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Me parece éste un buen momento, con esta estupenda iniciativa, el mostrar el primer relato corto que escribí allá por el año 98, y que nunca se lo he mostrado a nadie, seguramente por vergüenza.
ADIOS
Son las tres, ya solo quedan siete horas para marcharme. Siete horas más y un nuevo verano habrá terminado. Salgo de la habitación donde me he cambiado estos últimos meses, y no puedo evitar mirar al espejo del pasillo, y cada día me sorprendo al descubrir a una persona diferente mirándome, con el pijama azul algo arrugado y con los bolsillos lleno de cosas: el bolígrafo, el rotulador negro de punta gorda, las tijerillas, la libretillla para anotaciones, la responsabilidad... A veces, cuando estoy en casa, me doy cuenta que no tengo conciencia de mí mismo como enfermero, cuando veo el pasillo, las puertas y sobre todo las personas que están tras ellas, todo cambia, en mi se produce una metamorfosis, la persona insegura, dubitativa, atormentada a veces, se convierte en alguien tan distinto, que a veces me asusto de que algo así pueda estar realmente ocurriendo. Dejo mi espiral, dar vueltas y vueltas sobre mí mismo, con la ropa de la calle; con el pijama ya no puedo pensar en mis miserias, en mis dudas y en mis preocupaciones, aún queriendo no me sale. En mi vida privada he construido un enorme muro que me separa del mundo y la gente que me rodea. Nadie entra en él a menos que yo quiera. No sé muy bien si será un medio de defensa o mi forma de ser. El tipo que me mira desde el espejo no es así. No hay muros. Parece como si algo me estuviera recordando que siempre hay alguien en una situación más delicada que la mía, que al fin y al cabo mis propias historias son nimias en contraste con las que he conocido aquí. La mayor parte del tiempo, no me soporto, ni me quiero, ni me acepto, parece mentira, pero es así, sin embargo, cuando trabajo me siento agusto conmigo mismo y veo las cosas con más claridad, entonces el tipo que me mira a través del espejo empieza a caerme bien. Y entonces se acaba el contrato.... ¡Qué le vamos a hacer!
Saludo a las compañeras, a las que salen y las que estarán conmigo esta tarde, como todos los días miro el cuadrante con los nombres de los pacientes y sus patologías, no hay cambios, la planta sigue estando hasta los topes.
La compañera de la mañana me da el relevo, apenas hay novedades y como casi siempre el carro de la monodosis no ha bajado de farmacia, bueno que le vamos a hacer.
Llega la hora del café. La cafetera que tienen aquí, es la cosa más rara del mundo, y me pregunto por qué nunca a nadie se le ha ocurrido la idea de hacer un estudio o algo así, de la cantidad de café que se consume en un hospital, las marcas más consumidas y demás, sería algo simpático y totalmente inútil. Eso tipo de cosas inútiles que le dan un regusto a la vida.
Entonces, con mi compañera de turno comentamos el plan para esta tarde, cuando llegue la medicación habrá que sacarla por horas y cargarla, llamar al Trauma de Guardia para que vea la placa de la tibia de la 8, que me parece a mí que no tiene buena pinta, vigilar el posible síndrome compartimental del 15 y ver lo que va saliendo. ¡Qué manía tenemos con esto de llamar a las personas por el número de la habitación o el hueso roto que tienen! A mi no me gusta que llamen como 'el de las gafas'...
Yo admiro profundamente a la compañera de turno de esta tarde, este verano he aprendido mucho trabajando a su lado, especialmente a mirar a los paciente como un todo, no como un problema a solucionar, como si de una ecuación se tratase y hay que dar una serie de pasos para solucionarlos, como muchos “otros profesionales”, miran las placas, las analíticas, las heridas, pero pocas veces miran a los ojos a esas personas. Ella si lo hace y yo estoy aprendiendo a hacer lo mismo. Ella lleva muchos años trabajando, yo me pregunto si cuando lleve los años que ella lleva trabajando tendré la misma ilusión que ahora, si me seguirá cayendo bien el tipo que me mira a través del espejo. No lo sé. Por cieto, se llama Pilar, mi compañera se llama Pilar...
La tarde fluye tranquilamente, sin sobresaltos, hasta que llega la hora de la visita, entonces, entramos en la zona de los rápidos y las cataratas. Se une el calor de septiembre; y la hora de la merienda; y la mujer del 9 que viene de Despertar tras la operación de cadera y viene algo pachucha; y la enorme cantidad de visitantes de los pacientes; y la del 17 que tiene un grifo y no para de llenar bolsas de orina; y el médico que viene con prisas y quiere ver la placa; y nos llaman de abajo, para un ingreso; y más cosas. ¡Otra vez, números y patologías!... son Vicenta y su cadera y José Juan y sus diuréticos...
Llega un momento en que estas haciendo y pensando en muchas cosas a la vez, y me parece extraño que al final lleguemos a buen puerto. Es como si se abriera la veda y todas las cosa pasan al mismo tiempo.
Porque aunque haga calor la compañera auxiliar llama a la sección de los calefactores y suben a arreglar el aire acondicionado; y a Vicenta, la señora del 9, le pongo, diluido, la dosis pautada de antibioterapia y analgesia, y la pobre mujer se queda más tranquila; y la otra compañera auxiliar reparte las meriendas y cuando termina anota en la gráfica la diuresis y le cambia por enésima vez la bolsa y le recuerda también por enésima vez que esperen a estar terminada la bolsa antes de llamar al timbre; y mi compañera acompaña al trauma a ver al dueño de la tibia con mala pinta del relevo de un rato antes; ahora bien, lo de las visitas ya es harina de otro costal. Es curioso, pero, esta tarde me he dado cuenta, que repetimos las mismas cosas un montón de veces, todos los días, durante todo el verano, pero pocas veces nos hacen caso, en fin.
Menos mal que tengo paciencia suficiente, por que si no me volvería loco, y siempre me queda la cosa de que el enfermo, siempre necesita un poco más de todo, de salud y de paciencia, aunque sea un impaciente.
El ingreso me saca de mis cavilaciones. Un chaval joven, de dieciséis años, Emilio se llama esa mirada pecosilla de adolescente poco dado a hacer caso a las normas; ha tenido un accidente con su ciclomotor y tiene fractura comminuta de tibia y contusiones por todo el cuerpo. Al menos llevaba casco. Lo coloco en la habitación 5, frente al control. Después de rellenar una infinidad infinita de papeles, leer los datos y características del ingreso, me presento en la habitación, como tengo acostumbrado “invito” amablemente a la familia a abandonar la habitación. El chaval está algo nervioso, es natural, después de lo sucedido. La fractura es cerrada y el médico le ha colocado una férula transitoria, hasta que esta noche cuando el quirófano quede libre poder reducírsela quirúrgicamente. Durante unos minutos intento tranquilizar al chico, de que todo va a salir bien.
Le tomo las constantes, le hago el electro y le saco la analítica de rutina para el preoperatorio. Salgo de la habitación y le pido al padre del chico que me acompañe al control.
- Estos documentos son los consentimientos para que puedan operar a su hijo - le digo -, léalos y fírmelos si está conforme. Si no entiende algo, el Médico o el Anestesista se lo explicarán más tarde.
El padre comienza a leer los documentos y cada línea que pasa su expresión va ganando en matices. Finalmente el terror termina ganando.
- Vaya - me dice -, y una mueca, como de querer decir algo pero no encontrar las palabras necesarias, se impone en su rostro.
- No se preocupe -digo -, ya verá como todo saldrá bien. Lo digo con seguridad, con confianza y mirándole a los ojos. La verdad es que no sé lo que va a pasar, entre otras cosas porque mañana no estaré aquí para preguntarle al padre si realmente todo ha ido bien. El padre se marcha a la habitación, a seguir conviviendo con el miedo a lo desconocido y a lo incontrolable. Yo me dirijo a la habitación donde tenemos la medicación. Son casi las ocho y el tratamiento pide a gritos ser vaciado. Y en eso pongo mi empeño.
Mi compañera se encarga de repartir las pastillas y de poner la multitud de banderillas con forma de fraxiparina.
Yo me encargo de las glucemias y la insulina, también de los antibióticos y de los analgésicos unos van diluidos y otros no; unos los diluyen en algunos servicios y otros no.
Al final, como siempre, uno toma las decisiones según su criterio. Por ahora no me ha ido del todo mal, debe ser que lo estoy haciendo bien.
Del mismo modo que llegaron, de manera bulliciosa y hasta cierto punto escandalosa, se marchan los familiares.
Un poco después el ruido del carro con la cena se abre paso en el silencio, cuando el ruido ya es intenso, y veo la cara de la chica que mueve el carro, aparece el olor a comida, que inunda toda la sala. Durante un breve instante el austero olor clínico deja paso a las fragancias humanas de la cena. Es deliciosamente breve. Luego la realidad se impone.
El chico de la 5.2 y la señora del 9.1, están en absoluta -digo-, y la señora de la cama 3.2, sólo quiere sopa.
En otros sitios donde he trabajado, las comidas viene ya preparadas en bandejas térmicas. Aquí tenemos nosotros el control sobre las dietas. La verdad es que no tengo ninguna opinión creada al respecto. Lo que sí es cierto es que se tarda un rato en preparar y repartir todas las bandejas. Pero bueno hasta las diez no se marcha nadie.
Son casi las nueve y la tarde está llegando a su fin. Ayer dio a luz una compañera del Hospital, y como “la cosa” está más calmada, mis compañeras ha ido a visitarla, a la sala de Maternidad, que está contigua a la nuestra. Yo me siento y dedico un rato a escribir incidencias: lo del chico, lo de la orina, lo de la tibia, pasar las constantes a las gráficas, los cambios en el tratamiento, etc. De nuevo la rutina. Recuerdo que tuve una compañera en la Facultad de Enfermería, a la que le costaba la vida tener que estar sentada y escribir tantas veces los mismos datos, una y otra vez. La chica es pura vitalidad. Ahora trabaja en un Hospital de San Juan de Dios, al cuidado de ancianos, la mayoría de los cuales tienen procesos crónicos irrecuperables. Éramos muy amigos durante los años de estudios y desde que acabamos la carrera, mantenemos una correspondencia más o menos constante. Nos contamos como transcurren nuestras vidas: lo mucho que quiere a su novio, que yo sigo con mi alergia al compromiso, y cómo nos va en el trabajo. Yo le cuento lo que he aprendido de traumatología este verano y ella me cuenta las batallitas con sus ancianos. Cada vez que recibo una de sus cartas, me asombro del derroche de vitalidad y del cariño que profesa por ellos.
Una vez, durante la carrera, uno de mis profesores, dijo algo que me pareció muy acertado. El profesor no era precisamente de los que mejor me caía, sin embargo, de todas las cosas que dijo, aquel día le escuche lo único que me convenció.
Las personas enfermas están incompletas, les falta algo muy importante, les falta la salud. Nosotros aceptamos la responsabilidad de completar lo que les falta. Por encima de leyes, de deberes, de credos, por encima de multinacionales religiosas. Llegar a la persona a través de la persona. Cuando alguien llega a las condiciones de salud física y mental, como en el caso de “los viejos” de mi amiga, las necesidades son aun mayores. En mayor o menor medida, nos convertimos en sus manos, en su mirada y en sus pies. Da la sensación de que ellos viven a través de nosotros. Es una sensación rápida pero profunda, difícil de concretar. A pesar de las discusiones y de los momentos malos.
Cuando llegan mis compañeras, estoy mirando por la gran ventana del despacho. El sol empieza a caer tras la sierra. Una de mis compañeras golpea bruscamente la silla giratoria, despierta soñador -me dice.
La última hora, como siempre, transcurre rápidamente. Preparamos algunas cosas para el turno de la noche. Charlamos un rato.
¿ Cuándo volverás a trabajar? -me pregunta mi compañera.
No lo sé -respondo-, espero que para Navidades me vuelvan a dar otro contrato. Aquí acaba la conversación. Ha llegado José, el compañero de la noche, fiel a la cita. Antes de ir a cambiarme me despido de mis compañeras, hasta la próxima. Miro por última vez el pasillo, el control, me despido del chaval del 5 y de su padre y voy al vestuario a cambiarme. Estoy algo triste y no es por el Hospital, ni por otras cosas, es por mí, una especie de acto de egoísmo, echaré de menos al trabajo y la sensación que me produce.
Ha vuelto a ser un día normal y rutinario, como todos los demás turnos normales y rutinarios, no ha tenido nada de especial. Casi igual que el primer día del verano, aunque entonces estaba algo nervioso. Ahora a punto de marcharme estoy sereno y confiado. A veces pienso que no valoramos suficiente lo cotidiano, lo normal de cada día, como si hubiera que estar constantemente salvando al mundo y a la gente que en él habita. Sería fantástico que algún día comenzáramos a valorar el día a día, la importancia e incluso lo heroico de lo cotidiano.
Son las diez, y me marcho. El verano ya ha terminado. Salgo de la habitación donde me he cambiado estos últimos meses, y no puedo evitar mirar al espejo del pasillo, esta vez no me sorprendo al descubrir a la misma persona mirándome, con vaqueros y un polo de color verde, con una mochila llena de cosas: el pijama azul algo arrugado, el bolígrafo, el rotulador negro de punta gorda, las tijerillas, la libretillla para anotaciones, los recuerdos... Vuelvo a ser yo, el de siempre. El de la espiral y el del muro.
Hasta el próximo verano - le digo al tipo del pijama azul del espejo.