massobreloslunes: 05/09/10

domingo, 9 de mayo de 2010

Entre fogones

La primera persona que me hizo amar la cocina fue mi padre. Me enseñó dos cosas importantes: la primera, que toda persona que quiera ser independiente física y emocionalmente debe saber cocinar aceptablemente. Me diréis que se puede ser independiente comiendo pasta, huevos fritos y las lentejas congeladas de mamá. Error. Uno nunca consigue desprenderse del pecho materno si no aprende a cocinar, si no encuentra su propia combinación favorita de especias y su propia manera de hacer las cosas.

La segunda cosa importante me la enseñó mi padre lavando un pimiento. Me dijo: "en la cocina hay que trabajar con cariño, pero con energía". Por aquel entonces, me utilizaba de pinche cuando preparaba la comida los fines de semana. Ésta es una de las reglas fundamentales para cocinar en armonía: cuando cocinan dos, uno debe ser el jefe de cocina y el otro el pinche. Esto es así porque cocinar es una toma constante de decisiones, y si no es uno solo quien las toma acabará surgiendo un conflicto sutil pero definitivo por asuntos tan importantes como qué especias utilizar o cuánto ajo añadir. Mi cometido como pinche consistía en abrirle las cervezas a mi padre y ayudar en tareas inocuas, como lavar verduras y pelar con las manos los tomates escaldados.

Mis primeros pasos como cocinera en solitario los di con la repostería. Yo hacía la masa del bizcocho o de los crepes y mis padres me ayudaban con la sartén y con el horno. Sin embargo, hoy en día la repostería es mi bestia negra. Soy terrible con el horno. Ayer, por ejemplo, preparé una cena de cumpleaños con entrantes, ensalada, plato principal y postre, y todo estaba riquísimo menos el bizcocho, que no se podía comer.

Pero algo importante de la cocina es que hay que tomarse los fallos con humor.


Creo que la repostería se me da tan mal porque tiene un único secreto: la precisión, y yo soy de todo menos precisa. Cuando se guisa en el fuego, uno puede añadir los ingredientes y las especias más o menos a ojo, con mejor o peor intuición. Con la repostería, sin embargo, hay que medir, pesar y cronometrar y, por supuesto, conseguir buenas recetas.

Las recetas son un tema. Con el tiempo he aprendido a desarrollar un olfato aceptable para saber si las que saco de Internet o de los libros son buenas o no. El mejor criterio para saber si una receta es o no buena es el detalle con el que se describe. La cocina es detalle, y el detalle es cariño. Mi receta favorita de arroz con leche precisa que al añadir la canela en rama hay que partirla fuera de la olla, porque si no caen astillas en el arroz y son molestas para comer. Los detalles y el cariño al describir o al elaborar una receta tienen que ver con la capacidad de experimentar, de innovar y de aprender de los errores anteriores. Porque para ser un buen cocinero lo único que hay que intentar es no cometer el mismo error dos veces.

Cuando se cocina hay miles de maneras de hacer cada cosa. Algo tan sencillo como freír una cebolla puede dar cientos de resultados distintos en función de cómo combinemos parámetros como el corte de la cebolla, la temperatura del fuego o la cantidad de aceite, en función de si tapamos o no la sartén, de si echamos la sal antes o después de freírla. La cocina es misteriosa y química, y así, por ejemplo, hace falta que alguien te explique que el aceite es lo último que se le echa a la ensalada porque si no impide que la sal y el vinagre se fijen a los alimentos. Porque la cocina te la tienen que explicar, ya sea una persona o un libro. Tienes que aprender por qué haces las cosas, por qué no es bueno poner un huevo a cocer directamente de la nevera, o por qué hay que esperar a que el aceite esté caliente antes de echar las verduras. Tienes que estar dispuesto a aprender siempre y de cualquier persona. Así, poco a poco, si pones el suficiente interés, te convertirás en un cocinero consciente y sabio.

El amor a la cocina también tiene sus aspectos negativos. El primero es que corres el riesgo de volverte un maniático. Como ya he dicho, hay miles de formas de hacer las cosas, y para gustos se hicieron los colores, así que cuando tú has experimentado y has encontrado la mejor manera de preparar el gazpacho, la paella o la tortilla de patatas, puedes tener grandes choques con otros cocineros igualmente apasionados que piensan que echarle menos de tres dientes de ajo al gazpacho es un anatema. Entonces te acabas enzarzando en sutiles competiciones que normalmente dan como resultado comida confusa.

El tema del ajo me trae a la cabeza otro asunto peliagudo: los ingredientes polémicos. Son ingredientes polémicos aquellos que a alguna gente le encantan y a otra le aberran. Ejemplos de ingredientes polémicos: el roquefort, las aceitunas, las alcaparras, la mostaza, el vinagre, el picante, el ya mencionado ajo. Cuando estás preparando una cena para tus amigos, te darás cuenta de que se establece dentro de ti una pavorosa lucha entre echarle a la comida tus deliciosos y adorados ingredientes polémicos, corriendo el riesgo de que a alguien no le guste nada, o renunciar a ellos y cocinar en la segura mediocridad.

Todo el mundo debería aficionarse a la cocina. Para empezar, porque es necesaria. Hoy en día, todos debemos cocinar en algún momento de nuestras vidas. Y la diferencia entre cocinar con cariño y cocinar sin él supone un cambio importante en nuestra calidad de vida. No es lo mismo llegar a casa un día de invierno y ser capaz de hacerse una sopita casera, o poder preparar unas lentejas, o un potaje igual o mejor que el de tu madre, que pasarse la vida entre pasta y fritos congelados. Además, aprender a cocinar es algo que puede ejercitarse diariamente y que proporciona un refuerzo contingente e inmediato. Es gratificante, porque hace disfrutar a la gente que te rodea, y puede adaptarse a las personas que van a consumir tus platos sin sentir que te estás vendiendo a las masas capitalistas. Permite ejercitar la paciencia y el cuidado de los pequeños detalles. Y, como la mayoría de cosas en la vida, es un arte lleno de posibilidades infinitas.

Por último, la cocina es el arte más agradecido. Si no me creéis, haced una prueba. Reunid en casa a cinco o seis amigos y decidles que habéis hecho canelones y habéis escrito un cuento. Luego dadles a elegir entre leer vuestro cuento o comer canelones. Os daréis cuenta de que nadie ama la literatura tanto como el queso gratinado.