El gran tabú en el que seguimos viviendo es la muerte. Por más milenios que lleven las distintas religiones prometiendo un 'más allá' y por más siglos que lleven las ciencias confirmando que lo que importa es el más acá, la muerte siempre es una sombra que nos acompaña toda la vida. Y aunque evitemos hablar de ella, y mucho menos en público, no creo que haya nadie en este mundo que nunca se haya parado a pensar en ella durante al menos un pequeño instante. Todos nos hacemos preguntas por ella. Preguntas encaminadas a entender el antes y el después, porque tengo la sensación de que la muerte “en sí” es inaprehensible, tanto si es un instante como si es una eternidad.
En el antes buscamos el sentido de la vida, vivimos el envejecimiento y a veces nos vemos perseguidos y atenazados por dudas y miedos, en el peor de los casos, la muerte termina siendo el estadio final de un penoso proceso. Yo creo que esa es la cuestión aquí: no se teme tanto a la muerte como al sufrimiento de una muerte larga y feroz.
El pensamiento de la muerte genera en las personas un miedo atroz e irrefrenable. No importa lo mucho que hayas estudiado, o lo que hayas leído, o la cantidad e veces que haya ido a la iglesia. Incluso los profesionales sanitarios que tratan con ella a diario, cuando se les planta en el dintel de su vida, se descomponen sólo de pensar en tener que afrontarla. Y es curioso que la muerte propia es casi mejor afrontada que la ajena. Cuando se trata de la muerte ajena de un ser querido, padres, pareja o hijos, nos impacta más que cuando es a nosotros a quien la Parca trata de visitar.
Por eso el antes de la muerte propia no es lo mismo que el antes de la muerte ajena. El pensamiento de la muerte propia es fácilmente destruible, basta con poner la tele y dejarse llevar por el mundanal ruido. Pero la cercana muerte de tu padre es como una broca de diamante que no para de horadar tu corazón, una lerna que incide e incide hasta devastarnos. Aquí no hay ruido que empequeñezca el sufrimiento. El dolor es tan estridente que no hay ruido que le venza. Aquí, en este trance de dolor y sufrimiento, más valen los silencios de apoyo y amistad que los largos discursos dogmáticos de esos que ni siquiera creen en lo que están largando.
En el después, las teorías y enfoques abundan, y todos los pasos que damos son en el aire. Sobre el “después”, podría encadenar una serie de preguntas sin respuesta. ¿Hay “algo” más después de este “algo” al que llamamos Vida? ¿Hay “algo” más después de este “algo” que llamamos Mundo? ¿Hay “algo” más después de este “algo” que llamamos Yo? Ante estas preguntas vuelven a surgir otras preguntas, ¿El qué?, ¿Dónde?, ¿Cómo?, y ¿por qué? Y ante estas nuevas preguntas, surgen la Religión, la Filosofía y la Ciencia para contestarlas.
Cada una de las citadas han querido “cargar” sobre sus anchas espaldas, la búsqueda de la verdad, reconociéndose como competidoras y enemigas. Se empecinan en la actitud excluyente, que lejos de aquietar el alma y la razón del ser humano, lo que hace es inquietarlo aun más. El ser humano y la vida son muchos más complejos que un enunciado científico, un dogma religioso y una doctrina filosófica. Ante una complejidad tan rotunda no cabe sino la cooperación y la humildad, anteponiendo los intereses humanos antes que los propios.
Las preguntas siguen fluyendo sin cesar, tenemos que apretar los dientes y enfrentarnos a nuestros miedos: ¿no sabemos porque realmente no hay, o porque todavía hoy, en este momento y situación actual, no podemos entender? Y sobre todo ¿Porqué no aceptamos nuestra finitud? Sigamos un poco más: ¿Seguiremos teniendo sentidos después de este “algo”? ¿Seguiremos teniendo sentimientos después de este "algo"? ¿Seguiremos teniendo razón después de este “algo”? Si mantenemos todo lo anterior, no cambiaría nada o casi nada en ese “otro algo”, si todo cambia es “algo” completamente diferente, es un "otro-algo".
Yo sólo conozco este “algo” que llamamos vida, cuando hablo o pienso lo hago en referencia a este “algo” y cuando comparo, también, lo hago respecto a este “algo”. ¿Cómo se puede hablar de un “algo” que no es este “algo” que siento y razono? ¿Porqué no me limito a pensar en este “algo” que vivo? ¿Por qué nos sentimos atraídos por ese otro “algo”, cuando con este nos sobra y basta, hasta estar desbordados?
Esta espiral de preguntas sin respuestas que sólo generan más preguntas sin respuestas es algo esencial en el ser humano: el camino de la vida. La muerte es la solución. Bien por que encontremos todas y cada una de las respuestas, bien por que éstas dejaran de martillearnos en la cabeza. No tratemos de encontrar sentido a la muerte, no lo encontraremos, quizás, incluso no lo tenga. Hay que encontrarle sentido a la vida.