Cuando uno no cambia de país, la evolución de su manera de hablar le pasa relativamente desapercibida. Puede recordar con gracia insultos de su adolescencia que han pasado de moda ("palmo", "nardo"), pero incorporará de manera indolora y hasta sin darse cuenta ciertos vocablos y expresiones que vayan apareciendo y se hagan de uso común ("rescatarse", "ponele"). Su manera de hablar le resultará siempre relativamente transparente, en tanto que código compartido por un grupo más o menos amplio (generacional, sociocultural, familiar, etc.).
El que se va a un país de lengua extranjera, en cambio, es testigo de cómo su lengua se enrarece, y se convierte en un ejemplar de una especie única. Los cambios en el habla los percibirá desde afuera (escuchando la radio, por ejemplo), e incorporarlos será por supuesto posible pero siempre con un grado de esfuerzo y, si se quiere, de artificialidad. Hablar su propia lengua deja de ser un acto automático para ser voluntario: hay expresiones que salen más fácil en el idioma que se usa todos los días, las palabras se oxidan... Además de que las personas con las que tiene la ocasión de hablarla no son forzosamente de su país, y muchas veces ni siquiera hablantes nativos. Así, cuando habla su idioma ni siquiera es su variante dialectal sino una forma más neutra, internacionalizada, más comprensible para un número mayor de personas (y más lenta, más articulada, menos argótica). Se descubre tuteando en vos de voseando, suavizando las "yes" (las y, las i griegas), entre otros cambios que hacen que lo que hable sea otra cosa que lo que hablaba antes.