Adiós al maestro
En mi adolescencia leí con pasión los cuentos ensartados en Los días enmascarados y cada noticia sobre las hazañas de don Carlos Fuentes que encontraba en la prensa la leía con un interés inacabado. Más tarde descubrí en el Colegio de Ciencias y Humanidades esa fascinante noveleta de título vocálico: Aura, que me embrujó desde su primer enunciado. Por cierto, mis alumnos de este semestre que concluye, me pidieron que la incluyera entre las lecturas de la clase, pero no nos dio tiempo, aunque algunos de ellos sí la leyeron, previa búsqueda en librerías de la edición conmemorativa, pues este año cumplió su jubileo, ya que la primera edición fue publicada en 1962 por la emblemática editorial Era. (Aura. Edición conmemorativa, ilustraciones de Vicente Rojo, México, Era, 2012.)
Andando el tiempo y al consolidarme como lector, cayó en mis manos La región más transparente, que devoré como niño de hospicio. Y en otro momento, no recuerdo si antes o después de La región…, vino a mis manos La muerte de Artemio Cruz, cuyas oraciones de futuro imperativo emulé con resultados de fracaso.
Como complemento de mis estudios universitarios, la ensayística del maestro me llegó como agua bendita, entonces leí sus perquisiciones sobre la novela latinoamericana, la idiosincrasia del mexicano, la aventura cervantina y demás ensayos sobre literatura. Aparte de que semanalmente leía en El País o Reforma su columna periodística, aunque no siempre con fidelidad ya por sus juicios políticos, ya por lo trillado del asunto planteado. Yo buscaba al fabulador no al analista de la coyuntura. Por ello en algún momento me alejé de sus novelas porque el análisis sociológico, la interpretación histórica y el comentario político suplantaban sus capacidades de fabulación, novedad arquitectónica e imaginación en estado de gracia. He ahí una de las razones por las cuales el ciclo narrativo de Las Edades del Tiempo lo conozca de manera parcial, apunto con culpa.
Acaso el protagonismo político que lo alentaba también eclipsó su talento para narrar, porque eso lo distinguía, un talento nato para narrar, una capacidad para inventar realidades literarias que hasta ahora no dejan de asombrar.
Ahora ya no está. La noticia de su muerte me la dio Armando Alanís en mi cubículo apenas sobrepasó el umbral. Me sobresaltó saber que ese hombre que había educado mis años juveniles, formado como lector y domesticado mis prosas silvestres había concluido su viaje. Mientras comía con Armando me preguntaba si de no haber nacido en este nido de cloacas, le hubieran concedió el Nobel, necedades que irrumpen ante el estupor y la desdicha de la pérdida, aunque tuvo tremenda resonancia, aceptación y reconocimiento, ahora me respondo mientras escribo esta esquela para recordarlo.
Pasado el luto, guardaré silencio ante su partida, atesoraré sus libros y volveré a las páginas maestras de Los días enmascarados.