Hay algo tremendo en el Destino. Y no es que esté escrito, que sea inevitable, que no tenga vuelta atrás. Al contrario, lo tremendo de la moira es que puede modificarse, que podemos cambiar el curso de los acontecimientos. Lo tremendo es que para poder cambiar el curso de los acontecimientos se necesita una gran cantidad de fuerza, de energía, de poder, de voluntad.
Efectivamente, para cambiar el destino se necesita la violencia, una cantidad ingente de la misma, una descomunal calidad de violencia aun mayor que la que supone el fatum.
El destino no atiende a razones, hace caso omiso al sentido común, no habla el idioma de la lógica más contundente. Pero tampoco atiende a emociones o sentimientos, no habla el lenguaje del alma humana. Hay muy poca humanidad en el destino, casi nada. Rebasa las categorías de lo racional y de lo irracional, es más, el destino es su propia categoría. Y si no tenemos argumentos con los que contrarrestarlos, ni tenemos sentimientos con los que convencerlo, solo tenemos la voluntad de poder, la fanática determinación de destruirlo. Nos queda la violencia.
Y muy pocos saben manejarse en la violencia, muy pocos pueden y quieren hacer de la violencia la esencia de su vida. Muy pocos tiene la voluntad de poder lo suficientemente potente como para hacer frente a la ananké. Muy pocos tiene el alma de un dragón para asumir su destino: acabar con el destino sabiendo que tendrá que dar su vida para ello. Por eso el común de los mortales nos dejamos llevar por el destino, por los acontecimientos, como la hoja que mueve el viento; el instinto de conservación protege nuestra vida frente al destino. Sumisos, sí, pero vivos.
Maestro Mirssa de Boggelund.