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Esta mañana iba yo en autobús camino de Cádiz después de terminar la guardia. Ah, el saliente. Ese momento en que el hospital te deja libre después de tenerte veinticuatro horas bajo sus garras, y todo (el sol, el mar, los desayunos y hasta los perros) te parece más brillante y bonito.
Iba leyendo con los tapones de los oídos puestos, intentando obviar la música maquinera de la radio, pero al final ha sido más fuerte que mi capacidad de concentración y he cerrado el libro. Me he quedado con la mirada así un poco perdida y el cuello descolgado sobre el asiento del autobús, observando las marismas y las calles solitarias de Puerto Real. Ha hecho un fin de semana de mucho viento, algunas nubes e incluso un par de gotas del fenómeno atmosférico anteriormente conocido como lluvia. Un tiempo malo, pero ideal para estar encerrada en el hospital 24 horas viendo a gente muy rara con problemas mentales, porque piensas: vale, yo estoy jodida, pero los de fuera también.
Cuando hace levante en Cádiz, el agua de la bahía se vuelve gris amarronada y se llena de olas cortas y espumosas, y yo me imagino el mar arrastrando la arena del fondo y removiendo los bancos de peces. Hoy reflexionaba sobre eso cruzando el puente de Carranza cuando he visto una roca muy grande que quedaba al descubierto sobre las olas. Entonces he pensado: y si fuera una ballena. Fíjate qué pensamiento más absurdo, que sólo me ha durado dos segundos. Porque no hay ballenas en Cádiz, ni creo que haya posibilidad de que llegue ninguna; desde mi desconocimiento oceanográfico lo digo. Pero entonces he imaginado muy claramente cómo sería que aquella roca fuera una ballena. La he visualizado saltando a cámara lenta y salpicándolo todo de gotitas transparentes, y los pasajeros del autobús asombrados sacando los móviles para hacer fotos y colgarlas en Facebook.
Ayer estuve hablando con mi padre, que me llama los miércoles y los sábados como mínimo y un poco más desde que me tiene como número preferido y le salgo gratis. A mi padre, que es cirujano, le gusta que haga guardias. Creo que se siente orgulloso, como si me estuviera enfrentando a las cosas duras de la vida o como si él hubiera conseguido transmitirme parte de su legado. Me preguntó qué tal me van las cosas. Bueno, no sé, bien, contesté. Últimamente es lo que contesto cuando me preguntan. Bueno, no sé, bien. Hace un par de meses estaba... no sé cómo decirlo... más entusiasmada. Ahora, le explico a mi padre, es como cuando estás leyendo un libro y pasan capítulos y más capítulos, y tú sigues leyendo porque el libro no está mal, pero al mismo tiempo te preguntas: ¿cuándo se supone que va a empezar lo emocionante?
Bueno, hija, me contesta mi padre. Yo creo que la vida no da mucho más de sí.
Así que creo que tengo ganas de ballena. Porque estoy bien, claro que sí, pero a lo mejor no exactamente infeliz, sino un poco aburrida. Preguntándome si al escritor que me escribe no se le dará tan mal hilvanar buenas tramas como a mí. Y esta mañana, mientras miraba por la ventana del autobús, ha sido eso lo que he reconocido detrás del absurdo impulso de imaginar cosas raras un domingo por la mañana. El aburrimiento existencial mezclado con mi optimismo incorregible. Las ganas de que llegue algo bonito que me sorprenda, con la misma cualidad inesperada y asombrosa de una gran ballena gris en la bahía de Cádiz.