Raymundo Ramos
Ars combinatoria
Las tradicionales divas de las islas se
están extinguiendo. Cada vez se oye menos el chapoteo de sus cuerpos fusiformes
(con aleta caudal natatoria no transversa) arrojándose desde las peñas
ferruginosas. En algunos pedregales resbalosos de musgo, la pestilencia a
marisco en descomposición es insoportable; pudrideros de materia orgánica
llegan ahora, en rachas olfativas, a la pituitaria de los navegantes, como
otrora la miel de sus cantatas al sentido infundibuliforme de los héroes
homéricos.
La razón de su merma biológica es
sencilla, son especímenes híbridos y, por lo tanto, estériles: fornican con los
grandes peces y desovan un lodo espermático degenerado, que después de unas
horas de vibración ciliar en los caldos de los esteros se aquieta y muere. Los
manoseos sensuales con náufragos —de las costillas flotantes para arriba— son,
evidentemente, lubricidades infecundas; extranjeros de tez comida por la barba
y ojos desorbitados dan testimonio de haber succionado el calostro dulzaino de
senos ebúrneos, aunque cerebros extraviados por el sol calcinante y la locura de
la sal marina hacen increíble el recuerdo de esas glotonerías orales. En cuanto
a la voz, ha habido de todo. Infortunadamente resulta imposible precisar las
excelencias de sus registros sonoros, como en el caso de algunas virtuosas
operáticas anteriores a las grabaciones en acetato: digamos, la Malibrán, pero
es indudable que —mitologías aparte— debió haber entre las sirenas tonadilleras
y baladistas de pésima cuadratura y vocecillas insignificantes.
El Jardín de las
Delicias del Bosco es otra
cosa. En él todo acto fornicatorio es posible y deseable, a condición de que se
soporten los besos deslenguados y las
miradas en eterna vigilia a través de las membranas nictitantes, amén de las
mejillas erisipélicas y el jadear asmático de las branquias, como de pez fuera
del agua. Aquí tampoco la relación es fecunda, a Dios gracias, y si en el caso
anterior resultan cuestionables las facultades vocales de las Ristori o las
Patti del
archipiélago, en el espacio pictórico de las más audibles lujurias lo único que
pudiera ser comprobable para el ojo que escucha es el peditrompeteo de flores
que les revienta en el jarrón del ano a los habitantes de la pradera
pecaminosa.
Raymundo Ramos, Alta infidelidad y los espejos cóncavos, México, cnca, 1997, p. 20.