Nico miraba al Gringo con cara de circunstancias. Sujetaba la bandeja con
una mano, mientras se golpeaba con ella la rodilla de manera rítmica. En la
mesa de al lado, con aspavientos indecorosos, un par de cagamierdas llamaban su
atención.
-
La cuenta, por favor.
“La puta que lo parió”, murmuró en voz baja. Y no perdió de vista la mesa
del Gringo. Y el Gringo, cabrón como ninguno, no se tomaba la copa.
“Al Gringo, hay que putear al Gringo”. Nico había insistido tanto que al
final terminamos por darle la razón. “El Gringo es un rompehuevos”, afirmamos.
Y Nico asintió. Y asentimos todos ¿Todos? Salazar no lo tenía nada claro “Yo
creo que hay que cargarse a Bolero”. Y todos le miramos con confusión
“¿Bolero?”. Augusto Bolero no nos había hecho gol y había fallado mil cantadas
durante la temporada. “Pero si es un tuercebotas”. “Sí”, confirmó Salazar,
“pero trabaja por todos”.
Nos jugábamos el campeonato en el último partido. Tanto tiempo remando,
gritando, ausentándonos de nuestros quehaceres para estar siempre al pie del
cañón y ahora teníamos el premio a tan sólo noventa minutos ¿Cómo dejarlo
escapar? Joder, el puñetero calendario nos había jugado una buena. Contra el
máximo rival y en el último partido. A ellos les valía el empate y a nosotros
sólo ganar. Un punto de diferencia, no más, y nosotros como locales. Había que
ganar a toda costa. Aquello que decían de ganar de cualquier manera.
¿Y cuál era nuestra manera? Cargarnos a uno de ellos. No de manera
literal, claro está. Pero sí conseguir que no jugase el partido definitivo ¿A
más de uno? No. Resultaría demasiado llamativo y terminarían por descubrirnos.
Y una cosa era querer la victoria y otra quedarnos de por vida sin volver a
pisar el estadio. O lo que era peor, una temporada en la sombra con el culo
roto y la memoria partida.
Teníamos un plan. Sabíamos, por un primo de Nico, que los jugadores del
otro equipo cenaban, en noches alternas, en un restaurante de postín. El primo
de Nico tenía un amigo que tenía un amigo que tenía un amigo más. Y el amigo del amigo era de los
nuestros. Sólo había que hablar con él.
-
No me caguéis. – Se negó en rotundo el primo de Nico.
-
Sólo es un favor, primo.
-
Que no. – No cedía.
-
Te consigo viruta de la buena.
-
Estoy dejando esa mierda. – No se ablandaba.
Nico se acercó despacio, la boca en la oreja, la mano en el hombro, dando
toquecitos suaves, casi fraternos.
-
Le tendré que decir a la Pipa como la corneaste con la
del curro.
-
Eres un hijo de puta. – Entonces se hundió.
-
No, sólo soy un forofo que quiere que gane su equipo.
El encargado del restaurante era un tipo gordo, de dedos grandes que no
paraba de mover cada vez que hablaba.
-
El Gringo viene a cenar los miércoles y Bolero es más
de jueves.
-
El Gringo, nos interesa el Gringo. – Insistió Nico.
-
Pero Bolero es un pinchudo. Nos puede putear.
-
Y dale con Bolero. Bolero no le pega ni al amante de su
churra.
- Recuerda que siempre nos la embocan tipos que vienen de
no hacer nada y Bolero está haciendo una temporada de pena.
-
¡Qué no! ¡El Gringo y mis cojones! – Cuando Nico se ponía
así, cualquiera le llevaba la contraria.
Así que sería el Gringo.
El Gringo era un putero de los de verdad. Un mamón que embocaba goles
como churros y jugaba como un diablo. Y como si fuese el mismo belcebú
celebraba los goles en la jeta de los rivales y gustaba de sacar la lengua,
hacer posturas y calibrar sus actos para ganarse a la tribuna. Cuando jugaba
como visitante recibía cien mil silbidos y otros tantos de millones de
insultos, pero el tipo se crecía y se venía arriba. Mejor dejarle tranquilo,
mejor no despertar a la bestia.
El encargado y Nico acordaron que el camarero que atendía las mesas del
fondo se pondría malo durante el siguiente miércoles. “No te preocupes”, dice
que le había dicho, “tú cobras tu día por derecho y te quedas en casa pelándote
la pava”. Y así fue que Nico se vistió de camarero, consecución de traje
mediante, y puso en marcha en plan preestablecido.
-
Tu hermano trabaja en un laboratorio. – Le habíamos
dicho a Salazar.
-
Joder, menudo marrón.
-
Ni marrón ni hostias ¿Quieres que ganemos el campeonato?
-
Joder, pues claro.
-
Pues ya le estás llamando.
La cosa era sencilla de pensar, pero no tan fácil de ejecutar. El hermano
de Salazar nos dijo que cojonudo, pero que había que tener mucho cuidado con la
química, que es muy puñetera.
Preparó la mezcla en una cápsula del tamaño de media uña. El plan era que
Nico, habilidad mediante, y vestido de impecable y elegante camarero,
introdujese la cápsula en la botella de vino francés que el Gringo solía beber
con la cena de cada miércoles.
-
El hijoputa bebe vino.
Sí. El hijoputa se bebía una botella de vino cada miércoles y cada sábado
marcaba dos o tres goles. Si le salía del botijo, era capaz de marcar cuatro e
incluso hubo una ocasión, meses atrás, en el que le apuntaló seis veces la meta
del equipo rival.
Un auténtico cabronazo.
La cápsula, fabricada en material biodegradable, se desharía en contacto
con el vino y la fórmula se mezclaría en su interior. Una copa, dos, tres y a
las dos horas estaría en su casa con el ojete ardiendo y las ganas de jugar al
fútbol en la punta del meñique del pie izquierdo.
Pero a Nico se le cayó la cápsula al suelo.
-
Tú eres nuevo. – Le había dicho el Gringo.
-
Sí. – Contestó Nico de manera escueta.
-
No me gustan tus andares.
“Ni a mí tu pijotería”, estuvo a punto de responderle Nico. Pero recordó,
al instante, que debía controlarse, que no estaba allí para reputear sino para
mostrarse amable y servicial. Entonces clavó su mirada en el encargado, el tipo
que conocía el plan, y el encargado le instó, con un ademán de cabeza, a que
fuese lo más educado posible.
-
Disculpe usted. Trataré de ser lo más eficiente
posible.
-
Pues date prisa, mamonazo.
Si existen miradas que matan, la que vistió al Nico en aquel momento era
pura dinamita. Gracias a él y, por suerte para el plan, la mirada tan sólo duró
un segundo. Lo suficiente para que alguien avispado hubiese detectado el conato
de odio. Pero el Gringo estaba a otra cosa. Le gustaba humillar, ya fuese
dentro o ya fuese fuera del terreno de juego.
-
Desde luego. – Respondió Nico.
Y entonces cometió la torpeza. La operación no era sencilla, claro está,
pero el Nico tenía más ganas de repartir mandanga que de controlar una pequeña
cápsula. Lo habíamos ensayado durante toda la semana. Bueno, él lo había
ensayado y nosotros le habíamos estado mirando. Tocando las pelotas y
aconsejándole hasta hacerle perder la paciencia.
-
No me toquéis las pelotas.
Debía colocar la cápsula en el hueco bajo de la mano junto al dedo
pulgar. Con habilidad, debía mantenerla allí y aprovechar el descorche de la
botella para con un deslizamiento de dedos, depositar la cápsula dentro.
Aparentemente sencillo. Realmente no lo era.
La madre que me parió. Mil muertes me esperen. A ver cómo lo arreglo.
Piensa, Nico, piensa. La cápsula se había caído al suelo y Nico no hacía sino
idear planes alternativos. Hazte el torpe, Nico. De perdidos al río.
Y le dio a la botella con el codo. Ni fuerte ni flojo, ni descarado ni
disimulado, así, tic. Y la botella se tambaleó y cayó sobre la mesa, y montó la
de Dios. El vino derramado, el mantel empapado ¿Y el Gringo? El Gringo perdido
y enfadado. Muy enfadado.
-
Mil putas te parieron.
-
Disculpe señor.
Nico ganó tiempo. Trató de sofocar el incendio y recogió la cápsula del
suelo. Intentó parecer abochornado, trató de hacerse el sonrojado. Cogió la
cápsula, pidió otra botella, acudió el encargado, escenificaron una escena.
-
¡Pero qué has hecho pedazo de alcornoque!
Y acto seguido se perdió en adulaciones hacia el Gringo. Y Nico ya sabía
lo que tenía que hacer; traer otra botella y dejar que el tipo la descorchara.
Cambiaron al Gringo de mesa y el encargado hizo los honores.
-
Sirve al señor y recoge el destrozo. – Ordenó.
Y Nico supo que aquella era su ocasión, aprovechando el despiste por el cambio de mesa, descorchó la botella y metió la cápsula. Trabajo completado.
Pero el Gringo era un capullo monumental.
-
No te he visto descorchar la botella.
El encargado demudó su rostro y Nico quedó paralizado. Hijo de mil
madres, maldito Gringo de la chuflada.
-
Es nuestra última botella, señor. – Se excusó el encargado.
– Si quiere podemos traerle otra de otra bodega.
El Gringo apretó
los dientes y negó con la cabeza.
-
Dale. – Ordenó haciendo un ademán.
Y Nico sirvió una copa hasta la mitad al tiempo que miraba como el Gringo
le hacía un gesto con la mano ordenando que se retirase.
-
Y que me sirva otro camarero.
Que te sirva tu padre, hijo de un higo chumbo, yo ya he cumplido mi
misión, por mí te puedes comer una vaca entera y engordar como un cochino,
ojalá no vuelvas a patear una pelota en tu vida.
Y se quedó allí, observando como El Gringo devoraba un filete y no era
capaz de echarle un trago a la copa de vino.
-
Tomate el vino, hijoputa.
Y los cagaprisas de al lado pidiendo la cuenta. Nico, que no quería perder
de vista al Gringo hizo como que no los oía, pero el encargado, que es un tipo
que se jugaba el pan y el prestigio, hizo una indicación con la cabeza para que
les entregase la cuenta a la pareja y dejase al Gringo en paz con su pedazo de
carne.
Y le hizo un gesto a Nico, con las manos, para tranquilizar sus ánimos.
Tranquilo, joder, que yo le controlo. Y Nico desapareció durante un par de
minutos, regresó con la cuenta y, de soslayo, comprobó que el Gringo, cabrón
como ninguno, no le había dado ni un trago a la copa de vino.
-
Hijo de una macetera. – Farfulló entre dientes.
Entonces pidió el postre. El maldito Gringo pidió el postre sin osar a
meter el hocico en la copa de vino. Y Nico vio como el encargado se acercaba a
su mesa y se dirigía al Gringo con las manos entrelazadas y un conato de
súplica en la voz.
-
¿El vino no ha sido de su gusto, señor?
-
No le he visto descorcharlo.
Y el encargado se retiró un momento, justo el tiempo que necesitó para
tomar una copa del estante, llenarla hasta la mitad con el vino de la botella
que había en la mesa del Gringo y apurarla de un trago haciéndole saber a aquel
maldito desconfiado que el vino era de fiar y que, además, la casa no pensaba
cobrarle un céntimo por la botella. Una botella de mil y pico euros, maldito
muerto de hambre.
Y fue entonces cuando el Gringo levantó la copa, exclamó algo de la salud
y bebió como un caballo batido por la sed. Se limpió el labio superior con la
servilleta y volvió a pedir el postre, esta vez exigiendo premura porque tenía
que ir a casa a descansar y prepararse para meterle tres goles a los malditos
inútiles esos con los que se enfrentaría el sábado.
-
Faltaría más, señor. – Accedió el encargado.
-
Hijo de mil retales. – Masculló Nico.
-
El amigo de mi amigo está en el hospital. – Dijo el
primo de Nico al otro lado del teléfono. – La puta que os parió. Está en el
puñetero hospital vomitando hasta la papilla que le hizo su abuela el día de su
bautizo.
Nico se mantuvo
impertérrito y nos hizo un gesto señalando el televisor.
-
Enchufad el cacharro. Quiero saber si al Gringo le han
ido a recoger con pala y rastrillo.
-
Pero ¡Me estás escuchando! – Insistía el primo al otro
lado del teléfono. – A mi amigo le van a despedir, joder y al otro se lo va a
llevar la puta parca.
-
No va a pasar nada ¿Me escuchas? Na-da.
Y mientras recalcaba las sílabas en un tono que delataba más hartazgo que
interés, nos seguía señalando el aparato de televisor.
-
Calza voz. No sea que no nos enteremos.
Pero allí nadie hablaba del Gringo.
El Nico había vuelto del restaurante turbado e indignado. Ante su
ausencia de palabras habíamos tenido claro que la misión había fracasado; pero
no, el Nico estaba enfurecido porque el Gringo nos había faltado al respeto. El
puto Gringo cabrón hijo de un ciempiés y una lagarta. Se le quemó la lengua y
le cicatrizaron las palabras en el aire. Se ha bebido una copa así de grande,
nos decía mientras situaba, paralelamente, ambas manos extendidas una a unos
diez centímetros de la otra. Se va a cagar. Se va a cagar por la pata abajo.
Pero el Gringo no se cagaba, y si lo hacía, nadie daba parte de ello.
Pasamos un día entero entrando y saliendo del piso, mirando el televisor y
buscando en las redes sociales, pero no había una sola palabra de la
descomposición de nuestro más feroz enemigo.
Pero el encargado que, para tentar al Gringo, se había bebido una copa de
vino de un trago, sí había caído en la indigestión de la fórmula. Y estaba mal.
Según nos contaban, estaba muy mal.
-
¿Qué coño le echaste a la cápsula? – Le preguntó
Salazar a su hermano.
-
Nada peligroso. – Contestó este.
-
Joder con nada peligroso. Tenemos a un tipo palmándola
en el hospital y al Gringo tan feliz en su puta casa. O uno es un cagaliendres
o el otro es un reputo con acero en el estómago ¿Es eso lo que ha pasado?
-
Yo qué sé, mezclé unas cuantas cosas, pero era una
dosis pequeña, no tiene porqué pasar nada.
-
Pues eso espero, joder.
Entonces volvió a llamar el primo de Nico.
-
El amigo de mi amigo quiere que vayas al hospital.
-
¿Y yo qué coño pinto allí?
-
No lo sé, pero como no vayas te va a denunciar a la
policía y el que se va a cagar por la pata abajo vas a ser tú.
-
La repónchola.
El tipo le agarró por la pechera, débil como estaba y postrado en una
cama más estrecha que su culo.
-
¿Qué me disteis, mamón? ¿Qué me disteis?
-
No era para usted, córcholis. Era para el puñetero
Gringo.
- Si yo no bebo, el Gringo se me mea en el vino. Si el
Gringo se me mea en el vino, adiós campeonato. Esto me lo tenéis que compensar.
-
Lo compensará la cagalera del Gringo. – Pero entonces
cayó en la cuenta de que el Gringo no había caído. – Lo compensará quien
narices lo tenga que compensar de alguna manera. Yo que sé, lo mismo hay fuera
una estrella esperándonos para cambiarnos el puñetero destino.
-
Tu destino es llevarte un par de hostias cuando me
levante de aquí.
-
Mi destino es celebrar el campeonato, conchagudo.
Y salió de allí, indignado por la amenaza y dolido por el fracaso. Y fue
entonces cuando vio un tumulto agolparse en el pasillo de entrada al hospital.
Los sanitarios, batas al aire, corrían despavoridos ante la llamada de socorro.
Cuando Nico llegó al hall, tres tipos vestidos de amarillo empujaban una
camilla y otros tres tipos vestidos de azul acompañaban el paso al tiempo que
recibían indicaciones.
Se acercó despacio, antes de que le hiciesen desparecer tras una de
aquellas puertas dobles y encontró la mirada perdida de un tipo que respiraba
gracias a una mascarilla de oxígeno. La mirada pintada en dos ojos color
amarillento, tigre feroz unos días y gatito manso en aquella camilla de
hospital. Esos ojos de lobo que hacía apenas dos días le habían humillado,
palabra mediante, tras el mantel blanco impoluto de una mesa de restaurante.
El Gringo se cagaba. Por fin.
Sacó el móvil del bolsillo, nervioso, y nos llamó nada más cruzar el
umbral de la puerta de salida del hospital.
-
Lo conseguimos, bolletes, lo conseguimos. – Y en su voz
se adivinaba una ronquera fruto de la emoción y la alegría.
Nico llegó emocionado y saltó, desde atrás, hacia su sitio en el sofá.
Atendíamos, imperecederos, a las noticias que nos mostraba la televisión. El
Gringo estaba en el hospital, afectado por una intoxicación y no podría jugar
el partido decisivo del domingo.
-
Nos van a pillar, Nico. – Le advertía atemorizado.
-
Estos son pinchagudos. No se van a enterar.
-
Van a tirar del hilo, Nico. El restaurante, el
encargado, los dos en el hospital con el estómago destrozado.
-
Que tiren lo que quieran. El Gringo no va a jugar y
vamos a ser campeones.
El domingo amaneció soleado, imperial, emocionante, un día de los que
apetece jugar y ver. Un día de fútbol en extensión apropiada. Pasamos la mañana
en el piso jugando a las cartas y bebiendo cerveza. No llegaba la puñetera hora
de salir de allí y acudir al estadio. Pero cuando íbamos a dar un mordisco al
bocadillo, Nico saltó del sofá y agarró por el pecho a Salazar.
-
No aguanto más. Vámonos de aquí.
El bocadillo en la garganta, las prisas en el cuerpo y la primera
cerveza, en el bar de siempre, junto al estadio, regada de mil cánticos y un
millón de nervios acumulados en la boca del estómago. Hacía mucho que no
ganábamos el campeonato y ellos, aquellos malditos cabrones que no hacían sino
putearnos un año tras otro, lo habían ganado durante tres años consecutivos.
Pero esta vez no estaría el Gringo. Y ellos, sin el Gringo, no eran gran
cosa. O eso queríamos hacernos creer los unos a los otros para insuflarnos un
puñado de ánimos. La cerveza estaba demasiado fría y los ánimos estaban
demasiado calientes. Escuchamos, al otro lado de la calle, los cánticos
enfervorecidos de los hinchas del equipo rival. Nos querían ganar, sí, pero eso
no era eso lo más lindo que nos decían. De no ser por el cordón policial que
separaba una calle de la otra, se hubiese montado la contienda nacional. Pero
pegarle al un picolo era un pasaporte directo al calabozo y, lo que era peor,
un salvoconducto hacia la oscuridad sin la posibilidad de ver el acontecimiento
del año.
Así que seguimos bebiendo y seguimos berreando como los animales que
éramos, sin caer en la cuenta de que el tiempo era inescrutable y el estadio
nos esperaba, puertas abiertas y gradas vacías, para que le diésemos vida y
color. El momento de la contienda había llegado.
En el momento de entrar, casi en paralelo con el cordón policial, los
hinchas del otro equipo nos increpaban. Cabe decir que nosotros no éramos
ningunos santitos y que también les picábamos de lo lindo. Hijo de las paredes,
comesacos, anguloso. Y me guardo lindezas de vergonzosa descripción. Me fijé en
uno de ellos, tenía los ojos inyectados en sangre y me enseñaba tres dedos como
tres estacas. Tres, me decía, tres, repetía. Bolero os va a meter tres. Y yo
tragaba saliva porque, en el fondo, seguía pensando que debíamos haber puteado
a Bolero en lugar de al Gringo. Pero la fechoría estaba cumplida, el partido
estaba en el césped y al de arriba le podía dar por ser tan caprichoso como lo
había sido el Gringo a la hora de beberse el vino. Tres, volvía a decirme.
Parecía a punto de explotar por la ira. Bolero os va a hacer tres. Tres
vacunas. Tres chicharros. Yo sólo le saqué un dedo, exactamente el dedo corazón
de mi mano derecha. Vete a la mierda cometigres.
Ocupamos nuestro sitio para cantar, saltar y empujarnos los unos a los
otros como si de un ritual bárbaro se tratase. Sin el mínimo ápice de cordura,
insultamos al unísono a los aficionados del equipo rival y estos nos
contestaban con otro cántico igual de ingenioso ¿Nos molestaba? Era algo demasiado divertido como para ser considerado una molestia. Aquel partido
que se jugaba en la grada era pura gloria para nosotros. Podríamos estar
insultándonos todo el día y, como monos sin adoctrinar, seguir chillando sin
sentido hasta que se nos apagara la voz.
El calentamiento nos mostró el más severo golpe a nuestros temores;
Bolero estaba fino que te cagas. La pegaba desde el lateral, frontalmente,
hasta de taco. Y la colaba de remate, de disparo, de amago. Nosotros le
mirábamos a Nico y Nico nos miraba con esa cara de antipático que gasta cuando
no quiere que le toquen las pelotas y nos decía que estuviésemos tranquilos,
que el Gringo no estaba y que el campeonato iba a ser para nosotros así que
dejásemos de joderle la pava.
Y, para dejarnos bien claro lo que opinaba de él, levantó la voz en mitad
de un segundo de silencio y se dirigió a su víctima con el pavo bien hinchado.
-
¡Bolero! ¡Inútil! ¡Eres un cojo! ¡No le marcas un gol
ni al arco iris!
Y en ese momento, en la grada, nació un cántico dañino, un punto
gracioso, contra Bolero. Y a Bolero le debió gustar porque nos miró con una
sonrisa y siguió calentando como si el mundo se hubiese parado a sus pies.
-
Este malnacido nos va a putear. – Le dije en voz baja a
Salazar.
-
Ya lo sé, joder.
Pero Nico seguía a lo suyo, a insultar a Bolero y a dejarse las palmas en
carne viva. Nos abrazaba cada dos por tres y nos golpeaba en la espalda cada
tres por cuatro. Cantad, borricos, cantad. Animad al equipo. Vamos a ser
campeones.
Cuando los equipos saltaron al terreno de juego, el estadio se convirtió
en una especie de terremoto. Rugieron hasta los asientos y no quedó una
garganta libre de pecado. Volaron papelillos, se vistió el aire de banderas y
bailaron las bufandas. Una gran pancarta animaba a los jugadores a dejarse la
vida y los jugadores respondían con aplausos y aspavientos, en espera de que no
dejásemos de animar ni un solo segundo.
Se hubiese acabado el mundo en aquel instante y no nos hubiésemos
enterado. El equipo salió en tromba y marcó gol en la segunda jugada de ataque.
Una semana de nervios, un plan casi desastroso y ya éramos campeones con apenas
tres minutos de juego. Nos abrazamos eufóricos, nos congratulamos como nunca,
gritamos como lo hacíamos siempre.
Cómo estábamos jugando. Ni en nuestros mejores sueños hubiésemos
imaginado un partido tan redondo. Combinaciones preciosistas en el centro,
remates espectaculares, robos de pelota en campo contrario. Un acoso total.
Pero ya habíamos pasado el ecuador de la primera parte y sólo ganábamos uno a
cero. Miré a Salazar y Salazar se comía las uñas. Miré a Nico y Nico me guiñaba
el ojo.
Misión cumplida, parecía querer decirme.
Pero la confianza es la frágil compañera del deseo y los designios son
eternamente crueles. Mediada la media hora de juego y en su primera llegada nos
empataron. Fue un centro sin demasiada historia, pero nuestros centrales se
confiaron y allí apareció Bolero para empalmarla a la red sin dejarla botar. Un
golazo, para qué vamos a decir lo contrario. Nos pudo haber jodido la vida y
hundirnos en un pozo de amargura infinita, pero una cosa no quita la otra. La
había enchufado con una calidad abismal.
No nos atrevíamos a mirar a Nico porque sabíamos que Nico nos iba a
mandar a freír algas. Pero Salazar y yo sabíamos que tendríamos que haber
puteado a Bolero y ahora Bolero nos estaba puteando a nosotros.
No ocurrió mucho más entre el gol del empate y el final de la primera
parte. Ellos, que se sabían campeones, se dedicaron a guardar la ropa después
de habernos calado hasta los huesos. Y los nuestros, golpeados en el alma,
sintieron como el miedo les producía escalofríos y preferían seguir en la
orilla antes que adentrarse en el espectáculo de las olas y las mareas. Y
aunque sabían que algún momento deberían correr el riesgo de querer ahogarse,
prefirieron dejar pasar los minutos y dejar que el tiempo de descanso les
sirviese de estímulo y reflexión.
Para nosotros, el tiempo de descanso no sirvió más que para devorar un
bocadillo y comentar un par de jugadas antes de entrar en caliente en el debate
que nos venía comiendo por dentro desde que Bolero nos había enchufado el
empate por la escuadra.
-
Deberíamos haber puteado a Bolero.
-
No me puteéis más a mí, cojones. Vamos a marcar otro y
Bolero no la va a volver a tocar, porque se lo están comiendo los nuestros ¿O
acaso no lo veis?
-
Nos ha marcado un golazo.
-
¿Y qué? Si no la toca. Es un cadáver. Un puto cadáver.
Nadie podía contradecir a Nico cuando creía tener razón. Lo peor de todo
es que él mismo sabía que no la tenía, pero le había costado mucho trabajo
putear al Gringo como para que ahora viniésemos nosotros a romperle las pelotas
y decirle que tenía que haber puteado a otro porque ese otro nos la estaba
clavando hasta el esternón.
Pero es que era así.
El comienzo de la segunda parte fue tan intenso como el de la segunda,
pero con un resultado aún más funesto si cabe. Habían pasado diez minutos de
dominio intenso cuando una pérdida tonta en el centro de campo terminó con un
pase profundo hacia el desmarque de Bolero. El tipo, que nos conocía de sobra y
sabía que le habíamos insultado hasta la crueldad, nos miró un instante antes
de continuar la carrera y definir delante del portero como sólo lo hacen los
grandes maestros del balompié. Picadita, suave, junto al palo.
-
¡Me cago en la tarada, Nico! ¡A Bolero! ¡Te dijimos a Bolero!
Y nos enganchamos de mala manera hasta el punto de que nos tuvieron que
separar entre varios y hacerme subir un par de filas para poner tierra y gente
de por medio.
-
A Bolero, joder, a Bolero. – Susurraba con la voz cada
vez más apagada mientras observaba como, en la grada opuesta, un millar de
seguidores del otro equipo celebraban alborozados el resultado que les hacía
campeones por cuarto año consecutivo.
Así caímos todos en un estado de letargo que nos pudo y nos fue apagando
poco a poco. Pasaban los minutos, ellos cantaban, nosotros callábamos y en el
campo corríamos como pollos sin cabeza en busca de una pelota que nunca
alcanzábamos.
Pero hubo una que sí conseguimos. Una pelota suelta, casi centrada con
los ojos cerrados desde más allá de la línea del centro del campo. No supimos
si por exceso de confianza o defecto de visión, el defensa central se comió el
bote y dejó a nuestro delantero centro mano a mano con el destino. Zapatazo.
Pum. Gol. Gol.
-
Gooooooooooooooool.
Joder, lo cantamos con el alma y lo celebramos con el corazón. Pero con
el corazón encogido, porque aquel empate no nos servía, aunque sí nos valió
para renovar el ánimo y, un poco, la compostura. Quedaban diez minutos y el
sueño era real. Caramba si era real.
No nos atrevimos a mirar a Nico porque sabíamos que Nico quería mandar al
mundo al carajo. No había lugar para la autocompasión, sólo quedaba animar,
mirar al cielo, obviar los reproches y dejarnos la garganta porque en diez
minutos se jugaba nuestra vida y nuestro futuro. Quedar marcado para siempre o
ser el tipo que puede pasear tranquilo durante el resto de su vida, con el
pecho alzado y diciendo, joder, yo estuve allí aquella tarde.
Todo o nada. Allí estábamos y allí supieron los nuestros que estábamos
todos. Todo o nada. Pierna fuerte, mentalidad ganadora. Otra vez. Y una ocasión
al limbo. Las manos a la cabeza, el “uy” encendido en cada garganta. Y un balón
al poste y casi morimos de la impresión. Y un último balón al espacio donde el
extremo corrió con todas sus fuerzas y puso la pelota como lo saben hacer los
ángeles creadores de cánones futbolísticos. Y el delantero en el aire, y el
defensa en el suelo, y el testarazo limpio, y el portero que no llega. Y el
gol. Y el éxtasis. Y la muerte a punto de pillarnos desprevenidos de tanto
quererle a la vida.
Todos fuimos una piña. Jugadores, entrenadores, directivos y nosotros,
sobre todo nosotros, unidos en un grito unánime y un abrazo universal. Me
atreví, entonces sí, a abrazar a Nico y a decirle que le quería, joder, le
quería mucho. A tomar viento el Gringo y su puta cagalera. Éramos campeones.
Por fin. Éramos campeones.
Ocurre, sin embargo, que los
designios no serían designios sino estuviesen asociados a la idiosincrasia. La
nuestra, más allá del valor, era la de ser unos desgraciados de por vida.
Muchos años sin campeonar y muchos más comiendo el polvo del enemigo. Demasiado
terreno mal labrado como para querer recoger ahora el fruto de una semilla
fértil. Las jugadas desesperadas tienen implícitas el factor del cara o cruz;
ese hilo invisible que une la fortuna con la realidad. Maldita realidad la
nuestra.
Es lo que pensamos cuando vimos a
Bolero encarar, mano con mano, a nuestro portero. Es lo que pensamos cuando
vimos a nuestro portero buscar las uvas a la desesperada. Es lo que pensamos
cuando escuchamos el pitido del árbitro y le vimos correr hacia el punto de
penalti. Y es lo que pensamos cuando miramos el marcador y comprobamos que el
tiempo estaba más que cumplido.
Que Bolero nos iba a destrozar la
vida era algo que ya habíamos previsto todos excepto Nico. Le observé un
instante, dos filas por debajo de mí, las manos en la cabeza y el cuerpo recto,
intacto. Inmóvil ante la desgracia. Muerto de miedo ante la verdad.
Durante el tiempo que duró la
ceremonia de lanzamiento guardamos un sepulcral silencio. En el otro lado,
aunque se escuchaba algún grito de ánimo esporádico, también callaban porque en
el fondo tenían tanto miedo como nosotros. Miedo al error y miedo a verse
abocados a la mofa. En el fondo aquello era lo que más nos fastidiaba; no
queríamos ganar para celebrar, queríamos evitar que se siguieran mofando de
nosotros y a la vez darle la vuelta a la tortilla y ser, por una vez, los
portadores de la sorna.
La vida pendiente de un hilo, apenas
unos pocos segundos para enfrentarnos a un destino aciago. En aquel momento
éramos campeones, pero cuando Bolero anotase el penalti la copa sería para
ellos. Una más. Y una menos para nosotros. Bolero celebraría, Bolero nos lo
dedicaría. Deberíamos haber puteado a Bolero, Nico. Deberíamos haber puteado a
Bolero.
-
¡Deberíamos haber puteado a Bolero, joder!
No sabría dar una explicación a lo que pasó más no habría manera de
explicarlo sin aludir a la casualidad y al destino. Por algún designio no
escrito, mi grito se encendió entre el silencio de un estadio apagado, lo hizo
justo en el momento en el que Bolero iba a chutar el penalti y, nadie sabe por
qué, el propio Bolero levantó la cabeza hacia la grada en el mismo momento de
chutar. El tiro, bien por despiste bien por desconcentración, salió flojo y
centrado y nuestro portero no tuvo más trabajo que el supusiera agacharse para
atajar la pelota.
El silencio perduró unos segundos que parecieron minutos que parecieron
una vida. Para unos, parecía una mala comedia, para otros, una mala tragedia.
Sólo cuando fuimos conscientes de que lo que había ocurrido era verdad,
estallamos en un grito de felicidad que aún resuena en los albores del estadio.
Campeones. Nos mirábamos a los ojos, nos abrazábamos con el alma, nos decíamos
palabras bonitas con el corazón. Y soltamos burradas, muchas burradas. Porque
éramos campeones, carajo y tocaba disfrutar. Tocaba disfrutarlo mucho y
celebrarlo por todo lo alto.
Noté como una marabunta de gente se agolpaba sobre mí. Me mesaban el
pelo, me palmeaban la espalda, me abrazaban en posturas forzadas.
-
Eres grande. Eres la hostia. Eres el mejor.
Los calificativos iban progresando a medida que la gente se iba
acumulando a mi alrededor. En el césped, los futbolistas se lanzaban al suelo
como si pretendiesen resbalar sobre una pista de hielo y saltaban al ritmo de
las canciones que les entonábamos. En la grada, dos filas por debajo de mí,
Nico no paraba de mirarme mientras me dedicaba un corte de mangas tras otro.
-
Bolero tu puta, Bolero tu puta, Bolero tu puta. –
Repetía.
La gente no entendía nada, más no dejaba de abrazarme y de reprochar a
Nico que me insultase de aquella manera. Ninguno teníamos ganas de explicar más
cosas de las que teníamos que celebrar. Éramos campeones. Después de mucho
tiempo, volvíamos a ser los mejores.
Fue una noche larguísima en la que el alcohol corrió por nuestras venas,
los insultos nacieron de nuestra garganta y el ánimo encendió nuestros
corazones. Más allá de los momentos, nos llegaban los recuerdos; tantos años a
la deriva esperando este día como para dejar pasar la noche sin celebrarla. Nos
mamamos como campeones de la borrachera, hubiésemos reventado alcoholímetros si
nos hubiesen hecho alguna prueba, hubiésemos terminado en el calabozo si algún
loco se hubiese atrevido a afearnos la conducta.
Cuando regresamos a casa, Salazar y yo por nuestra cuenta, comprobamos
que había una patrulla de policía en la calle. La luz azul volteando el cielo,
pero la sirena en silencio. Habíamos perdido a Nico a la salida del estadio.
Más bien había sido él quien nos había querido perder a nosotros. Le vimos
salir esposado, la cabeza alta y la mirada encendida. Sabíamos que iba a cargar
con toda la culpa. Sabíamos, también, que no se iba a arrepentir de nada.
Permaneció ocho meses en la cárcel, acusado de un delito de daño contra
la salud ajena. El encargado del restaurante, que había sufrido un colapso
gastrointestinal, había terminado por denunciarle después de que el Gringo
Gutiérrez hubiese denunciado al local por la intoxicación. No tardó en salir a
la luz toda la trama en la que se vieron implicados Nico, su primo y el hermano
de Salazar. A Nico le costó unos meses de libertad, a su primo le costó una
amistad y a Salazar chico le costó el puesto en el laboratorio. Da igual, nos
dijo poco después con el gesto fruncido y la cabeza gacha, al menos fuimos
campeones.
Aquel campeonato significó el fin de nuestras vicisitudes. No volvimos a
campeonar en mucho tiempo, Nico no volvió a hablarnos, ni volvió a pasar al
estadio junto a nosotros. Hace tiempo que no le vemos, pero su caso tuvo tal
repercusión que el grupo de animación más ultra del estadio cambio su nombre al
de Nico Sur. Nico era Dios y nosotros unos plebeyos que le habíamos afeado la
idea. Durante unas semanas se paseó por los platós de televisión como si fuese
un héroe y los programa basura hicieron carroña de su cadáver. Cuando dejó de
servirles le tiraron al foso de los leones y cayó de pie en la grada donde aún
se le venera como al tipo que engañó al Gringo Gutiérrez para que no jugase el
partido decisivo de la temporada.
Hace un mes volvimos a campeonar. Los años nos han convertido en más
prudentes y menos aguerridos. Salazar y yo somos padres divorciados. La
fatalidad nos ha encaminado hacia una vida monótona donde lo que ganamos lo
gastamos en la manutención de los hijos y hacia una desgracia paternal en
cuanto fuimos conscientes de que los niños de ambos tifaban por el equipo
rival. Antes del partido decisivo jugamos en su estadio y ganamos dos a tres.
Como en los viejos tiempos. Aquella victoria nos situó en lo más alto de la
tabla y hubimos de jugarnos la vida ante el último clasificado. Lo hicimos bien
y les goleamos. Por si acaso, su mejor jugador había quedado fuera de la
convocatoria víctima de un proceso vírico gastrointestinal. Era el hijo de
Bolero, aquel que falló un penalti cuando más lo necesitábamos.
Cuando regresamos a casa, bufanda en el cuello y sonrisa pintada, nos
cruzamos con Nico. Igual que nosotros, tenía más volumen en la barriga y menos
pelos en la cabeza. Nos dedicó una sonrisa y nos enseñó el dedo corazón.
“Bolero tu puta”, dijo de nuevo en voz alta mientras se perdía entre la
multitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario