Dediqué varios días de mis meses pasados a leer los "Diarios de Kafka" junto a sus "Cartas a Felice". Dos tomos enormes que ilustran la necesidad de un escritor sobresaliente por escribir, por vivir su vida escribiendo, por SER literatura.
Entrelacé los días y sus noches, rellené los agujeros de sus diarios con las cartas que escribía a una mujer que había visto una sola vez, un amor literario en el que nunca naufragó de verdad. Sus inquietudes fueron las mías. Casi sufrí por él cuando ella no le contestaba. Me consternó su obsesión por ajustar sus tiempos de escritura a los de ella, su locura por luchar contra el tiempo que le tenía preso en una oficina hasta las dos de la tarde, su belleza creadora a horas intempestivas.
Y releí "La metamorfosis", "El Castillo", "La Condena"... porque sus diarios y sus cartas me llevaban de la mano a una y otra lectura, hasta terminar con el terrible relato de "La condena penitenciaria".
Terminé pintando a un hombre sumergido en otro cuerpo. Un clásico que muchos amantes de los pinceles han retratado a su forma y manera. Y decidí que la mía sería esta que ahora ven, esta que ahora les muestro, porque en esa mirada y en ese rostro, encuentro al autor que yo leí.
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