Mostrando entradas con la etiqueta Santa Sede. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Santa Sede. Mostrar todas las entradas

viernes, 13 de agosto de 2010

Paulina Bonaparte, Princesa Borghese

Considerada la mujer más bella y voluptuosa de su tiempo, Paulina Borghese, nacida Bonaparte, vivió uno de los períodos más intensos de la historia de Francia. Conoció la revolución, el Directorio, el Consulado, el Imperio y finalmente fue testigo de la brutal caída del hermano, a quien siempre mantuvo fidelidad.

Mientras Napoleón se impone en la escena mundial, Paulina se forma inspirándose en su cuñada Josefina, cuya elegancia es reconocida por todos sus contemporáneos y que luego será su rival. Se convierte así en una hermosa mujer, demasiado bella en opinión de su hermano, quien, preocupado por su frivolidad y
liviandad de costumbres, otorga su mano al joven General Leclerc. Enviados en misión militar a las Antillas, el general muere en Santo Domingo víctima de la fiebre amarilla.

La agraciada viuda, ya en París, recibe el primero de los títulos: “la Bella entre las Bellas”, título que nadie piensa disputarle… con excepción de una rival de fuste, Madame de Contades, puro producto del ancien régime que no concede a Paulina más belleza que gloria a Napoleón. Una noche, invitada a una recepción en casa de Madame Junot, Paulina, dispuesta a un nuevo triunfo, aguarda pacientemente el mejor momento para hacer su entrada.
Así, su llegada es recibida con un largo murmullo de alabanzas, bastante descortés para el resto de las damas presentes. Los invitados masculinos se arremolinan solícitos a su alrededor y, casi llevada en triunfo, llega a una pequeña sala. Para resaltar su encantador peinado, comete el error de colocarse a plena luz y Madame de Contades, molesta al verse abandonada, irritada al oír los cumplidos sobre una rival y demasiado astuta para atacarla de frente, observa su talle, su rostro, su peinado. Luego se detiene en seco, como sorprendida, y se dirige a su compañero, en voz suficientemente alta para ser escuchada:

- ¡Ay, mi Dios, qué pena! ¡Una persona tan hermosa! ¿Pero cómo nadie ha visto antes esta deformidad? ¡Qué desgracia!
Un silencio helado acoge estas palabras sacrílegas y las mejillas de la víctima se arrebolan.
- ¿Acaso no veis esas dos enormes orejas plantadas a ambos lados de la cabeza? Si yo las tuviese parecidas me las haría cortar.

No ha terminado su frase cuando ya todas las miradas convergen en Paulina para juzgar la imperfección. En efecto, sus extrañas orejas parecen un pedazo de cartílago blanco al que la naturaleza olvidó ponerle un borde y, al lado de la admirable pureza del conjunto, rompen un tanto la armonía del rostro. Mal preparada para replicar, Paulina se siente mal y prorrumpe en sollozos. Desde ese día decide no confiar en ninguna mujer, por lo que no tendrá verdaderas amigas. Pero esa falta de afectos no la hará sufrir, tan numerosos son los candidatos a su corazón.

El Primer Cónsul le organiza un nuevo enlace, esta vez con la intención de lograr el apoyo de la nobleza italiana, pretendiendo asegurar tanto su interés personal como el encumbramiento de los suyos. Fija su objetivo en el príncipe Camilo Borghese, sobrino segundo del Papa Paulo V, quien en 1803 da el tono en los salones de París.

Descendiente de una familia ilustre, no carece de inteligencia aunque no ha recibido prácticamente ninguna educación, pues el padre decía que “sus hijos sabrían siempre lo suficiente para ser súbditos de un Papa”. Es de elegante apostura y sabe como na
die echar hacia atrás su capa forrada en satén bordado en oro. Ese gesto, para ojos nuevos, habla de lejos de su aristocracia, así como las plumas blancas que adornan su sombrero de tafetán negro o el jabot de encaje flotando sobre su pecho. Entre la jeunesse dorée parisiense ha puesto a la moda los trajes ingleses, los chalecos húngaros y los sombreros rusos y conduce con gracia los alazanes trotadores de su faetón.

Sus títulos hacen soñar a la nueva sociedad de advenedizos que frecuenta al Primer Cónsul: príncipe de Rosano y del Vivaro, príncipe de Sulmona, duque de Ceri y de Poggio Nativo, barón de Cropolatri, Grande de España de primera clase. A esos títulos se suman las mansiones y villas. Todo es determinante para que los Bonaparte consideren al príncipe digno de recibir la mano de Paulina.

La noticia del compromiso matrimonial cae como una bomba en Saint-Germain, el baluarte de la aristocracia. Desde el 18 Brumario, la ex nobleza, adulada en los salones de Josefina, había ido recuperando poco a poco su altivez. Y, si bien aceptaban que el señor Bonaparte era un gentilhombre, se ironizaba sobre este nuevo ascenso social. “Habrá pues una verdadera princesa en la familia Bonaparte”. Para esos aristócratas, ni los laureles de Egipto ni los de Italia podían compararse con un escudo de armas con las dos llaves en cruz pontificias.


Monseigneur el príncipe Borghese y Madame la princesa, su flamante esposa, partirán para Roma una semana después de la boda en París. Pero antes, la despedida de su cuñada en el palacio de Saint Cloud hace tambalear su tradicional dominio sobre los estilismos a los que está acostumbrada. Cuando el ujier anuncia la llegada de los príncipes Borghese, todos se ponen de pie, incluyendo Josefina. Pero ésta permanece frente a su sillón, dejando que la princesa avance hasta ella y atraviese así gran parte del salón. En vez de desagradarle el supuesto desaire de la emperatriz, a la princesa le conviene, porque, como le cuenta después a la duquesa de Abrantes, “… si hubiera venido a mi encuentro la cola de mi vestido no se habría desplegado, mientras que así pudo admirársela en toda su extensión”.

Paulina está esplendorosa con un vestido de terciopelo verde, delicado, nada llamativo, pero con la parte delantera y el ruedo bordados con verdaderos diamantes y llevando un aderezo también de diamantes complementado con una magnífica diadema de esmeraldas. Por último, para completar ese rico atavío, lleva a un lado un ramillete compuesto por esmeraldas y perlas en forma de pera, un adorno de incalculable valor. Tras un primer momento de asombro provocado por esas piedras preciosas derramadas en profusión sobre su vestido, Josefina se repone y la conversación se generaliza, dejando a la princesa exultante por su triunfo junto a la duquesa de Abrantes.

- Después de todo, ella está tan bien vestida –le dice, mirando a su cuñada-. El blanco y el oro combinan admirablemente con ese tapizado de terciopelo azul.

La princesa se detiene en la frase, sorprendida al parecer en un pensamiento. Mira alternativamente su vestido y el de Madame Bonaparte.

-
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cómo no pensé en el color de los muebles del salón! ¡Y vos, Laurette, vos que sois mi amiga, cómo no me lo dijisteis?
-
¿Qué tendría que haberos dicho? ¿Que los muebles del salón de Saint Cloud son azules? Pero si lo sabíais tanto como yo.
- Pero en una ocasión como esta una se confunde, no se recuerda lo que se sabía. ¡Y ved lo que ha ocurrido! ¡Me he puesto un vestido verde para venir a sentarme en un sillón azul! ¡Este verde y ese azul! Debo de parecer horrible ¿verdad?


En la Ciudad Eterna la princesa Borghese madre recibe a la esposa de Camilo en el fabuloso palacio familiar, el Cembalo, luego es recibida en audiencia por Pío VII y, finalmente, tiene lugar el ricevimento de presentación: suscita admiración ante la nobleza romana y la extranjera, el Sacro Colegio, la prelatura y el cuerpo diplomático. Pronto el paseo por Roma de la joven princesa constituye un espectáculo que no desean perderse ni la nobleza ni el pueblo. La vista de “la mujer más bella del mundo” en su carroza iluminada por el sol, escoltada por un negrito travieso vestido a la turca en la parte trasera, petrifica a los romanos de admiración y estupor. Sus entradas en los salones de la aristocracia, a veces con todos los diamantes de la Casa Borghese prendidos de su vestido –en ese adorno llamado Matilde con el que protagoniza el incidente ante Josefina-, producen el mismo efecto.

Camilo Borghese, el hombre de moda en París, vuelve a ser un príncipe romano prisionero de la etiqueta. Poco acostumbrada a ese protocolo, Paulina soporta las nuevas reglas de conducta para agradar a su familia política, que ha sucumbido al encanto de la joven. Reina sobre modistas y sombrereros tan solemnes como ministros de Estado. Posa para Antonio Canova, el más famoso de los escultores de la época, como una Venus victoriosa recostada en un diván, desnuda hasta la cintura, obra sensual y conmovedora que sigue siendo todavía hoy una de las más hermosas piezas de la Galleria Borghese.



Paulina está con su madre, Letizia Bonaparte, cuando se entera por Le Moniteur del famoso decreto del 20 de abril: “Se dará a los príncipes franceses y a las princesas el título de altezas imperiales; las hermanas del emperador llevarán el mismo título”. Su madre no manifiesta ninguna alegría. Paulina, la única princesa auténtica de la familia hasta el momento, se muestra reservada. Y su vanidad sufre al ver una vez más a Josefina superarla pues será consagrada emperatriz.
Ese día en Notre Dame, aunque de mala gana, debe sostener el largo manto forrado en armiño de Josefina. La princesa Borghese lleva un vestido de satén blanco bordado en oro con una cola de varios metros de terciopelo azul igualmente bordada en oro y plata y va cargada de pesadas joyas. Acostumbrada a la pompa pontificia, Paulina ya ha asistido en Florencia y sobre todo en Roma a ceremonias muy suntuosas, por lo que considera a ésta como algo muy natural. Sin duda le halaga estar cerca del sol imperial, pero no se maravilla. Su superioridad sobre sus hermanas consiste en no dejarse deslumbrar jamás y en conservar una fuerza tranquila tanto ante la grandeza como ante la decadencia. Permanecerá siempre digna y cuando sus amigos realistas se permitan la ironía para hablar de la conducta de su hermano, ella les llamará severamente al orden y les hará notar que muchos de ellos solicitan prebendas en las Tullerías.


Fragmento de la pintura de David, “La consagración del emperador Napoleón”. De izquierda a derecha: Carolina Murat, Paulina Borghese y Elisa Bacchiochi, la esposa de Luis, Hortense, sosteniendo la mano del pequeño Príncipe Carlos y Julia, esposa de José.


De hecho, muchos realistas cohabitan ya con el nuevo régimen, comenzando en su círculo íntimo, donde consigue crear una evidente armonía. Aunque su caso es aislado, porque en la corte imperial los clanes están claramente delimitados y la amalgama es muy laboriosa entre la vieja nobleza que preside la actividad social y la nueva nobleza que imita a la antigua. Las esposas de los militares, las “mariscalas”, son el hazmerreír de los aristócratas.

Es una corte que se halla reglamentada con la rigidez de un general en jefe al mando de un ejército. Todo se desarrolla dentro de la más estricta disciplina, en el temor y el terror al emperador. El protocolo tan rígido hace envaradas las veladas y los conciertos, con los príncipes y las princesas imperiales o los grandes dignatarios en lugares fijados inalterablemente.


Paulina toma del protocolo imperial lo que le conviene y reúne a su alrededor una pequeña corte: el arzobispo de Génova encabeza los dignatarios, siguen los capellanes, el chambelán, el escudero, la dama de honor, las damas de compañía, las lectoras. De todas las casas de los Bonaparte, la de Paulina es la más variada, la más brillante en apellidos ilustres, la más provista de mujeres hermosas y la más instruida en la etiqueta. En aquel tiempo otro título obtiene del emperador: el ducado de Guastalla.

La reina de esa corte en
miniatura convierte su habitación en un santuario. A partir de las diez de la mañana comienza su arreglo personal, verdadera ceremonia que se inicia con abluciones generales y continúa con la limpieza del rostro con leche aguada para suavizar la piel; luego se perfuma el cuerpo con agua de rosas. El primero de los oficiantes, asistido por dos ayudantes, es Hipólito, el peinador de moda. Luego comienza el desfile de los proveedores. Mademoiselle Olive, la bordadora, el perfumista Dulac, el plumajero Dufour y las modistas Madame Germon y Madame Coutant. A veces llama al célebre Leroy, quien imagina para su cliente batas “virginales” cargadas de encajes, espumosas y aéreas, o abrigadas, orladas de plumas de cisne o de pieles de zorro azul, vestidos de fiesta de satén adornados de puntillas o bordados de perlas, o caftanes de satén con gargantillas de tul de oro en la blusa. El atavismo familiar la hace rehusar, regatear o bajar los precios, siempre con éxito, pues, aun perdiendo, esos comerciantes adquieren fama al servir a la princesa Borghese.

Esta costumbre diaria del arreglo personal muestra hasta qué punto Paulina mantendrá siempre el culto de su cuerpo. Un día que se encuentra en el salón de la Princesa Ruspoli, la conversación recae en sus bonitos pies:
- ¿Queréis verlos? –dice tranquilamente la princesa Borghese-. Venid mañana al me
diodía.
Grande fue el asombro de la princesa Ruspoli. Madame du Montet cuenta que “…no había modo de eludir esa singular invitación. Acudió pues, y fue introducida en un delicioso gabinete. La princesa se hallaba negligentemente tendida en un diván, sus pequeños pies bastante en evidencia, pero eso no era lo mejor. Entró un paje, bello como un ángel y vestido como los efebos de los cuadros de la Edad Media, sosteniendo un rico aguamanil, un recipiente de plata dorada, una fina toalla de batista, perfumes y otros cosméticos. Colocó un banquillo de terciopelo junto al diván; la princesa extendió en él graciosamente una de sus piernas: el pequeño paje le quitó la media, hasta creo que la liga y comenzó a manipular, frotar, enjugar, perfumar ese hermoso pie, verdaderamente incomparable. La operación fue larga y el asombro de las espectadoras tan grande, que perdieron la facultad de alabar con el entusiasmo que sin duda se esperaba… Mientras el pequeño paje calzaba, descalzaba, perfumaba los bellos pies, limaba y embellecía las uñas de la princesa, ella conversaba y parecía completamente indiferente a esos cuidados”.






Este comportamiento puede parecer provocativo, en realidad es sencillamente regio. Lo mismo sucede con su aseo personal. A diferencia de la mayoría de las francesas, Paulina convierte el baño en un rito. Sus prendas de vestir son tan transparentes y exhibe su cuerpo con tanta frecuencia, que considera que la limpieza es una necesidad. La conversación de la bella bañista, envuelta en una bata apenas cerrada, dentro del círculo de hermosas mujeres que la rodean, es interrumpida por la llegada de su fiel sirviente negro Paul, que la sigue desde Santo Domingo. Con toda la naturalidad que da la perfección, ella se quita la bata y el atleta la carga en sus brazos para sumergirla en una tina llena con veinte litros de leche mezclada con agua caliente. Tendida allí suele recibir con frecuencia a sus admiradores varones, a quienes gusta dejar que admiren su mórbido pecho.

Terminadas las abluciones, el precioso fardo es llevado de vuelta en un capullo de encajes. Un paje avanza ahora para masajear los pies de su ama. En efecto, la hipotensión de Paulina la hace muy sensible a los enfriamientos y la obliga a recurrir a veces al calor comunicativo de las mujeres de su séquito. Cuando es así, la dama elegida desabrocha su vestido y se tiende en el suelo; la princesa posa entonces sus pies sobre los senos de la belleza yacente, paseándolos por ella con agradecimiento. Este espectáculo habitual en Santo Domingo pero sorprendente en Francia deja a los espectadores en estado de beatitud.

Luis XIV tenía sus grandes y pequeños levers en los que se apretujaban las primeras familias del reino y los “señores del algodón” consideraban un honor frotar la espalda del Rey Sol. El lavado de pies de Paulina, así como su baño de inmersión o sus masajes, son sin duda algo profano, pero tienen la ventaja de ofrecer una fiesta a los ojos y al espíritu.



En otras fiestas, los bailes multitudinarios de las Tullerías, la princesa Borghese deslumbra a la corte imperial. Cuando se representa “La Cuadrilla de los Incas” y ella se reserva el papel principal: aparece como una salvaje ricamente desvestida, es decir, cubierta de diamantes; toda la corte la devora con los ojos, incluso las mujeres jóvenes aplauden para ocultar su despecho ante lo innegable. En otra ocasión, al presentar “La Cuadrilla de las Horas”, decide encarnar a Italia con una túnica de muselina de la India bordada en oro, retenida por un magnífico camafeo sobre una coraza de oro. Corona sus rizos oscuros con un casco de oro adornado con plumas de avestruz, calza sandalias sujetas con tirillas de púrpura y camafeos, ciñe sus brazos desnudos con brazaletes de diamantes. Esa criatura ideal, suave, con movimientos delicados y lánguidos, es adorable como una sílfide.

Incapaz de considerar la abstinencia como una virtud, seduce a todos los hombres de los que se siente enamorada, en despecho de la destrucción de su matrimonio por interés. Coronel, actor o diplomático, nadie escapa al canto de esa sirena de ojos embrujadores… Esta Venus victoriosa continúa con alegría la tradición libertina del siglo XVIII. Sin embargo, la más inconstante de las esposas, la más caprichosa de las amantes, se mantendrá fiel al coloso derrumbado, a quien no cesará de sostener. Su naturaleza alegre y optimista probablemente haya sido uno de los pocos motivos de felicidad que tendrá Napoleón en una época de traiciones y abandonos.



Para 1809, separada de Borghese, tendrá un vasto terreno y un palacio en Neuilly, verdadera joya cuyo parque desciende hasta el Sena. En Fontainebleau asiste a las cacerías imperiales donde, junto con sus hermanas, tiene la oportunidad de vestir soberbios atuendos: chaquetas de terciopelo verde sobre faldas de satén blanco, pero no por eso las jornadas de caza dejan de ser terribles pruebas de cerca de seis horas. Para celebrar el nacimiento del rey de Roma da una fiesta para setecientos elegidos en Neuilly y luego parte a Aquisgrán con el habitual desfile de carruajes, entre los cuales va su “calesa sanitaria” que transporta su bañera y su bidet cuidadosamente protegidos bajo sus cubiertas de tafilete rojo y el famoso palanquín que la sigue desde Santo Domingo. Ese nomadismo de lujo extenúa a sus allegados. Apenas se instala en alguna parte, ya está de nuevo inquieta y vuelve a partir, nunca sola, sino precedida o seguida siempre por sus muebles, cuadros, platería, mantelería y ropa blanca.



Pocas mujeres han vivido con más suntuosidad o riqueza. Si la dama de corazones del palacio de Neuilly conoce en grado sumo el arte del amor, sabe también cómo adornar su belleza. ¡Cuántas joyas! En un año, su proveedor Devoix le venderá un aderezo de coral y diamantes, otro de rubíes y uno de amatistas. Se hace montar un cinturón de esmeraldas falsas, rodeado sin embargo de diamantes verdaderos, que le cuesta trece mil francos pero parece valer un millón, lo que se convertirá pronto en un verdadero acontecimiento parisino. Las mujeres sueñan con él mientras Paulina ríe.

Para 1813, 1814, 1815, gira la rueda del destino. Dramáticos acontecimientos afectan la salud de la princesa: Elba, Waterloo, la caída del Imperio, problemas financieros angustiantes. Pío VII, con generosidad de alma poco común, la invita a instalarse nuevamente en Roma. Sus apariciones son verdaderos acontecimientos en los que la pequeña hermana del proscrito medirá la magnitud de su poder. Todos quieren conocer esa belleza célebre, desconcertante, fuera de lo común, ni perversa ni inmoral, pues la moral hace mella en una mujer ignorante de los convencionalismos.

La princesa Borghese, literalmente, tiene a la Ciudad Eterna a sus pies. Es el tema de todas las conversaciones, incluidas las de los cardenales. El Sacro Colegio asiste todas las semanas a la mesa imperialmente servida de Villa Paolina y la anfitriona, cada día más débil, preside comidas que apenas toca. El gobierno pontificio extrema la amabilidad hasta proporcionarle una pequeña escolta para protegerla de los asaltantes y permitirle ir a las termas de Lucca.

A sus quebrantos de salud se agregan las terribles nuevas de la muerte del bienamado primero, en 1821, y de su padre adoptivo, Pío VII, en 1823. Tiene cuarenta y cuatro años cuando regresa al techo conyugal y, por intercesión del nuevo papa León XII, el príncipe Camilo abandona su vida a orillas del Arno para aceptar a la bella penitente en el palazzo florentino. Muy menuda en su chaise-longue, donde retoma instintivamente la pose en que la inmortalizó Canova, recoge los homenajes y los augurios de una sociedad reconocida. Descubren con asombro su bondad de carácter, su humor afable, su clarividencia, su sentido de la observación tan fino, su ausencia de pretensiones. Cuando dice algo importante, lo acompaña con una sonrisa y da a sus palabras el barniz de la frivolidad. Logra así hacerse perdonar su belleza.

En aquella ciudad, en 1825, baja por última vez sus párpados sobre aquellos ojos que tanto han fascinado al mundo y se duerme in somno pacis. Hoy esa Eva pagana reposa en Roma, entre dos Papas de la casa Borghese: el fastuoso Paulo V y el devoto Clemente VIII.




sábado, 31 de julio de 2010

La Guardia Pontificia


El Cuerpo de Guardia Suiza Pontificia (alemán: Schweizergarde, italiano: Guardia Svizzera Pontificia, latín: Pontificia Cohors Helvetica, o Cohors Pedestris Helvetiorum a Sacra Custodia Pontificis) es un pequeño ejército mantenido por la Santa Sede y encargado de la seguridad personal del Papa, así como del Palacio Apostólico. Sirve, además, de facto como el cuerpo militar de la Ciudad del Vaticano. En la actualidad, con alrededor de 110 soldados, conforma el ejército profesional más pequeño del mundo.




Antiguos Cuerpos de Guardia Pontificios


  • Guardia Noble
  • Guardia Palatina
  • Zuavos Papales
La Guardia Suiza

La Guardia Suiza fue fundada por el Papa Julio II en 1505, ante la necesidad de que existiera un cuerpo militar siempre disponible para proteger al Papa. Su historia ejemplar de lealtad guarda el honor y el orden en la Ciudad del Vaticano. Fue creada el 21 de enero de 1506, tres años después de que el Papa Julio II ocupara la silla de San Pedro y pidiera a los nobles suizos, soldados para su protección, formando una compañía de 150 hombres. En ese momento, la elección lógica fueron los mercenarios suizos, debido a la reputación que se habían labrado en las Guerras de Borgoña. La fecha oficial de su fundación es el 21 de enero de 1506. Julio II les otorgaría más tarde el título de “Defensores de la libertad de la Iglesia”.


Diversos hechos de armas han inmortalizado la bravura de estos soldados, pero el más memorable ocurrió en 1527 cuando se enfrentaron a un millar de soldados alemanes y españoles durante el saqueo de Roma por parte de las tropas del emperador Carlos V. Lucharon ante la Basílica de San Pedro y siguieron combatiendo mientras retrocedían hasta los escalones del altar mayor. Sobrevivieron sólo 42 de los 150 guardias suizos; estos formaron un círculo alrededor del Papa Clemente VII y lograron que escapara por un callejón que conduce al Castillo de Sant'Angelo. Rememorando este hecho, cada 6 de mayo los nuevos alabarderos juran sus cargos ante el Papa y los ascendidos toman posesión.




La bandera está dividida por una cruz blanca en cuarteles. En la parte inferior derecha aparecen las armas del Papa Julio II; en el cuadrante superior izquierdo las del Papa reinante; en los otros se despliegan los colores de la Guardia y en el medio aparece el escudo del propio comandante.


En las ceremonias vaticanas, cada vez que el Santo Padre pasa frente a ellos, el llamado «Ejército más pequeño del mundo» le saluda de rodillas, en señal de profundo respeto y máximo honor.





La Guardia Suiza hoy

No se considera que la Guardia Suiza pertenezca a ninguna otra organización: su función exclusiva es la de ejército del Estado soberano de Ciudad del Vaticano. Está compuesta por unos ciento treinta soldados: el Comandante, con el rango de Coronel, el Vicecomandante, un capellán Teniente Coronel, un oficial con el grado de Comandante, dos oficiales de rango Capitán, 23 mandos intermedios, 99 alabarderos y 2 tamborileros.

Se les entrena en procedimientos y manejo de armas modernas, aunque también se les enseña a manejar la espada y la alabarda. Reciben lecciones de autodefensa, así como instrucción básica en tácticas defensivas de guardaespaldas similares a las utilizadas en la protección de muchos jefes de Estado. Actualmente cada guardia suizo trae oculto en su uniforme un pulverizador de gas lacrimógeno y, a partir del grado de sargento, una pistola y dos modernas granadas.





Desde el punto de vista ceremonial, compartían deberes en la corte pontificia con la Guardia Palatina y la Guardia Noble. Pero desde que estos cuerpos fueron abolidos en 1970 bajo Pablo VI, la Guardia Suiza ha pasado a ocupar los roles ceremoniales de las anteriores unidades.


Uniforme

El uniforme oficial de la Guardia es azul, rojo, naranja y amarillo con una brillante apariencia renacentista. El actual fue diseñado por el Comandante Jules Répond (1910-1921) a partir del modelo que aparece en una pintura de Rafael, donde se aprecia a la Guardia Suiza de la época transportando al Papa Julio II sobre una litera. Por mucho tiempo se atribuyó el diseño a Miguel Ángel, pero la Santa Sede se encargó de aclarar que éste no tuvo nada que ver, sino que fue influenciado por Rafael, como influyó con toda la moda italiana renacentista, a través de sus pinturas.




Este diseño, realizado en los colores azul y amarillo de la Casa Della Rovere, a la que pertenecía Julio II, es considerado una de las vestimentas militares en activo más antiguas del mundo. Resulta mucho más vistoso, alegre y brillante que el que tenían ya bastante degradado en el siglo XIX: el yelmo, ornado con una pluma roja o blanca, según la graduación; los guantes blancos, la coraza, que aún tiene una reminiscencia medieval, y el casco morrión, negro (o plata para las ocasiones de gala), que es una copia del que llevaban los soldados españoles en el siglo XVI. El color rojo fue introducido por el Papa León X, en referencia al escudo de los Médicis.





El uniforme bermejo de los oficiales está basado en el que usaban los guardias españoles del Imperio durante el reinado de Felipe II. Van armados de alabarda y espada ropera, aunque en su prestación de servicio añaden para el uso armas modernas de infantería, pistola, ametralladoras y subfusiles y fusiles de asalto, además de explosivos con los que realizan un alto entrenamiento profesional y táctico militar.

El uniforme de diario es más funcional, consistente en una versión de azul sólido, más simple que el colorido uniforme de gran gala, usado con un simple cinturón marrón, un collar blanco y una boina plana negra. Para los nuevos reclutas y la práctica de rifle se usa un simple conjunto de color azul claro con cinturón de color café. Durante el tiempo frío o inclemente, una capa azul oscuro se lleva sobre el uniforme regular.



Los guardias suizos no usan propiamente botas altas, aunque sí calzas a las piernas, sujetas a la altura de la rodilla por una liga dorada y cubiertas por polainas según la ocasión y clima. Este uniforme expresa la alegría de ser soldado, de combatir y de estar al servicio del Papa. Aunque también el color rojo simboliza la sangre derramada en defensa del Papado.





Yo, [nombre del nuevo guardia], juro mantenerme fiel diligente y fervientemente a todo esto que me ha sido leido; que sea el Todopoderoso y Sus Santos mis testigos.”


Guardia Noble

La Guardia Noble (italiano: Guardia Nobile) era una de las unidades de guardia de la Santa Sede. Fue creada por Pío VII en 1801 como un regimiento de caballería pesada, fusionando en ella la antigua Guardia de los Caballeros Ligeros (fundada en 1485 por Inocencio VIII) y el Cuerpo delle Lance Spezzate (fundado por Pablo IV en 1527). El nuevo cuerpo recibió el nombre de "Guardia Noble del Cuerpo de Nuestro Señor". En 1968 Pablo VI la rebautizó como "Guardia de Honra de Su Santidad".


En un principio, el regimiento tenía como principal tarea escoltar al Romano Pontífice y a otros grandes Príncipes de la Iglesia, así como en las misiones a lo ancho de los Estados Pontificios a las órdenes del Papa. Una de sus primeras grandes misiones fue la escolta de Pío VII a París para la coronación de Napoleón Bonaparte como Emperador el día 2 de diciembre de 1804. Con la unificación italiana y la confiscación de los Estados Pontificios en 1870, la Guardia Noble se transformó en una Guardia de Corps pedestre encargada de la custodia física de la persona del Papa.


Estaba conformada por soldados voluntarios, sus miembros no recibían paga por el servicio prestado e incluso debían pagar su propio equipamiento. El comandante del cuerpo tenía título de Capitán. Uno de los puestos intermedios de la Guardia Noble era el de Portaestandarte Hereditario, quien portaba el Estandarte Papal. El oficial de servicio de la Guardia Noble era el jefe de todos los cuerpos militares de la antecámara pontificia, incluida la Guardia Suiza y los gentilhombres.



La Guardia tenía un capitán general comandante, que tenía la representación del Cuerpo y era ayudado por un coronel ayudante. El comando militar era competencia del oficial ayudante mayor. A continuación dos brigadieres generales, que comandaban la brigada de servicio y la brigada de honor. Tras ellos había nueve oficiales y los guardias, subdivididos a su vez en diversos grados.


La Guardia Noble hacía su aparición en público sólo cuando el Papa tomaba parte en funciones públicas. Durante el período de Sede Vacante, el cuerpo permanecía al servicio del Colegio Cardenalicio. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Guardia Noble compartió la responsabilidad de la seguridad personal de Pío XII con la Guardia Suiza. Por ejemplo, cuando el Papa daba su paseo diario por los Jardines Vaticanos, dos Guardias Nobles le seguían a distancia.




La Guardia Noble tenía desde sus inicios la prerrogativa de no prestar juramento. El Papa Inocencio VIII que la estableció declaró que la fidelidad de la Guardia Noble no estaba en discusión.

Inicialmente sólo estaba abierta a los nobles provenientes de los Estados Pontificios, pero después de 1929 se amplió el ingreso a la nobleza de toda Italia. Hubo algunas excepciones a esta regla de la nacionalidad, como la del noble español Luis de Goyeneche.

Este cuerpo de guardia fue disuelto por Pablo VI en 1970 como parte de las reformas tras el Concilio Ecuménico Vaticano II.


Guardia Palatina

La Guardia palatina (italiano: Guardia Palatina d'Onore) fue una unidad militar de los Estados Pontificios y la Ciudad del Vaticano.

La Guardia palatina nació en 1850 bajo el pontificado de Pío IX de la fusión de dos unidades preexistentes en los Estados Pontificios. Dicho cuerpo estaba formado como una unidad de infantería y tomaba parte en la vigilancia de Roma, por lo que participó en diferentes batallas, incluyendo la defensa de la Ciudad Eterna contra los soldados piamonteses.

Después de 1870 y de la unificación de Italia, la Guardia fue confinada al Vaticano, donde prestaba un servicio de guarida. Hacían acto de presencia cuando el Papa aparecía en la Plaza de San Pedro o cuando un Jefe de Estado visitaba el Vaticano. En este tipo de ocasiones formaban una banda militar y ejecutaban los himnos nacionales.

Los miembros de esta unidad eran voluntarios que no recibían pago por su servicio, aunque sin embargo recibían cierta cantidad para la reparación de sus uniformes (Las tropas vestían uniforme azul y un quepis emplumado).

La Segunda Guerra Mundial tuvo un papel incidente en la historia de la Guardia Palatina. En setiembre de 1943, cuando las tropas alemanas ocuparon Roma, la Guardia tuvo la responsabilidad de proteger la Ciudad del Vaticano, varias propiedades vaticanas en Roma y la villa de verano papal en Castel Gandolfo. Sus miembros (principalmente comerciantes de Roma y empleados de oficina), cuyos servicios estaban anteriormente limitados a permanecer de pie y presentar armas en las ocasiones ceremoniales, ahora debían patrullar los muros, jardines y patios del Vaticano y vigilar las entradas a los edificios pontificios alrededor de la Ciudad Eterna. En más de una ocasión este servicio terminó en violentas confrontaciones con las unidades de la Policía Fascista italiana que trabajaba con los alemanes arrestando refugiados políticos que estaban escondidos en edificios protegidos por el Vaticano.


Al comienzo de la Segunda Guerra en septiembre de 1939 la Guardia Palatina nucleaba unos quinientos hombres, pero para la liberación de Roma en junio de 1944, el cuerpo había crecido hasta los dos mil.


Fue disuelto el 14 de septiembre de 1970 por Pablo VI como parte de las reformas de la Iglesia. Sus antiguos miembros fueron invitados a formar un nuevo grupo llamado Asociación Santos Pedro y Pablo (Associazione SS. Pietro e Paolo), cuyos estatutos fueron aprobados por el Santo Padre en abril de 1971.


Zuavos Papales

Zuavo es el nombre que se dio a ciertos regimientos de infantería en el ejército francés, que normalmente sirvieron en el Norte de África entre 1831 y 1962. Originarios de Argelia, tanto el nombre como el uniforme distintivo de los Zuavos se extendió por las fuerzas armadas de Estados Unidos, Estados Pontificios, España, Brasil y el Imperio otomano. La etimología es del francés zouave que por su parte deriva de la palabra bereber zwāwī la cual es el gentilicio de la tribu zwāwa, que aportó soldados mercenarios.


Los Zuavos Papales fueron creados para la defensa de los Estados Pontificios y evolucionaron a partir de una unidad formada en 1860, los Tiradores Franco-Belgas. El 1º de enero de 1861 la unidad fue renombrada como Zuavi Pontifici. Estaba integrada principalmente por hombres jóvenes, solteros y católicos, quienes voluntariamente asistían a Pío IX en su conflicto contra la Unificación italiana. Usaban un estilo de uniforme similar al de los zuavos franceses, pero en color gris con adornos rojos. Un quepi gris y rojo fue sustituido por el fez nor-africano.


Todas las órdenes se daban en francés y la unidad era comandada por un coronel suizo, M. Allet. No obstante, el regimiento era verdaderamente internacional, y en mayo de1868 llegaban a 4592 hombres: 1.910 holandeses, 1.301 franceses, 686 belgas, 157 romanos y ciudadanos pontificios, 135 canadienses, 101 irlandeses, 87 prusianos, 50 ingleses, 32 españoles, 22 alemanes de fuera de Prusia, 19 suizos, 14 estadounidenses, 14 napolitanos, 12 modeneses, 12 polacos, 10 escoceses, 7 austriacos, 6 portugueses, 6 toscanos, tres malteses, dos rusos y un voluntario de cada una de las islas de los Mares del Sur, India, "África", México, Perú y Circasia.


Mil quinientos zuavos pontificios colaboraron en la notable victoria papal en la batalla de Mentana, librada el 3 de noviembre de 1867 entre las tropas franco-papales y voluntarios italianos dirigidos por Giuseppe Garibaldi. Los zuavos también jugaron un papel en los compromisos finales de septiembre de 1870, en los cuales las fuerzas papales superaban casi siete a uno. Después de la captura de Roma por Víctor Manuel en 1870, los ex Zuavos Pontificios sirvieron al gobierno de la Defensa Nacional en Francia durante la guerra franco-prusiana. La unidad fue disuelta después de la entrada de las tropas prusianas en París.


jueves, 29 de julio de 2010

La bendición "Urbi et orbi"



Urbi et orbi, palabras que en latín significan "a la ciudad [de Roma] y al mundo", era la fórmula habitual con la que empezaban las proclamas del Imperio romano. En la actualidad es el término usado para denotar la bendición más solemne que imparte el Papa, y sólo él, dirigida a la ciudad de Roma y al mundo entero.





La bendición Urbi et orbi se imparte durante el año en dos fechas, el Domingo de Pascua y el día de Navidad, ocasiones en que es transmitida a todo el mundo a través de European Broadcasting Union. También es impartida el día de la elección papal; es decir, al final del cónclave, en el momento en que el Santo Padre se presenta ante Roma y el mundo como nuevo sucesor de Pedro. Muy raras veces, la Urbi et orbi es usada como bendición de los peregrinos durante el Año Santo o Jubileo.



La característica fundamental de esta bendición para los fieles católicos es que otorga la remisión por las penas debidas por pecados ya perdonados, es decir, confiere una indulgencia plenaria bajo las condiciones determinadas por el Derecho Canónico (haberse confesado y comulgado, y no haber caído en pecado mortal). De acuerdo a las creencias de los fieles, los efectos de esta bendición se cumplen para toda aquella persona que la reciba con fe y devoción, incluso si la recibe, en directo, a través de los medios de comunicación de masas (televisión, radio, internet, etc.).




El Papa preside la ocasión desde el balcón central de la Basílica de San Pedro (llamado por eso Balcón de las bendiciones) adornado con el estandarte pontificio. Para las bendiciones de Coronación y de Navidad, el Pontífice solía revestirse con ornamentos solemnes (mitra, báculo, estola y capa pluvial). Hoy se recurre a esta vestimenta solo en la bendición navideña. En todas las ocasiones, el Sumo Pontífice va precedido de cruz procesional y acompañado de cardenales-diáconos y ceremonieros.

La Coronación de Pío XII (1939)


Antes de la bendición propiamente dicha, el Santo Padre da una alocución a la multitud, transmitida al mundo entero a través de la televisión en directo, con saludos especiales en varios idiomas.

Juan XXIII el día de su Coronación (1958)


Antigua práctica

Antes de la ocupación de Roma por el ejército del Reino de Italia (20 de setiembre de 1870), esta bendición era impartida más frecuentemente y en determinadas basílicas de Roma:


· Basílica de San Pedro: Jueves Santo, Pascua, las Fiestas de San Pedro y San Pablo y la Coronación Papal.
· San Juan de Letrán: Ascensión de Jesús (muchas veces pospuesta hasta Pentecostés) y la entronización de un nuevo Papa como Obispo de Roma.
· Santa María la Mayor: Asunción

El Balcón de las Bendiciones, en la fachada principal de San Pedro


Después de la ocupación, el papa Pío IX se consideró a sí mismo “Prisionero en el Vaticano” y en protesta cesó de dar la bendición. La práctica fue más tarde reasumida, aunque de una manera más limitada, siguiendo a la resolución de la llamada “Cuestión romana” (las relaciones entre el Vaticano y el gobierno de Italia).

El Papa Inocencio X en el Jubileo de 1650, en la Epifanía, Pentecostés y Todos los Santos, así como los veinte papas subsiguientes, incluyendo Pío IX (1846-1878), por especiales razones, dieron esta solemne bendición desde la balconada del Palacio del Quirinal.


El balcón principal del Palazzo Quirinale


Fórmula (latín)

Sancti Apostoli Petrus et Paulus, de quorum potestate et auctoritate confidimus, ipsi intercedant pro nobis ad Dominum.

– Amen.

– Precibus et meritis beatæ Mariæ semper Virginis, beati Michælis Archangeli, beati Ioannis Baptistæ et sanctorum Apostolorum Petri et Pauli et omnium Sanctorum misereatur vestri omnipotens Deus et dimissis omnibus peccatis vestris, perducat vos Iesus Christus ad vitam æternam.

– Amen.

– Indulgentiam, absolutionem et remissionem omnium peccatorum vestrorum, spatium veræ et fructuosæ penitentiæ, cor semper penitens et emendationem vitæ, gratiam et consolationem Sancti Spiritus et finalem perseverantiam in bonis operibus, tribuat vobis omnipotens et misericors Dominus.

– Amen.

– Et benedictio Dei omnipotentis (Patris et Filii et Spiritus Sancti) descendat super vos et maneat semper.

– Amen.


Pío XII (1939)



Pío XII (1952)


Bendición (español)

- "Que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en cuyo poder y autoridad confiamos, intercedan por nosotros ante el Señor".

- Todos: "Amén".

- "Que por a las oraciones y los méritos de santa María, siempre Virgen, de san Miguel Arcángel, de san Juan el Bautista, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los Santos, Dios todopoderoso tenga misericordia de vosotros y, perdonados todos vuestros pecados, os conduzca por Jesucristo hasta la vida eterna".

- Todos: "Amén".

- "Que el Señor omnipotente y misericordioso os conceda la indulgencia, la absolución y la remisión de todos vuestros pecados, tiempo para una verdadera y provechosa penitencia, el corazón siempre contrito y la enmienda de vida, la gracia y el consuelo del Espíritu Santo y la perseverancia final en las buenas obras".

- Todos: "Amén".

- "Y la bendición de Dios omnipotente (Padre, Hijo y Espíritu Santo) descienda sobre vosotros y permanezca para siempre".

- Todos: "Amén".




martes, 27 de julio de 2010

El protocolo vaticano: coronación e inauguración papal


La Coronación papal es la ceremonia en la que un nuevo Papa es coronado con la Tiara como líder de la Iglesia Católica en la Tierra y soberano del Estado de Ciudad del Vaticano (antes de 1870, también de los Estados Pontificios).

La primera coronación papal recordada fue la de Celestino II en 1143. Ochocientos años más tarde, luego de su coronación en 1963, el Papa Pablo VI abandonó la práctica de usar la Tiara. Ninguno de sus sucesores ha elegido regresar a la práctica y no ha habido una coronación papal como tal.


Ritual

Cuando un cónclave elige un nuevo Papa, el Pontífice asume todos los derechos y la autoridad del papado inmediatamente después de su aceptación de la elección; sin embargo, tradicionalmente nombran sus años de reinado a partir de la fecha de su coronación. Desde el pontificado de Juan XXIII, todos los cardenales deben ser obispos y por centurias los cardenales han elegido uno de ellos para ser Papa. Si un Papa recientemente elegido no es obispo, debe ser consagrado como tal.
De acuerdo a la tradición, el derecho de consagración pertenece al Decano del Colegio de Cardenales, en su ausencia al Subdecano y en la ausencia de ambos, al más antiguo Cardenal Obispo. Si el nuevo Papa ya es obispo, su elección es anunciada inmediatamente a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro, a los que les da su bendición.


San Juan de Letrán (siglo XVII)

La entronización episcopal del Papa tiene lugar en su catedral, la Basílica de San Juan de Letrán, una ceremonia que estaba combinada con la coronación. Durante el papado de Aviñón, el Papa no podía ser entronizado en su catedral en Roma así que las coronaciones continuaron mientras que las entronizaciones debieron esperar un retorno a la Ciudad Eterna. Cuando regresó Gregorio XI, el Palacio de Letrán tenía necesidad de reparaciones, por lo que los papas hicieron del Vaticano su residencia y transfirieron las coronaciones a la Basílica de San Pedro. La Basílica de San Juan de Letrán sigue siendo la catedral de Roma y la entronización ocurre allí. Durante el período en que el Papa se declaró “prisionero en el Vaticano” (1870-1929), la entronización no tuvo lugar.


La Misa Solemne


La coronación se realizaba el primer domingo luego de la elección. Comenzaba con una solemne Misa Papal. Durante el canto de las Terceras, el pontífice se sentaba en su trono y todos los cardenales realizaban el “primer saludo de obediencia”, acercándose uno a uno para besar su mano. Luego arzobispos y obispos besaban su pie.

Acto seguido, el nuevo Papa era portado a través de la Basílica de San Pedro en la sedia gestatoria, bajo un baldaquín blanco, flanqueado a su izquierda y a su derecha por las flabellas papales (abanicos ceremoniales). En lugar de la tiara papal, usaba una mitra enjoyada (la mitra pretiosa episcopal). La procesión se detenía tres veces y un manojo de lino atado a un báculo dorado era quemado ante el Papa recién elegido, mientras el maestro de ceremonias declamaba: Pater Sancte, sic transit gloria mundi (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo), como una advertencia simbólica a dejar de lado el materialismo y la vanidad.

Una vez frente al altar mayor, celebraría la Solemne Misa Papal con todo el ceremonial pontificio. Luego del Confiteor -conocido por su traducción al español "yo confieso" o "yo pecador”, donde se realiza el acto de confesión de los pecados-, el Papa se sentaba en su trono y los tres cardenales más antiguos, de mitra, se aproximaban a él; uno por vez ponían sus manos sobre el Santo Padre y rezaban la plegaria Super electum Pontificem (sobre el papa electo). Entonces el Cardenal decano colocaba el palio sobre sus hombros, diciendo:

Acepta el pallium, que representa la plenitud del oficio pontifical, para honor de Dios Todopoderoso, y la muy gloriosa Virgen María, Su Madre, y los Benditos Apóstoles Pedro y Pablo, y la Santa Iglesia Romana.

En los siglos XI y XII la immantatio, o concesión del mantum (una vestidura papal consistente en una larga capa roja sujeta con una elaborada hebilla), en el recién elegido Papa era considerado como especialmente simbólico de la investidura de la autoridad papal. Era conferido con las palabras: “Te invisto así con el papado romano, que domina sobre la ciudad y el mundo”.
Luego de la investidura (ya fuere con el pallium o el mantum) el papa recibía nuevamente la obediencia de cardenales, arzobispos y obispos mientras la Misa continuaba y se cantaba la Letanía de los Santos.


La Coronación


Luego de la Misa, el nuevo Papa era coronado con la tiara papal. Esto frecuentemente tenía lugar en el balcón de la Basílica de San Pedro, de frente a las multitudes reunidas en la Piazza. El Papa era sentado en un trono con las flabellas a cada lado; se le quitaba la mitra y el Cardenal decano le presentaba la tiara, con las palabras:


ACCIPE TIARAM TRIBVS CORONIS ORNATAM ET SCIAS TE ESSE PATREM PRINCIPVM, RECTOREM ORBIS IN TERRA, VICARIVM SALVATORIS NOSTRI IESV CHRISTI, CVI EST HONOR ET GLORIA IN SAECVLA SAECVLORVM (“Recibe la tiara adornada con tres coronas y sabe que tú eres el Padre de Príncipes y Reyes, Gobernador del Mundo, Vicario de nuestro Salvador Jesucristo sobre la tierra, a quien debemos honor y gloria por los siglos de los siglos”).


Entonces solemnemente colocaba la tiara sobre la cabeza del Sumo Pontífice y arreglaba las ínfulas (dos piezas de tela que parten de la parte trasera de la tiara) detrás de su cuello.

Luego, el Papa ya coronado pronunciaba la solemne bendición pontifical, Urbi et Orbi.


Posesión de la cátedra de Obispo de Roma

El último acto de la inauguración de un nuevo Papa es, todavía hoy, la toma de posesión formal (possesio) de su cátedra como Obispo de Roma en la Basílica de San Juan de Letrán. Esta es la ceremonia final mencionada en la Constitución Apostólica de Juan Pablo II luego del período de Sede Vacante y la elección de un Romano Pontífice.


El Papa es entronizado de la misma manera que otros obispos: es solemnemente conducido al trono episcopal y toma posesión sentándose en él. Luego recibe el beso de la paz y escucha la lectura de un pasaje de las Santas Escrituras, pronunciando entonces una alocución que se acostumbra llamar sermo inthronisticus. En tiempos antiguos, las cartas que el papa enviaba a los patriarcas en señal de estar en comunión con ellos en la misma fe eran llamadas litteræ inthronisticæ, o syllabai enthronistikai.


El escenario

Las primeras coronaciones papales ocurrieron en San Juan de Letrán. No obstante, por cientos de años se realizaron tradicionalmente en las proximidades de la Basílica de San Pedro, aunque algunas tuvieron lugar en Aviñón. En 1800 el Papa Pío VII fue coronado en la apartada iglesia del monasterio Benedictino de la isla de San Giorgio, después que su último precursor fue forzado al exilio temporal durante el período en que Napoleón Bonaparte capturó Roma.

Todas las coronaciones posteriores a 1800 ocurrieron en Roma. Hasta mediados del siglo XIX coronaron a los papas en San Juan de Letrán. Sin embargo la hostilidad pública al papa en Roma condujo a que la ceremonia fuese movida de San Juan de Letrán a la más segura Capilla Sixtina para la coronación del Papa León XIII, debido al temor de que las multitudes anticlericales, inspiradas por la unificación italiana, pudieran atacar la Basílica e interrumpir la ceremonia. Coronaron al Papa Benedicto XV también en la Sixtina en 1914. El Papa Pío XI fue coronado sobre el "dais" (una plataforma levantada en un cuarto para la ocupación dignificada) delante del Altar Mayor en la Basílica de San Pedro. Los Papas Pío IX, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI se coronaron en público en el balcón de la basílica, frente a los feligreses situados debajo, en la Plaza de San Pedro.

En 1939, la coronación del Papa Pío XII fue la primera en la que se realizó una filmación y la primera coronación difundida en vivo por radio. La ceremonia, que duró seis horas, fue presenciada por altos dignatarios internacionales, como el heredero del trono italiano, el Príncipe de Piamonte (futuro Humberto II), los ex-reyes Fernando I de Bulgaria y Alfonso XIII de España, al duque de Norfolk (que representó a Jorge VI del Reino Unido) y el irlandés Taoiseach Éamon de Valera.


La coronación tras Pablo VI

El último papa que se coronó fue Pablo VI. Aunque él decidió dejar de utilizar la tiara papal a pocas semanas de su coronación, y puso la suya propia ante el altar de la Basílica de San Pedro en un gesto de humildad, su encíclica de 1975 Constitución Apostólica, Romano Pontifici Eligendo, requirió explícitamente a su sucesor tener una coronación, indicando: “el nuevo pontífice debe ser coronado por el más antiguo cardenal decano”.

Sin embargo, en medio de una considerable oposición dentro de la Curia Romana, su sucesor el Papa Juan Pablo I optó por no ser coronado, eligiendo en cambio, tener una “Misa solemne para marcar el comienzo de su ministerio como Supremo Pastor”, de características menos formales.


Coronación de Pablo VI


Los partidarios de la coronación asumieron que las semanas posteriores a la muerte repentina del Papa Juan Pablo I, a sólo seis semanas de la previa inauguración de un pontificado, no era la época de regresar al antiguo ceremonial, pero que la vuelta a una coronación tradicional era una opción para los papas futuros.

Las coronaciones papales durante los siglos XIX y XX fueron:

• 1800 –Pío VII, coronado por el Cardenal Antonio Doria Pamphili
• 1823 –León XII, coronado por el Cardenal Fabrizio Ruffo
• 1829 –Pío VIII, coronado por el Cardenal Giuseppe Albani
• 1831 –Gregorio XVI, coronado por el Cardenal Giuseppe Albani.
• 1846 –Pío IX, coronado por el Cardenal Tommaso Riario Sforza.
• 1878 –León XIII, coronado por el Cardenal Teodolfo Mertel.
• 1903 –Pío X, coronado por el Cardenal Luigi Macchi.
• 1914 –Benedicto XV, coronado por el Cardenal Francesco Salesio Della Volpe.
• 1922 –Pío XI, coronado por el Cardenal Gaetano Bisleti.
• 1939 –Pío XII, coronado por el Cardenal Camillo Caccia-Dominioni.
• 1958 –Juan XXIII, coronado por el Cardenal Nicola Canali.
• 1963 –Pablo VI, Coronado por el Cardenal Alfredo Ottaviani.


Ioannes XXIII, ya coronado (1958)


Inauguración papal

La Misa de Inauguración Papal es un servicio litúrgico (celebrado en el Rito Romano pero con elementos del Rito Bizantino) para la investidura eclesiástica del Papa y que hoy en día ya no incluye la milenaria ceremonia de coronación.

Pablo VI, el último Papa en ser coronado, donó su tiara personal a la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en la ciudad de Washington como un regalo a los católicos de los Estados Unidos. Sin embargo, aún permanecen más de 20 tiaras en el Vaticano (una se sigue usando cada año para coronar simbólicamente una estatua de San Pedro en su día). El primer papa en siglos que inauguró su pontificado sin una coronación fue Juan Pablo I.


Reemplazo de la coronación

Aunque Pablo VI decidió no usar una tiara, la Constitución Apostólica Romano Pontifici Eligendo de 1975 continuó concibiendo una ceremonia de coronación para sus sucesores. Sin embargo, Juan Pablo I, elegido en el cónclave de agosto de 1978, quería una ceremonia más "simple" y encargó al maestro de ceremonias papal diseñar una nueva. Teniendo el contexto de una “Misa de Inauguración”, el punto principal de la ceremonia era la colocación del pallium sobre los hombros del nuevo Papa y la recepción de obediencia de los cardenales.


Juan Pablo I durante la Misa inaugural de su pontificado


Su sucesor, Juan Pablo II, mantuvo los cambios hechos por su predecesor, aunque con adiciones, algunas de las cuales se hicieron eco de las antiguas coronaciones. Él prefirió que la Misa se realizara durante la mañana y no al atardecer, como la de Juan Pablo I. Refiriéndose a su homilía de inauguración con la tiara papal, dijo: "El Papa Juan Pablo I, cuya memoria está tan viva en nuestros corazones, no deseaba tener la tiara, ni su sucesor la desea hoy. Este no es el momento de regresar a una ceremonia y un objeto considerados, erróneamente, como un símbolo del poder temporal de los Papas".

En 1996, con la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, Juan Pablo II estableció una "Solemne ceremonia de inauguración de un pontificado" a tener lugar, pero no especificó qué forma debería tomar. En términos técnicos una inauguración papal y una coronación papal se podrían utilizar para inaugurar un pontificado: ambas ceremonias habían sido descritas en el pasado usando tal término. Al escribir sobre la “inauguración de un pontificado” antes que sobre una “inauguración específica de un papa” se deja a la decisión individual de los nuevos Papas la elección de la forma particular de tal ceremonia.

La inauguración moderna

La actual inauguración papal, desarrollada a partir de la de Juan Pablo I, tiene lugar durante la Misa (usualmente en la Plaza fuera de la Basílica de San Pedro) e incluye la imposición formal del pallium o palio, el símbolo de la jurisdicción universal del Papa, sobre el Pontífice recientemente electo por parte del más antiguo Cardenal Decano.

Hasta hoy han sido tres los Papas que han utilizado la nueva ceremonia de inauguración: Juan Pablo I, Juan Pablo II (ambos en 1978) y Benedicto XVI (2005).


La Misa de Inauguración de Juan Pablo II


Benedicto XVI mantuvo esos cambios e introdujo uno más: el juramento de obediencia, que todos los cardenales deberían hacer, uno a la vez, durante la Misa, fue reemplazado por un juramento simbólico de respeto prestado por doce personas (los cardenales ya habrían hecho sus juramentos de obediencia uno por uno al momento de la elección, de acuerdo a las reglas del Cónclave).

La ceremonia comienza con el Papa y los cardenales rindiendo plegarias de rodillas ante la Tumba de San Pedro, detrás del altar mayor de la Basílica. Luego salen en procesión a la Piazza para la Misa, mientras se entona la Letanía de los Santos, pidiendo su ayuda para el nuevo Santo Padre. Éste recibe entonces el pallium y el Anillo del Pescador. Como se ha dicho, en lugar del juramento de lealtad de cada cardenal de rodillas (cosa que ya habrían hecho luego del Cónclave), doce personas representativas, laicas y eclesiásticas, le juran obediencia: el más antiguo Cardenal Obispo, el más antiguo Cardenal Sacerdote, el más antiguo Cardenal Decano, un obispo, un sacerdote, un diácono, un hermano religioso, una monja benedictina, una pareja de Corea y dos jóvenes (de Sri Lanka y de República del Congo) recientemente confirmados.

Luego de la Misa, el Papa ingresa a la Basílica de San Pedro donde, frente al altar mayor, recibe el saludo personal de las delegaciones oficiales presentes, incluyendo monarcas y jefes de Estado.



Imposición del palio a Benedicto XVI durante la solemne inauguración pontifical


El futuro de esta ceremonia

Mientras que los rituales inaugurales usados por los Papas Juan Pablo I y Juan Pablo II eran ad hoc (provisionales), el usado por el Papa Benedicto XVI no lo fue. Bajo Juan Pablo II, la Oficina de Celebraciones Litúrgicas del Supremo Pontífice preparó una versión permanente del ritual, para ser sometida a revisión y a aprobación como un ordo definitivo por parte de su sucesor. Benedicto XVI aprobó ese nuevo ritual el 20 de abril de 2005. Entonces fue publicado como un libro litúrgico oficial de la Iglesia con el nombre Ordo Rituum pro Ministerii Petrini Initio Romae Episcopi (Orden de los Rituales para el Inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma). Este nuevo ordo ha de ser una versión permanente del rito de la inauguración y, en una rueda de prensa que sostuvo poco antes a la inauguración de Benedicto XVI, el arzobispo Piero Marini, Maestro de Ceremonias Papal, lo describió como parte de la aplicación a los ritos papales de las reformas litúrgicas hechas tras el Concilio Vaticano II. Por supuesto, un nuevo Papa tendría completa autoridad para alterar este rito de la inauguración, si, por ejemplo, él decide incluir una ceremonia de coronación.


La Plaza y la Basílica de San Pedro durante la Misa Solemne de Inauguración de Benedicto XVI


El Ordo Rituum pro Ministerii Petrini Initio Romae Episcopi que fue aprobado en 2005 no solo contiene el rito de la Misa de Inauguración papal, sino también la misa de entronización del nuevo Papa en la Cathedra Romana (Cátedra Romana), en la Basílica de Letrán, catedral de Roma, que precede en importancia incluso a la basílica vaticana. Los Papas usualmente toman posesión de la Basílica de Letrán unos días después de la inauguración de su pontificado. Benedicto XVI lo hizo el 7 de marzo de 2005. Este rito, conocido en latín como incathedratio, es el último de los rituales que marcan la ascensión de un nuevo Sumo Pontífice.