miércoles, 22 de octubre de 2014

LAS SIRENAS DE PERUCHO

 Violeta Rojo

Quizás deberíamos tapar nuestros oídos y atarnos al palo mayor para leer este libro. Bien sabemos que las sirenas son peligrosas. Entre otras cosas porque encantan a los hombres sin que sepamos exactamente qué son. Y los encantan porque, como decía Pausanias, son encantadoras tanto en poesía como en prosa.
Debo decir que lo que más me gusta de La música de las sirenas de Javier Perucho, es que puede leerse de manera especular. Eso no es extraño, bastantes representaciones de sirenas hemos visto con espejos. Las sirenas que ha compilado Perucho no sólo entretienen, también hacen reflexionar sobre estas míticas mujeres, y darnos cuenta que sobre ellas nada es concluyente. No sabemos ni qué son, ni qué forma tienen, ni su origen e historia, ni sus padres, ni cuáles son las características de su naturaleza híbrida. Tampoco estamos claros si sus acciones están signadas por el destino, la obligación, la maldad o el humor.
Para unos eran pájaros con cara de mujer; para otros, mitad mujer, mitad pez. Cuando eran aves las llamaban ruiseñores de patas de harpías que mataban centauros, o gorriones con cara de mujer. Su historia como aves tiene que ver con Perséfone. Eran sus amigas y cuando Hades la raptó, pidieron alas para buscarla por todas partes. No pudieron encontrarla, ya que estaba en el inframundo, así que quedaron con esa forma. Las plumas pudieron ser un castigo de Deméter, por no haber sabido cuidar a su hija. Pero también el castigo podría ser de Afrodita, por despreciar el amor erótico y querer permanecer vírgenes para siempre. Siempre aves, en algún momento y sin razones claras se las comenzó a representar como seres marinos.
Su melodioso canto está vinculado a sus difusos orígenes. No sabemos quiénes son sus padres, se piensa que podían ser hijas de Gea, la tierra, y padre desconocido. O quizás de Aqueloo (el que ahuyenta el pesar, el dios del río, poderoso espíritu de las aguas) con una musa, que pudo ser Melpómene (la de la tragedia) o Tepsícore (la de la danza). Puede ser también del mismo Aqueloo con Estérope de Calidón, o aun del dios marino Forcis y Calíope (la musa de la elocuencia). Estos progenitores explican su relación con el mar y con el canto.
Su voz fue motivo de grandes sinsabores para ellas. Hay quien dice que una vez osaron entrar en una competencia con las musas y perdieron la contienda. Las plumas que engalanan a las diosas son plumas de sirena, que les fueron arrancadas como trofeo. Eso de decir plumas de sirena suena verdaderamente extraño si pensamos en las de cola de pez, pero es que con las sirenas, si queremos evitar confundirnos, siempre hay que estar pendiente de la forma que están adoptando en cada momento.
Para seguir con las amarguras que traía y que les trajo su canto, se consideraba que no sólo extraviaban marinos, sino que también que robaban la esperanza de volver a casa, y eso es de lo más triste que hay. Engañar sirenas fue un gran pasatiempo para los griegos. Orfeo salvó a los Argonautas cantando más alto y más melodiosamente que ellas. Ulises ya sabemos qué hizo. Desesperadas por su fallo con éste, se lanzaron al mar. Sin embargo, otros dicen que se había vaticinado que sólo podrían vivir hasta que alguien que las oyera cantar pudiera pasar sin estrellarse en las rocas. Así que no se suicidaron cuando Ulises pudo hacerlo, es que estaba escrito. Sin embargo, Ptolomeo Hefesto dice que sobrevivieron para vengarse y mataron a Telémaco cuando supieron que era hijo de Ulises.
El número de sirenas también varía según los autores, a veces dicen que eran dos, o tres o cuatro o diez.
Su nombre es álgido asunto. Unos las llaman sirenas o seirenes, que algunos relacionan con quimeras, pero también las llamaban aquelois por su padre, y a veces doncellas de Sicilia. En otras lenguas distinguen entre sirenas y doncellas del mar, y por eso hay sirens y mermaids, entre otras distinciones, aunque para nosotros es lo mismo. Individualmente sus nombres eran Ligeia (la de voz melodiosa), Leucosia (la nívea), Parténope (la de voz de doncella), Thelxiope (la que encanta con su voz), Thelxinoe (la que encanta con su mente), Thelxipea (la encantadora), Molpe (canción), Pisinoe (la que afecta la mente), Aglaophonus (la que suena bellamente), Aglaope (la de voz espléndida).
Tampoco hay certezas de dónde calentaban hogar. Unos dicen que era en tres pequeñas rocas llamadas Sirenum Scopuli, cerca de Escila y Caribdis, por cierto, o sea, en el estrecho de Mesina; otros que era en Anthemousa en Grecia; o en Pelorum (Punta del Faro) en Sicilia, o en las islas Sirenusias, cerca de Paestum en Campania, e incluso en Capri. Había un templo para ellas en Sorrento, y se dice que su tumba estaba en Nápoles.
Entre tantas dudas e historias, no puede extrañarnos que Javier Perucho haya empleado tiempo y dedicación a compilar a los autores que escribieron brevedades sobre ellas, no sólo en este libro que presentamos: La música de las sirenas, su antología de minificciones de sirenas en la literatura en español, sino también en Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano. Y no es raro, porque las sirenas y las minificciones son parecidísimas. Incluso me atrevería a decir que las minificciones son las sirenas de la literatura: inolvidables, híbridas, misteriosas, inclasificables, con muchos nombres y diversas características, muchos ancestros y sin origen definido.
Lo tenemos claro entonces, Javier Perucho, a partir de esta selección, estableció su definición del género minificcional: oscuro, inaprensible, múltiple y complejo. Y lo hizo como deben hacerse las cosas, con investigación, disfrute, encanto y la belleza alta y clara de la voz de las sirenas.


Texto leído durante la presentación de La música de las sirenas, Feria del Libro de la Universidad de Carabobo, Venezuela, 14 de octubre, 2014.

lunes, 6 de octubre de 2014

AGENDA DE CARABOBO

Jornadas y labores:










sábado, 27 de septiembre de 2014

LA GRACIA DE LA LITERATURA


Edmundo Valadés fue un hombre de pasiones: expiaba su afición por los toros y el cine como transpiraba el periodismo cultural o se desvelaba por las apetencias del cuento. De las primeras apenas sabemos nada; su talacha periodística sigue desbalagada en los sótanos polvosos de la radio y la televisión, en los diarios y revistas donde la ejerció con fervor cotidiano; de la última guardamos una certeza: fue uno de los cuentólogos más sabios en México, reputación consagrada por sus afanes en la difusión y aliento del género, cuyos frutos se encuentran en la biblioteca del escritor: analectas, estudios, cuentarios y en El Cuento. Revista de Imaginación, cuyo número inaugural apareció hace cincuenta años, en mayo de 1964.
El consejo de readacción que afrontaba los trabajos de El Cuento lo conformaron personalidades que animaron la literatura mexicana vigesímica. El diagramado y la selección narrativa estuvo a cargo del maestro Valadés, así como la distribución comercial de la revista. La sección de correspondencia, de las muchas que la integraban, amerita una acotación, pues ahí podemos encontrar, entre epístola y epístola, una didáctica y una poética del cuento, así una arqueología literaria de una estela de escritores latinoamericanos que hallaron en sus folios un espacio de aprendizaje.
Justamente esta cauda es la que da cuerpo y sentido a Minificcionistas de ‘El Cuento. Revista de Imaginación’, florilegio atentísimo a los acordes de Alfonso Pedraza (Hidalgo, 1956), médico cirujano adicto a las breverías que Valadés promulgó por el continente, y quien se ha encargado del rescate de su heredad a través del sitio digital homónimo, un espacio virtual que aloja las invenciones cuentísticas miniadas difundidas en el centenar y medio de números de dicha revista.
Para integrar el volumen de los Minificcionistas, Pedraza convocó a los escritores de la escuela valadesiana bajo la premisa de que colaboraran con textos inéditos o no publicados por el sonorense para festejar el cumpleaños de plata de la revista. Así logró reunir, formados por orden alfabético en el índice, a un centenar de cultores vivos del microrrelato, por cuyo ejercicio destacan en sus países o sobresalen en el continente debido a los registros magistrales con que han logrado consagrar al benjamín de la narrativa: el microrrelato.
De este llamado se derivan las ausencias, unas lamentables, por ejemplo, las de Juan Armando Epple, José Donoso, Augusto Monterroso, Max Aub, José de la Colina, José Emilio Pacheco, entre otros, pues su escritura cristaliza el canon del microrrelato en Hispanoamérica, además de que han fraguado un paradigma que persiguen los narradores más sensibles a los modos de articular el cuento brevísimo, la gracia de la literatura, en el pregón del maestro Valadés.
A pesar de los faltantes, la estirpe latinoamericana del microrrelato fue congregada felizmente en torno a Minificcionistas de ‘El Cuento. Revista de Imaginación’, para celebrar con un tributo narrativo el jubileo de El Cuento, un espacio literario donde la imaginación cuentística reinaba por sobre todos los géneros.


Alfonso Pedraza (compilador), Minificcionistas de ‘El Cuento. Revista de Imaginación’, presentación de Marcial Fernández, México, Ficticia, 2014, 220 pp. (Biblioteca de Cuento Contemporáneo, 45)

[Reseña publicada en Laberinto, núm. 589, 27 de septiembre, 2014, p. 8.]