendo de la vieja Europa y arrastrados por el patriarca de la tribu, el genial físico Gregor Hunder- entran de lleno en la gran historia de Estados Unidos. Pero la participación en el atómico Manhattan Project, el análisis obsesivo de clásicos del cine norteamericano, el odio a Nixon, un premio Nobel, o el cataclismo cósmico de Vietnam, no alcanzan -más allá de lo que suceda allí afuera, en el rabioso presente- para escapar a la onda expansiva de un big bang que estremece a los esqueletos encerrados en el armario del pasado, flotando perdidos en el espacio. Y otra vez -como siempre- aquello de que las familias infelices lo son siempre de modo diferente y aquello otro de que toda saga con clan disfuncional será siempre, de algún modo, un thriller estrangulado por lazos de sangre. Y, sí, suele suceder: el outsider Gabriel, que no tiene nada que ver con ese nuevo mundo que explora -una clase acomodada donde todos están más o menos secretamente incómodos-, acaba siendo quien altera su órbita enferma para, de algún modo, redimir a sus habitantes apuntando su telescopio hacia el ayer y así contemplar con los ojos bien abiertos el eclipse total que ha oscurecido a los Hundert. En el primer capítulo, Gabriel Geismar -fugitivo de la fe de sus mayores y, enseguida, prisionero de la ingravidez dogmática de sus compañeros de generación- comprende que su destino será el de «sustituir creencia por hallazgo» y que serán las constelaciones las encargadas de orientar su camino hasta, en la última página, sentir por fin que «todo es predecible, todo está bien» habiendo alcanzado ese «misterio inmatematizable por el que el peregrino da las gracias».

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Fresán es feliz

11.13.2009
Rodrigo Fresán elogiado en Radar Libros por Marcelo Figueras. Fuente: radarlibros

Siempre sucede: Cuando menciono en un post a Rodrigo Fresán, luego aparece otra noticia que lo incluye. Dos por uno siempre. En fin. Marcelo Figueras, en su extensa reseña en Radar Libros a El fondo del cielo (Mondadori) de Rodrigo Fresán, considera la novela como un complejo artefacto literario en 272 páginas. Primero dice "Las novelas de Fresán deberían venir con un track de comentarios en simultáneo, como los buenos DVDs. O con una conexión a la Play, para que uno gane vidas a medida que va identificando citas y referencias". Pero luego se emociona -o excita- más y termina comparándola con el orgasmatrón, aquel invento de Woody Allen en Sleeper, es decir una máquina de placer que jamás falla. Sin embargo, además de los conceptos acerca de la nueva novela de Fresán (que espero leer apenas llegue a Lima en unas semanas, según me dicen), me llama la atención lo que Figueras dice acerca del "silencio" crítico en Argentina contra las novelas de Fresán. ¿Por qué?, se pregunta Figueras. Y la respuesta parece simple: Porque Rodrigo Fresán es feliz. ¿Será esa una posible explicación? Pues no solo creo que sí es una posible sino, por qué no, lo más cierto que se puede decir en las siempre complejas relaciones entre un autor extraordinario, además de exitoso, y sus contemporáneos paisanos. Dice Marcelo Figueras:

Desde Historia argentina en adelante han ocurrido dos cosas. Por una parte, Fresán siguió construyendo una de las obras más singulares de la narrativa hispanoamericana. (No le pongo fecha a esa obra para no cometer el error de anclarla en el siglo XX. A veces pienso que la insistente señalización de Fresán hacia el desvío de la ciencia ficción es su forma de sugerir que, en realidad, deberíamos considerarlo un escritor del siglo XXI.) Y al mismo tiempo la corporación literaria de la Argentina, a la que le resulta tan natural comportarse como un Gulag, decidió someterlo a un tratamiento de silencio. La mayor parte de los ensayos y trabajos críticos sobre la obra de Fresán provienen de sitios que no son la Argentina. Y esto no puede atribuirse al hecho de que Fresán viva en Barcelona desde hace años. Ya ocurría cuando Fresán vivía aún en Buenos Aires, y sólo se potenció en su (aparente) ausencia. De no ser por la labor de tantos críticos formalmente extranjeros (no se pierdan el ensayo de Ignacio Echevarría, en la reedición de Historia argentina que Anagrama lanzó al cumplir 40 años), las señales que el satélite Fresán emite desde 1991 le habrían pasado por completo desapercibidas a miles de lectores de todas partes. Pero (bip) por fortuna (bip bip), eso no ocurrió. ¿Cuál sería el pecado por el que estaría pagando semejante precio? Se me ocurren dos. El primero es, precisamente, el de haber hurtado el cuerpo al pecado que Borges definió, en un poema tristemente célebre, como el peor de todos: Fresán es feliz. Pocas escrituras trasuntan más goce, en la narrativa contemporánea, que la de este dichoso hombre. En Fresán, la literatura es lo más parecido al orgasmatrón de Woody Allen que el ser humano pudo concebir desde que lanzó un hueso al aire: una fuente de placer que no falla jamás –siempre y cuando, claro, el cilindro en el que uno elige entrar sea el adecuado y funcione como debe–. En un medio donde tantos escritores pretenden encontrar un nicho dentro del canon literario local aun antes de haber escrito una sola línea; donde se concibe la escritura como un mecanismo de sobrecompensación ante inseguridades y carencias variopintas (de las cuales, imagino, las sexuales no deben ser las peores); y donde terminan produciéndose, de manera inevitable, más operativos intelectuales y de marketing que verdaderas novelas, lo de Fresán no puede resultar sino una afrenta. El segundo pecado de Fresán es haber obtenido con naturalidad aquello que el común de los escritores no suele lograr, ni siquiera trabajando a destajo: una voz propia. Ignacio Echevarría también subraya aquello que intenté decir al principio: que con el libro Historia argentina, y en particular con el cuento “El aprendiz de brujo”, Fresán debuta “ya acuñado, resuelto”. Para colmo Fresán llega a escena con otras marcas imperdonables. Empezando por la impronta biográfica. La mayoría de los grandes escritores viene, o se ha forjado (Borges es el ejemplo típico) una experiencia y/o prosapia que informan su prosa casi a la manera de un preámbulo. Y Fresán ya viene de fábrica con ingredientes dignos de nota. Un secuestro a tierna edad, el exilio al que lo arrastraron, contacto con los grandes escritores de su tiempo (Rodolfo Walsh, García Márquez) a una altura de la vida en que los demás no bebíamos nada más fuerte que el Nesquik, y last but not least, una doble herencia por vía sanguínea que forma un combo que te la voglio dire: el arte y el (dolor que conlleva el) divorcio. Desde el comienzo mismo, además, Fresán hace suyo ese desplazamiento que es característico de los grandes escritores argentinos, y que también es lícito entender como excentricidad, en tanto supone correrse de lo que se considera el centro –lo axial, lo canónico–. “Ser argentino es una fatalidad”, dice Borges en El escritor argentino y la tradición. Y por eso nuestras figuras insignes no se preocuparon ni un segundo por su propia argentinidad: eso era lo ya dado, lo inevitable. Lo no dado, la libre elección, pasaba en todo caso por lo que querían ser y todavía no eran, o bien (aquí radica buena parte de la gracia) no podrían ser nunca. Sarmiento quería ser francés. Arlt quería ser Dostoievski. Borges se sentía más cerca de las sagas nórdicas que de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Cortázar estaba llamado a perderse en París desde que empezó a hablar con esa erre para nosotros defectuosa, pero tan bien cortada para los veinte arrondissements. Empujado a la excentricidad por el preámbulo de su historia, Fresán esquivó sin esfuerzo las tentaciones que acechan al grueso de los escritores locales (querer ser Arlt, Borges, Cortázar o bien conformarse con la categoría de discípulos aplicados) y en vez de emular su prosa, emuló sus procedimientos. Eligió los modelos que le quedaban mejor de sisa (del mar de influencias citables, quedémonos ahora con aquellas que horadan El fondo del cielo: John Cheever y Kurt Vonnegut, que además aparecen en “La vocación literaria”, el cuento de Historia argentina donde, ja, narra aquel secuestro que sufrió cuando niño) y se re-imaginó a sí mismo a su imagen y semejanza, sin importarle un pito que ni Cheever y Vonnegut figurasen en la lista de Modelos Recomenda-bles para El Joven Escritor Argentino Políticamente Correcto y Funcional a la Tradición. En todo caso Fresán entiende la tradición en un sentido distinto a la estrecha que predica, y además practica, el establishment local. Lo suyo es más bien la tradición a la manera del citado ensayo, donde Borges sostenía que nuestro campo de juego debía ser “toda la cultura occidental” (ahí se quedó corto, en estos tiempos también abrimos ventanas a otras culturas) y llamaba a “ensayar todos los temas”. Pero hay otra frase del mismo ensayo por donde pasa, creo, el quid de la cuestión. “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”, dice Borges. (Las cursivas son mías.) Y si hay algo que resulta indudable en Fresán es que hace lo que hace con felicidad. Lo cual, si hay que creerle a Borges, bastaría para colocarlo en el corazón de la tradición argentina, por más que haya tantos que trabajen para mantenerlo en el ostracismo.

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Fresán aplasta a Dan Brown

¡Hey, chica, no sigas leyendo esa cosa! Fuente: elpaís

Por si algún entusiasta, ingenuo, gastador compulsivo o novelero lector de Moleskine Literario tuvo la peregrina idea, aunque sea un minuto, de comprar la nueva novela de Dan Brown y a ver qué tal, pues ya no duden. Rodrigo Fresán da su dictamen definitivo: no vale nada. La reseña en el ABCD las letras es aplastante. Dice:

(...) juro que hice las cosas como correspondía, siguiendo las instrucciones al pie del ambigrama: semanas atrás entré en la librería de la flamante terminal del aeropuerto de Barcelona, reparé en las montañas de las ediciones británica y norteamericana de El símbolo perdido por sus páginas rebosantes de diagramas parecidos a sudokus y signos de antiguas logias y muchas pero muchas itálicas. Y -no tardé en comprenderlo- el verdadero y más apasionante secreto de este «objeto» no pasaba tanto por su trama sino por lo que había tramado Dan Brown. Otra vez, un folletín cruzado con guía de turismo y el refrito de inverosímiles teorías ya enunciadas hasta el cansancio. Porque -al igual que lo sucedido con la verdadera historia de María Magdalena, los illuminati y todo eso- lo que aquí se «desvela» (a lo largo de unas pocas horas de acción desenfrenada, como en Ángeles y demonios) es algo que cualquier aficionado al History Channel ya conoce casi de memoria: el trazado masónico de Washington D. C. y los jueguecitos urbanísticos de los padres de la patria y? (...) El final -que apunta a una cierta espiritualidad new age- deja con la boca abierta en una mezcla de bostezo y, sí, de sorpresa, pero por todas las razones incorrectas. Y uno sale de ahí dentro como de un trance hipnótico de esos con los que un ilusionista nos obliga a hacer cosas en público que no queremos hacer. Cosas como ladrar, llorar como bebés o, incluso, leer El símbolo perdido. Digámoslo así: tras tantos años de espera, lo cierto es que Dan Brown podría haber escrito algo un poco mejor y, por favor, con un título un poco mejor que este. No era tan difícil. Por suerte -ejecuto saludos secretos para que así sea- los masones no caerán en la trampa en la que cayó el Vaticano y no condenarán públicamente El símbolo perdido. De hecho, hasta es probable que funden clubes de lectura secretos para reír a carcajadas mientras Langdon vuelve a correr y correr y seguir corriendo escaleras arriba de las listas de más vendidos. Así que, me temo, otra vez es Langdon quien ríe el último y mejor, y continuará riéndose de todos nosotros hasta que alguien consiga desentrañar el misterio insondable del Código Dan Brown y -por favor- revelarlo, anular su insondable y antimaterial misterio, y a otra cosa, ¿sí? Por ahora y hasta entonces, está claro que Dan Brown tiene un dios aparte, que está protegido por poderes superiores y que? ya saben cómo sigue.

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Lorrie Moore come zanahorias

11.12.2009
Lorrie Moore. Fuente: flavorwire

Vestida de negro, Lorrie Moore está sentada en esa terraza de un bar-restaurante, con una tira de zanahoria entre los dedos como si fuera un largo cigarrillo que se lleva a los labios, al mejor estilo de las antiguas estrellas del cine. Mira a los ojos, y suelta el humo invisible para reconocer: "Sí, en esta novela he tratado de reflejar el mundo surgido en mi país después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Es un pequeño golpe bajo a la vida estadounidense", y cierra su actuación hollywoodesca dando un mordisco a su colorido cigarrillo. Así empieza la excelente crónica que Winston Manrique Sabogal ha hecho de una visita a Lorrie Moore, la autora del libro más comentado del año en EE.UU., Al pie de la escalera, editado en castellano por Seix Barral. Y aunque algunos narradores latinoamericanos como Edmundo Paz Soldán y Rodrigo Fresán han coincidido en que la mejor Moore no es la novelista, sin duda las virtudes de la escritora (su sensibilidad, su fragilidad, su humor sarcástico) están presentes aquí como en Anagramas u Hospital de ranas, sus otras novelas. Copio aquí algunos momentos de la extensa crónica publicada el fin de semana pasado en "Babelia":


En su crujiente compañía, Moore recuerda que ganó a los 19 años un concurso de cuentos en la revista Seventeen. Y cómo ahora, 33 años después, ha publicado tres libros de relatos, acaba de editar su tercera novela y es miembro de la Academia de las Artes y las Letras de América desde 2006. No sabe muy bien qué ha cambiado en la literatura, ni en la suya en particular, en todo este tiempo. Lo único claro es que ahora tiene un hijo adolescente, se ha divorciado y se han mudado del Este al Oeste, a la mitad de Estados Unidos. "Aquí hay un muy buen resumen de la sociedad estadounidense. Al principio no era consciente de eso, de todo lo que había aquí, y ahora estoy tratando de reflejarlo. Éste es un micromundo del país con todos sus microambientes políticos, culturales, sociales y de sueños". Calla un instante y su voz pausada encuentra un punto de cambio como narradora: "Antes, cuando era más joven, escribí mis dos novelas, Anagramas y El hospital de ranas, sobre mujeres mayores, y ahora que ya soy mayor escribo sobre una mujer joven", y se interrumpe con una risa clara y dosificada. "Eso quería hacer en esta novela. Quería contar estas cosas como un resumen de Estados Unidos".
¿Acaso la tan mentada y esperada gran novela de la sociedad estadounidense del siglo XXI?
Silencio...
Al pie de la escalera tiene más dosis de su humor envenenado, a veces usado por sus personajes como escape al dolor, mientras se explaya en las descripciones del ambiente y las psicológicas de personas puestas en un cruce de caminos frente a temas como los prejuicios en torno al racismo, la inmigración, la adopción, las nuevas familias, la religión, los miedos modernos, la guerra, la desolación de ciertas pasiones y la culpa y la expiación. Un paisaje devastador que descubre Tassie Keltjin, una joven universitaria, en su travesía hacia la vida de verdad, teniendo como fondo la larga y oscura estela del 11-S y la guerra de Irak.
A Moore no le queda la menor duda de que no somos impermeables al tiempo. A su arte para moldear las vidas solapadamente, y a pesar de quien sea. "Las cosas cambian, las ideas cambian, las familias cambian. Las cosas que importan en el mundo. Y ahora resulta que ese paradigma que teníamos en Estados Unidos de la sociedad inmigrante se ha roto. Eso me ha llevado a abordar este tema que es fundamental. Antes, mis dos primeros libros hablaban de la familia. Cada libro es diferente".
Su aproximación y percepción de la gente y la manera como refleja sus relaciones personales y sentimentales en sus libros ha variado. Y para demostrarlo toma prestada una frase de unos amigos que le han dicho: "Lorrie, tú escribes todo el tiempo sobre los sentimientos mutuos entre hombres y mujeres; pero ahora te preocupas de cómo las mujeres fracasan unas con otras", y termina subiendo las cejas.
Cuando la luz empieza a tornarse bronceada, y a regalar los últimos haces de sol danzarines, Lorrie Moore, con el cigarrillo-zanahoria entre los dedos, reconoce el alcance que quiere darle a su novela; la de una obra que represente y retrate el mosaico de la sociedad estadounidense del nuevo siglo XXI, engendrada súbitamente tras los atentados terroristas de Al Qaeda en 2001 en Nueva York y Washington. Le gustaría que Al pie de la escalera fuera una especie de espejo en el cual se pudieran mirar sus compatriotas. Porque de ese suceso procede la nueva sociedad que ella describe. De ahí que defina la novela como "un pequeño golpe bajo a la vida estadounidense", tras lo cual suelta el humo invisible de su cigarrillo-zanahoria.


(...)


...Y Lorrie Moore estira la mano hasta el centro de la mesa donde está el Rilish para coger otra tira de zanahoria y volver a jugar, entre risas, a la fumadora glamourosa de los años treinta. Ya no hay sol. Sólo una luz cobriza que lo baña todo bajo el susurro de la parra movida por la brisa como preámbulo a sus ideas sobre los miedos contemporáneos que palpitan en Al pie de la escalera.
Insiste en el temor ante la desconfianza o descalificación que ahora se da a alguna persona según su credo. Miedos individuales y miedos colectivos que parecen acorralar a la gente en su novela. "Cada generación tiene su colección de nuevos miedos", reconoce resignada. "Es también una forma de confrontar el mundo. De cómo tú miras ese mundo y cómo tú sacas lo que tienes para salir adelante en la vida. Cada uno de nosotros asumimos unos temores, es interesante, y son diferentes sus grados en cada persona".
Aunque en el camino se han perdido cosas que no comparte, como cambiar privacidad por seguridad. "Cuando John Kerry dijo que se debía tratar como una cosa más, yo estaba de acuerdo, pero cuando lo pusieron más grande y lo exageraron lo convirtieron en un problema. El terrorismo es una manera de manipular a la gente".


(...)


Y para que todo encaje, Lorrie Moore tiene que inventarse un mundo perfecto para su obra, acorde a lo que va a contar. Sin olvidar, recuerda, que también tiene que traer a él cosas del mundo real, que es lo que al final contribuye a hacerlo creíble y verosímil. Reconocible para el lector. En su caso, con temas cotidianos poblados de personajes cuyos mundos interiores ella muestra como seres a veces inconformes o amordazados o devastados por frustraciones, desencuentros o sueños.
Sus manos, que a veces acompañan a sus palabras, aquí ganan protagonismo. Confiesa que no piensa en el humor cuando escribe. "Las cosas tienen humor en sí mismas. Es cuestión de saber verlo. En esta novela creo que no hay mucho, pero mi editor me dijo que era muy graciosa", y sonríe perpleja porque no termina de entenderlo.
Cuando intenta explicar la procedencia de su ironía y de aquello que parece políticamente incorrecto, manda atrás su brazo izquierdo, que se topa con una ramita de parra descolgada como una serpiente que le hace girar rápidamente la cabeza. Se percata de lo que es, sonríe y sube las cejas mientras dice que "es importante la interacción que tienen las personas, mostrar el mundo interior y exterior del individuo. Arrostrar dichos mundos. En el cine es difícil hacer esto, pero en la literatura se puede hacer con tres o cuatro frases".


(...)


Así, entre la crianza, la mudanza, las clases y la adaptación a la nueva vida en Madison, a finales de los noventa, empezó a concebir Al pie de la escalera con algún rasgo autobiográfico. La escritura llegó después del 11-S. Luego tardó un año en arreglar lo escrito porque lo que pretendía era que la novela reflejara el mundo surgido de allí. Mientras tanto la gente se preguntaba dónde estaba la autora de Pájaros de América. Y ahora que ha vuelto, después de once años sin publicar, lo dice: "Me he repartido entre varios quehaceres. En un año pensé que ya tenía toda la novela en la cabeza, pero resultó que eran únicamente 50 páginas. Y, encima, la historia era muy triste, así que tuve que rehacerla. Además he publicado cuentos en revistas como The New Yorker y en The Guardian".
Una hora después, dentro del restaurante, al final de la cena, Lorrie Moore lee el comienzo de su novela en inglés como en un recital secreto... Luego pregunta cómo suena en su traducción al español. Se recuesta en la silla, y escucha atenta: "El frío llegó aquel otoño y a los pájaros cantores los cogió desprevenidos. Cuando la nieve y el viento empezaron a ser intensos, demasiados habían sido engañados para quedarse, y en vez de partir hacia el sur, en vez de haber volado ya hacia el sur, estaban acurrucados en los jardines de las casas, con las alas ahuecadas para conseguir un poco de calor...". Sonríe... Le gusta lo que ha escuchado en un idioma ajeno al suyo. El sonido de ese comienzo cuya imagen presagia la historia por venir.

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Fresán comenta su novela

10.27.2009
Rodrigo Fresán. Fuente: laperiódicarevisióndominical


Y así como a veces está de un lado, a Rodrigo Fresán le toca este año también estar del otro. Acaba de publicar con Mondadori la novela El fondo del cielo y en la Revista Ñ lo entrevistan brevemente y califican su novela de "inclasificable" Lo que queda claro es que es la novela de un lector apasionado y voraz. Es decir, lo que ya sabíamos de Fresán. Habrá que leerla, como he leído todo lo anterior suyo. Pero el barco con novedades ya zarpó de España, así que esperaré el siguiente envío.


El autor argentino, de 55 años, que vive en Barcelona desde 1999, ensaya una visión del fin del mundo en El fondo del cielo (Mondadori) una de esas novelas inclasificables que contiene tantos juegos, guiños literarios, trampas, citas y combinatorias que, una vez cerrado el libro, invita a volver a abrirlo para reemprender el viaje por sus páginas, ahora con sus secretos ya sabidos. "Las citas del índice inicial son su guión", dice el autor: Bioy Casares, Nabokov, Proust, Vonnegut, Philip K. Dick, Banville y Cheever. "No es un libro de ciencia ficción, sino un libro con ciencia ficción", repite Fresán. "Y sobre todo, es una historia de amor, una historia de amor con traje espacial, donde lo importante son el pasado y la memoria". "Recordar es encontrar sin dejar de buscar", repite a lo largo del libro un narrador, cuya identidad es una de las sorpresas. Fresán, en su obra más próxima a Bioy Casares (La invención de Morel y El sueño de los héroes), se declara admirador de la nostalgia de Bradbury y de Odisea 2001, de Dick y Ballard, porque recela - él no llevó móvil hasta el embarazo de su mujer-de la dependencia de las máquinas. "El fondo del cielo - dice-es la posibilidad de una historia privada del fin del mundo o la historia universal del amor, contada con sentimientos intensos y emoción"."Hay en la novela - añade-una zona crepuscular donde no existe la perspectiva de ser invadidos por seres superiores, sino donde vemos cómo nos estamos convirtiendo en nuestros propios extraterrestres, nuestros propios aliens". También tiene la novela una poderosa reflexión sobre la memoria y el tiempo, la invención de un nuevo planeta literario, un repaso desde la lejanía de miles y miles de años a acontecimientos históricos (11-S, Kennedy...), mucha poesía y un homenaje a Vonnegut que en una entrevista dijo que todo escritor tenía la obligación, al menos una vez en su carrera, de destruir un mundo. "Yo destruyo dos. Varias veces", dice Fresán.

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Fresán sobre Lorrie Moore

Lorrie Moore. Fuente: the guardian

Edmundo Paz Soldán, al mejor estilo lapidario de John Crace, dejó en el status de su Facebook una breve -pero suficiente- crítica a la nueva novela de Lorrie Moore: "Leyendo a la novelista Lorrie Moore. Extrañando a la cuentista Lorrie Moore". Acaba de aparecer la novela en castellano bajo el título Al pie de la escalera, editada por Seix Barral, y en el ABCD las Letras Rodrigo Fresán la reseña de inmediato. Y al parecer, comparte la opinión de Paz Soldán. Una pena, porque yo espero mucho, muchísimo de Lorrie Moore (y Hospital de ranas me encantó). Pero si la comparan con Chandler de Friends me fregaron. Difícil sacarse esa imagen. Dice Fresán:

(...) ahora es el turno de la joven veinteañera Tassie Keltjin: hija de una familia despareja, enamorada de un cada vez más inquietante falso brasileño, y atrapada en la vertiginosa órbita de un matrimonio disfuncional que la emplea como canguro todo terreno y la involucra en las maniobras de adopción de una pequeña afroamericana mientras, ahí afuera, se suceden los días que van del 11-S a los inicios de la invasión de Irak. Y Tassie se mueve de un lado para otro y no deja de contarnos lo que sucede a su alrededor con los modales de una virtual Lady Seinfeld. Es decir: como si estuviera sobre el escenario de un club nocturno como experta stand-up comedian pero, al mismo tiempo, aquejada del mismo síndrome que sufre el Chandler Bing de la serie Friends. Es decir: Tassie (y Moore) no puede dejar de hacer chistes. Sin parar. Varios por página. Y -se sabe- no todos los chistes son buenos. El problema es que Moore (Tassie) no parece o no quiere darse cuenta de ello. Y esta irrefrenable adicción a disparar one-liners en ocasiones da en el blanco y, en otras, hiere a alguien que pasaba por ahí. Dicho esto, Al pie de la escalera pone en evidencia el hecho de que Lorrie Moore es una cuentista genial y, apenas, una muy buena novelista. (...) Al pie de la escalera es, sí, la muy esperada primera «novela-novela» de Lorrie Moore y, como tal, se disfruta mucho pero no termina de conformar del todo. Resultan admirables los tramos en los que Tassie se relaciona con Sarah -la inminente madre adoptiva a la que no puedo sino imaginar con el rostro y el nerviosismo de otra Moore: Julianne; Zooey Deschanel, de paso, sería una perfecta Tassie-, pero no parecen tan logradas las escenas en que la protagonista regresa a su hogar o conversa con sus amigas o con su hermano «marca Salinger». De este modo, en buena parte del libro, todo parece fluir con un curioso ritmo entre insomne y sonámbulo mientras, entre ocurrencia y ocurrencia (impagable el apunte sobre la falta de un editor y corrector de pruebas al «Génesis» de Dios), uno comienza a intuir que oscuras nubes se acercan desde el horizonte, que todo lo que hemos vivido hasta ese momento no es más que la calma que precede a una tormenta. Y el último tramo de la novela -truenos y rayos- es una densa y monstruosa sucesión de catástrofes sin anestesia que dejan a Tassie girando en falso pero no por eso privándose de soltar alguna broma fuera de lugar. Los lectores piadosos y comprensivos dirán que la indefensa Tassie utiliza el humor como mecanismo de defensa. Pero -insisto- basta recordar la elegancia con que alguien como Anne Tyler (o la misma Moore en su cuento antes citado) le abre la puerta a la desgracia para comprender qué es lo que no acaba de funcionar en Al pie de la escalera. La inequívoca sensación entonces es que el libro se ha escapado de las manos y de la cabeza de Moore y, como Tassie, después de tropezar, ha caído rodando por los escalones.Y quizás todo esto suene más ominoso o negativo de lo que en realidad es. Recapitulemos: esta no es una mala reseña sino una reseña desilusionada; y Al pie de la escalera no es un mal libro sino un muy buen libro que podría haber sido una obra maestra y no lo es. Uno de esos libros que vuelven a poner de manifiesto la insalvable distancia que hay entre el ingenio (Moore fue genialmente ingeniosa en Autoayuda) y el genio (Moore fue ingeniosamente genial en Pájaros de América).

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Dracula 2.0

10.12.2009
Drácula caramelo. Fuente: emiliomarquez

Ian Holt "experto draculino" y el sobrino-bisnieto de Bram Stocker, Dacre Stoker, han sido los llamados para hacer una nueva versión de Drácula (Dracula, el no muerto). Los resultados, solo Rodrigo Fresán puede saberlo. Solo él se atrevería a leer -con curiosidad y maldad- un despropósito como aquel. Y encima, reseñarlo. Dice:

(...) lo cierto es que, en principio, la cosa tiene la gracia de la mejor fanfiction y recuerda un tanto a aquellos pastiches sherlockholmesianos de Nicholas Meyer donde el detective de Baker St. unía fuerzas con Freud. Con prosa funcional y sin adornos -el primer Stoker tampoco era lo que se dice un estilista, aunque sí un brillante administrador del tempo dramático y de la omnipresente ausencia del monstruo-, el descendiente y su cómplice nos devuelven a las vidas de Mina Harker & Co. veinticinco años después de aquel final en los Cárpatos. Y Stoker y Holt no se andan con demasiadas vueltas: descartan casi de entrada el trabajado y admirable formato docu-epistolar de muchas voces y firmas del original, y nos zambullen, linealmente, en una trama un tanto alocada. Allí, destacan los toques metaficcionales (todo sucede mientras se monta una versión teatral de Drácula, a cargo del mismísimo Bram Stoker), aparecen figuras ya invocadas en otras ocasiones (la «vampira invitada» Elizabeth Bathory y la siempre funcional y multiuso sombra de Jack el Destripador), se hacen guiños y gracias un tanto torpes (ese Doctor Langella, ese Sargento Lee al que, afortunadamente, no se les suma ningún periodista de nombre Lugosi), se espolvorea todo con prestigiosos nombres reales (Charles Chaplin, John Barrymore?), se cruza varias veces el Canal de La Mancha y, last but not least, se proponen varias innovaciones y enmiendas a un mito que no las necesitó nunca y sigue sin necesitarlas. De las tres «sorpresas» que propone Drácula, el no muerto, dos son perfectamente predecibles para un lector medianamente curtido en estas lides. La tercera de ellas resulta, en cambio, imposible de anticipar por todas las razones incorrectas. Es decir: es ridícula, injustificable y del todo inverosímil. Por motivos obvios no la comentaré aquí. Sólo diré que es el equivalente a que la pastoral vida de Heidi se continuara con la niña asesinando a Pedro y al abuelito para enseguida ponerse al servicio de Hitler como asesina en serie de noche y actriz favorita de Leni Riefenstahl de día. Un prescindible último chiste con Titanic incluido remata la empresa y -paradójicamente o no- lo mejor de todo llega con las páginas de notas finales (varias de ellas, las más «divertidas», por algún motivo ausentes en la edición española) y agradecimientos a cargo de los dos verdaderos monstruos de este libro. Allí, Ian Holt y Dacre Stoker -amparados y bendecidos por Elizabeth Miller, catedrática especializada en las idas y vueltas del inmortal transilvano- explican, o más bien confiesan, con todo detalle, cómo se gestó esta empresa y cómo resolvieron «con sentido del deber y responsabilidad familiar» reclamar los derechos legales del vampiro en cuestión y hacer realidad «un sueño de años». Allí, Stoker y Holt se presentan como justicieros; pero suenan demasiado parecidos a los personajes de Los productores de Mel Brooks y, por pudor, omiten el detalle de que esta labour of love les ha significado un millón de libras esterlinas y una adaptación cinematográfica en curso. No hay problema. Todos los mercaderes tienen derecho a reclamar su litro de sangre; pero se desearía que lo hicieran con un poco más de gracia y no mostrando tanto los colmillos. Leyendo estos apéndices de Drácula, el no muerto uno no puede evitar pensar que es aquí donde está la auténtica continuación, la posibilidad de una gran novela. Saul Bellow o Robertson Davies podrían haber escrito algo magistral con las vidas y la obra de estos dos pícaros chupasangre. Mientras tanto, desde hace tanto tiempo, el conde Drácula sigue sin descansar en paz. Pero después de todo esto, seguro, duerme mucho peor. No hay que olvidarlo: no tomarás el nombre de D. en vano.

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IgnacioEchevarría: Fresán y los 90

10.07.2009
Rodrigo Fresán. Fuente: radarlibros

Dentro de la colección "Otra vuelta de tuerca" que lanzó Anagrama, como parte de sus celebraciones por los 40 años, está la reedición del único libro -creo- que Rodrigo Fresán editó con ese sello: Historias argentinas. La nueva edición trae, además de un nuevo cuento, textos celebratorios de Ray Loriga e Ignacio Echevarría. De este último, Radar Libros ha publicado un fragmento extenso. Cito aquí, porque tiene especial interés, lo que dice Echevarría sobre la Generación del 90, aquella que según Jorge Volpi empezó en el encuentro de Líneas Aéreas (Lengua de Trapo) y en la cual Rodrigo Fresán es indiscutible cabeza de grupo:

La narrativa de los ‘90 fue prisionera, en todo el ámbito hispánico, de una equívoca consigna: la de la juventud. Todo empezó por un desplazamiento que, por sí solo, parecía inocuo: donde hasta entonces se venía hablando periódicamente de nueva narrativa, se pasó a hablar –precisamente a partir del imprevisto éxito obtenido por un libro como Historia argentina– de joven narrativa. De pronto, empezó a contar la edad de los nuevos narradores por encima de su novedad. A condición, eso sí, de que discurrieran precisamente sobre eso: sobre su juventud, esa categoría tan imprecisa y tan intrigante, sobre todo para quienes han sido excluidos de ella. Lo malo es que la juventud no suele tener una idea demasiado consistente de sí misma, así que para satisfacer las expectativas generadas hubo de recurrir a lo que más al alcance tenía: estribillos de canciones, eslóganes publicitarios, lemas para camisetas, todo ello servido con ademanes épatantes y una jerga más o menos actualizada con la que, en definitiva, se rumiaba la misma cantilena de siempre: sexo, drogas y rocanrollo. Como ya se ha dicho, aquello duró poco. La joven narrativa de los ‘90 envejeció más deprisa todavía que los narradores que la protagonizaron. Aquella fiesta tan concurrida en la que todos bailaban terminó casi de golpe y la casa donde se celebraba se quedó desierta. ¿Desierta? No del todo. En el piso de arriba, en el cuarto de los niños, sentado al escritorio, frente al ordenador, estaba Rodrigo Fresán. No es que ignorara que la fiesta se había acabado: es que no sabía siquiera que se celebraba una fiesta. Y ahí sigue, después de todos estos años.

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La oreja de Murdock

9.30.2009
Castle Freeman Jr. Fuente: burlington

Rodrigo Fresán regresa a las reseñas literarias en el ABCD las letras y lo hace con el libro de Castle Freeman Jr, La oreja de Murdock, editado por Mondadori. Aquí una frase típica Fresán para contagiarte la lectura: "Una manera veloz y eficaz de definir a esta pequeña gran novela sería la de imaginar a los hermanos Coen rescribiendo a Cormac McCarthy." Dice la reseña:

(...) en este engañoso action-thriller protagonizado por un selecto puñado de heroicos idiotas se invocan -con envidiable prosa descriptiva y un admirable manejo del diálogo y del absurdo- buena parte de la mística de los cuentos de hadas (con damisela en problemas, malo malísimo y un par de paladines un tanto torpes yendo y viniendo por las espesuras de los bosques de Vermont) y, según confesó, el propio Freeman, el aliento inmortal de la gesta arturiana en versión de Sir Thomas Mallory. Lester Speed (un anciano rengo) y el «simple» Nate (pocas luces pero de luminoso espíritu) aceptan la hercúlea tarea de proteger y custodiar a la bella caperucita del asunto: la joven, no del todo inocente, es Lillian, quien es perseguida y atormentada por esa gran bestia que es Blackway. Por encima de ellos, el paralítico Wheezer funciona como una suerte de coro griego y testigo impasible de una historia donde la caballerosidad es, a menudo, sinónimo de regocijante estupidez. Así, una road novel y un country-noir discurriendo a lo largo de un día de verano senderos de tierra y ramas caídas, que se lee de una sentada con asombro y regocijo (inolvidable esa descripción de Nate como alguien «más listo que un caballo pero no más listo que un tractor») y que, de alguna perversa y bizarra manera, conecta con esa saludable tradición norteamericana de los narradores de espacios abiertos. Nombres y paisajes que arrancan con Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, James Fenimore Cooper y Mark Twain, entronca con Ernest Hemingway, Norman Maclean y Wallace Stegner, y llega hasta nuestros días de la mano de Rick Bass, David James Duncan, David Guterson, Jim Harrison y Peter Matthissen. Ya saben: seres duros e iluminados jugando en el bosque a juegos muy peligrosos en los que siempre, el hombre es el lobo del hombre. Y, claro está, es un lobo feroz. Siempre.

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