massobreloslunes: agosto 2012

jueves, 30 de agosto de 2012

SSHP 8: Asturies, qué guapina que yes (o algo así dice por aquí la gente)


 Estoy en el aparcamiento del campo del Sporting. Verídico. ¿No querías bucolismo y naturaleza, Marina? Hale, pues aquí te hayas, a las afueras de un estadio por donde pasan tres coches cada dos segundos. Yo habría buscado algo más apartado, pero Joaquín el asturiano me ha traído aquí, y cualquiera le dice que no a Joaquín. Es un profesor de educación física verborreico e hiperactivo que tiene todas las papeletas para ganarse el título al mayor personaje del SSHP, y mira que hay competencia. Lo confirmaré cuando haya pasado más tiempo con él.

Esta mañana he salido de Polientes después de desayunar. Al levantarme he pillado a Carlos haciéndome un dibujo de despedida como Couchsurfer. “Menos mal que te has despertado”, me ha dicho, “porque después del dibujo no sabía qué poner”. Salgo de la aldea en dirección a la costa cantábrica con la nostalgia renovada. Polientes ha sido una parada muy interesante: un curioso oasis friki en la Cantabria profunda.


El dibujito de Carlos. ¿No es genial?


A partir de Reinosa, el Norte parece haber dicho “aquí estoy yo” y lo ha llenado todo de niebla. Estoy encantada a pesar de no ver un carajo, y conduzco con música siniestra por la autovía de la costa. Paro al llegar a San Vicente de la Barquera porque lo veo muy bonito y porque me apetece comerme uno de los sobaos que, hoy ya por fin, he podido comprar en una tienda del pueblo.

La playa de San Vicente es pequeña y está casi vacía. Me acerco a la orilla sobao en mano a mirar a los surferos. Lo del surf me intriga. En una escala de deportes que me apetecen, donde el diez es escalar y el uno es el curling, el surf no creo que supere el tres. Por una parte tengo prejuicios hacia los surferos y surferas de largos y rubios cabellos que se pasean por la playa con su tabla y su neopreno, mirándonos a los demás por encima del hombro. Por otra parte los surferos dan como mucha lástima. Ahí de pie mirando las olas y esperando a que venga alguna buena. He estado un montón de rato en la playa y he visto coger tres olas a sendos surferos, verídico; todos los demás se han limitado a esperar. 

Bueno, ya vale, que en realidad tampoco tengo nada en contra del surf. Muy probablemente mis mayores problemas sean que soy a) friolera, b) torpe, c) friolera. El caso es que cuando me harto de mirar gente parada en medio del agua, me tumbo boca arriba a reflexionar sobre la playa norteña. Yo no sé si será la acústica, pero juro por Dios que hasta las olas hacen menos ruido que en el sur. Es todo como nostálgico, como si el verano ya hubiera pasado antes de terminar y tú estuvieras poniéndote morriñosa de antemano. Las conversaciones son sosegadas. La gente lee con las camisetas puestas en sus sillas caleteras, o como le llamen aquí a las sillas de playa (¿Concheras? Por La Concha. Es un chiste, lo juro).

Me levanto pronto, porque toda esta tristura de playa norteña me está dando pereza. Que soy de Cádiz y mucho se lo van a tener que currar en el ámbito marítimo para impresionarme. No tengo plan para trepar esta tarde, así que decido tirar para Cangas de Onís, un poco porque sí y otro poco porque me apetece acercarme a los Picos. Y cuando, efectivamente, veo asomar el macizo a mi izquierda, me sobrecoge como cada vez que lo he visto. Qué brutal. Es de estas bellezas que olvidas de una vez para otra. Conduzco hacia Cangas poseída por los doscientos cincuenta tonos de verde que tiene el campo. Pero-cómo-puede-esto-ser-tan-bonito, repito una y otra vez, atontada.

Almuerzo ensalada de garbanzos en un área de descanso cercana a Cangas mientras leo en mi Kindle. No tengo muy claro el plan de la tarde, así que decido tirar haciá Gijón y ya veré qué hago allí. Entonces me llega un whassapp de Pablo, otro contacto asturiano de escalada, que va a trepar cerca de Oviedo con su novia. Estoy a punto de decirle que no, que mejor lo dejamos, porque mientras llego a Oviedo y demás se me va a hacer muy tarde, pero luego recuerdo mi espíritu SSHP de decir sí a la vida y aceptar lo que me ofrece, y recuerdo también que tengo un montón de ganas de escalar, así que voy para allá.

Pablo y Jenna son una de estas parejas que te hacen pensar: vale, os habéis encontrado el uno al otro, menos mal, porque sois lindísimos de principio a fin los dos, así que hacedme el favor de no separaros nunca, seguid siendo así de lindos y demostrad que hay gente buena y criad a miles de chiquillos lindísimos. De verdad: Pablo y Jenna son amor incluso para los estándares del SSHP, que ya están altos. Hay muchas formas distintas de escalar con alguien, y ellos son compañeros capaces de hacerte sentir segura, confiada, relajada y con ganas. Trepamos un poco hasta que se va la luz mientras yo alucino con el paisaje y ellos insisten en que esto es lo más feo que me voy a encontrar en Asturias.
Volvemos a Gijón y tomamos algo en el paseo. De verdad que son lindos estos dos. Qué gente más simpatiquísima. Me han ofrecido volver a trepar el viernes y presentarme a sus colegas si no encuentro gente para escalar el sábado. Viva y bravo.

Cuando se marchan Pablo y Jenna llega Joaquín, que parece el conejito Duracell puesto de anfetas. Ya ha planificado el día de mañana, y sólo he sacado en claro que a) vamos a Cabrales, b) vendrá a despertarme a la furgo tempranito para que nos cunda el día y c) va a traer café. Joaquín es gracioso de verdad. No le entiendo un carajo con el acento asturiano, pero parece entusiasta.

Ahora me voy a dormir, confiando en que el parking del Sporting no sea digamos el punto de reunión entre los camellos y las putas de Gijón. Pero tranquilidad, que hay muchas furgos y caravanas por aquí cerca y confío razonablemente en no morir. De hecho, me preocupa bastante más trepar con Joaquín mañana que dormir aquí esta noche.

Hasta mañana, queridos lectores, y gracias por acompañarme de forma virtual en este viaje al que, por desgracia, ya le va quedando menos (muero de la pena).

miércoles, 29 de agosto de 2012

SSHP 7: Viviendo en modo gatuno


Me despierto en Polientes en medio de un silencio absoluto, en la oscuridad, debajo de dos mantas. Es la segunda noche consecutiva que me levanto con la sensación de haber dormido profundamente, y es cojonudo. De camino al baño me encuentro con que me ha bajado la regla; qué buen rollo lo de no tener sexo, en el sentido de que ni siquiera llevaba la cuenta de cuándo me tocaba para prever posibles hijitos no deseados.

En el salón están Carlos, el andaluz exiliado que me aloja, y Maika, una amiga suya de Jaén que lleva todo el verano trabajando aquí. Los dos están como unas maracas y son alegres de una forma absurda y sanota. Muy jienenses. Bea, una chica que trabaja en el mismo lugar que Carlos y vive arriba, nos saluda por la ventana de la cocina mientras riega su albahaca. “Os espero a las once y cuarto en la puerta”, nos recuerda a Maika y a mí, porque va a llevarnos de ruta por un robledal cercano.

Hace un sol y un calor de flipar. Empiezo a pensar que lo del Norte frío y húmedo es todo propaganda. mientras me asfixio al subir el cortafuegos que da comienzo a la ruta. ¿Estoy mayor? ¿Tengo toda la sangre acumulada en el útero? Caminamos entre robles durante horas y nos hacemos fotos en el interior de un tronco centenario, y le explico a Maika que en Jaca subí a un monte con la cámara y el trípode y me estuve sacando un reportaje mientras la gente me miraba con cara de “qué pobre, no tiene amigos”. 
Bea nos explica la diferencia entre los distintos tipos de roble y Maika persigue a los insectos con su Nikon maldiciendo la falta de macro. Me cuenta que se apuntó a un curso de fotografía, pero que se equivocó y trataba sólo de retratos. “A mí es que me gustan los bichos”, me explica. Yo alucino con eso de que hay gente para todo, porque a mí me fascinan las caras y las mentes de la gente, y que alguien se pueda apasionar por cosas como las hojas de roble o los hemitórax de los insectos me resulta tierno en su frikismo. “Los insectos son tan pequeños y tienen una vida tan grande”, me explica Maika, entusiasmada.

A la vuelta me zambullo en mi camita con mantas a echarme la siesta. Parece que toda mi energía se concentra en eliminar los restos inservibles de sangre uterina. Espléndido. Dos horas de sueño, medio litro de colacao fresquito y un espidifén más tarde soy casi persona. Viene a recogernos Carlos en su furgo para llevarme de ruta por el valle. Valderredible quiere decir algo como “Valle en torno al río Ebro”, y recorremos la carretera escuchando todo el rato el rumor del agua. A mí, como a buena andaluza, lo de que haya agua así corriendo en libertad sin nadie que abra grifos ni que proteste por la sequía me fascina.

Me llevan a un pueblito que parece un belén, con cascadas cayendo en pozas azules como en un cuento de hadas. Luego subimos a unas formaciones rocosas que moldea el deshielo a través de las paredes. Visitamos una ermita rupestre de arenisca y acabamos en una casa abandonada llena de trastos viejos. Yo me alumbro la cara con la linterna del móvil para asustar a Bea. “¿Sabes? - le digo -, yo en realidad empecé mi viaje en invierno. Había neblina y hielo en la carretera, y al tomar una curva me salí... y ahora viajo de Couchsurfing por los pueblos de Cantabria para advertir a la gente”. Bea se ríe, chilla, se queja a Carlos de que “la couchsurfer es siniestra”.

De camino a la furgo, no sé por qué, empezamos a cantar “Bajo el mar”, y resulta que Carlos tiene en el mp3 la mayor recopilación de canciones Disney que he visto en mi vida, así que acabamos chillando en grupo grandes éxitos como “Vaya tiarrón es Gastón” o “El genio genial”. Carlos se sabe todas las canciones a la perfección, incluyendo coros y voces secundarias. Hay algo decididamente tierno en este andaluz flaquito y animalófilo que lleva el peluche de un urogallo en el salpicadero.

Volvemos a casa y Bea se marcha a preparar unas verduras con cuscús que va a invitarnos a comer en su casa. Parece ser que es mi fiesta de despedida y bienvenida. “Despenida... o binvedida”, propongo yo, con mi habitual fanatismo neológico. Corto queso de Arriel en la cocina, preparamos una ensalada y Carlos saca unas patatas fritas jienenses que tiene en reserva en las profundidades de la despensa. Las patatas jienenses están brutales, el cuscús de Bea también, y mientras escuchamos reggae tumbados en el sofá y dejo que la cena se me digiera despacio en el estómago, me digo que esto es bueno. Esto de aceptar la vida tal y como viene, lo que la gente te ofrece generosamente. En los cursos de Vipassana no se permite pagar nada, entre otras cosas porque se supone que eso te predispone a aceptar las condiciones como son, sin esperar nada a cambio de tu dinero. Aquí, en esta casa ajena, bebiendo y comiendo lo que me dan, asistiendo a las visitas que me proponen, viendo los sitios a donde me llevan y cantando lo que me ponen en el coche, me siento un poco así. Capaz de no esperar más de lo que la vida me va dando, que es muchísimo, sin necesidad de esperar, de retener, de ajustar la realidad a mis perspectivas. Teniendo como única misión ser agradecida y generosa a la vez con lo que yo sí puedo dar: queso, alegría, escucha, fregar platos.

Paro un momento de escribir para recalentar la infusión de hierbabuena con miel de brezo que me estoy tomando. En el valle hay un silencio profundo. Carlos y Maika se han acostado hace un rato, e intuyo que Bea también duerme en el piso de arriba. Podría hacer esto mucho tiempo, me digo, esto de viajar. Quiero decir, que tengo ganas de volver a Cádiz, pero no por nada, sino por estar en Cádiz, porque Cádiz me encanta y me gusta estar allí, porque quiero ver a mis pacientes y escalar con mis amigos. Pero no siento todavía esa necesidad de estar en Mi Cama, en Mi Casa, con Mis Cosas; estoy a gusto levantándome en camas ajenas aún sin tener muy claro hacia qué lado tengo que sacar los pies.

Me reafirmo en el convencimiento que tengo últimamente de que lo que hace de la vida algo curioso, divertido y digno de ser vivido, lo que la distingue de ser un puto erial asqueroso y lleno de decepciones, es la gente. Nuestra capacidad de relacionarnos, comunicarnos y sentir con otros. No importa que la gente también pueda ser la parte cabrona. Este viaje no será Jaca, ni las paredes de Vadiello, ni el monte Oroel, ni el barranco de las Peoneras, ni los encadenes, ni los robles, ni el urogallo, ni los sobaos pasiegos, ni la piedra en seco. Este viaje serán Cris, Mauricio, la PK, Antonio, Ro, Erika, Serbal, Lobito, Bloguero/a Misterioso/a, Jorge, Arriel, Aitor, Lucía, Arkaitz, Marta, Ann, Aoiffee, Raquel,Tomás, Carlos, Maika, Bea y los que me queden por conocer. Gente linda que me ha dado sólo por ser yo: tortilla, vino, fajitas, queso, ánimos para escalar, aseguramiento, barrancos, más vino, kilómetros en furgo, pateos, fotos, agua, pan y muchas más cosas.

Hace unos días leí algo sobre los gatos, y cómo van por la vida como si se lo merecieran todo. Yo soy mucho más gatuna que perruna, y algún día expondré detalladamente por qué, pero una de las cosas que me mola de ellos es eso. Ese caminar por la vida conscientes de que ocupan el espacio que necesitan y reclaman, ni más ni menos, y que merecen mimitos, comida, rascadas en la barbilla, calor y cosas buenas sólo por ser bonitos y estar vivos, sin necesidad de hacer nada más que eso. Me gusta ser gatuna y existir digna y agradecida en medio de cuscús, infusiones de brezo y vías de escalada.

¿Por dónde siguen los planes del SSHP?

Mañana planeo levantarme, descargar en mi mp3 todas las canciones Disney de Carlos y tirar millas dirección Asturias. Ya van picando las yemas y es cuestión de volver a escalar. Por allí cuento con Joaquín, un gijonés que acaba de volver de Yosemite y ha prometido llevarme a trepar, así que si da señales de vida antes de la tarde es posible que acabe por alguna de las escuelas de allí mordiendo la pared como una desesperada.

Estos cuatro días que me quedan querría dormir en la furgo. Lo de las camas ajenas mola, pero me apetece amortizar la Dobloneta y despertarme con los pies sucios y el corazón contento. Tengo unas ganas locas de llegar a Asturias. Allí también voy a conocer a Nieves, mi bloguera fotógrafa favorita, a la que voy a intentar arrancar el secreto de su arte y quizá (sólo quizá) unos cuantos culines de sidra.

Lo único que va mal en el viaje es la búsqueda del sobao pasiego hipercalórico. Me voy a encomendar a los dioses viajeros para que mañana pongan unos cuantos en mi camino. Ah, bueno, y lo de la noche de pasión que en teoría me gané a fuerza de perderme por los campos de Conil para buscar a Cris. Pero he llegado a la conclusión de que de un tiempo a esta parte emito unas vibraciones célibes o Celivibraciones que apartan de mi camino a los machos en disposición de dar bambú, así que me resignaré a sublimarlo en la comida y la escalada hasta que cambie el viento.

Me despido y me marcho a dormir en mi cama con sabanitas de franela. Se os quiere.

martes, 28 de agosto de 2012

SSHP 6: Sábanas de franela

Esta mañana, por primera vez en semanas (o quizá meses), he dormido nueve horas del tirón. Con mantita. En medio de una absoluta oscuridad. Al despertar, me ha costado un poco menos orientarme que en días anteriores: sigo en Jaca, mis músculos ya no duelen tanto, hoy me marcho de aquí. Miro la hora: no me puedo creer que sean las diez. Y yo que quería madrugar y salir tempranito. Pero bueno; qué prisa hay. Estoy de vacaciones.

Jorge me dice que él también ha dormido estupendamente. Nos comunicamos los mutuos estados de nuestro estómago: parece ser que los dos nos medio intoxicamos de tragar agua en el barranco (nota mental: añadir razón para no volver a hacer barranquismo jamás) y ayer pasamos el día con la tripa levantada. Compartimos un desayuno de tostadas, café y queso de Arriel en el salón inundado de sol de su piso. Recojo mis cosas, que en cuatro días parecen haberse reproducido por su casa, cargo la furgo y nos despedimos. Jorge me desea suerte, yo le prometo que para cuando nos reencontremos habré aprendido algo de escalada clásica y nos podremos ir por ahí a subir muros espectaculares.

Programo el GPS para Polientes y cojo la carretera. Hace un día tan luminoso que cuando paso junto a Pamplona cualquiera diría que estoy en Marbella. Esto no es El Norte, que me lo han cambiado. Paro a comer en un área de descanso en la frontera entre Navarra y Álava, junto a un riachuelo y una cueva enorme donde en teoría se escala. En la práctica, parece que hoy nadie tiene ganas de freírse en las paredes. Me preparo un poco de puré de patatas para mi estómago chungo, leo un rato en mi ebook a la sombra de los árboles, lavo los platos en el riachuelo frotándolos con arena en plan trampero-jipi-no contaminante.

A partir de Vitoria, el GPS me lleva por carreteras secundarias y estrechas a través de un paisaje que mezcla el norte verde con la Castilla extensa y árida. Me cruzo literalmente con cinco o seis coches en todo el camino. Paro en Oña para comprar algo de comida, porque no me fío del tamaño de los pueblos que me quedan hasta Polientes. Recuerdo cuando estuvimos de campamento con los scouts por la zona de Burgos. Habíamos programado una ruta calculando las compras de comida en función de los pueblos que aparecían en el mapa. Cuando nos dimos cuenta de que en Burgos un pueblo equivalía a tres casas y una vaca, ya era demasiado tarde y tuvimos que pasar una semana comiendo arroz blanco.

Oña es un pueblo bastante animado con un monasterio gigante que ni de coña me apetece visitar. El día sigue absurdamente azul, y los paisanos se agrupan en las terrazas con cara desconcertada. Yo voy tienda por tienda recolectando comestibles: jamón y morcilla en la charcutería, aceite y leche en el súper, media barra de pan en la panadería. Entonces paso junto a una plaza con una fuente que queda justo en medio de un chorro de sol. A un lado, en el suelo, se ha sentado una niña de unos trece años, con cuerpo patilargo de adolescente y un rostro extraño, casi ido. Se ha remangado la falda sobre los muslos y se los moja con agua de la fuente. Me quedo mirándola, echando de menos la cámara y preguntándome qué piensa mientras se moja las piernas al sol, qué es de su vida, a quién espera.

En general, si miras la vida con la suficiente atención, te das cuenta de que todo el mundo tiene un pequeña o gran preocupación, lo que no es más que una forma distinta de decir que todo el mundo tiene su pequeña o gran historia. Cuando viajas lo percibes todavía con más potencia. Qué lleno está el mundo de personitas, y qué importantes y triviales son todas. También es fácil darse cuenta de que el dolor está muy cerca en casi todo el mundo: que lo que marca la frontera entre no conocer y conocer a alguien es darte cuenta de que, como todos, está roto en alguna parte. Esto voy pensando yo mientras camino por Oña, y me pregunto si no será un requisito para ser un buen escritor o un buen psicólogo: reconocer la dignidad y la belleza de todas las historias, reconocer y rendirse ante la presencia del dolor.

Sigo camino hacia Polientes. Conduzco fascinada y tranquila por las carreteritas del norte de Castilla; está claro que lo que hace estresante conducir es el hecho molesto de tener que compartir la carretera con más coches. Carlos, el chico que me aloja, me ha advertido de que Valderredible, el valle donde está su pueblo, no es la típica zona verde norteña que yo tengo asociada en mi cabeza a Cantabria, así que a medida que me acerco y el paisaje sigue plano y amarillo, me resigno a que el norte me siga escamoteando el verde. Pero de repente en un cartelito pone "Cantabria", el camino gira hacia la izquierda y aparece un valle encantador con el Ebro al fondo, lleno de vegetación, bosquecitos y campos de cultivo. ¡Pero qué bonito es esto!, exclamo en voz alta. Paro la furgo en un merendero junto al río y me preparo un bocadillo de jamón y dos colacaos, dos (pero sólo porque las tazas de mi furgo son muy pequeñas. En serio).

A las ocho y media aparece Carlos en una furgo blanca. Viene de hacer surf en Asturias y es encantador de principio a fin. Vive en un piso grande y destartalado en el único edificio de Polientes que alquila habitaciones, y enseguida me instala en un cuarto de camas gemelas y me deja meter mi comida en su nevera. Nos reunimos en el salón con otras dos amigas suyas. Parecen gente linda, gente sana que estudió medioambientales y ama cosas raras, como los animales o las cortezas de los árboles. A mí me entra una nostalgia tonta de Jaca, que al lado de Polientes parece Nueva York, pero enseguida me fascino por la Cantabria profunda y me engancho a leer los cómics que Carlos dibuja en las tarde de invierno.

Ahora estoy sentada en la cama, que acabo de hacer con las sábanas de franela que me ha prestado Carlos. Sábanas de franela. Qué arte. Me imagino poniendo sábanas de franela en Agosto en Cádiz y me pica el cuerpo. Estoy instalada en la habitación de los deportes: el cuarto donde Carlos guarda la bici, la tabla de surf, los cascos de bici, los pies de gato, y una vez más me sorprende esta constatación de la de vidas que hay en el mundo y la extraña presencia que tienen las cosas cuando sus dueños no están.

Y sin más me despido, que mañana me llevan a una ruta hacia un bosque de ¿hayedos? ¿robles? No lo tengo claro. Mi amor por la naturaleza es inversamente proporcional a mi interés por sus detalles teóricos. Sed felices. Viajar es bonito. Se ven más cosas, se vive más, todo se amplía y el tiempo se extiende en tu mente por el benéfico efecto de la dopamina cerebral. Viajad, viajad, malditos. Y contadlo luego.

lunes, 27 de agosto de 2012

SSHP 5: Recordadme que la próxima vez que me ofrezcan hacer un barranco me niegue en redondo

Me despierto en mi cama de Jaca y compruebo constantes vitales. La respuesta de mi cuerpo es clara. Dolor. Voy probando músculo por músculo. ¿Gemelos? Dolor. ¿Cuádriceps? Dolor. ¿Bíceps, tríceps, dorsales? Dolor, dolor, dolor. Yo que ya pensaba que este pobre cuerpo mío se estaba acostumbrando a recuperar rápido, y me encuentro en una de esas resacas deportivas horribles que ya hacía tiempo que no vivía.

Me paso toda la mañana sin poder moverme. Verídico. Nivel no querer abrocharme el sujetador. Jorge me dice de ir a escalar esta tarde, y lo peor es que todavía tengo el valor de pensármelo. ¿Escalar, Marina? Seamos objetivos: no puedes andar, así que resígnate a descansar hoy. El resto de la mañana transcurre en medio de objetivos concretos y pequeños: paracetamol. Agua. Dormir.

Por la tarde recupero parecialmente las ganas de vivir y voy a visitar la quesería de la familia de Arriel, el compañero de piso de Jorge. Nos enseña las instalaciones y el obrador y nos da a probar el queso. Las ocas que compraron para hacer foie siguen vivas porque les dieron pena, y amenazan con alas abiertas y chillidos salvajes a cualquiera que ose acercarse a ellas. A Arriel le gusta el trabajo y se le nota; "ojalá no me gustara, porque así huiría de aquí", dice justo antes de explicar, encantado, cómo su madre y él charlan de las cosas del día mientras rellenan los moldes de queso antes de meterlos en la prensa.

Mañana me marcho de Jaca en dirección a Polientes, en Valderredible, al sur de Cantabria. Me da penita irme, porque es curioso lo poco que se tarda en habituarse a un sitio y a una gente. Un viaje es una buena metáfora de la vida: gente que llega y que se va, conocer y encariñarte con algo y perderlo justo después. Vivir muy consciente el presente porque sabes que nunca va a ser lo mismo que esto: nunca vas a vivir de nuevo la experiencia de llegar aquí sin conocer a nadie y que te traten bien porque sí, que te lleven a escalar, que te den las llaves de una casa. Hoy he leído que la vida no va de merecerse, sino de permitir. Permitir que te pasen cosas buenas: el amor, la amistad y la generosidad. Creo que a mi autosuficiencia esta generosidad tan gratuita del couchsurfing le está sentando bien. Es como un bálsamo que te ofrezcan cosas sin esperar más que los mínimos.

De todas formas, me apetece seguir viaje. Mañana la Dobloneta y yo saldremos temprano en dirección a Cantabria. Mis planes cántabros se vertebran sospechosamente en torno a buscar y consumir la mayor cantidad posible de sobaos pasiegos. Sobaos que rezumen mantequilla. Sobaos que pesen en mis manos como diciendo: aquí estoy, soy una bomba calórica, ven a mí. Y entre sobao y sobao, quizá dar algún paseíto y demás. Allí me alojaré con Carlos, un andaluz exiliado que sale los fines de semana a buscar y fotografiar animales.

Seguimos informando. Me da la impresión de que las agujetas causadas por la parte Hill del proyecto se están cargando la calidad literaria de la parte Steinbeck, pero qué le vamos a hacer.

domingo, 26 de agosto de 2012

SSHP4: Arkaitz y las sardinas picantes

Son las cuatro de la tarde y Jorge, Arkaitz y vamos en furgo después de salir de hacer barranquismo en Las Peoneras, en la sierra de Guara. Llevo despierta desde las seis y dando trechas por las rocas desde las nueve, así que estoy básicamente que no puedo con mi vida. El estado de mi estómago podría definirse  como "tengo un hueco aquí".

Arkaiz es un vasco con ojos de abuelo y sonrisa de niño que nos ha hecho de guía por el barranco. Tiene una tranquilidad pastoril, de esta que parece que sólo puedes adquirir si te pasas la infancia en un caserío y la edad adulta siendo guía de montaña. Ahora nos vamos los tres a trepar, pero antes barajamos la posibilidad de hacernos unos bocatas. Me parece bien, porque creo que mis reservas calóricas de una semana se las ha tragado el barranco.

Paramos en una gasolinera para comprar pan, nos sentamos en el bordillo y Jorge saca unas cuantas latas de sardina, un tarro de foie gras y una navaja. Arkaitz trae una cocacola y empezamos a comer con entusiasmo. "Qué rico", dice Arkaitz mientras saca las sardinas picantes con las manos. Se está comiendo la lata como si fuera la primera persona en la tierra que ha comido sardinas, o como si le hubieran servido un plato de diseño en el Bulli.

Nos ha contado hace un rato que en 2006 se cayó bajando una vía porque al que se aseguraba se le terminó la cuerda. Se precipitó desde unos 13 metros y se partió el coxis, una vértebra, los calcáneos y no sé qué otras cosas. Dice, sin embargo, que empezó a estar contento desde el mismo momento en que se dio cuenta de que podía mover y sentir los pies. Mientras caía, explica, le dio tiempo a pensar que se iba a reventar por dentro, que se quedaría paralítico y no podría volver a trepar ni a hacer montaña. En el hospital, mientras se recuperaba, se sentía feliz.

Podría pensarse que a partir del accidente Arkaitz fue capaz de saborear la vida como está saboreando ahora mismo las sardinas en lata, pero no lo creo. Opino que él ya era así antes, y que si cuando se cayó le dio por alegrarse en vez de por pensar en la putada que es romperse todos esos huesos, es porque lo llevaba de serie: mirar el lado bueno, agarrarse a la parte viva. Eso pienso mientras le veo saborear un cortado de máquina con entusiasmo mientras nos mira y dice, muy serio: "de verdad, que esto es un buen café":

Cuando terminamos de trepar y volvemos a Jaca, yo estoy tan cansada que ni siquiera tengo claro si respiro. Apoyo la cabeza en la ventanilla y me adormilo mientras escucho cómo Jorge y Arkaitz charlan tranquilamente y con muchas eses sobre conocidos comunes y cómo les va a cada uno. Hay algo reconfortante en esta serenidad norteña. A medida que cruzamos el puerto de Monrepós y los Pirineos aparecen al fondo, Arkaitz puntea la conversación con exclamaciones de asombro. Señala las montañas, las llama por su nombre y habla de lo bonito que es el color del cielo, como si fuera la primera vez, y no la enésima, que cruza ese puerto.

Estoy en una nube de "todo esto es tan genial". Podría ponerme friki y decir que viajar escalando es muy guay: que ciertos rituales, maneras, lenguaje y espíritu parecen ser comunes en todas partes y crean un vínculo especial a través de la cuerda. Podría hablar de lo bonito de los viajes compartidos, los sofás ofrecidos y, en general, la amable solidaridad que permanece a pesar (o quizá a causa de) esta crisis asquerosa. Pero si me tengo que quedar con algo hoy es con el entusiasmo de Arkaitz por los montes que conoce, los barrancos que ha hecho mil veces y las sardinas picantes. Porque aunque piense que le viene de fábrica, no deja de tener mucho mérito.

sábado, 25 de agosto de 2012

SSHP 3: De donde no hay...

... mmmm.... he tenido una... una cena mexicana o parecido... con ¡¡fajitas!! Fajitas de morcilla. El norte es raro. Y... vino, había vino, seguro, y esta mañana he subido un monte aaaaalto aaaaalto y por la tarde he estado escalando en un sitio con... ¡con un arroyo! Flipa. Y la gente decía que hacía calor. Nononono, perdona, calor es tener que meterte en una acequia para no morir. Y mañana voy a hacer un barranco y... no estoy para hacer barrancos, francamente, pero.... todo es fluir. ¡Y después a Rodellar! Qué fuerte. La gente del norte es muy maja. Graciosa. He aprendido una expresión nueva: "fornicio intersectorial". La gente del norte tiene el mismo plomillazo que los del sur.

 Creo que he tomado demasiado vino.

El SSHP mola diez mil.

viernes, 24 de agosto de 2012

SSHP 2: Serbal, Lobito y el picnic del frisbee

Me despierta la PK en Chamberí poco antes de irse a currar. Se te nota un montón la marca del bikini, cabrona, me dice mirándome dormitar sobre la cama gigante de la habitación Virginiawolfiana. ¿Te caliento pan? Qué genial, pienso, me recuerda a cuando vivimos juntas. Está tan mayor y tan guapa con su falda castaña y una camiseta de rayitas en tonos azules. Me despierto, desayuno con ella y le compongo un mínimo de dos odas con la música de "Amigos para siempre", de Los Manolos, mientras gruñe mitad avergonzada y mitad (sospecho) contenta de tenerme cerca.

A las once he quedado en la calle Ferraz con Serbal y Lobito, mis dos pasajeros de hoy. Son sus nicks de la web de compartir coche, obvio, pero me encantan los nombres, y desde que ella me los escribió yo les llamo así en mi mente: Serbal y Lobito. Serbal es alta y guapísima: camina sobre sus chanclas moviendo con suavidad una falda de colores y me mira desde detrás de unos ojos dulces y pelín tristes. Lobito tiene cinco años y medio y observa la furgo medio hosco debajo de su pelo castaño. Beltza, la perra de los dos, se acomoda rápido en la parte trasera y emprendemos el viaje.

Serbal y Lobito marchan a una granja del Pirineo a cambiar trabajo por comida y alojamiento. "Llevo dos años dormida y he despertado en primavera", me explica Serbal. Desde el asiento de detrás, Lobito interrumpe la conversación con un ritmo sincopado de "tengo calor-estoy mareado-me aburro-quiero parar". Pide comida dulce y llora a ratos. En menos de doscientos kilómetros he averiguado que Lobito, igual que yo, tiene un problema con los helados, así que le prometo uno gigante de chocolate blanco en cuanto lleguemos a Zaragoza si es capaz de no pedir paradas más de una vez cada hora. Lo voy sobornando poquito a poco con bizcochitos All Bran, música variada y refuerzo positivo, y así hacemos  las tres primeras horas de camino mientras nos vamos contando las vidas.

Serbal es dulce a morir, o a lo mejor es que a mí esto del acento del norte me puede. Me cuenta que en realidad no sabe cuánto tiempo se quedará en la granja o si les irá bien. Está un poco nerviosa, confiesa, pero contenta de haberse puesto por fin en movimiento. "En Madrid me estaba mustiando", dice. Apunta en una libretita algunas de las cosas de las que hablamos: la página de couchsurfing, la dirección de mi blog, Spotify. Es como si llevara mucho tiempo encerrada y ahora tuviera que acostumbrarse de nuevo a ver el mundo.

Llegamos a Zaragoza en medio de un sol de justicia. Allí he quedado con bloguero/a-misterioso/a-cuya-identidad-secreta-no-puedo-desvelar y, por lo mismo, no puedo dar muchos detalles. Sólo diré que disfruto de buena comida y buena charla junto a la basílica del Pilar, y que para cuando terminamos encuentro a Serbal y a Lobito zambullidos en una de las fuentes públicas que hay en la plaza. Le saco fotos al enano, que gatea encantado en gayumbos en el estanque y caminamos los cuatro (cinco, si contamos a Beltza) en dirección a la furgo para seguir viaje. Serbal es de estas personas que puede ser elegante en chanclas, con una falda de colores y una camiseta de algodón: camina cimbreando despacio las caderas, asentando bien cada pie que pone en el mundo, sonriendo al sol.

Continuamos hacia Huesca, y cuando se perfilan al fondo los Pirineos yo empiezo a emocionarme. Carreteras de montaña, picos gigantes en el horizonte y yo de nuevo sobrecogida por ese miedo a que algo pueda ser tan grande y tan indiferente a mi pequeña vida. Serbal y Lobito se quedan en Sabiñánigo. Allí el amigo que ha venido a recogerles me regala tomates ecológicos y me invita a colacao mientras me explica la rivalidad entre Huesca y Zaragoza, y que a los de Huesca se les llama Almendraleros, o algo parecido. Serbal le pregunta por el trabajo de la granja y su amigo le explica algo sobre vigilar cabras con espíritu pirenaico. Lobito señala entusiasmado a unas gallinas. "Marina", me dice, "¿has visto a esas pitas?". Me da la impresión de que va a ser feliz en su nueva vida de niño campestre, aunque mientas le veo comer el segundo helado del día me pregunto cómo va a llevar lo de sobrevivir sin Magnum Doble Chocolate. "Algunos helados dan ganas de saltar", me dice, mientras bota contento alrededor de nuestra mesa.

Cuando veo marchar a Serbal y a Lobito se me encoge un poco el corazón. No sé, hay algo trágico en ellos, algo que da muchas ganas de protegerles y llevarles con cuidado igual que les he llevado en la furgo desde Madrid. Les deseo mucha suerte y me da penita verdadera ver cómo se van. Después llamo a Jorge, mi anfitrión en Jaca, para que me explique cómo localizarle y me subo otra vez en la furgo. Últimamente mi vida es un bucle de meter la primera una y otra vez.

Doy un par de vueltas por Jaca, que está muy animado porque hoy ha llegado la vuelta ciclista, y por fin localizo a Jorge y a sus amigos, que juegan un partido de frisbee al final de un parque enorme. Aquí a lo mejor ha llegado el momento de explicar lo que es el couchsurfing y cómo exactamente me lo voy a montar en estos días norteños. Couchsurfing.org es una página para viajeros donde gente de todo el mundo se inscribe para viajar y ofrecer alojamiento y contacto en sus ciudades. En función de tus gustos y tu disponibilidad puedes ofrecer sofá, compañía, un café o lo que te apetezca. Cuando decidí que me iba al norte cayera quien cayese, busqué a gente en couchsurfing desde Picos de Europa hasta Pirineos en cuyo perfil apareciera la palabra climbing, y me dediqué a explicarles que quería escalar, que traía equipo, furgo y ganas, y que lo único que necesitaba era alguien que me enseñara las escuelas y se ofreciera a asegurar. La respuesta fue increíblemente generosa, y al final conseguí perfilar un plan de viaje que empieza hoy en Jaca y que ya he dicho que os iré desvelando a medida que transcurre.

Mientras Jorge termina el partido de frisbee, yo paseo por el parque, miro los montes e intento imaginarme cómo será vivir aquí siempre, cuando en invierno sople el viento frío a través de los árboles y a estas horas la gente esté metida en sus casas con la chimenea (o la calefacción) encendidas. Cuando regreso han terminado de jugar y en cero coma han montado un picnic de veinte notas multiculturales encima de un par de alfombras. Hay cinco tipos de tortilla, un par de tabouleh, un postre irlandés hecho de cereales y chocolate fundido, una cosa llamada pan de pera que a mí me sabe un poco a morcilla. Ofrezco el jerez dulce que he traído de Cádiz y Jorge y yo nos lo vamos pimplando mientras hablamos de escalada. Antes de darme cuenta ya he confesado mis niveles de frikismo (tipo tengo la biografía de Lynn Hill o tipo este viaje se llama el Summer Steinbeck-Hill Project). Jorge asiente y sonríe bastante; no sé si le he caído bien o es el jerez.

Ahora estoy en su piso, en la habitación que tiene para invitados, intentando que la brisa que se cuela por la ventana refresque el aire. Aquí también está haciendo más calor que en mucho tiempo, y parece que no puedo escapar de los áticos recalentados. Le he explicado que tengo que escribir al final de cada jornada, y también que quiero enseñarle mi relato sobre un podólogo, ya que él trabaja en eso. Por cierto, que también he podido preguntarle qué coño motiva a una persona para querer pasarse la vida mirando pies; la respuesta es compleja e interesante, pero me la guardo para dejaros con la intriga y que tengáis que buscar a vuestro propio podólogo.

Este viaje está siendo terriblemente genial y divertido y sólo llevo dos días. Me preocupa. No tengo ni idea de qué vamos a hacer mañana, ni me importa. Creo que Jorge anda dándole vueltas a ver a dónde se lleva a trepar a la gaditana zumbada fanática esta que lleva una foto de Lynn Hill como salvapantallas del móvil. A ver qué pasa.

Y me voy a dormir sumamente feliz y dejándome fluir con las cosas divertidas y sorprendentes que tiene el mundo. Ya os contaré mañana. Sed felices y disfrutad de esta cosa bonita llamada vida.

jueves, 23 de agosto de 2012

SSHP 1: La tatuadora enamorada y el fluflú de invitados

Me suena el movil a las seis de la mañana. He dormido en ciclos sucesivos de despertarme muerta de calor-poner el aire-despertarme muerta de frío-quitar el aire, y me despierto sintiendo una mezcla entre sueño, resaca y entusiasmo ridículo. Mi casa parece Hiroshima. Ayer me dediqué a dar vueltas por la Bahía pagando las compras del viaje con monedas de dos euros autorrobadas de la hucha que me regaló mi padre, y cuando llegó el momento de hacer el equipaje me había convertido en un manojo inservible de sueño y hambre. Me cociné los restos que encontré en la nevera y me eché a dormir con todo por medio y sin mucho cargo de conciencia. Es mi viaje y me lo follo cuando quiero.

Pero no es exactamente así, porque he quedado a las ocho en Chiclana para recoger a una pasajera con la que voy a compartir coche. Me lo sugirió mi hermano y me pareció una buena idea desde el principio, sobre todo cuando hice el cálculo de cuánto iba a gastar en gasolina si pretendía cruzarme España con la furgo. A las nueve y media, en teoría, deberíamos llegar a Sevilla para recoger al segundo pasajero, que además se ha ofrecido para turnarse conduciendo.

Salgo tarde, como siempre, pero estoy tan contenta de hallarme ya en camino que ni me importa. Enfilo la autovía camino de Chiclana. La zona entre Chiclana y Conil está poblada de asentamientos dispersos, y cuando intento localizar los sitios por aquí es como una versión sólo un poco menos amenazante de "Carretera Perdida". Cris, la pasajera de Chiclana, es una madrileña que me llamó ayer por la tarde explicándome que no tenía forma de llegar hasta San Fernando tan temprano. "Tú tranquila - le dije -, que yo te recojo". Desde que empecé a preparar en serio el SSHP no quiero más que generar buen karma. Como iré desvelando en los próximos días, el proyecto se basa en gran medida en la buena voluntad ajena, así que estoy dispuesta a ponerlo todo de mi parte para devolver generosidad al universo.

Doy vueltas por Chiclana mientras amanece despacio detrás de los campos. La neblina cubre un sol de un amarillo apagado y yo disfruto de la novedad de no tener que poner el aire. Cuando, después de unas cuantas vueltas, llego a la venta donde habíamos quedado, me reciben un chico con rastas y cara de buena persona y una chica alta y pálida con el cuerpo lleno de tatuajes. Ella coloca la mochila en la furgo y, mientras escribo al chico de Sevilla para avisarle de que llegaremos tarde, se come al chaval a besos en la puerta del bar. Hay algo muy tierno en los besos, algo mucho más cariñoso que apasionado, y yo no sé si mirar a otro lado o negarme a ser el volante ejecutor que separe a estos dos chicos tan lindos. En el porche de la venta, unos cuantos hombres mayores toman café y observan el paisaje quieto, mientras la luz de Cádiz va tiñendo el campo del resplandor hiperrealista que me enamora.

Cogemos la carretera que cruza los cultivos. El chico nos sigue en un ciclomotor, y Cris asoma medio cuerpo con la ventanilla mientras le dice adiós con la mano. "Vaya disgusto que tengo", susurra cuando perdemos de vista al chaval, y después empieza a llorar mientras me explica que ella en realidad es una chica dura y fría y sin sentimientos, pero que ahora mismo lo siente muchísimo pero no puede hacer otra cosa.

La historia es de best seller. Se conocieron porque ella, que es tatuadora, entró en el estudio de él, que también es tatuador, cuando estaba pasando unos días en Conil con unas amigas. Se encantaron, ella volvió a Madrid, después regresó a pasar cinco días y ya lleva allí quince. No se quiere ir. Llegó siendo una urbanita escéptica y ahora llora campo a través mientras me explica cómo es la casa del chico, la máquina que ha inventado para destilar el agua, los jabones que fabrica y su costumbre de llevarla por ahí a ver atardeceres y estrellas. Cris ya odia Madrid, la ciudad y todo lo que no tenga que ver con el chico de las rastas y con su corazón atrapado en los campitos de Conil.

Tardamos unos veinte kilómetros en empezar a filosofar de la vida y del amor, y yo empleo todo mi kamizakismo sentimental en animarla. Que es muy difícil esto que te ha pasado, le explico. Enamorarte, que se enamoren de ti y que ambas cosas pasen con la misma persona. Encontrar esta magia pequeña pero potente que te ha sucedido en Cádiz. Esto que te ha cambiado. Que te tomes tu tiempo, claro, pero joder, que de verdad, yo lo daría todo si me pasara algo así. "El día que te encuentre en el camino/ yo dejo todas mis cosas, me quedo contigo", cantaba un tipo al que vi hace unos meses en Youtube. Y es así, de verdad: el día que Te encuentre, lo juro, yo me paro, dejo mis cosas, me quedo contigo. Porque para todo lo demás hay sustitutos, Cris, de verdad: que me lo digan a mí, que me voy sola a escalar y a viajar tirando de Internet y de la buena voluntad de la peña, que trabajo y escribo y vivo como quiero. Pero un ser así no te lo puedes inventar. No puedes escribirlo de la nada, ni moldearlo con arcilla ni diseñarlo por ordenador. Te tiene que pasar, y si te pasa hay que ser agradecido.

Sólo llevamos una hora de viaje y la cosa ya se está poniendo intensa, así que agradecemos que se incorpore Mauricio, el tercer pasajero. Adaptamos la conversación, que imagino que el chaval estará flipando al entrar a las diez de la mañana en un coche cargado de confesiones femeninas, feromonas y resaca emocional. Los tres conectamos bien. Mauricio es desarrollador de videojuegos y me explica cómo eran los frikis antes de que existiese Internet: una tribu que intercambiaba disquetes vía correo y que cubría los sellos con papel celo para poder quitarle después el matasellos con salivilla y reutilizarlos.

Nos coordinamos como una pequeña familia transitoria. Cris duerme a ratos en el asiento trasero y Mauricio conduce un par de horas mientras yo saco fotos con la réflex. Charlamos sobre cooperación, democratización de la cultura, trueques, huertos ecológicos, micromecenazgo. Mauricio está lleno de una fe pragmática en que esta época es un nuevo Renacimiento. Éste también es su primer viaje compartido y va encantado; "me van a faltar estrellitas para valoraros positivamente en la web", me explica.

Para cuando llegamos a Madrid, Cris se ha ofrecido a acompañarme a mirar pies de gato cerca de su casa, Mauricio me llama "comerrocas" y quiere presentarme a amigos que escalan y los tres hemos sucumbido al típico síndrome post-experiencia compartida de "jo-ahora-me-da-pena-que-nos-separemos". Así que aterrizamos en Lavapies, aparco la furgo y esperamos en casa de Cris a que se limpie el tatuaje que su amor chiclanero le hizo llorando ayer. Le extiendo el Bepanthol con suavidad mientras sus gatas nos observan desde el suelo del piso, bebemos algo de agua fría frente al ventilador y salimos en dirección a la calle del Rastro. Allí visitamos varias tiendas de montaña, y al final consigo unos gatos interesantes por muy buen precio mientras me aterrorizo pensando en el porcentaje de sueldo que se me va a quedar el año que viene en estas calles. Volvemos despacio hacia mi furgo y antes de llegar compramos helado para los tres. "No es de Donetes, pero no está mal, ¿no?", dice Mauricio, porque lleva escuchándome hablar del helado de Donetes desde Mérida.


Mía y Musa, las gatas de Cris

Nos despedimos con penalegría: dícese del sentimiento de pena porque se acaba un rato bueno con gente linda, alegría porque algo ha salido bien. Mientras cruzamos la plaza de Lavapiés, Cris me explica que ayer estuvo a punto de coger un autobús para Madrid, pero que decidió que si encontraba a alguien que la trajera en coche, se quedaba una noche más. "Así que gracias por una noche más", me dice, "ha sido un gran favor, has hecho buen karma". Yo levanto la vista al cielo: "es decir, que el Destino me debe una noche de amor en este viaje, ¿no? Al menos una". Cris y Mauricio están de acuerdo: ya hemos decidido los tres que, por lo menos hoy, el destino está de nuestra parte.

Después de casi morir conduciendo por las calles de Madrid, llego a casa de la PK. Allí es todo pues... como estar con la PK, que es genial de principio a fin. Nos alimentamos exclusivamente de vino y brownies de chocolate, jugamos al bingo, bailamos sevillanas, encadenamos chorradas que muy probablemente no le harían gracia a nadie más. Me lleva encantada a la cocina y me enseña el bote de spray con agua fría que guarda para las noches madrileñas. Después saca otro: "es el fluflú de invitados y es para ti", me explica. Doy palmitas, entusiasmada, y pasamos el resto de la noche flufluseándonos alternativamente.

Ahora estoy escribiendo en la habitación de la abuela de la PK, que podría ser perfectamente la habitación propia de la que hablaba Virginia Woolf. Es enorme y tiene una cómoda, una mesa camilla y un armario más grande que mi casa. La PK ha gruñido un poco cuando me he retirado a escribir, pero le he explicado que TENGO que escribir hoy, que es parte del proyecto. Me apetece contar este día. Ha sido un buen día. Así que insisto y me siento aquí, frente al enorme armario de espejos, a teclear deprisa y con sueño. Barajo la idea de servirme una última copa de vino, pero mañana hay que conducir de nuevo.

 Dándome al fluflú en mi habitación Virginiawolfense

El SSHP ha empezado estupendamente. Con su parte Hill (comprar gatos y acariciar embelesada el material de montaña) y su parte Steinbeck (ahora), con gente linda, helados, vino, risa y baile. Va, Jesusito, con que se mantenga así me conformo. Hasta te puedo perdonar el asunto de esa noche de pasión que me debes.

Mañana más, pero no mejor.

Nota: estoy sacando fotos medio decentes con la réflex, pero tendréis que esperar al final del viaje para que las suba.

martes, 21 de agosto de 2012

Norte

Jo. Alguien debería decirte lo mona que eres mientras aún eres mona.


De vuelta en Cádiz. Entro por la puerta del ZAL* después de un viaje en coche lento y ahorrativo y me sorprende el orden. ¿Estaré mutando a una adulta responsable que recoge su casa antes de marchar de viaje? ¿Se deberá todo a la autolimpiabilidad del Zulo? Me resulta extraño y genial estar otra vez aquí, que todas estas cosas sean mías y que nadie vaya a venir a interrumpirme. Recupero despacio a la Marina adulta a la que últimamente llaman "señora" por defecto.

Ahora estoy sentada con el aire acondicionado a tope, un par de velas encendidas y una botella de Comportillo a medias sobre el escritorio, así que reina un cierto ambiente satánico-alcohólico la mar de estimulante. ¿Por qué el vino? Pues por qué no, digo yo. Sobre todo, teniendo en cuenta que me he puesto perdida asesinando el corcho con un cuchillo porque tengo el sacacorhcos en la furgo. No me apetece escribir sobre nada porque estoy demasiado distraida con el SSHP; quiero coger ya el coche y tirar millas. El norte (El Norte) siempre ha tenido para mí una cualidad mágica. Lo conocí con los scouts, y nunca olvidaré la primera vez que viajamos a Asturias y amanecí en el autobús observando incrédula los prados a través de la ventanilla. Era como un anuncio de Central Lechera Asturiana. Mi infancia de niña andaluza que no tiene zapatos impermeables y asume el sol como una presencia segura se veía sacudida una vez al año por esos viajes al territorio del verde, de las vacas, de la gente que preguntaba de dónde éramos en cuanto nos escuchaba el acento.

No sé si sería capaz de vivir en El Norte o, si me apuras, en cualquier sitio de Despeñaperros hacia arriba. Quiero creer que sí: me calzaría las botas de Gore-Tex de modo permanente y me dedicaría a olfatear los prados y a patear las montañas. ¿Os he contado que la primera vez que besé a un chico fue en Asturias? Habíamos terminado la ruta del Cares y cnocí a un madrileño con los ojos azules y un colmillo torcido, que me eligió de entre todas mis amigas para darnos el lotazo sobre una caseta de electricidad. Se escuchaba el sonido del río y nos chocaban los dientes al besarnos, y me toqueteó con cierta gracia el broche de mi sujetador simbólico.

A pesar de que me confieso adicta a la sobredosis de luz gaditana, a los asombrosos matojos que resisten a la sequía y a las grandes planicies inundadas de agua, creo que necesito mi ración anual de Norte. Llego allí y doy palmitas entusiasmada observando los ríos, las extensiones de verde y la sensación de que hay algo por encima de ti: una naturaleza más impredecible y poderosa que la que tenemos aquí abajo.

Cuando viajamos a Cantabria hace unos años, J. y yo quisimos hacer una ruta a pie por el parque natural de Saja-Besaya. A J. el campo se la pela mortal, pero yo ya entonces echaba de menos el pateo y el olor a hierba, así que nos plantamos nuestras botas, metimos unas cuantas barras de muesli en la mochila y empezamos a caminar. No sé cómo nos pasamos el comienzo de la senda que marcaba la verdadera ruta, pero a medida que subíamos y cada vez había más vacas, más niebla y menos árboles, los dos empezamos a inquietarnos un poco. A las malas volvemos por donde hemos venido, decía yo. Nos dimos la vuelta, de hecho, y cuando nos quedaba poco para llegar al coche nos topamos con el comienzo de la senda correcta. Diez kilómetros, ponía. Eso se hace en dos horas largas, calculé muy puesta, así que todavía nos da tiempo.

De aquel paseo recuerdo cierto ambiente de proyecto de la bruja de Blair a medida que el sendero se internaba entre los árboles y la tarde caía despacio en medio de la niebla. No es que tuviera miedo-miedo, porque el camino estaba bastante claro y la opción de volver siempre permanecía pero, a medida que caminábamos más y más, cada vez me parecía más terrible tener que dar la vuelta, y la idea de la noche cayendo sobre nuestros cuerpos poco protegidos me asustaba. A veces teníamos que apartarnos del sendero porque estaba lleno de vacas o de caballos, y de vez en cuando algún animal salvaje de cuyo nombre no puedo acordarme (¿venados? ¿corzos?) cruzaba veloz el camino entre nuestros "ahs" asombrados.

Al final llegamos a una casa donde un mastín cántabro de 90 kilos casi nos asesina. De aquella excursión, que no fue nada del otro mundo, se me quedó esa inquietud de no controlar del todo lo que te rodea y de darte cuenta de lo lejos que estás de lo conocido. También me admiró la forma en que J. se tragó su miedo para cogerme de la mano y decirme que estuviera tranquila, que no iba a pasar nada.

Pensaba explicar con más detalle mis planes sobre el SSHP, pero creo que lo voy a ir contando a medida que suceda. Así es más emocionante. Sobre los preparativos diré que están siendo más bien cutres. Esta tarde la he pasado nadando en la piscina de Cortadura y dando vueltas desconcertada por el Carrefour, tratando de recordar qué coño había ido yo a comprar allí. Me planteo si ingresar mi hucha de monedas de dos euros o acarrearla conmigo en la furgo como reserva de emergencia. He de comprarme unos pies de gato nuevos en algún punto de la ruta, ya que los míos han decidido quedarse sin puntera, así que busco por internet compañeros de coche para ahorrar en gasolina y poder gastar en material de montaña. Todo un poco anárquico, francamente.

De momento, anticipo que la primera parada es el barrio de Chamberí y la casa de la PK. Pocas formas mejores se me ocurren para empezar un viaje que pasando una noche con una de mis personas favoritas. Beberemos vino, comeremos algo con rúcula y nos echaremos fluflú de agua fría a media noche para aguantar el calor madrileño. Hablaremos, nos reiremos y nos resarciremos de la extrañeza física de pasar tanto tiempo sin vernos. El jueves saldré a una hora indeterminada camino de Jaca, en el Pirineo aragonés. Digo Pirineo y me da saltitos el estómago, verídico. Y todo esto sucederá con el portátil a cuestas y una batería auxiliar para la furgo que me pienso agenciar mañana en el Leroy Merlin. Porque ya sabéis que mi vida pierde mucho la gracia si no os la cuento a vosotros.

Tengo la tecla suelta a fuerza de Comportillo, así que lo voy a dejar mientras decido de la forma más objetiva posible si debería o no bajar a la calle a por un helado de Donetes. Mañana vagaré sin rumbo por otro par de establecimientos y acabaré por tirar millas con un equipaje precario encomendándome a San Cristóbal (patrón de los viajes) y a Santa Rita (patrona de los imposibles). Preparar equipajes nunca fue lo mío. Casi que prefiero ir llenándolos con lo que encuentre por el camino.

*ZAL: Zulo AutoLimpiable. Zulo porque es pequeño, AutoLimpiable porque me lo limpia una señora. Marina: pensando en los lectores despistados desde 1985.


lunes, 20 de agosto de 2012

Llevo una hora aquí. Una puñetera hora. Escribiendo párrafo tras párrafo con la consistencia de un engrudo asqueroso y borrándolo después. No sé de dónde parto ni a dónde quiero llgvar. Sé que quiero contaros que la planificación del SSHP va viento en popa pero que, al mismo tiempo, me siento culpable por haber pasado en Málaga sólo tres días. Sé que quiero decir que estoy entusiasmada por el viaje nivel infancia y que me gustaría explicar que la vida que llevo ahora para mí es como estar realizando un sueño improbable. Hace un par de días lo pensaba mientras abría despacio los ojos dentro de mi furgo y escuchaba soplar el viento entre los olivos. Pensaba: cómo me gusta mi vida. Y ahora pienso que vale, que comprendo que la gente que tengo alrededor, sobre todo los que me ven poco, no terminen de acostumbrarse a este alien aventurero y hambriento que se ha apoderado de mi voluntad, pero ahí está. Yo no siento que no sea la de antes. Siento que me estoy quitando un montón de capas para sacar a alguien que, de alguna forma, he sido siempre.

Es difícil querer y ser querido, y también encontrar la frontera entre perseguir los propios sueños y convertirse en un ser egocéntrico y repugnante. Hay que elegir, y en esa elección yo supongo que me elijo a mí, con mis sueños incomprensibles y mi independencia feroz. No por nada, sino porque es la clase de yo que quiero ser para los demás. Quiero ser esa hija para mis padres, esa amiga para mis amigos, esa terapeuta para mis pacientes; sé que sólo recorriendo hasta el final los caminos que me llaman voy a llegar hacia un lugar desde el que poder volverme hacia el resto. Creo, de alguna forma intuitiva que a lo mejor sólo es ego mal disimulado, que todas las ganas que tengo de ayudar a los demás, de ser útil y amable y, por el amor de dios, un poquito más dulce, sólo podrán nacer de dos sitios: de un trabajo constante y de una voluntad firme de vivir comprometida con mi verdad. Y ahora mismo mi verdad es largarme el miércoles a los Pirineos, en lugar de pasar en Málaga estos días húmedos junto a gente que tiene el mérito de quererme como soy.

Me voy a dormir. He peleado mucho estos dos tristes párrafos y mi cabeza no es ya capaz de unir una frase con la otra. Quizá mañana lo retome y entienda un poco qué quise decir, o quizá encuentre algún hilo que hilvane bien todos los hilos dispersos que se me quedan en el tintero. Hasta entonces, buenas noches.

jueves, 16 de agosto de 2012

Almería



Ya la cosa sí se va pareciendo a unas vacaciones ;)

(Y no, Silvia, me temo que todavía no he olido el Cabo de Gata... esto de la escalada me lo voy a tener que hacer mirar)

lunes, 13 de agosto de 2012

Día gocho


La expresión es de IA. Día gocho. Te vas de viaje escalador, pasas unos cuantos días seguidos trepando y, de repente, te das cuenta de que no te quedan fuerzas. Tienes que descansar. Así que echas un día gocho, vagueas, te bañas en una poza, te tumbas al sol. Quizá tomes unas cervezas. Luego te vas a dormir y al día siguiente sigues escalando.

Ser yo es jodidamente agotador. Mucho. Porque yo soy una Persona Que Se Pasa La Vida Intentando Hacer Las Cosas Bien. Todo bien. TODO. Hay gente que intenta hacer bien su trabajo y descuida a la pareja, o que vuelca todo el esfuerzo en la escalada, o que se ocupa sobre todo de sus hijos, o que es buen lector pero está gordito porque no hace deporte. Yo intento que toda mi vida esté bien de principio a fin: el sueño, la comida, las relaciones, escribir, leer, aprovechar el tiempo, querer a la gente, tomar el sol, entrenar a muerte, hacer dominadas, no olvidarme del multivitamínico, tragar mi omega 3 de alta calidad, ahorrar, mantener la casa limpia, ordenar la furgo, leer sobre psicología, leer novelas, escribir más y mejor, desafiarme, viajar, tocar de vez en cuando la guitarra, averiguar qué puedo hacer para quitarme la alergia de forma natural, ordenar los armarios, estirar las articulaciones, fortalecer los cuádriceps, resolver mis conflictos emocionales, meditar, encontrar la forma de abrir a la primera la maldita cerradura de mi casa, pintarme bien las uñas, no perder la espontaneidad. Y así sucesivamente. Día tras día tras día.

Ayer dormí en mi furgo junto a la playa, en un intento sólo parcialmente exitoso de no pasar calor y huir del ruido que hacía un concierto en la plaza cercana a mi casa. Esta mañana me he despertando escuchando al mismo tiempo las olas y el camión de la limpieza. He recogido los trastos delante de un barrendero sorprendido y me he ido a casa.

El resto del día ha sido un día gocho. Al llegar a casa desayuné y me volví a dormir en el sofá. Estoy muy cansada últimamente. No duermo bien desde hace semanas. Luego fui a comprarme lentillas, después al supermercado a por cosas ricas. Llevo dos años devanándome los sesos acerca de qué comer. Primero por el tema del acné, después por intentar perder los dos o tres kilos que pensaba que me sobraban. Hace unos días decidí que iba a pasar por encima de mi neurosis y a comer exactamente lo que me diera la gana en cada momento. Así que desayuno pastel y ceno tarrinas enteras de mi último descubrimiento en materia de helado: el helado de donetes. Es un helado genial. El heladero prepara una bandeja y la recubre de donetes enteros, y cuando te sirve toma un donete con la pala y lo machaca en tu tarrina. Así que comes helado con tropezones de donetes mientras piensas que eso tiene que ser pecado en varias religiones, seguro.

He dormido (dejadme que piense) dos siestas más. He leído durante horas y he escrito un poco, pero sólo hasta que me apetecía. He horneado un pastel de zanahorias. Estoy leyendo mucho últimamente con esto de estar de vacaciones no tener Internet en casa. Me tiro en el sofá y leo. Novelas malas y buenas, libros de psicología, libros de autoayuda y relatos. En el Kindle y en papel. Unos son mejores y otros peores.

Sobre la escritura, no sé. Echo de menos el verano pasado y el Michelian Challenge. La sensación de riesgo que tenía al escribir todos los días, cuando corría hacia la plaza de la Catedral portátil en mano para poder pillar una wifi antes de que dieran las doce. Echo de menos esa emoción, y también cuando descubrí la escalada y me pasaba los días preguntándome si volvería a probarla, como cuando esperas a que te llame un chico guapo. Ahora mismo sigo y sigo escribiendo, no por inercia, no por obligación, sino porque no puedo no escribir. Ya lo he dicho alguna vez: como le leí a Paul Auster, no es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago. Aunque es mentira; escribir me produce muchas veces un gran placer. Pero otras no tanto. Y, aun así, es mucho peor si no lo hago.

A ratos me pregunto si no será el efecto iceberg. El efecto de todas las cosas que me callo; sé que parece que no, pero hay cosas que no cuento. Temas que no toco o que toco muy por encima, que deslizo de manera escondida y callada en los márgenes de los post. A veces esos temas me queman por dentro y sé que nadie lo sabe y que nadie lo va a saber nunca. Me encojo de hombros, sigo adelante.

Hoy me he empeñado en no obligarme a hacer nada (y, ahora que releo lo que acabo de escribir, a lo mejor también eso es una obligación: sé vaga por un día, Marina, que eso también encaja en la perfección, la salud mental, lo correcto. Uf). Me digo con seriedad, mientras estoy tumbada en el sofá Kindle en mano, que ya está bien. Que puedo descansar un rato de intentar ser esa persona perfecta que quiero componer. Que puedo dejar los platos sin fregar e incluso no escribir si no me apetece. Puedo no hacer deporte y merendar galletas Oreo. A media tarde pongo música y bailo tipo Bollywood. Bailo Party Rock Anthem. Bailo Shakira. Después sigo leyendo, escribiendo, picoteando un poco del pastel de zanahoria recién hecho.

Los días gochos también tienen su razón de ser. Pienso, y no sé si IA lo sabe, que gos en catalán es perro y que a lo mejor viene de ahí la expresión. Día perro. No estoy exactamente triste. Echo de menos muchas cosas en estos días. Es como si el revés de la moneda, es decir: todos los momentos que ya no estoy viviendo precisamente por estar viviendo estos, cobraran a veces más fuerza que nunca. Lo que no soy. Lo que no hago. Es como si paseara por las telas superpuestas de mis recuerdos, y de repente el olor del aire de verano me transporta a cuando tenía nueve años y comía mikopetes en un chiringuito de Torre del Mar, y ya entonces los veranos tenían esa cualidad nostálgica, efímera, como si mientras los estaba viviendo supiera lo poco que iban a durar y lo lejos que se quedarían enseguida en el tiempo. Echar de menos cosas es un porcentaje muy grande de la existencia. El sentido de todo esto se me escapa, y pensar que no tiene ningún sentido tampoco es lo más reconfortante del mundo. En fin.

Buenas noches, pequeñines. Mañana me marcho a escalar a Almería con el chico al que todavía no le he encontrado un buen sobrenombre. Pero en plan amigos, que conste, que estoy un poco cansada también del furgoneteo sentimental. Espero que el chico al que no le he encontrado un buen sobrenombre piense lo mismo. Lo que quiero decir es que pasaré unos días sin actualizar, pero bueno; la blogosfera en verano es lo más parecido que existe a esas pelis del desierto donde enormes bolas de pelusa giran sobre desiertos caminos de tierra. Sed felices. Se os quiere. Shmuak.

sábado, 11 de agosto de 2012

Doce horas


Yo no debería estar aquí hoy. Debería estar en Portugal, concretamente en Sagres, lista para pasar unos días trepando por los acantilados sobre el océano. Pero un conjunto de desafortunadas circunstancias relacionadas con la manía que tienen las furgos ajenas de averiarse cuando más se las necesita me tiene de vuelta en mi pisito de la Isla, con los tapones de los oídos puestos para no escuchar una batukada que hay ahora mismo en la plaza del Ayuntamiento, leyendo y escribiendo con la mochila aún sin deshacer.

Ha sido surrealista.

A las ocho estaba en pie preparando las cosas para el viaje y acarreando bultos de mi casa a la furgo.

A las doce y pico un señor ha embestido la furgo de mi colega en la nacional de camino a Sevilla, amenazando con convertir un bonito viaje en un triple sandwich de metal y carne de escaladores inocentes. Afortunadamente, no ha sido apenas nada y hemos seguido camino con buen humor y medio rollo de cinta americana en el guardabarros de mi colega.

A las dos su furgo hacía un ruido raro y amenazante y hemos avisado a la grúa.

A las cinco me ha picado una avispa en el pie.

A las seis me he metido en Sevilla con cuarenta y ocho grados al sol a buscar una tienda de montaña, porque aprovechando el viaje quería mirar pies de gato y total, tampoco tenía mucho más que hacer.

A las seis y pico un yonqui ha hecho un amago de atraco a mi furgo junto al estadio del Betis.
[Conversación entre el yonqui al otro lado de mi ventanilla y yo:
YONQUI: ¿Puedes bajar la ventanilla un momento?
YO: No.
YONQUI: Pero si es solo...
YO: Que no.
YONQUI: Per...
YO: Aparta o arranco.
En cualquier otro momento de mi existencia, seguramente habría abierto la ventanilla, toda llena de buena voluntad e intención de ayudar, pero hoy estaba claro que Dios me odiaba mucho y no he querido tentar a la suerte]

A las seis y media he averiguado que la tienda estaba cerrada por vacaciones.

A las ocho estaba de vuelta en mi casa con unos cuantos euros de gasolina menos en el bolsillo, muerta de calor, agotada después de todo el día conduciendo y taquicárdica por el café que había engullido a la vuelta para no dormirme por el camino.

No pasa nada. Los accidentes y averías podrían haber sido peores. Podríamos haber muerto todos, habernos lesionado, podría habernos pasado en Portugal en el quinto coño, podría haber sido mi furgo y no la de mi colega (esto es una visión un tanto egoísta, lo sé, pero es lo que hay). Así que soy positiva. Ya tengo plan alternativo para ir el martes a escalar a Cabo de Gata con un chaval al que todavía no le he encontrado un buen sobrenombre, y el SSHP* está casi perfilado. Lo más probable es que pase el finde del 24 en Galicia con Batalecotal y el del 1 en Extremadura con amigos de la vida real, y entre una cosa y otra lo que surja. Curiosamente, los lectores que se han ofrecido candidatos al SSHP se ubican también en Galicia y Extremadura, así que todo parece ir bien.

Y con esto y un bizcocho, me bajo a la calle a comprarme un helado de turrón, que me lo he ganado.

*SSHP (Summer Steinbeck-Hill Project): Proyecto viajero que tendrá lugar a finales de este mes y que consiste en que me voy por ahí con la furgo y por el camino voy a tomarme algunos cafés o eervezas con aquellos lectores que estén interesados, sin otra intención que la de no volverme majara viajando sola por ahí, porque yo mi plomillazo lo tengo y tampoco hay que echar más leña al fuego. Steinbeck es por John Steinbeck, porque quiero escribir; Hill es por Lynn Hill, porque quiero escalar. Lo expliqué en la versión privatizada del blog, por eso no pone nada en éste)

viernes, 10 de agosto de 2012



Una de las vidas que me queden me la reservo para dibujar. En ésta no me da tiempo, que soy muy lenta. Sin embargo, qué a gusto se pasan las horas intentando plasmar algo con el lápiz. Qué extraña la capacidad del ojo para calibrar si el resultado es o no humano, si se parece a lo que nuestro cerebro reconoce como normal. Y, sobre todo, qué curioso que el dibujo de una persona no tarde en convertirse en un personaje, en querer contarme su historia y en tener algo casi familiar en los rasgos que yo misma he trazado. La chica de la arena está ensimismada en su dibujo y ya no se parece en nada a la de la foto de dónde la saqué. Tiene su propia explicación de por qué está ahí sentada y de qué quieren decir esas figuras que compone sobre la arena. Me fascina que exista ahora y no existiera antes, que tenga una expresión distinta a la chica que copié y que, precisamente por eso, sea un ente nuevo en el universo y que lo haya creado yo.

(Y podría seguir reflexionando, pero voy a dormir, que es tardísimo y esto ha tardado más en cargar la imagen de lo que pensaba)

jueves, 9 de agosto de 2012

Seven things award (sería más divertido si consistiera en inventar crímenes basados en los siete pecados capitales)

Pues resulta que, en mi caraja mortal, me he dado cuenta hoy de que Francesca me había concedido un premio bloguero. Esto es lo típico que uno dice: "yo no suelo contestar a estas cosas, pero voy a hacer una excepción porque...", etc. etc. Ya os lo sabéis, así que me lo voy a ahorrar.

El primer paso es agradecer el premio (¡gracias!) y decir lo que te gusta del blog que te lo da. A mí del blog de Francesca me gusta su forma de mostrar el mundo en imágenes y la paciencia para colgarlas todas (en escribir se tarda mucho menos). Y me ha encantado esta foto por el gesto que capta en la la niña de la derecha de tiritera justo cuando llega la ola.

Después tienes que contar siete cosas de ti. Aunque en mi caso, como tengo un blog que es un poco la Biblia en verso (aunque ahora esté tardando en republicarla), ya he contado setenta veces siete cosas de mí y no sé muy bien qué puedo escribir que os sorprenda a estas alturas. Pero lo voy a intentar.

1. Los peces de colores me dan grima. Cada vez que veo una pecera me imagino que tengo que tragarme los peces y me muero del asco. No sé por qué me viene esa imagen a la cabeza; creo que de pequeña vi una peli donde salía algo parecido.

2. No veo la tele nunca. Pero nunca, nunca. De hecho, ahora mismo no tengo tele en casa; la casera no la había traído aún y le dije que no se molestara. Ver la tele me parece la antivida; simplemente no lo computo como actividad válida para mi tiempo en la Tierra. Además, odio la publicidad con toda la fuerza de mi pequeño corazón; tanto, que hasta pago Spotify para que no me pongan anuncios.

3. Si pudiera elegir, sería hombre sin dudarlo. Hoy mismo: si me dieran la oportunidad, me cambiaría por un tío. Mis razones son variadas y extensas, pero se resumen en que carecería de estúpido reloj biológico, ligaría mucho más y tendría un 70% más de fuerza en el tren superior (mínimo).

(Lo de ligar mucho más es una teoría mía que afirma que con mi nivel de atractivo físico - normal - + mi nivel de atractivo mental - espeluznante -, como tío sería un macho alfa, mientras que como tía soy algo así como una hembra épsilon).

4. Soy de palabrota fácil. Yo no digo "ay", yo digo "ay, COÑO" o, incluso, "ay, COJONES". No soy nada delicada. Últimamente, al menos, le doy un toque de color y digo "sus muertos".

5. Tengo alma de maruja e hiperamabilidad patológica. Le saco conversación a los taxistas aunque ellos no quieran hablar. Charlo del tiempo con los tenderos y las vecinas. Me aprendo el nombre de los teleoperadores que me atienden y cuando me despido de ellos les digo "gracias, Osvaldo/Brenda/Mary Kate". Enlazando con esto, tengo una capacidad sobrenatural para recordar los nombres de la gente, a no ser que sean nombres compuestos (Juan algo o José algo), en cuyo caso me olvido.

6. He descubierto que me gusta conducir y me gusta maniobrar de formas raras en sitios precarios. Nunca pensé que mi espíritu de conductora se manifestaría así. Creo que es por la escalada.

7. Creo sinceramente que la reencarnación es una opción plausible; al menos, más plausible que la del dios triangular que nos mira todo el rato a la par que nos putea. Lo del cristianismo y el catolicismo me parece demasiado falto de coherencia argumental.

Ahora hay que pasárselo a siete personas, pero eso me da mucho perezón, así que hasta aquí llega mi esfuerzo de miércoles. Hale, a descansar, que mañana a primera hora tengo que hacerme analíticas para la alergia; antiviva y antibravo.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El arte de fracasar como escritor


Escribir no es difícil. Casi cualquiera puede hacerlo. No obstante, hacer fracasar una carrera de escritor de manera franca, efectiva y veloz no está al alcance de todos. Ser un escritor fracasado e improductivo es mucho más difícil que ser un escritor activo y libre de complejos: quién no es capaz hoy en día de abrirse un blog o de publicar largos y sesudos textos en su muro de Facebook. A falta de una guía para el fracaso literario, aquí van algunos puntos que pueden ayudar al joven aprendiz. Espero que sirvan de ayuda.

1. Exíjase mucho. Mientras más, mejor. Cada vez que se siente al escritorio, debe pensar que su futuro es ser el escritor más grande de todos los tiempos. Cervantes y Shakespeare deberían estar pálidos en sus tumbas, anticipando la humillación que se avecina. Cuando estire los dedos para posarlos sobre el teclado, piense que es importante que cada palabra y cada frase sean perfectas. De esta forma, probablemente termine antes de empezar y pueda fracasar antes de exigirse el trabajo de realmente escribir algo. Si total, no va a conseguir lo que busca, ¿para qué intentarlo?

2. Preocúpese por el efecto que sus palabras pueden tener en los demás. ¿Qué pensaría su madre de lo que está escribiendo ahora? ¿Y su padre? Se avergonzarían hasta la médula. Se preguntarían cómo su hijo o su hija puede albergar en su interior emociones tan intensas, pensamientos tan sucios, reflexiones tan carentes de bondad sobre los que les rodean. Preocúpese porque quizá en algún momento su jefe descubra que el personaje más cruel de su novela tiene el mismo hábito repugnante de dejarse la uña del meñique larga para poder sacarse la cera de los oídos. Imagíneselos a todos sentados alrededor del escritorio.

3. Si, a pesar de todo esto, consigue comenzar a escribir algo, no desespere. Aún está a tiempo de fracasar. Para esto, es importante que pare a menudo a examinar lo que ha escrito. Puede poner una alarma cada cierto tiempo, para no darse la oportunidad de entrar realmente en el texto. Cuando pare, relea lo escrito con ojo crítico, eliminando todo aquello que suene extraño, ofensivo, turbio, demasiado sincero, demasiado cursi, potencialmente relacionable con alguien vivo o no asimilable a sus durísimos estándares de calidad. Si queda algo después de esta criba, probablemente será basura, así que enhorabuena.

4. Lea poco, a ser posible nada. Leer es secundario cuando uno ha nacido con talento natural. ¿Qué pueden aportarle todos esos señores y señoras rancios y apoltronados que, además, han tenido la desvergüenza de alcanzar el éxito? Si se dedica a leerles, tal vez podría aprender algo que traspasar de manera interesante a sus textos, o incluso darse cuenta de que “era una noche oscura y tenebrosa” no es una buena primera frase para una novela.

5. Escriba sólo cuando le apetezca muchísimo. No importa que en el día a día tenga más ganas de dar un paseo, quedar con amigos, conducir o incluso arrancarse las uñas que de escribir: eso es bueno. Alimente la difusa esperanza de que en algún momento acudirá un torrente súbito de inspiración que le atará al teclado durante largas y deliciosas noches insomnes. Como esto nunca ocurrirá, de nuevo habrá fracasado por la vía de la nada: no escribir es la mejor manera de no triunfar jamás.

6. Si se diera el caso de que le apetece mucho, mucho, pero mucho escribir, no se ponga a ello todavía. Espere a tener las cosas claras en la cabeza. Medite largamente su intuición y déle una forma definitiva y segura: perfile los bordes, imagine los finales y amarre bien a esas rebeldes golfillas que son las palabras. Ahogar todo rastro de espontaneidad no es garantía de fracaso, pero puede hacer que sus textos estén lo bastante muertos como para limitarse a suscitar el elogio de la rancia crítica académica.

7. No enseñe lo que ha escrito. Guárdelo celosamente; podrían copiar sus ideas o, aún peor, podrían darle alguna idea nueva que mejorara su material. Incluso, ¡oh, atrevimiento!, podrían sugerir que aún se pueden pulir y mejorar muchos aspectos de su bienamada historia. Recuerde: guarde bien sus manuscritos y después envíelos a grandes editoriales sin que nadie los haya revisado antes.

8. Aléjese de lo que le produzca miedo o inseguridad. Si siente aletear el fantasma de la duda o sus textos le evocan emociones intensas, ¡pare! Dedíquese a algo que todo el mundo pueda entender y aceptar. Hable de sus vacaciones de verano, de la belleza de las margaritas o del gato del vecino.

9. Aténgase a lo que domina. Si se le da bien el relato costumbrista, ni se le ocurra intentar un día escribir una novela de ciencia ficción protagonizada por un robot homosexual. Si nunca ha escrito poesía, que sus dedos no se acerquen a ese género misterioso y desordenado, y viceversa; si le encantan los versos, no se moleste en colocar muchas frases seguidas para formar un párrafo. Si se le ocurriera arriesgarse de esa forma absurda, recuerde atenerse a las reglas de lo que ya conoce y ni se le ocurra pensar que para la nueva situación podrían existir reglas nuevas.

10. Todas estas reglas podrían resumirse en algunas indicaciones sencillas que el futuro escritor fracasado podría colgar en la pared de su estudio:
- Sea duro.
- Sea irreal en sus expectativas.
- Sea conservador.
- Sea inconstante.
- Sea tacaño en el esfuerzo.
- Sea rígido ante las críticas.
- Aíslese.
- Escriba poco o, aún mejor,
- No escriba nada.


[El texto está inspirado en el ensayo "El arte de fracasar como terapeuta" de Jay Haley, incluido en el libro "Las tácticas de poder de Jesucristo". Muy recomendable]

jueves, 2 de agosto de 2012

A grandes males

Esta mañana he tomado una decisión importante.

Necesito vacaciones y las necesito YA.

Julio ha sido agotador. He pasado estas últimas semanas dando vueltas con el coche por la Bahía, buscando objetos en las profundidades de mis cajas, transportando cosas del aparcamiento al piso y viceversa, limpiando, aspirando, volviendo a aspirar, contestando mails, sonándome los mocos, tratando de leer, ensayando técnicas raras con pacientes graves, improvisando mortalmente en el taller de escritura, masticando chicle, comiendo helado, tragando antihistamínicos, luchando contra el insomnio, rehidratándome el pelo, haciendo dominadas y hasta enamorándome... y todo esto en un estado absoluto de histerismo mental.

En serio. Hacía tiempo que no me sentía tan descontrolada.

Así que hoy he arreglado los trámites para largarme el lunes cuatro benditas semanas. Me voy a dejar unos días para irme a meditar en navidades (¡Sí! ¡Voy a hacerlo! Mandar al carajo las navidades. Viva y bravo), pero ahora necesito dejar de trabajar como necesito agua, comida y oxígeno.

Todavía no sé qué voy a hacer. Quizá tire para Málaga, quizá enfile con la furgo hacia el norte en mi Summer Steinbeck-Hill project. Quizá me quede aquí unos días escribiendo y yendo a la playa. Lo que sea, pero buscando cierta sensación de paz que hace ya un tiempecito que me falta.

(De mis enamoramientos no pienso dar detalles, que siguen siendo tan desacertados como siempre)

PD: El cuento que escribí ayer a mí, personalmente, me parece precioso. He estado a punto de no escribir hoy en indignación por los gatitos que se retuercen moribundos ante la ausencia de comentarios. De hecho, he estado a punto de comentarlo yo como anónima. Pero bueno, acepto con deportividad vuestro silencio y agradezco a Nieves que haya salvado al gatito. Aunque me sigue pareciendo un cuento precioso (sin abuela artística me vine yo al mundo).