Siempre hay un primer momento para todo; para esa primera impresión que te casará con el destino, para esa tarea pendiente en el filo de los sueños, para ese reto contigo mismo en pos de demostrar tu valía y también para ese cambio de estilo que te convierta en diferente para el resto del mundo. La selección española de fútbol dio un paso definitivo en el verano de 2008, allí, en Viena, y mientras los sueños volaban por el aire acariciando la realidad, España dio una impresión fastuosa, culminó su tarea con eficencia, superó sus retos y cambió el estilo para dejar de ser furia y quedarse simplemente en La Roja. Pero aquel proceso de deconstrucción comenzó mucho antes, en una luminosa primavera africana nació el gen ganador que nos situó, por derecho, en la cima del mundo once años más tarde. En África comenzó el proceso y en África se cerró el círculo.
No tenía mal equipo aquella España juvenil que se presentó en Nigeria para disputar el campeonato mundial de la categoría en 1999. Allí estaban Marchena, que hizo carrera en Valencia y fue padre en un vestuario de campeones, Orbaiz y Yeste, cuyos nombres serigrafiaron miles de camisetas en Bilbao, Barkero, de cuya clase aún disfrutan los aficionados del Levante, Gabri, que recorrió el mundo en busca de la oportunidad que perdió en Barcelona, o Valera, cuyo gol al Barça con la camiseta del Betis dio la vuelta al mundo en ochenta días. Pero por encima de ellos había dos tipos que aglutinaban en su cabeza todo el éxito posible.
Casillas ya había debutado como portero en el primer equipo del Real Madrid. Se adivinaban reflejos de felino, personalidad de líder y categoría de primer espada. Alternó la titularidad con Aranzubía e inició su particular rosario de milagros en aquel agónico partido de cuartos frente a Ghana. Solamente hay que ponerse en situación; cuartos de final, tanda de penaltis y un mal fario que nos persigue de por vida. Pongan enfrente a Ghana o a Italia, el momento vale más que el rival. Pongan en la portería a Casillas. Ahora abran los ojos y visualicen el milagro.
Xavi también había debutado como titular en el primer equipo del Barcelona. Su camino fue mucho más espinoso. Por delante tenía al gran capitan Guardiola, el tipo que lo acaparaba todo; los focos, el vestuario, el juego y el estilo. Le nombraron sucesor y le tiraron a los leones. Pero Xavi no era Guardiola, no tenía su estatus periférico, no tenía su alma de líder y, por encima de todos los hándicaps, no era un mediocentro al uso. Y le crujieron por ello. Le crujieron mucho. Pero en Nigeria fue otra cosa, jugó por delante de Orbaiz, sin exigencias defensivas extremas, con todo el espacio por delante, con todo el tiempo para pensar, con el balón en los pies. Y Xavi fue el amo del torneo. Nos podemos volver a poner en situación; un tipo bajito que hace lo que quiere, como quiere y donde quiere. Ahora volvamos a Nigeria, o volvamos a Austria, o volvamos a Sudáfrica. Ya lo hemos visto todos, y lo hemos comprendido. Xavi cambió el estilo.
Ellos iluminaron el camino. Hubo un tiempo en el que nos perseguían los fantasmas, nos fustigábamos sin haber cometido pecado y, cuando pecábamos, nos encerrábamos en el cuarto oscuro de nuestras pesadillas para volver a revivir los errores y no aprender nunca de ellos. Pero todo cambió cuando al equipo de los grandes, al de las exigencias, al de las urgencias historicas, llegaron dos tipos que sabían lo que había que hacer. A uno le tocaba la parcela de los milagros y al otro, simplemente, la tarea del juego. Ellos fueron los líderes, los gurús, los culpables. Con ellos España ganó su primer mundial en categoría juvenil y con ellos España ganó el mayor prestigio de su historia en categoría profesional. Siempre hay un primer momento para todo y Nigeria no fue solamente un título; fue un punto de inflexión.
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