Mostrando entradas con la etiqueta JUGADORES HISTÓRICOS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta JUGADORES HISTÓRICOS. Mostrar todas las entradas

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Vivir en el área

Trece goles en seis partidos de un mundial es una cifra lo suficientemente brillante como para acaparar titulares y tramitar mitologías de records inalcanzables. Cuando Just Fontaine anotó su cuarto gol ante Alemana Federal en el partido por el tercer y cuarto puesto, todo el estadio y parte del mundo se puso de pie para aplaudir una gesta que muchas generaciones seguirán teniendo como auténtica referencia a superar.

El fútbol, en cuanto a concepto, no ha cambiado tanto desde sus orígenes. Una cosa bien distinta es que a medida que los años han ido aportando color le han llenado tanto de miedos que ahora resultaría imposible reconocerlo. Aquel dos-tres-cinco de los cincuenta no es más que una involución del cuatro-cuatro-dos, bien amarradito, que tanto gusta a los catedráticos de la actualidad.

Entonces, más que ahora, como había cinco tipos que se empeñaban en filtrar huecos por cualquier defensa, siempre había uno de ellos que podía permitirse el lujo de vivir en el área. Generalmente vestía el número nueve y estaba flanqueado, desde atrás, por los dos armadores del juego, el ocho y el diez.

El número diez de la Francia que jugó en Suecia en 1958 era Raymond Kopa. Un genio bajito, apodado Napoleón, que fue designado mejor futbolista del mundial que descubrió a Pelé. Kopa era un delantero fino, de velocidad endiablada y regate letal que gustaba más de regalar goles que de celebrar los suyos propios.

Y el número nueve era Just Fontaine. En una época, la actual, en la que nos hemos acostumbrado a delanteros que deben defender como centrales y combinar como centrocampistas, resultaría difícil asimilar a un tipo que cuanto más se alejaba de la jugada más problemas provocaba en el equipo contrario.

Fontaine, marroquí de nacimiento y francés de corazón, jugó siete temporadas a primer nivel antes de que un jugador del Sochaux le rompiese la tibia y el peroné. Tenía entonces veintisiete años, había jugado doscientos partidos en la liga francesa y había anotado ciento sesenta y un goles. Cuando quiso regresar, un par de años más tarde, su pierna le dijo basta y volvió a quebrarse para obligarle a decir adiós.

Fue una dolorosa despedida para un tipo que jugó un fútol sin ambages, que fue ídolo en Francia y temido en el extranjero. Un genio del gol que perdió su particular final contra el Madrid de la época, igual que lo había hecho su amigo Kopa o igual que lo harían artistas de la talla de Schiaffino o Julinho. Fontaine, igual que ellos, tuvo la oportunidad de lucirse ante el universo en un campeonato mundial. Y vaya si lo hizo. Trece goles en seis partidos. Todo ello sin salir apenas del área. El fútbol no miente; quien no sabe defender no busca el balón, quien no sabe combinar no interceden en la jugada, quien sabe marcar goles vive siempre cerca del área.

viernes, 9 de enero de 2009

El diamante negro

Algún avispado periodista le vio disputar un remate y quedó impresionado con la soltura de su juego, le apodó “el hombre de goma” y trató de explicar lo que había visto sin alcanzar el verbo correcto en sus descripciones. Hubo otro que, años después, creyó contarle seis piernas. En cada acrobacia dejaba un gol y en cada golpe de balón dejaba el aroma de un poeta del fútbol. Delanteros mágicos hubo muchos en Brasil, pero sólo Leónidas da Silva fue el primero.

Leónidas fue el primer gran goleador brasileño de la era mundialista. Heredero de la popularidad del gran Artur Friedenreich, el joven delantero afinaba la puntería por instinto y anotaba por pura condición. En sus dos participaciones en campeonatos del mundo anotó ocho goles y se convirtió en el mayor ídolo de masas de un Brasil en una acuciante crisis de identidad.

En Brasil, fue campeón con todos los equipos en los que jugó y por ello, sigue siendo símbolo inmortal de Vasco, Botafogo, Flamengo y Sao Paulo. No había nadie más. Hasta la llegada de Ademir y Zizinho ningún otro futbolista se atrevió a hacerle sombra y, cuando estos llegaron, en su esencia dejaron más la impresión de haberse convertido en alumnos del gran Leónidas que en auténticos aspirantes a su cetro de genialidad.

En 1938, Brasil era un estado sumido en un continuo enfrentamiento regionalista. Como vía de escape a las consignas antipatria, el gobierno intentó reclamar la necesaria asistencia a la participación del equipo nacional en la copa del mundo que se celebraría en Francia. En una época en la que el marketing no existía ni como palabra, los mandatarios hicieron una llamada a la unión encargando objetos conmemorativos. La gente, sofocada por la miseria y la crisis constante, podía acceder por unas pocas monedas a los pequeñas figuras de plástico, colecciones de sellos o banderines fabricados para la ocasión. Como principal reclamo, un nombre. Como principal estrella, un hombre. Leónidas da Silva era genio, figura y delantero centro de un equipo que aún vestía de blanco y soñaba con conquistar el mundo a través de una pelota de cuero.

De todo esto, acontecimientos, situaciones y necesidades, apenas le quedaba constancia a Leónidas los días previos a su muerte. Un caluroso día de verano del año dos mil cuatro, mientras la humedad del ambiente calaba el ánimo de los presentes, Leónidas le cedió su último turno al Alzheimer y se dejó ganar una partida que llevaba años perdiendo. Había vivido noventa años y había jugado al fútbol casi treinta, siempre como una eminencia, como un ejemplo a imitar y como un ídolo de masas.

Una carrera que, profesionalmente, comenzó lejos de su tierra. Enrolado ya en las filas del modesto Bonsuesso y cuando intentaba dar por válidas las premisas que le presentaban como uno de los más firmes candidatos al futuro reinado del fútbol, se embarcó junto a sus compañeros en un viaje hacia Uruguay. Cruzar la frontera, calzarse las botas y empezar a embocar goles fueron todo uno. A lo lejos, un viejo dirigente de Peñarol, observaba pacientemente las acrobacias de aquel joven descarado. Un par de días después se acercó a línea de cal, le tendió una mano y le ofreció un contrato. Leónidas se quedó en Uruguay y, vistiendo la camiseta de Peñarol aprendió a vivir con los más grandes, a conocer las victorias más disputas y a competir. Cuando regresó a Brasil, se había convertido en un hombre de mirada segura, zancada precisa y remate vital. Y allí se quedó durante veinte años más. Y tanto se le adoró que, cuando cumplidos los treinta años, fichó por Sao Paulo, setenta y cuatro mil setenta y ocho espectadores rebosaron las gradas del estadio Pacaembú, cifrando un record de asistencia aún no superado.

A Leónidas se le atribuyen muchas inventivas y una innovación. Cuentan que fue el primer delantero en convertir el remate de chilena en arte ejecutoria. Las bicicletas, como eran conocidas en Brasil, llegaban cuando casi nadie lo esperaba, en un balón perdido, en un centro nacido para un cabezazo, en un rechace alborotado. Entonces aparecía la figura esbelta de Leónidas, espalda fornida, cabeza erguida y piernas de bailarín. La tijera, arriba y abajo, se ejecutaba de manera precisa, el golpeo era asombroso y el gol se convertía en la guinda perfecta del pastel. La gente, más asombrada que feliz, solía llevarse las manos a la cabeza segundos antes de celebrar alborozados lo que se había convertido en el gol más maravilloso que habían visto jamás.

Le contaron, aunque él ya no lo recordaba, que en el penúltimo partido de aquel mundial del treinta y ocho, el seleccionador brasileño tuvo la insensata idea de reservarle. En el ejercicio de su propia lógica, Ademar Pimhenta consultó su oráculo y la realidad le dijo que solamente en Leónidas da Silva residía en verdadero secreto del éxito. En el que debía ser partido previo a la final, Pimhenta fue claro y arriesgó su baza prescindiendo de su mejor naipe; “Leónidas, usted hoy no juega. Le quiero a tope para jugar la final y no puedo correr el riesgo de exponerle a la dureza italiana”. Dicho y hecho. Leónidas no jugó la semifinal e Italia destrozó las ilusiones de un equipo invicto. La derrota supo al mayor de los fracasos y Pimhenta tuvo que planificar con detalle su regreso a Brasil, donde le esperaban con la garganta afilada y los puños apretados. Por ello, en el partido por el tercer y cuarto puesto, Leónidas tuvo a bien limpiar el prestigio de su seleccionador y anotó el gol definitivo ante Checoslovaquia que colocaba a Brasil en el podio de honor del torneo. Total, cuatro partidos jugados y siete goles anotados. Para la estadística, un record a superar. Para la leyenda, el número de un jugador impagable.

Aquel mundial le convirtió en mito, sus goles y trofeos lo convirtieron en un Dios. Brasil se tiñó del color de la camiseta que Leónidas vestía para cada ocasión y en los comercios se convirtió en habitual ver impresa la cara del goleador. Su tez tostada le dio señas de identidad y el valor de sus acciones le convirtió en inversión segura. Fue por ello que la prensa, más dada al populismo que a la noticia, le apodó “El Diamante Negro” y en el sobrenombre se basaron los fabricantes de chocolate, tabaco y caramelos para lanzar una campaña comercial en nombre del ídolo de masas. Los jóvenes, apurados por la desgana e incentivados por los sueños de fortuna, acudían a los despachos de esquina y callejón para pedir una cajetilla de cigarros o una tableta de chocolate, ambos, claro está, de la marca “Diamante Negro”, no fuese que al comprar otro producto le estuviesen dando la espalda al lecho de sus ilusiones.

Leónidas jugó muchos partidos antes de colgar las botas. Marcó cientos de goles y levantó decenas de trofeos. En las calles, cada paso era agasajado de caricias y colmado de honores. Firmó autógrafos, regaló retratos y sonrió muchas más veces de las que pudo. Todo empezó aquella nublada tarde uruguaya cuando se enfrentó a Peñarol y terminó una cálida tarde brasileña cuando anotó sus últimos goles para Sao Paulo. Hubo cientos de partidos y cientos de detalles. Para el recuerdo y como cima de su imparable escalada, queda aquel partido donde se dio a conocer por siempre; el día en el que Francia les recibió con una tormenta infernal, el campo se convirtió en puro barro y los polacos, a los que tenía enfrente, se dedicaban a achicar balones e intentar vivir del rechace. Leónidas, pegado al barro y empapado hasta los huesos, recordó los antiguos partidos de su infancia y acudió a la banda para descalzarse. Dejó las botas junto a la banda y regresó al campo. Media hora después había anotado cuatro goles y dejado el aroma de un futbolista único. Aquel fue su primer milagro. Después vendrían muchos más. Como vendrían muchos buenos jugadores. Y es que delantero buenos en Brasil ha habido muchos, pero solamente Leónidas fue el primero.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Mito padre de un mito

Imponer una modernidad necesita del triunfo de una revolución y toda revolución necesita una nueva inventiva, capacidad de sorpresa y ganas de romper con el pasado. En el fútbol cada revolución modernista ha sido un paso hacia delante y el primero en avanzar dos pasos en la línea defensiva fue el triestino Cesare Maldini.

Suele ocurrir que los clásicos recelan, por miedo a la novedad, de la intención revolucionaria de algunos jugadores. No suele ser así cuando descubren el tope de sus capacidades competitivas. Nereo Rocco fue uno de los personajes más importantes del Milan en el siglo XX. Técnico de férreas pretensiones y clásica escuela, hizo del Milan un equipo rocoso y difícil de ganar. En ataque basaba sus bienes en el instinto creativo de Nils Liedholm y Juan Alberto Schiaffino. Para su defensa confió en las pretensiones de grandeza del joven Cesare Maldini.

En su debut como rossonero ayudó a destrozar a su querida Triestina, en su primera temporada ya se consagró como el mejor defensor italiano y durante toda su carrera creó escuela y abrió las puertas a los defensores técnicos, participativos y orgullosos de ejercer en la zona de atrás. Maldini sacaba el balón con limpieza, se permitía florituras y en su cabeza llevaba memorizados cada uno de los movimientos del delantero rival. Por ello, el día que se enfrentó a Eusebio en la final de la Copa de Europa de 1963 asumió el reto como un partido más trascendental que la final en sí; Eusebio apenas pudo tocar la pelota y el Milan se convirtió en el primer equipo italiano en alzar la orejona de los campeones continentales. Y el gran Cesare estaba allí, capitán al mando y director de orquesta. Si los grandes equipos se forman desde atrás, aquel Milan era mitad talento, mitad energía defensiva y dos italianos tenían la culpa de todo; uno era un imberbe descarado llamado Gianni Rivera, el otro era un corpulento defensor, alma, espíritu y corazón, llamado Cesare Maldini.

Pero el tiempo suele pasar dejando ocultas las huellas de cada camino. Las esquirlas de cada zancada y los ecos de cada celebración se fueron apagando y hoy ya nadie recuerda a ese señor espigado y con la mirada caída como uno de los tres mejores defensas centrales italianos de la historia. Nadie identifica ya a Cesare Maldini con el jugador que vistió durante más de trescientos partidos la camiseta rossonera, ni con sus famosas “maldinates” convertidas en regates furibundos en el área propia. El tiempo, la vida y el fútbol tienen memoria hasta donde alcanza la sonrisa y hoy, el capitán milanista de los años sesenta es, simplemente, el padre de Paolo Maldini. La estirpe de un hombre deja una cima difícil de alcanzar; los logros de un padre son un reto para un hijo, los logros de un hijo son un orgullo para un padre.

viernes, 4 de julio de 2008

Cuando Pirlo y Gattuso eran un mismo jugador

Hubo un tiempo en el que el fútbol nació como parte de una evolución. Muchos se cansaron de la mecánica del rugby e intentaron reescribir las normas para ingeniar un nuevo juego. Balón y pie dieron con la fórmula sencilla del fútbol y en sus albores los futbolistas lo jugaron como jugadores de rugby.

Que el fútbol pasase de ser un juego en el que el más hábil fuese el driblador a ser un juego en el que el pase prevaleciese sobre el regate, es algo que debemos a los escoceses. Desde entonces, decenas de buenos y generosos futbolistas se empeñaron en modernizar el juego, fijar las zonas de precisión y trasladar el balón a las zonas de peligro. Escoceses primero, sudamericanos después y desde aquí, hasta el sur de Europa donde Italia se convirtió en el principal imitador del estilo argentino de las primeras décadas del siglo XX.

Tras la estela y la tutela del gran Luisito Monti, creció uno de los mejores mediocentros que ha dado el fútbol italiano. Michele Andreolo nació en Uruguay y al igual que había hecho Monti desde su Argentina natal, Andreolo viajó a Italia para triunfar, enseñar y dejar para el recuerdo una manera distinta de entender el fútbol.

Se puede decir que la verdadera vida deportiva de Michele Andreolo comenzó una tibia tarde de 1935. Por aquella época eran frecuentes los viajes intercontinentales entre los más prestigiosos preparadores europeos. En uno de tantos, el profesor Fedullo hizo escala en Montevideo antes de llegar a su destino en Buenos Aires. Su primera visita dentro de la capital uruguaya fueron los campos de entrenamiento de Nacional, donde esperaba encontrar a su viejo amigo, el maestro Héctor Scarone. Scarone, convertido en un mito viviente, le contó los progresos del fútbol uruguayo desde el campeonato mundial obtenido cinco años antes, le habló de los jóvenes valores de Nacional y recalcó un nombre por encima de todos: Miguel Andreolo.

Fedullo, que tenía poco tiempo y mucha prisa, retrasó su llegada a Buenos Aires con la única intención de ver al fenómeno. Dicen que solamente existe una única oportunidad para causar una buena primera impresión; el dicho, tan exclusivista como puntualmente efectivo, no fue tenido totalmente en cuenta por el técnico italiano puesto que en el siguiente partido que disputó Nacional, Andreolo no formó parte del equipo titular ¿Tan bueno y suplente? Algo fallaba.

Lo que fallaba era una baja forma física y una pérdida de confianza por parte del entrenador del equipo. Fedullo no estaba dispuesto a abandonar Uruguay sin ver a Andreolo y Scarone no estaba dispuesto a quedar como un loco mentiroso. Se organizó un partido amistoso en el Parque Central con Andreolo en la formación titular y el italiano no tardó más de veinte minutos en volverse hacia Scarone y afirmarle: “Me lo llevo”. Aquel joven tenía todas las virtudes de los mejores directores de orquesta.

Andreolo tuvo que elegir. Igual que aquel día que se despidió de su familia en la localidad de Dolores para decir “me marcho a trabajar a Montevideo”, tuvo que volver a dar un portazo a su vida para decir: “me marcho a trabajar a Europa”. Andreolo fichó por el Bolonia y tardó poco en erigirse en estrella y motor del equipo. Aquel conjunto, sin duda el mejor que tuvo la ciudad de Emilia-Romaña durante toda su historia, alcanzó el hito de lograr cuatro campeonatos consecutivos. A Miguel le rebautizaron como Michelle y le ofrecieron la camiseta azzurra de la selección italiana para que sustituyese en su corazón a la celeste de Uruguay. Como eran tiempos en los que el amor de la gente podía con cualquier otro amor patrio, Andreolo accedió a la petición y el seleccionador Vittorio Pozo, toda una institución en el país, no lo dudó un solo segundo; si en 1934 había sido el argentino Monti quien cargase con su espaldas la responsabilidad de hacer jugar al equipo, en 1938 sería el uruguayo Andreolo quien se hiciese cargo de manejar al equipo italiano en el mundial de Francia.

Y Andreolo mejoró a Monti. Parecía difícil pero lo hizo. Su fortaleza defensiva le convertía en un tercer zaguero y su visión de juego le convertía en el mejor lanzador del ataque. Sus centros, tan precisos como efectivos, se hicieron famosos. Andreolo podía poner el balón a treinta metros sin ninguna dificultad; al pie de un extremo, a la cabeza de un delantero, al pecho de un interior. Italia renovó el título mejorando números y aguantando, estoicamente, el odio que le profesaban las aficiones rivales. Era una época en la que el fascismo de Mussolini pretendía conquistar Europa y en la que Italia hizo todo lo posible para triunfar en fútbol. En Francia demostraron que si habían ganado su mundial cuatro años antes había sido, en parte, por los favores recibidos y en parte, porque eran el mejor equipo de Europa. Un equipo en el que Meazza y Piola mandaban en plan general y maestro y en el que Andreolo tenía toda la capacidad constructiva que se podía desear.

Michelle Andreolo alargó su carrera hasta 1950. Tras su retirada se convirtió en una eminencia. Los aficionados tomaron su nombre como una referencia y la prensa acudía a él a menudo para recalar sus opiniones de experto. Tras criar una familia y forjar todos sus lazos en Italia, Andreolo murió en 1981 con el dolor de no haber podido regresar a su Dolores natal para ofrecer una despedida y dejando tras de sí la estela inconfundible de quien hizo escuela en la posición más determinante del terreno de juego. Y ahora que vivimos una época en la que la afición se divide entre los jugones y los currantes, conviene recordar que el fútbol nació como un deporte en el que la pelota tenía un significado especial por encima de cualquier otro detalle y que en aquellos albores existió un futbolista llamado Michele Andreolo que demostró que Pirlo y Gattuso pueden vivir, al mismo tiempo, en un mismo jugador.

lunes, 29 de octubre de 2007

El Gordo

Los apodos, como los colores, vienen aplicados por las leyes del capricho. A uno lo llaman Gordo por su apellido y debe arrastrar el apodo durante toda su carrera. A uno le hablan del Gordo y su sonrisa se viste de infancia, de fútbol brillante, melancolía y una pierna izquierda majestuosa.

Rafael Gordillo Vázquez arrancaba desde la cal de la banda y culminaba desde los lugares de sentencia. Las medias bajas, los tobillos de goma y el balón siempre cosido a una pierna izquierda fabricada para las grandes ocasiones. De sus botas salían caramelos, de su aspecto desgarbado nacía el carisma de una carrera plagada de grandes momentos, de su zancada escurrida solían crecer las jugadas de mayor peligro.

Gloria en Sevilla y lujo en Madrid, el Gordo sirvió para el trámite y para la heroica. Todos lo querían a su lado porque todos sabían que sus centros significaban tres cuartos de un gol. Toma Rincón, métela. Toma Hugo, sólo tienes que empujarla. Ídolo del beticismo, memoria viva del madridismo.

Y como cada vez que se puso la roja de España ejerció el dominio de quien se sabe defensor y centrocampista en una sola pieza, en sus presencias asegurábamos peligro y en sus ausencias temíamos la falta de destreza. Gordillo se perdió la final de aquella inolvidable Eurocopa y todo el equipo francés sintió en sus carnes el placer de la inactividad en el flanco contrario.

En su juego destacaba la entrega de quien ha vivido una infancia de lamentos y ha soñado con alcanzar cimas de primera categoría, en sus centros destilaba el aroma de una corrala de vecinos y en sus impulsos dejaba la sensación de querer siempre un poquito más de lo conseguido. Gordillo era una pierna izquierda colmada de deseo y satisfacción. Una gozada, el fruto de una imaginación y parte del recuerdo perenne de mi infancia.

Y Como amo el recuerdo perenne de mi infancia y me gusta jugar a mitificar aquellos partidos que de niño me inyectaron el fútbol en la sangre, comienzo mis homenajes a los mejores jugadores de la historia del fútbol hablando de Rafael Gordillo, el lateral izquierdo de un equipo que un día consiguió la machada de marcarle doce goles a Malta. Imaginad las fantasías que pudieron generar aquellos jugadores en un niño de siete años...