viernes, 19 de marzo de 2021

Caminaré entre las ratas, de David Pérez Vega

 


Los que frecuentan la blogosfera literaria conocerán a David Pérez Vega como ese profesor de economía de Móstoles apasionado por la literatura que sube sesudas reseñas de todo cuanto lee cada domingo a su espacio Desde la ciudad sin cines (y a también a su canal de YouTube). Yo conocía dicho blog mucho antes de compartir por aquí mis impresiones sobre cada lectura y ha sido para mí desde entonces un modelo de crítica literaria que siempre he admirado por la trabazón de su contenido, que, sin rozar la pesada erudición de la academia, daba todas y cada una de las claves interpretativas de las diferentes novelas y colecciones de relatos que iban apareciendo en el panorama editorial como novedades de este siglo XXI o como obras clásicas del XIX o del XX (principalmente narrativa hispanoamericana). Esta labor de Pérez Vega como crítico no es un fin en sí mismo, como él ha afirmado numerosas veces en sus redes sociales, sino un mecanismo para darse a conocer como escritor, para demostrar que su sensibilidad literaria le permite interpretar tanto textos complejos y representativos de la literatura contemporánea como incorporarlos a su imaginario particular y valerse de ellos, junto a su propia experiencia vital, para redactar una prosa de gran valor. A pesar de este extraordinario bagaje lector y hermeneuta que sitúa Desde la ciudad sin cines como uno de los espacios de la blogosfera literaria alejada del circuito del bestseller con más visitas, el propio Pérez Vega no destaca por ser un autor muy leído. Y esto se debe muy posiblemente a que aún no ha podido dar el salto a una editorial grande. Pérez Vega escapó, como su personaje Domingo, protagonista de esta novela que hoy reseño, de la autopublicación, pero se ha movido siempre en editoriales medianas y pequeñas, saltando de una a otra y con un pequeño séquito de lectores que le seguimos la pista. 

Previamente a Caminaré entre las ratas, Pérez Vega publicó en Sloper su novela Los insignes, que representa una radiografía brutal de los bajos mundos de la comidilla literaria (especialmente de esos círculos poéticos que viven del amiguismo y que son tan frecuentes desde que la poesía se concibió como género). Yo pude leer Los insignes a finales de 2015 y sigo pensando que es una novelas más divertidas que se han escrito jamás en español (a ver si este verano la releo y reseño). Aunque las novelas no están conectadas entre sí, se aprecia en ambas una progresión en el pensamiento de Pérez Vega, que viaja del desenfreno tragicómico de Los insignes al tono predominantemente serio, pero con pinceladas de un humor muy inesperado, en Caminaré entre las ratas. Los protagonistas de ambas obras tratan de abrirse camino en el mundo literario, pero mientras que en Los insignes parece solo importar dicho mundo literario y todo lo que escapa a él se siente sumido por un aire de parodia, en Caminaré entre las ratas Pérez Vega busca construir una novela río, una novela total en la que tocar todos los aspectos que puedan condicionar la vida de un hombre de mediana edad (a punto de cumplir los cuarenta años) y que se siente incapaz de alcanzar una estabilidad vital, económica, sentimental, sexual, etc. Domingo, muy posiblemente al igual que el propio Pérez Vega, sabe que quizás es algo tarde para él dar ese salto a una editorial más grande que le garantice vivir únicamente de la escritura, como soñaba de pequeño. Caminaré entre las ratas es, pues, el relato de un desengaño que resulta no solo doloroso para todos los que hemos fantaseado con la idea de redactar los clásicos del mañana en nuestra adolescencia como estudiantes marginales, como empollones abatidos por las collejas de los más grandes que terminaron trabajando en una obra o en el campo, es la historia de una eterna crisis que nos impide vivir como han vivido nuestros padres, que alcanzaron la estabilidad antes que nosotros y con muchos menos estudios. Es el desengaño del éxito prometido

Domingo es forzado durante su juventud para convertirse en ingeniero como sus primos, pero es incapaz de seguir al tercer año y opta por una decisión intermedia entre sus verdaderos deseos de estudiar Filología Hispánica o Literaturas Comparadas y ese ideal de sus padres, inculcado socialmente de manera tácita acerca del éxito de las carreras de ciencias. Se decide por estudiar Economía como el propio Pérez Vega y asume que la literatura puede ser esa luz que le guíe de forma paralela. Asume que renunciar a su vocación de manera temporal por timidez y falta de garbo le garantizará un trabajo digno y estable tras el cual disponer de horas de sobra para cultivar sus sueños y su afición. Sin embargo, Domingo acaba siendo un infeliz, un hombre explotado en un ambiente que lo rechaza por no formar parte de ese linaje aristócrata-burgués de auditores que veranean en Boston y se han educado en las universidades privadas más caras y conservadoras dentro y fuera del país y que creen que todo lo que han conseguido (incluidos muchos de sus puestos por enchufe) se debe a sus dotes innegables para los negocios, que los pobres como Domingo no tienen, por supuesto. 

De un trabajo, Domingo rebotará a otro cada vez peor. Y lo mismo sucederá con sus relaciones sentimentales. Su formación estoica en resolver problemas de matemáticas en la mesa del comedor de su casa lo han convertido en un ser asocial, un hombre que solo ha sido capaz de establecer lazos con mujeres (más allá de su madre y sus hermanas) en su adultez. El tabú cuasireligioso del sexo y el aislamiento en los libros le han llevado a vivir francamente mal los diversos encuentros amorosos en una juventud tardía, en la que ha tenido que fingir muchas veces ser quien no era para granjearse el interés y el amor de sus parejas y compañeras de una noche.

Domingo vive en una crisis perpetua, pero es un disparo el que le hace despertar. Nada más comenzar la novela, se nos revela que uno de sus amigos de la infancia, muy cercano a él, se ha abierto la tapa de los sesos con una escopeta en la tranquilidad de su casa. A partir de aquí, Domingo tendrá que sumar un duelo más a la lista de duelos pendientes y de los que nos iremos enterando a medida que vaya transcurriendo la trama. A pesar de este aura de pesimismo que envuelve toda la obra, el final servirá para redimir en parte al personaje y hacerlo aprender de sus experiencias y errores.

Como ya he ido comentado, hay mucho del propio escritor en la obra. Pérez Vega es un lector entusiasta de autores como Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya o Eduado Halfon, que también vierten mucho de sus vidas en sus historias. Por su parte, hay una herencia indudable aquí con La senda del perdedor de Bukowski, novela que yo no he leído, pero cuya trama y planteamientos conozco. A través de Bukowski, Pérez Vega entronca con Fante y con los personajes propios de Dostoievski: seres marginales que tienen grandes aspiraciones, pero cuyo encontronazo con la realidad resulta en fracaso. De igual forma, el capítulo Tarde bajo el volcán recuerda poderosamente a La uruguaya de Pedro Mairal, que pude leer hace poco, aunque sigo considerando que el escritor mostoleño se muestra aquí muy superior al argentino. Y así puedo ir dando una larga lista de referencias que se aprecian en la novela de manera directa o indirecta y que se hacen evidentes para aquel que, como yo, ha leído algo sin ser mucho. En cualquier caso, no se cae en ningún momento en la pedantería, lo que es de agradecer.

Pérez Vega se muestra constante en la frase larga, donde suele predominar la yuxtaposición y un ritmo muy fluido que hace que, a pesar de contar con párrafos particularmente densos, estos no se hagan pesados en exceso. El narrador es en primera persona y viaja al recuerdo constantemente, a pesar de que los capítulos, largos por extensión, transcurren en períodos de tiempo muy breves, normalmente de días. Como única pega cabría señalar la presencia de erratas diseminadas a lo largo del texto, que indican una corrección incompleta, pero que no son suficientes como para que este no deje de ser disfrutable.

He visto varios comentarios señalando que la novela refleja el sentimiento colectivo de la generación del autor. Esto es como mínimo cuestionable, ya que no me resulta difícil reconocer comportamientos y actitudes mías del pasado en el protagonista. Y Pérez Vega y yo nos llevamos más de 20 años, lo que se dice poco. Sin ser el público objetivo de la novela no me es nada difícil empatizar con el desgraciado personaje de Domingo y sus tribulaciones de proto-adulto de pueblo-ciudad-aldea, así como con su desengaño. En definitiva, que recomiendo la obra plenamente.

Lean mucho, coman con moderación y namasté.



martes, 16 de marzo de 2021

Niebla, de Miguel de Unamuno

 


Niebla constituye uno de los mejores textos sobre la humanidad jamás escrito por Miguel de Unamuno. En ella asistimos al camino hacia la desesperación de un hombre cualquiera, Augusto Pérez, que se enamora caprichosamente de una mujer que no le corresponde, tratando de forzarla para que abandone a su pareja, un gandul de cuidado, a cambio de una supuesta vida llena de lujos a su lado. Al ser rechazado repetidas veces, Augusto busca un segundo plato en otra moza planchadora de ropa, que se enamora de él y blablablá. Sí, blablablá. Porque la obra es en su mayor parte una novela sentimental llena de clichés y de personajes sin profundidad ni sustancia, aunque con el aura tan extraña y característica de las novelas de Unamuno. Se trata de una pieza de escasa acción, lo que es defendido por el propio Unamuno cuando interviene en la misma, que queda vertida casi al completo en densos monólogos e inverosímiles diálogos, que buscan específicamente la artificiosidad.

Todos los personajes de Niebla no son más que peones de una partida de ajedrez que se deslizan por el tablero devorándose los unos a los otros, hasta que Augusto incapaz de devorar o ser devorado es aconsejado por su amigo Víctor, una suerte de escritor y alter ego de Unamuno en la obra, para que se devore a sí mismo. Quien le introduce esta idea en la cabeza no es más que el propio Unamuno, que como su escritor tiene capacidad para hacer y deshacer el sino de su personaje. Siendo el promotor de su desgracia, Niebla tiene la curiosa particularidad de hacer coincidir en una misma persona al antagonista y al escritor, o mejor dicho, al personaje que hace de escritor en la obra y que Unamuno trata de hacer lo más fiel a su persona. 

No es la primera vez que un escritor se presenta a sí mismo en una narración. De hecho, no es infrecuente en los novelistas de la Generación del 98. Tanto Azorín en La voluntad como el propio Unamuno en Amor y pedagogía ya habían hecho que trasuntos de ellos mismos interactuaran con los protagonistas de sus novelas. De hecho, en Niebla dicha interacción, que se producirá en los momentos finales de la obra, queda anunciada de diferentes formas y con cierta sutileza por el propio Unamuno a través de personajes que aparecen (como Avito Carrascal, protagonista de Amor y pedagogía) o de palabras puestas en determinados diálogos, especialmente aquellos en los que interviene Víctor

El ambiente neblinoso, propio del Romanticismo, por otra parte, contribuye también a la formación del misterio y permite la incursión del suceso extraordinario que hace famosa la novela. De hecho, la propia escusa de la novela, esa trama sentimental de escasa acción y sin mucha credibilidad que se come tres cuartas partes del texto, no es más que una parodia de las típicas obras de esta índole que se popularizaron en el Romanticismo. El modelo de amor cortés heredado de la poesía más clásica en lengua española es el practicado por el propio Augusto, quien decide cometer locuras de amor por la bella Eugenia, a pesar de que esta no le corresponda en primer lugar y se aproveche de su estupidez después. A todo este entramado romántico-amoroso hay que sumarle el tema de la burla, que nos remite al mito del don Juan. Augusto tratará de convertirse en don Juan para disfrutar del amor de tres mujeres en una fantasía que solo tiene cabida en su cabeza. Evidentemente y a modo de chiste, será él el burlado, cayendo en un estado realmente patético.

Pero Augusto no solo resultará ridículo por este acontecimiento. Ya de partida se nos muestra como un pusilánime, un seguidor de modas sin un ápice de personalidad propia y con una escasa dignidad que no obtiene sino en los tramos finales de la novela, cuando opta por rebelarse contra su creador. Augusto busca en la ciencia positivista los signos que le permitan resolver sus cómicas dudas metafísicas en torno a la naturaleza del amor y de las mujeres, llegando muchas veces a un discurso misógino propio del hombre que no ha intercambiado con una mujer más que tres palabras. Para Augusto las mujeres son ángeles o demonios, una de dos, pero con sus máscaras reside el misterio. Augusto se encierra en todo lo teórico y acepta sin razonar cualquier consejo que le den; no se detiene a analizar las posibles consecuencias, que, por otro lado, son totalmente previsibles y deseables para el lector. Desde la primera página, se hace imposible empatizar con Augusto, pues presenta la naturaleza de un hombre asocial sacado de una novela de Dostoievski. Reconocemos en su crimen la estupidez y la falta de criterio con la que obra, y esperamos un castigo ejemplar. Finalmente, nos sorprendemos por su dignidad, por su lucha contra sí mismo y por la miseria que pasa y que él mismo exagera como personaje puramente novelesco. ¿O debería decir nivolesco?

Con Niebla, Unamuno transgrede una serie de normas propias de la novela y se enfrenta a las tendencias de su tiempo. En 1914, cuando se publicó la primera edición de este texto, autores como Benito Pérez Galdós, José María Pereda o Vicente Blasco Ibáñez se caracterizaban por ser muy populares entre el público lector. A pesar de existir una tendencia dentro de la prosa que buscaba la superación del viejo realismo decimonónico, y su variante naturalista, que partía de ese narrador omnisciente, aunque subjetivo (en el caso español), esta tendencia no cobraría peso hasta momentos cercanos a la Guerra Civil. La nivola que propone Unamuno desafía la gran caracterización de espacios y de personajes y reformula la novela de tesis galdosiana. Todo se construye a partir del diálogo. Cuando se presenta el monólogo este lo hace en forma de falso diálogo: Augusto se dirige a su amado perro Orfeo. Un perro que, por cierto, acabará por ridiculizar a su amo y a toda la raza humana en su epílogo final.

Puesto que el diálogo, que parte muchas veces del hablar por hablar, está muy presente en toda la obra, no es extraño un fuerte uso de los conceptos de dialogismo, en una anticipación por parte de Unamuno al propio Bajtín. Hay dialogismo interno cuando Augusto debate consigo mismo por el amor de diversas mujeres sin llegar a término, pero también dialogismo externo en la búsqueda de un casamiento favorable para Eugenia por parte de sus tíos. Y con ello un uso magistral de todo el aparato de la cortesía como herramienta retórica al servicio de la seducción entre personajes. Predomina la idea sobre el sentimiento y la Razón, con cierto afán didáctico, vence a la sinrazón del mundo literario. La nivola se construye como un artefacto donde se incide profundamente en el pesimismo de vivir y en la sobredimensión que le otorgamos a los problemas que nos aquejan. 

Al mismo tiempo, Niebla trata de reflejar las continuas dudas existenciales y crisis de fe de su autor. Augusto busca respuestas y llega a toparse con su Dios, el propio Unamuno, cuyo pesimismo es aún mayor que el del propio Augusto al no tener la certeza de un Dios escritor al que dirigirse como su personaje. Sin embargo, en mitad de la duda, que se desprende de la metáfora de la niebla siempre presente de una forma u otra en la novela, ambos tienen una certeza: todo hombre es mortal sean cuales sean sus convicciones. Augusto señala incluso que también los lectores de su historia, lo que eleva a la novela, o nivola, un escalón por encima de lo estrictamente metaliterario. Esta intervención sorprende y sobrelleva el peso de toda la obra detrás. Por ello, es una lástima que se recree en el prólogo fuera del contexto de la misma.

En definitiva, Niebla es un texto muy ambicioso y con una gran fuerza, que se limita principalmente a sus tramos finales y que no impresiona tanto por las expectativas que se han despertado previamente. A pesar de contar con tramos sumamente tediosos y con un protagonista aborrecible, no deja a nadie indiferente. Concentra dentro de sí las máximas esenciales del pensamiento de Unamuno que son desglosadas y explicadas en detalle en otras tantas obras de su autoría. Por ello, se puede afirmar que constituye una pieza deliciosa para quienes disfrutamos de las novelas españolas de este período tan turbulento como fue el inicio del siglo XX.

Lean mucho, coman con moderación y namasté. 

Reseñas de otras obras de Miguel de Unamuno: Abel Sánchez, Amor y pedagogía



viernes, 12 de marzo de 2021

Hamnet, de Maggie O' Farrell

 


Para muchos lectores estadounidenses, esta ha sido la gran novela del pasado 2020. Ganadora del Women's Prize for Fiction y con una trayectoria muy destacable, Hamnet de Maggie O' Farrell aterrizó en España el mes pasado de la mano de la editorial Libros del Asteroide con una traducción muy aplaudida y una edición muy cuidada, como la que nos tiene acostumbrados semejante sello editorial. Pero, ¿es tan buena como dicen los suplementos periodísticos? Quizás sí y quizás no. Aquí entraríamos en criterios subjetivos y tendríamos que valorar todo lo que se publicó (de peso) en Estados Unidos en 2020 para determinarlo. Sin embargo, y, aunque no va a ser una de mis lecturas del año (porque tengo demasiados clásicos pendientes de los siglos XIX y XX), debo reconocer que es una novela que roza la excelencia y se codea con otras tantas historias del género histórico.

Porque sí, Hamnet es una novela histórica, pero una novela histórica diferente y hasta cierto punto rupturista. Y eso es un gran acierto por parte de su autora. Cuando un escritor decide emplear para su trama unos personajes y unos ambientes tan alejados de nuestro tiempo como lo son los de las postrimerías del siglo XVI, la labor de documentación debe ser obligatoriamente amplia y rigurosa. ¿Pero qué ocurre cuando la información disponible, a pesar de rodear a alguien del que se ha dicho tanto como William Shakespeare, escasea? Pues se trazan hipótesis más o menos fiables, más o menos coherentes, y en los huecos incorregibles se deja paso a la duda. En esos huecos ambiguos, indemostrables, O' Farrell va a colocar con acierto todo un haz de magia. Un elemento que escapa a esa reconstrucción histórica, pero que nos retrotrae invariablemente al teatro del más grande dramaturgo en lengua inglesa. Si el teatro de Shakespeare está plagado de hadas, brujas y duendes, ¿por qué no deberían aparecer estos en una novela que busca rendirle tan claramente homenaje?

Esta novela habla del autor de Hamlet, Otelo y Romeo y Julieta, pero, curiosamente, no será él el protagonista. De William conocemos muchas cosas, pero serán sus facetas menos señaladas (la tormentosa relación con su padre y sus años previos al éxito teatral) las que saldrán a relucir. Por el contrario, la novela se centrará en la familia Shakespeare, especialmente en su mujer Agnes y en sus hijos gemelos Judith y Hamnet. El conflicto viene de una premonición de la propia Agnes, que sabe antes de tener gemelos que perderá a uno de sus hijos antes de morir. Históricamente, sabemos que quien muere en 1596 es Hamnet Shakespeare a la tierna edad de once años. Su muerte anunciada recuerda a la famosa novela Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. El lector ya sabe de primeras qué va a ocurrir, pero desconoce el cómo y el por qué, así como las diversas consecuencias tras dicho acontecimiento, siendo esto lo que le motiva a seguir leyendo. 

La pieza se divide en dos partes y goza de una estructura diferente en cada una de ellas. La primera parte presenta una alternancia temporal. Se intercalan los días previos a la muerte de Hamnet en 1596 con los amores y el nacimiento de los hijos del matrimonio Shakespeare, así como sus penurias y conflictos, muy propios de los grandes dramas familiares de la narrativa del siglo pasado (pienso mucho en Faulkner, pero también y de nuevo en García Márquez). Una vez muere Hamnet, la segunda parte se deslizará desde las exequias hasta la primera representación en Londres de Hamlet, una de las cuatro tragedias shakespearianas más recordadas. Como se advierte en el prólogo, Hamlet y Hamnet son el mismo nombre encubierto y suenan a herida honda, abierta y puesta al sol.

Agnes como madre se corroe por la pérdida, que puede llegar a resultar desesperante, sobre todo si tenemos en cuenta que toda la novela se articula en torno a dicho evento, convirtiendo a Hamnet paradójicamente en antagonista al decidir morir en oposición al deseo de los protagonistas, en especial de su madre, que, como una heroína griega, es incapaz de alterar cualquier designio del destino a pesar de controlar ciertas fuerzas sobrenaturales, como irá descubriendo el lector. Agnes será, sin duda, el pilar de toda la novela. Se construye como un personaje complejo, enigmático y asocial, ya que no sigue los roles que la sociedad le asigna por ser mujer. Esto la hace probablemente el personaje menos fiel a su contraparte histórica de toda la trama, pues la sociedad inglesa era mucho menos permisiva con la mujer en esta época que la española, lo cual ya es decir mucho. La existencia de una mujer con tal rebeldía en una sociedad como la del Barroco inglés suena a licencia de la autora, pero, lejos de molestar, enriquece. O' Farrell no busca una novela totalmente fiel a la realidad, comprobable o posible, porque entiende que esto le resultaría aburrido al lector y como novelista ese es un pecado que no está dispuesta a pagar. 

La sintaxis es directa, con muchos diálogos breves, pero predomina una escasa acción que a veces cae en ciertos clichés. Con toda la profundidad que tiene Agnes detrás de sí, es imposible no ver en ella el rastro de otros tantos personajes parecidos. El hecho de conocer toda la trama desde la primera página resta bastante sorpresa y frescura al relato, que no se termina de solventar hasta su tramo final y que me ha parecido, en lo personal, innecesariamente largo. No obstante, la novela es muy buena y será las delicias de todos los enamorados de las memorables obras del poeta inglés.

Lean mucho, coman con moderación y namasté.



viernes, 5 de marzo de 2021

El hombre que atravesaba las paredes, de Marcel Aymé

 


Marcel Aymé fue un destacado escritor francés de la primera mitad del siglo XX. Escribió algunas novelas, pero es, sobre todo, conocido en Francia por sus relatos. Este volumen recopilatorio de Argos Vergara reunía algunos de los más representativos y que fueron escritos durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que recurren al conflicto bélico y a la ocupación nazi de territorio francés una y otra vez como telón de fondo.

No obstante, hay que dejarlo claro. No se trata de un conjunto de relatos bélicos. Ni siquiera es en su mayor parte un conjunto de relatos realista, sino que apelan al universo de lo fantástico y a la incipiente ciencia ficción francesa, donde se percibe sin demasiados ambages la enorme influencia de autores como Jules Verne y H.G. Wells. Cierto es que esta ciencia ficción es bruta y hasta cierto punto de sencillo empaque en comparación con las obras que aparecerían del género en las décadas siguientes. Eso le da una cierta ternura, pero también gracia.

La pieza que abre el libro es su relato homónimo y constituye un extraño cuento de aventuras, que recuerda a la narrativa gótica y, especialmente, a El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Un hombre descubre que, como efecto secundario, un extraño medicamento le permite atravesar paredes, sean estas del grosor que sean. Al principio, no sabe bien como usar su don, pero pronto este acabará por hacer de él una persona abocada al crimen.

Le siguen varios relatos sobre la ubicuidad y el tiempo. Sorprende que Aymé soñara con que en los años sesenta del siglo pasado, los gobiernos pudieran enviar atrás en el tiempo a determinadas personas, como en cierta famosa serie de televisión española. Solo basta alterar un par de fechas y un relato como El decreto podría funcionar perfectamente hoy. Un tanto de lo mismo le ocurre a La tarjeta, que, en lo personal, me recordó a algunos relatos de Brian W. Aldiss.

Tras ellos viene El proverbio, que es, con mucha diferencia, el mejor de los textos, a pesar de desaparecer completamente cualquier atisbo de fantasía o ciencia ficción. Su trama es muy sencilla, pero los sentimientos de los personajes son explotados en profundidad hasta el punto de que el lector logra empatizar muy bien tanto con el padre como con el hijo que se pasan la noche en vela tratando de resolver un complicado acertijo de lengua.

Por su parte, ni Sporting ni La llave bajo el felpudo me han entusiasmado. No siendo malos relatos, creo que no tienen la fuerza para permanecer en la mente de cualquier lector más de dos semanas. Algo parecido sucede con La lista, que, al igual que Las Sabinas, destaca por la misoginia exacerbada y desagradable tanto del narrador como de los personajes. Dicha misoginia acaba por dinamitar cualquier trasfondo que pudiera llegar a tener el relato y, con él, todo mi interés.

El texto que remata el librito es El último, un relato muy tierno y que deja un sentimiento agridulce en el lector. No por su calidad, porque está muy bien construido, sino por su vaivén de emociones y por la compasión que despierta su protagonista: un apasionado del ciclismo que lo deja todo por el deporte para llegar siempre e invariablemente el último.

El tono suele tener un cierto fin moralizante y apela una y otra vez a un humor, que en ocasiones se antoja demasiado simple y hasta rancio. El narrador de Aymé nunca es imparcial y muestra descaradamente sus preferencias por ciertas actitudes de los personajes, al tiempo que critica descaradamente otras. Romantiza la figura del ladrón en textos como El hombre que atravesaba las paredes o La llave bajo el felpudo, pero critica duramente a la mujer que decide tener un amorío o varios antes o después de casarse, criminalizándola por las infidelidades de los maridos a sus esposas. Leyendo a Aymé, da la impresión de que la mujer es la única responsable cuando hay una relación sexual y que ella siempre es la que conduce al desastre de todo matrimonio, castidad o la moralina que se le ocurra a su autor. Coincido en que el mundo antes no era el mismo y precisamente por ello hay ciertos momentos de la prosa de Aymé que han envejecido muy pronto.

Lean mucho, coman con moderación y namasté.