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Los diez libros que más me han marcado

No son mis diez libros favoritos, en absoluto; hay alguno que no recomendaría siquiera. Pero la lista no habla de los más prestigiosos, ni de los más literarios, ni siquiera de mis básicos. Lo interesante de esta lista que pulula por internet y que cada uno hace suya es que son los diez libros que más le han marcado a uno, y si uno es honesto, el resultado puede ser radicalmente opuesto a una selección de preferidos. Porque en esta lista no está Dahl, Calvino, Saramago, Böll, Mo... ni tampoco novelas que me han entusiasmado como La colina de Watership, El dios de las pequeñas cosas, Rebelión en la granja... y un montón de libros que me llevaría a una isla desierta para leer hasta que se despegasen las hojas. Esta lista habla de libros que me dejaron marca, libros que me influyeron. Y eso, me temo, lleva a una selección a veces vergonzosa, pero sin ninguna pretensión. Eso es lo que más me gusta.
Mi selección es terriblemente honesta. Desconfiad de las listas de libros influyentes que empiezan en la adolescencia o vida adulta, como si no fuese la infancia la época en la que más marca nos dejan las cosas, en la que más nos puede influir el entorno. Tampoco podemos «soltar» los títulos y adiós muy buenas: si te animas a completar los tuyos, recuerda explicar el porqué de cada uno.
Estos son, en definitiva, los míos:

1. La bruja aburrida de Roser Capdevila y Mercè Company
Es el primer libro (y serie por extensión) que recuerdo buscar yo mismo cuando era muy pequeño, cuando empecé a leer y acompañar a mi padre a la librería era lo más emocionante que me ocurría durante la semana. Entonces sabía que las autoras eran las mismas que Las tres mellizas, libros que tenían mis hermanos, pero que para mí eran las aburridas de verdad (sin embargo, es curioso que ya tuviese conciencia de qué era un «autor»).
Como libro objeto, me impresionó que pudiese rellenar el «Este libro pertenece a» (un hito cuando eres el pequeño de cuatro hermanos) o la animación que podías crear pasando rápido las esquinas del libro. Lo mejor de todo es que no era una serie con statu quo: igual te contaba la infancia, la boda, como el día que conoció a un personaje que reaparece tres números más tarde.

2. Buenas maneras. 201 normas de urbanidad de Ana Serna Vara y Margarita Menéndez
Este libro repleto de normas de educación me impresionó muchísimo de muy niño y su influencia dura hasta nuestros días. Con versos repipis sobre no chillar o cómo comportarse a la mesa, lo que me marcó fue el concepto de urbanidad.
En la urbanidad cabe tanto respetar las horas de sueño cuando se llama a la casa de un amigo como pagar todos los impuestos aunque uno no se apellide Botín. Para mí no hay ninguna diferencia.
Odio que este libro esté en la lista, pero es que no puedo obviar lo que más me ha marcado.

3. La sabana
No he encontrado la cubierta ni el autor, pero recuerdo que M. me lo regaló en un cumpleaños de Primaria y que aluciné con los animales: los elefantes, los leones y las jirafas. No sé hasta qué punto mi obsesión por la sabana africana es culpa de este libro; la biografía Volando Solo de Roald Dahl también tiene su parte de culpa, pero el poso ya lo había dejado este cuento. Mi amiga S. dice que todos tendríamos que elegir un país: a falta de país, yo elijo la sabana africana.


4. Los Leo Leo
Era una colección, pero tuvo una influencia brutal en mi afición a la lectura y curiosidad por las publicaciones. Recuerdo la intriga que me provocó cuando la cabecera cambió de editorial y las preguntas que hice a mi padre al respecto. Ahí empecé a ver los libros como un negocio y una profesión. Ya os digo que tenía inquietudes muy raras para mi edad.

5. La materia oscura de Philip Pullman 
Conocí la serie en un viaje a Londres y me compré el primer volumen de regreso a España. Tendría unos diez u once años  cuando lo leí y el papel de la religión y de Dios en la historia me marcó muchísimo. Ya he escrito largo y tendido sobre mi admiración por esta trilogía, pero es que es imposible leerla y que no te deje huella. Me da igual que tengas diez que sesenta años: lo que Pullman propone en el desenlace es de lo más rompedor, arriesgado y políticamente incorrecto (y brillante) que he leído en mi vida. Mi pensamiento ateo le debe mucho a esta trilogía.

6. Bone de Jeff Smith
Cuando conocí Bone, todavía se vendía por fascículos en los kioskos, lo editaba Dude Cómics y era en blanco y negro. Era finales de los noventa y yo tenía unos doce años. Entonces creé mi primera web fan, Deren Gard, y a la editorial le hizo tanta ilusión que incluían publicidad gratis con los cómics. Ese fue mi primer contacto con una editorial. Años después interrumpieron la publicación y tuve que comprar los últimos números en inglés, pero la tontería de mezclar internet y literatura (el cómic es literatura) tendría sus consecuencias para mí. Tiempo al tiempo.

7. Harry Potter de J. K. Rowling
Dudo mucho que mi vida fuese igual si Harry Potter no se hubiese cruzado en mi camino. Aparte de lo mucho que me marcó como historia (la saga que vivió), me sumergió de lleno en las comunidad fan de internet y participé de lleno en la web más emocionante que he conocido nunca, HarryLatino (ahora está de capa caída, pero tendrías que haberla conocido hace cinco o diez años). La lista de oportunidades que me surgieron a partir de esta saga es larguísima, pero su trascendencia en mi vida personal (la gente que conocí, los viajes que hice) y profesional (conocí un montón de profesionales del mundo editorial antes de los dieciocho) es incuestionable. Hasta publiqué un libro que vendió 7000 ejemplares en dos semanas (cuando lo prohibieron) y traduje varios. Pero al margen de todo lo que rodeó a la saga, Harry Potter significó y significa mucho para mí como lector. Han pasado un montón de años y todavía me pongo bravo cuando oigo que alguien se mete con los libros. En el 100% de los casos, son personas que no los han leído.

8. Cien años de soledad de Gabriel García Márquez
Fue mi iniciación a García Márquez y mi favorito hasta que leí El amor en los tiempos del cólera; desde entonces no me decido. El uso del lenguaje y el paso del tiempo en la novela marcó mi concepción de la (buena) literatura y aupó a Gabo a los altares de mis ránkings. No es solo un libro que me gustó muchísimo: es un libro que me abrió a América Latina, que me hermanó más si cabe con un pueblo que comparte idioma y que me convenció de que para escribir una obra maestra eterna no hace falta ni haberse muerto.

9. Matar un ruiseñor de Harper Lee
Aparte de que es una novela brillante de principio a fin, influyó mucho en mi sentimiento de justicia. Es un libro donde unos se creen con derecho a aplastar a los demás, hasta que llega Atticus Finch para combatir los prejuicios. A lo mejor no sale todo como querría el lector, pero la de Harper Lee tiene que ser una historia creíble, porque es una historia que pudo ser. Y aunque los malos se salgan con la suya, el poso de dignidad que deja en el lector no lo consiguen todos los libros, tampoco los que tienen final feliz. Cuando terminé el libro, quería ser la mitad de bueno que Atticus. También fue el principio de mi afición por la literatura del conflicto racial, un género en sí mismo.

10. Las uvas de la ira de John Steinbeck
Steinbeck es uno de mis favoritísimos y Las uvas de la ira seguramente sea mi libro de cabecera. Sin embargo, no está en esta lista por lo que lo disfruté, sino por lo que me tocó en lo referente a la emigración. Cuando lo leí, España llevaba un tiempo recibiendo avalanchas de inmigrantes y trataba de acostumbrarse a una nueva realidad. Aunque los veía en las calles, lo cierto es que en mi día a día no tenía contacto con ellos, y tenía una visión muy deformada por la televisión (no digo que negativa, pero sí alejada de la realidad). Las uvas de la ira cambió mi modo de ver a los inmigrantes gracias a los Joad, una familia que sale a la carretera en busca de una vida mejor. Lo que más me impresionó fue cómo los personajes se iban denigrando a medida que llegaban a su destino, y cómo éste no era para nada como lo habían imaginado. En verdad, los Joad no perdían la dignidad, ni tampoco los inmigrantes que llegan a España. Lo que más me marcó del libro fue ver cómo éramos nosotros, los de aquí, los que intentábamos robársela. Cómo los denigrábamos para no verlos como personas, simplemente porque no nos convenía. Es una novela desgarradora que no te deja igual.


Crus me retó a escribir esta lista. Ahora me toca a mí pasar el testigo, así que reto a todos los que lean esto a que publiquen sus diez títulos en los comentarios del blog o donde más les guste. Tengo mucha curiosidad por conocer esos libros que tanto os han marcado. ¡A pensar!

Quinto madridversario

En Madrid me ha pasado de todo: me han visitado fantasmas, he vivido el Apocalipsis y también un poco de todo lo demás. Me he metido en los barros de la lengua para crear un curioso diccionario y me he sentido tan de aquí que hasta me he tomado la libertad de expedir carnés de madrileño a razón de cinco requisitos. Todo para decir que soy el más madrileño.
Ni hay uno sin cinco, ni cinco hasta por siempre jamás. Más o menos.

La buena educación 2.0

Mi amigo A. es una de las personas más educadas que conozco, de esas que se escandalizan si los invitados mueven un dedo y que no aparecen en una cena sin un detalle para el anfitrión. Un caballero de los de antesPor eso ayer lo sentí mucho por él cuando le dije que le cortaría los huevos si no eliminaba una foto de Facebook en la que aparezco y que había subido sin permiso. Resulta que yo no soy tan caballero.
Unos minutos después, como había sonado muy duro, le escribí otro mensaje más simpático para que no tomase mi amenaza en el sentido literal, pero para entonces A. ya se estaba disculpando y había borrado la foto. «No me di cuenta de la copa», me dice. Yo salía con un cóctel impronunciable en la mano, algo con lo que no me dejo fotografiar jamás, pero este detalle cambia muy poco la historia: no quiero que nadie suba sin permiso una foto en la que aparezco yo, punto. Mucho menos si estoy en un after work con amigos, pero sería lo mismo si la foto fuese repartiendo sacos de arroz y aspirinas en Ruanda: mi imagen me concierne a mí exclusivamente, porque una imagen contiene una historia o instante, que por trivial que sea, no quiero compartir con nadie.
La cosa viene de lejos: estás con un grupo de amigos (o conocidos; la palabra ya no tiene ningún sentido en Facebook) cuando alguien propone una foto y todos se tienen que poner en postura de recibir la comunión. Ahí tienes dos opciones: o no querer salir en la foto o exponerte a que la suban a cualquier red social sin tu permiso. Primero pruebas a no salir, pero te acribillan a gritos por escabullirte de la foto. Entonces intentas la otra opción: pedir que no la suban a Internet. Ay, y eso sí que no. Ya no se hacen fotos si no son para exhibirlas en Facebook. Primero quedas de imbécil por sugerir semejante anacronismo, pero cuando llegues a casa comprobarás que además de imbécil eres tonto, porque la han subido de todas formas. Estás vendido.
Desde hace tiempo, mi estrategia consiste simplemente en desaparecer y rezarle a todas las vírgenes de España para que nadie me cace a tiempo para la foto, porque entonces tendré que sufrir la presión para salir con los demás (explicación) para que luego suban la foto de todas formas (frustración). Hay gente que no acepta un no por respuesta. Tampoco que no quieras salir en su vida 2.0.
Sé que no estoy solo. Cada día hay más personas concienciadas con las nuevas normas de educación, conscientes de que lo normal es pedir permiso para subir una foto a Facebook en vez de tener que pedir que la quiten. Se habla mucho de cómo la ley se queda atrás de la tecnología, pero también queda mucho trabajo por hacer con las normas de educación. Hay que saber emplear las nuevas tecnologías con sentido común, pero también aplicar buenas maneras. Esto se aplica a las fotos, algo que nos preocupa mucho a algunos, pero también al correo electrónico (cruzo e-mails de trabajo con personas que lo utilizan igual que un chat, con cinco mensajes seguidos de «ok»), Twitter (si yo no he dicho que voy a un concierto, ¿por qué mis amigos me tienen que citar en un tuit cuando le cuentan al mundo lo bien que se lo están pasando? ¿Y si yo no quiero que sepa nadie dónde estoy, tanto porque no le interesa a nadie como si es porque le he dicho a otros amigos que me he quedado en casa leyendo?) y la madre del cordero: WhatsApp. Decálogo de buena conducta en WhatsApp ya, por favor. Si nadie lo escribe, me presto ahora mismo.
Son buenos modales preguntar antes de añadir a un chat de grupo, porque a lo mejor esa persona no quiere estar ahí pero le da reparo salir de la conversación. Tampoco estaría mal que nos acordásemos de que cada vez que escribimos a alguien para ametrallarlo a preguntas, le estamos haciendo perder un tiempo precioso que podría ahorrar si nos molestásemos en llamar (¡se puede!) y cerrar la conversación en dos minutos (mi norma es: si tienes más de tres preguntas seguidas, llámame. O pídeme que te llame, pero no me hagas perder el tiempo tecleando una parrafada detrás de otra solamente para ahorrarte veinte céntimos. Nuestro tiempo vale más que eso). También son buenos modales respetar las horas de sueño, las de trabajo y, evidentemente, el derecho a no querer responder inmediatamente aunque dos rayitas verdes digan que ya has leído el mensaje. La tecnología avanza y las leyes no se pueden quedar atrás. Que no ocurra lo mismo con la educación.

Cuatro años en Madrid

Quizá porque uno no elige el día que nace, vivo con más ilusión mis aniversarios madrileños que los cumpleaños. Yo decidí venir aquí, yo asumí las consecuencias. Hoy cumplo cuatro años en Madrid y no me pongo de acuerdo sobre si es un montón de tiempo o nada. Lo único seguro es que quiero seguir en la ciudad. No todos pueden decir que viven en la ciudad en la que querrían estar, la ciudad en la que querrían morir. Si me tengo que morir, que la Parca me pille en Madrid.

Todos los «madridversarios» dibujo una historieta para recordarlo. El primer año publiqué una trilogía, el segundo año escenifiqué mi apocalipsis ideal (lo que sea, pero en Madrid) y el tercero, vaya, coincidió con que el blog estaba cerrado. Como me apetecía celebrar mi «madridversario» de todos modos, dibujé una historieta que sólo salió en la cuenta de Facebook y Twitter. Por eso la publico ahora aquí (y también porque este año no tengo tiempo para dibujar nada, pero esperad al lustro madrileño, esperad...). Mientras tanto, gracias a todos los que habéis hecho de esta ciudad la mejor del mundo. No iba a ser por Cibeles, idiotas. Es por vosotros.


La frase de tu vida

Cada casa tiene sus normas. En algunas se vuelve antes de las once, en otras está prohibido el reguetón so pena de muerte y en la mía uno no puede irse sin elegir su frase. La que más lo representa; su leitmotiv, para entendernos. No es que obligue a cada recién llegado a juntar palabras a la virulé, sino que lo llevo a la cocina y lo planto frente al catálogo de veinte frases de sobrecito de azúcar hasta que da con la suya.
No sé si esto habla bien de mis invitados, pero nadie ha pedido nunca explicaciones. Entienden la petición a la primera, guardan un respetuoso silencio y no paran (a veces tardan diez segundos, otras veces cinco minutos) hasta que de pronto interrumpen lo que estoy haciendo con un «Ya tengo mi frase». Y nunca dudan entre dos opciones ni tampoco renuncian al reto. Hasta hoy, todos han salido de casa con una frase bajo el brazo.
La elección de frase de mis invitados me provoca una curiosidad insana. Ellos no lo saben, pero con un imán de tres palabras revelan más que con su libro favorito o el tipo de desayuno que hacen. No juzgo a nadie por su elección, tranquilos, pero me gusta conocer un poquito más de la gente que ya conozco. Porque por mucho que conozca a mis amigos (por mucho que creáis conocerlos) es prácticamente imposible adivinar cuál elegirían. Haced la prueba e intentad adivinar la frase de vuestros mejores amigos. Después pedidles que elijan la suya. No os frustréis si os habéis equivocado, que aquí entra aquello de que una cosa es lo que creemos que somos y otra lo que otros creen. Pues con la frase no iba a ser menos.
Las veinte frases dan para mucho. Veinte frases para veinte grupos, lo que deja a los nueve del eneagrama en una categoría de chichinabo. Entre las opciones, me gusta la gente que elige «Soy feliz». ¿Quién no quiere a gente feliz cerca? Me gusta mucho cuando alguien escoge «Cuida a tus amigos» (que todos tomen nota de esta, aunque no la escojan de lema). La de «Recibes lo que das» me da un poco de mal rollo, porque no sé si tomarla a buenas o a malas, igual que «La vida es breve». Hay frases empalagosas como «Te quiero» y preocupantes como «Quiéreme» (puedo jurar y juro que nadie las ha elegido en mi casa). Con tanta variedad es difícil no dar con una, pero lo cierto es que cuando encontré estos imanes ya había elegido mi frase. Casualidades de la vida, había un imán con una que ya había adoptado unos años atrás. Hasta tuve un iPod con la frase grabada, justo antes de mi nombre. Era justo «Sé tu mismo», que todavía hoy revalido. No es la mejor del mundo (¿por qué ser uno mismo, cuando se puede ser mejor?) pero no puedo desprenderme de mi leitmotiv a la torera. A veces sería capaz de hacer idioteces por tomar el camino fácil y, como me conozco, sé que después me arrepentiría. Por eso está bien recordarse lo que uno es, que en verdad es aquello en lo que uno cree, para no hacer el idiota. O hacer el idiota, sí, pero sin hacer daño a nadie. En eso consiste mi «Sé tu mismo», aunque podría ser «Vive y deja vivir» o «Sé bueno». Lo de ser bueno está infravalorado. La gente prefiere ser inteligente, lo cuál, irónicamente, es una enorme estupidez. Una cosa es tener unos principios sólidos y otra muy distinta llevarlos hasta el final. Mi reto es para toda la vida.
Hace unos días hice un alto en el Prado para volver a ver mi cuadro favorito, El fusilamiento de Torrijos del valenciano Antonio Gisbert. Unos minutos después hablé con A.A. por teléfono, quien conoce bien el cuadro y me regaló una postal antes de saber que es mi preferido. Cuando le dije que es una pintura que me llena de optimismo, A. no se lo creía. «Pero si terminan fatal», me dijo. Razón no le falta: todos muertos, con sus ideales. Puede que el desenlace de los personajes sea catastrófico, pero me parece un final admirable: esos hombres murieron haciendo lo que creían, siendo ellos mismos. Ser tú mismo es fácil en algunas circunstancias, pero no cuando la vida te aprieta y los caminos fáciles son los más tentadores. Para mí, Torrijos y sus compañeros terminaron bien, aunque no sirviese de nada. Terminaron fieles a lo que creían y eso no se ve todos los días. Nosotros no nos enfrentamos a reyezuelos absolutistas, pero sí a retos diarios en los que decidimos entre ser egoístas y pasar de puntillas o marcar la diferencia. Ojalá hubiese más Torrijos en el mundo. Ojalá la gente creyese en algo, algo bueno y noble, y estuviese dispuesta a todo por defender su causa hasta morir.
Ahora te toca a ti: ¿cuál es tu frase?


Mi día como interventor

Hace dos años, después de las elecciones municipales y autonómicas, escribí un post con mi experiencia (o entrada, o artículo, o como demonios lo queráis llamar. Post es un anglicismo demasiado evidente y artículo o columna resulta demasiado pretencioso para alguien como yo). Aunque no milito en ningún partido político, durante esa campaña colaboré con UPyD y me pidieron (como a cualquiera que pasa medio minuto por ahí. No os creáis que existe un proceso de selección de ningún tipo) participar en la jornada electoral como apoderado. Dije que sí. Todavía no sabía lo que me esperaba (porque ser interventor es, sobre todo, un aburrimiento. Y naturalmente lo haces gratis).
Después de escribir mi experiencia de aquel día, decidí guardar el texto en un cajón y jamás lo publiqué. Voy a hacer memoria: creo que lo hice porque no quería significarme tan abiertamente por un partido político, y decir a las claras que había colaborado en un colegio electoral, durante una jornada de elecciones, me parecía una declaración a los cuatro vientos. La otra opción era ocultar las siglas del partido para el que había sido interventor, pero bien pensado, eso sería peor: prefiero posicionarme por uno que ser sospechoso de colaborar con otro; no hay más que ver el patio. Supongo que ahora me da un poco igual lo que piense nadie porque estoy muy lejos de ser el votante perfecto, que defiende a su partido sobre todas las cosas. Como sigo sin tener el carné de ninguno, no tengo que rendir cuentas. Tampoco me hace falta recular. No tengo nada de lo que avergonzarme. Si recupero este artículo ahora, es por dos motivos: a) no tenía ninguno para este domingo (el más poderoso) y b) conviene recordar que hay muchos modos de falsificar unos resultados, y si esto ocurre en un colegio electoral de Madrid, no quiero pensar lo que pasará en una aldea abertzale adonde no va ningún apoderado de la oposición. También porque quiero pensar que la urna no son las elecciones, sino el final de las elecciones, y que hay muchas más formas de violar la democracia que cambiar las papeletas de sitio. Eso lo digo por Maduro en Venezuela, donde no dudo (o prefiero no dudar) que sus votos son los que dice, pero eso no lo convierte en más democrático, cuando ha aplastado los principios democráticos en cada fase hasta antes de abrir el colegio electoral. Que la votación sea de acuerdo a la ley es lo de menos, cuando el proceso previo ha apestado desde el principio. Una junta electoral no sólo debe sumar papeletas, sino velar por la dignidad de la democracia desde el minuto uno. Maduro no tiene ni idea de qué va eso. Pero no me enrollo más. Esto es lo que escribí en mayo de 2011:

El 22 de mayo ejercí de apoderado en un colegio electoral, lo que significa que tuve que cuidar porque el proceso fuese lo más limpio posible. Yo como representante de UPyD, frente a seis del PSOE y casi una quincena del PP. De IU ni rastro, así que me atribuí la responsabilidad personal de que sus papeletas estuviesen visibles de sol a sol. Una de las costumbres más típicas de las jornadas electorales, como fotografiar a las monjas votantes o a la novia que pasa por la urna antes de ir al altar, consiste en tapar las papeletas de los partidos que no te gustan. Así la gente no las encuentra y no las puede votar. A muchos les da palo preguntar dónde están las papeletas de X partido, así que votan en blanco o eligen cualquier otra opción. Es un éxito para los saboteadores. Durante la jornada electoral vi como la pila de UPyD e IU desaparecía unas cuantas veces, mientras que la del PSOE y PP estaba siempre visible. Me ocupé de rescatar la de los comunistas tantas veces como la de los magentas; me gustaría pensar que ahí donde no hay interventores de todos los partidos, hacen lo mismo con otros. Si no a qué jugamos a la democracia.
El ambiente entre apoderados fue bueno todo el día, hasta el momento del escrutinio: ahí es cuando algunos, no importan las siglas, sacaron su peor rostro. Querían que las papeletas partidas por la mitad contasen a su favor, pese a que el votante había querido expresar precisamente su repulsa (y yo vi a más de uno romper la papeleta con saña un segundo antes de meterla en la papeleta. ¿Cómo le sentaría a ese que luego su voto sumase al que quería criticar?). Si había treinta papeletas rotas del PP y otras tantas del PSOE, se las contaban como votos buenos. «Es lo que hemos hecho siempre», me dijeron sin ninguna vergüenza. Lo mismo con las tachaduras y anotaciones del orden de «chorizos»: también querían sumarse los votos como válidos. No es que quisiesen: es que así lo llevaban haciendo desde hacía nosecuantas convocatorias electorales. Yo, que soy tan ingenuo como para creer que nadie puede jugar tan sucio en democracia, tuve que acabar llamando al responsable de centro (que obviamente, me dio la razón). Los otros seguían erre que erre con que «El manual no dice expresamente que una papeleta partida en dos no sea una papeleta». El manual está escrito para gente con sentido común, no para relativistas de la democracia. Gracias que no llegó la sangre al río. El responsable del Ministerio de Interior se puso de mi parte, y a partir de ahí hicieron la de donde dije digo digo Diego.
El proceso, tan riguroso desde que se abren hasta que se cierran las urnas, pierde todo su rigor al empezar el recuento. Presencié seis escrutinios y en los seis, podrían haber manipulado los resultados de cualquier forma: estaba cada uno tan concentrado en lo suyo, sin mirar lo que hacía el de al lado, que cualquier apoderado podría haber abierto su mochila, sacar papeletas de su partido y dar un cambiazo de votos por los suyos. Estoy seguro de que no ocurrió en mi colegio electoral, pero por lo que presencié en las seis mesas, podría haber ocurrido en todas. Miedo me da lo que ocurrirá en otros lugares.
Lo que salió de algunos sobres también es interesante, porque al final las papeletas rotas son lo de menos: los hubo que escribían peroratas en papel de libreta («¡El sistema es un fraude!» y otras sentencias del estilo), los que hacían dibujos o incluso el que se curraba un voto en blanco con una auténtica papeleta en blanco en el interior. Hubo quien se me acercó al salir del colegio electoral para preguntarme si UPyD es el partido de Rosa Díez, «porque acabo de votar y espero no haber metido la pata», o el que nos decía que todo era una mentira. Otro compañero me contó que la hermana de cierta presidenta votó en su colegio y le dijo: «Yo voto a UPyD en generales, europeas y municipales, salvo en autonómicas, pero porque está mi hermana».

No es que «Friends» no vuelva

Pertenezco a la (multitudinaria) generación Friends. Recuerdo ver los capítulos a mediodía, en una televisión minúscula, y discutir con mis hermanos sobre quién era el más insoportable del grupo (la incógnita se reducía a Phoebe o Joey. Yo apostaba por este). También recuerdo las noches de los domingos, cuando Canal+ estrenaba episodios nuevos y nos tragábamos los especiales previos, porque hace nueve años la idea de descargar series por Internet era inimaginable y apenas existían comunidades fans con las que intercambiar espóilers. Todavía descargábamos la música con Napster, con eso lo digo todo. Y recuerdo la emoción del episodio doble final, cuando conocimos el desenlace de cada uno, y la sensación de nostalgia absoluta en el momento en que los personajes dejaron las llaves de la casa principal en la encimera y abandonaban uno a uno el decorado más famoso que ha dado una serie de televisión. Aún hoy, casi una década después, se me ponen los pelos de punta al recordar el barrido a cámara lenta del salón vacío, para siempre, porque Friends no iba a ser Friends nunca más. Supongo que una de las virtudes del guión, además de ser muy divertido, es que nos metió en la ficción y los hicimos nuestros amigos.
Con un producto tan redondo que terminó más por cuestiones presupuestarias (¡y sin efectos especiales! Pura nómina de reparto) que de audiencia, es normal que no paren de salir rumores para el regreso. Con el décimo aniversario a la vuelta de la esquina se multiplican, y los creadores no quieren jugar a la doble decepción. Por eso sale Marta Kauffman (¿cuántas veces vimos su nombre en los créditos?), cocreadora de la serie, y desmiente que vayan a volver. Pero las declaraciones de Kauffman no terminan ahí, sino que van más lejos cuando explica: «Friends era sobre una época de tu vida en la que tus amigos son tu familia, y cuando después formas una familia, ya no hay necesidad». No es que los chicos de Friends no vuelvan, sino que para la creadora, prácticamente han dejado de existir como tal.
Las palabras de Kauffman llevan días dando vueltas a mi cabeza. De pronto me he descubierto siendo mucho más fan de la serie de lo que creía (estaba en la media de la Escala Fan) y preocupado por replicar a una verdad dolorosa: cuando creas una familia, renuncias a tu vida anterior.
Me preguntaba qué habría sido de Chandler, Monica, Rachel, Ross, Phoebe y Joey. ¿Se verían con los niños corriendo debajo de la mesa? ¿Sus conversaciones se transformarían en aburridos intercambios sobre pañales y vacunas, o mantendrían su esencia sin renunciar a la paternidad? ¿Seguirían siendo amigos, en resumen, o se transformarían en simples colegas que se reúnen de tanto en tanto, como en un aniversario de graduación?
Seguí pensándolo y comprendí que los destinos de los personajes de ficción no me importaban tanto. Estaría bien saber qué ocurrió diez años después, no lo niego, pero me da exactamente igual. Lo que me ha hecho pensar durante toda la semana es la declaración de la creadora y asumir esa losa en mi vida. En la de todos. En la de los que todavía estamos en esa juventud en la que los amigos son vitales, y que imaginamos que lo serán por siempre jamás. Muchos nos criamos con una idealización de la amistad alimentada por Friends, y ¡oye! no nos ha ido tan mal. La vida demuestra que se puede, que da igual la distancia o el tiempo, que tus amigos están ahí. Por eso, cuando Friends esa una figura tan idealista de la amistad, que la creadora te diga que se-acabó te cae como una jarra de agua fría. Y te lleva a preguntar: «¿Me ocurrirá a mí también? ¿Se acabará cuando crezcamos y formemos nuestras propias familias?».
Nunca sabes las vueltas que da la vida. Ni cuál es la experiencia de Kauffman para llegar a esa conclusión. Quizá sus amigos no eran tan buenos como los de su serie. O quizá dentro de quince años, cuando pase el tiempo, reciba una llamada y retoma una amistad que nunca debió abandonar. Quién sabe: quizá nos espera una madurez aburridísima, o distinta con sus virtudes y defectos, y recordemos esta época de nuestra vida, con amigos tan valiosos, como algo que fue bonito mientras duró. Pero no me lo creo. Prefiero pensar que nuestra historia de amistad no terminará aquí. Que nuestros hijos no sustituirán a nadie y serán nuevos personajes de nuestras vidas, fichajes de temporada (que se quedan para siempre). Si no, que me expliquen el «I'll be there for you».

Mi tirolés interior (y sus tres temas favoritos)

Para no afinar, canto con demasiada frecuencia. Supongo que tiene una explicación científica: es poner el cerebro en stand by y mi tirolés interior entra en acción, da igual lo que esté haciendo. Canto sin darme cuenta (la gente que me rodea, sin embargo, lo sufre mucho) y tengo una capacidad asombrosa para que se me peguen las canciones que acaban de sonar, aunque ni siquiera les estuviese prestando atención. Es curioso, porque a pesar de mi capacidad extraordinaria para cantar sin darme cuenta e impregnarme de lo que suene cerca, soy incapaz de aprenderme dos versos seguidos de una canción. Esa es la segunda parte de la maldición de mi tirolés interior: que no ha memorizado una canción en su vida. Ni cinco palabras juntas. Es imposible. Por más esfuerzo que ponga. Las canciones de mi cabeza son adaptaciones más libres que el concepto de Rajoy de la democracia.
Mi tirolés interior, aparte de imitar (y destrozar) las canciones que suenan cerca, tiene predilección por una selección exquisita de temas. A poco que se me conozca, es muy fácil oírme cantar El ciclo de la vida (mi tirolés interior se curra mucho los coros africanos. Es que tengo una vocación frustrada con el suajili), Noam Chomsky de Astrud o Al vent de Raimon (esta es muy curiosa, porque mi tirolés sólo la canta cuando se dan dos circunstancias: paseo por Tribunal y L.O. está cerca. He conseguido que odie el tema con toda su alma). Sin embargo, hay un podio clarísimo de los temas que más canto cuando desconecto el cerebro, y se mantiene inalterable desde hace años. No hay ninguna razón lógica para esta selección y no consigo quitármelas de la cabeza. Es como una enfermedad. Lástima que ni por esas me aprendo la letra.

Nunca debí enamorarme de Camela
No me gusta Camela. No los conozco de nada. Y ni siquiera me sé el verso principal de la canción (mi tirolés canta «Nunca quise enamorarme» en vez de «debí» y no hay modo de hacerle cambiar de opinión). Es subconsciente tiene túneles extrañísimos, y a mí me encantaría saber quién fue el demonio que me pegó esta canción.


Smelly Cat de Phoebe Buffay
Es la canción que tarareo desde hace más años sin conseguir quitarme de la cabeza. Hay personas que van al psiquiatra por menos, estoy seguro. Creo que Phoebe es buenamente culpable de mi gusto por las canciones tontas.


Con las manos en la masa de Vainica Doble
Pero el puesto número uno, la canción con la que más he mortificado a los seres humanos que me rodean en los últimos años, la que mejor me he llegado a aprender (pero todavía me falta, a pesar de que mi tirolés la canta varias veces al día) es sin duda Con las manos en la masa de Vainica Doble. No hace falta decir que no vi el programa de cocina que popularizó el tema, porque ni siquiera había nacido: lo conocí mucho después. La canción por lo menos me gusta, aunque la tengo un poco machacada. Da igual: mi tirolés no respeta ni eso. Si alguna vez vais por el metro de Madrid y escucháis los primeros versos de esta canción (o una adaptación libre; para el caso es lo mismo), cuidado: ando cerca y pego canciones.

Una visita a mi Otro Colegio

Hace unos días recibí un e-mail del colegio donde estudié secundaria y bachillerato. En él, la «dircom» (parece una palabra sacada del diccionario de neolengua) me invitaba a mí y al basto de su base de datos a disfrutar del «lipdub» que habían realizado curas, alumnos y profesores. Un espectáculo audiovisual escolar, vaya, para el precalentamiento de los Óscar.
Lo primero que pensé fue en qué momento se me ocurrió darles mi dirección: tengo una alergia severa al correo no deseado. Lo siguiente que hice fue cerrar el e-mail y olvidar el asunto. El video me producía una curiosidad insana, pero más insana es mi empatía con el ridículo ajeno, y estaba convencido de que un «lipdub» escolar (algo parecido a un «flashmob», pero para gente con menos talento) me iba a dejar tocado. Esta alergia no es sólo para los demás; jamás he podido verme en un video durante más de dos segundos. Lo del «lipdub» es por extensión, que no se lo tomen como algo personal.
Sin embargo, J. me escribió unas horas después un e-mail colectivo con el mismo video como asunto, y un par de amigos respondieron a los pocos minutos comentando la pieza de arte. Ya no podía esquivar el tema a menos que me sacasen de la cadena, y ya he gastado el comodín de «eliminadme de aquí» con varios grupos de chat de WhatsApp en lo que va de año. Mi ogro tenía que morderse el labio y verlo si no quería que lo sacasen de la esfera social para siempre. Me armé de valor, eché los prejuicios fuera y le di a play.
La experiencia fue lo más parecido que he vivido a un viaje por universos paralelos: porque lo que veía en el video era mi colegio, sí, donde pasé tan buenos ratos. Pero el colegio ya es es colegio, sino  school, y la cámara se movía entre decenas y decenas de rostros completamente desconocidos. De pronto se cruzaba el bedel, figura insigne del colegio (ahora school) desde tiempos inmemoriales, o con algún profesor que sólo reconocía si congelaba la imagen, igual que un fantasma de Íker Jiménez, aunque la historia me recuerda más al de las navidades pasadas. Lo de los alumnos fue peor: tuve la sensación de ver el Otro Colegio, que está en la Otra Valencia (la de la realidad alternativa), porque esos chicos que van a mi colegio (ahora school) visten otro uniforme, llevan corbata (¡yo no sé ni hacerme el nudo!) y se parecían siniestramente a nosotros, pero sin ser nosotros. Más a mis amigos, porque yo, aquí y en los universos paralelos, me negaría a salir en «lipdub»; si mi yo alternativo se presta es que no soy yo, así que me quedo más tranquilo. Y lo peor de todo no fue el cambio de nombre, ni los rostros de la realidad alternativa. Si algo me convenció de que mi colegio ya no existe, es que ni siquiera es el mismo edificio. Se han mudado. Han cogido los bártulos y se han marchado a otro lugar, lejos del original, y ese en el que están ahora era como una película nueva para mí. Igual que si lo hubiesen reconstruido en un plató de cine sin ningún tipo de documentación. No, no y no. Cuando terminó el video, ya lo tenía completamente asumido: mi colegio (mi segundo colegio) ha desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.
Sentí una nostalgia terrible. Adiós a las gradas donde charlábamos de tantos temas sin sentido. Adiós a las aulas sin calefacción, a los techos con goteras. Adiós a la tienda de Flora, al «pablo reina es idiota» en la pared y a la biblioteca que jamás abrió sus puertas (bien pensado, esto no es ninguna pérdida). Supongo que es un adiós a una parte de mi adolescencia. Nuestro recuerdo no vale nada (comprensiblemente) cuando se puede especular con los terrenos de un colegio y llevarlo a otra parte. Lo entiendo, pero no esperaba que un inocente «lipdub» me diese una bofetada de realidad detrás de otra.
Siempre que pasaba junto a mi guardería con G., mi amigo más antiguo, le decía que teníamos que visitarla. Hace unos años desapareció y la transformaron en una academia de idiomas. Supongo que los alumnos del curso Business English no habrán tenido a bien conservar los erizos de barro y goma que hicimos hace veintitrés años. No los culpo.
También conservo muchos recuerdos del colegio donde estudié primaria. Durante una época tuve tantas ganas de volver que desde entonces es mi sueño más repetido (y da igual que hayan pasado catorce años desde que me marché). Se conservaba bastante bien, pero S. me contó hace días que han cambiado el patio de infantil. Adiós al recreo en la azotea. Más cambios. Más distancia de nuestros recuerdos.
En realidad el «lipdub» no estuvo tan mal. No tenía nada que ver con el colegio donde estudié, pero era divertido y tenía a mis amigos para comentarlo. También está ahí G., para las historietas de la guardería. Y al resto de amigos para las anécdotas del colegio de primaria (y todavía nos reímos mucho con ellas, demasiado). Creo que me confundí al principio. El patrimonio de recuerdos no es algo material, algo que tenga que estar ahí para cuando quieras volver y recrearte en tu memoria, un cementerio para nostálgicos. Que las cosas cambien es lo más natural, aunque luego no las reconozcas. Por más que he comentado estos cambios con unos y otros, nadie se sorprendía demasiado. Y entonces, tonto de mí, comprendí que entre todo lo que podía conservar de estas tres épocas, de la guardería y de los dos colegios, me quedé con lo bueno. Lo hablaba con ellos y no caí hasta después que eran lo mejor que a uno le puede quedar a su paso por la vida: las personas. Los amigos con los que hablo hoy igual que cuando tenía cinco años, quince y veinticinco. Mis recuerdos de cada época no tienen que ver con muebles ni paredes, y tampoco tendrían ningún sentido sin ellos. Visto en perspectiva, no está tan mal. Qué idiota fui: de qué me servirá a mí que mi guardería siga siendo una guardería, o que mi colegio esté donde antes. Si puedo reírme de eso con mis amigos, que recuerdan cada detalle mucho mejor que yo, me doy por satisfecho. Aunque cada habitación se hubiese conservado hasta el más mínimo detalle, estaría vacía sin nosotros. Y nosotros ya no estamos para esas cosas.

La verdad sobre @EstherVilla

Hace cinco días, en una librería cercana a la calle Princesa, se me acercó una joven treintañera a la que no había visto y a la que, sin embargo, tuitconocía desde hacía tiempo.
—Soy Esther —dijo a modo de presentación. Esta vez le bastaron los ciento cuarenta caracteres de siempre. El círculo se cerró por fin. El fantasma huyó de Twitter, tomó cuerpo y se paró ante mí para verme la cara. Esther Villa, @EstherVilla, tenía todo el derecho del mundo a ponerme contra las cuerdas. Porque el origen de nuestra historia es una broma que se me fue de las manos y que tenía como objetivo la mujer que vino hasta el centro de Madrid a buscarme.

El origen se cuenta en tres partes:
La primera, que hace tiempo decidí no seguir a nadie en Twitter (y ya expliqué mis motivos en Tengo un Twitter pervertido. Un año después me reafirmo palabra a palabra).
La segunda parte es una contradicción con la anterior, pero se explica de un modo sencillo: me encanta reírme, aunque sea con el motivo más estúpido del mundo. Durante un tiempo, cuando mi lista de seguidos estaba en blanco, recibí la misma petición de varias personas: «Sígueme a mí. Como no sigues a nadie más, me subirán un montón los followers». Yo me remitía a la entrada anterior y les decía que de ningún modo, que abrir la veda significaba abrirla con todos, y que eran unos ingenuos tremendos si creían que yo tenía la más mínima influencia para hacer crecer los seguidores de nadie. ¡Ja! ¡Ya quisiera! Pero seguían con lo mismo y fue entonces cuando decidí tumbar su teoría con una demostración práctica: seguiría a una sola persona y le daría toda la publicidad posible. Cuando los demás comprobasen que mi followeado seguía siendo el anónimo de antes, se cansarían y no me pedirían nunca más que los siguiese. El problema estaba en a quién seguir y por supuesto, mis amigos estaban automáticamente descartados (si yo no quiero tuitear cuándo estoy en este restaurante o aquel cine, ¿cómo iba a retuitear a un amigo que lo dijese por mí?). Tenía un buen puñado de seguidores a quien elegir, pero no sabía por quién empezar. La mayoría de mis lectores vienen de HarryLatino, el propio y blog y, últimamente, como consecuencia de viñetas políticas. No me entusiasmaba la idea de elegir entre ninguno de los sectores. Guardé mi proyecto en el cajón por unos meses más.
Entonces llegó diciembre y la presentación del último disco de La Casa Azul. H. y yo fuimos hasta la sala Sirocco a escuchar los nuevos temas, nuestro sitio era horrible y yo maté un minuto tuiteando una foto del escenario en la que no se veían ni las zapatillas de Guille Milkyway. No sé si La Casa Azul fue trending topic o si lo fue el compositor, pero en ese concierto había una persona con curiosidad por leer lo que tuiteaban los demás. @EstherVilla leyó mi tuit (creo que dije algo así como «Es el único concierto que me quedaba por ver»), le gustó y me followeó. @EstherVilla no había llegado a mí por ninguna web en la que participo. Estaba en blanco sobre mí. No había visto nada que pudiese contaminarla. Era la persona perfecta a la que followear, justo lo que yo estaba buscando.
Primero la seguí. Después (por si nadie se había dado cuenta) manifesté públicamente que era la única persona a la que seguía en Twitter y, a partir de ahí, respondía prácticamente a cada cosa que escribía y retuiteaba todos sus tuits. @EstherVilla no necesitó mucho tiempo para comprender que algo pasaba pero ¿qué podía hacer? ¿Lo mío podía considerarse acoso cibernético? ¿Era conveniente denunciar a la Guardia Civil?
Nada de eso. @EstherVilla no sólo se tomó con naturalidad toda la atención que le dedicaba, sino que aportó su nota de humor: si yo estaba de broma, ella no se iba a quedar de brazos cruzados. Estaba desconcertada, pero no desaprovechó la ocasión. Demostró tener lo último que le hubiese pedido a mi víctima, humor. Y yo no podía estar más agradecido. Si la broma hubiese molestado, tendría que haberla frenado en seco.
Durante semanas, @EstherVilla fue el centro de todas mis atenciones. Leía cada uno de sus tuits, aconsejaba a todo el mundo que la siguiese (por cierto: sus followers crecieron muy poco. Teoría demostrada) e iba descubriendo poco a poco rasgos de su personalidad. Su aspecto era un completo misterio guardado detrás de su avatar. Supuse que vivía en Madrid, pero no podía confirmarlo.
Luego la dejé de seguir y seguí mi broma por otros lares. Primero seguí a todos los David que encontré, después a nadie, y por último me pasé a la @masaenfurecida, con quienes sigo. Pero @EstherVilla no me traicionó y sigue leyéndome hasta ahora. Es una fiel retuiteadora y admito que entro a menudo a leer lo que escribe por lo-que-fue.
Cuando publiqué mi versión de Pulgarcito, sabía que llegaría el día de presentarlo. No tenía ningún interés hasta que caí en una posibilidad: con un poco de suerte, @EstherVilla se animaría a venir a la presentación y podría conocerla. Sin embargo el acto no se hizo con el lanzamiento, me metí en mil líos y olvidé mi vieja aspiración. Mi deseo regresó la mañana del acto, cuando mi vieja followeada escribió que «a lo mejor» vendría. Desde ese minuto mi atención estaba en la puerta de la librería, esperando verla.
Durante toda la sesión con los niños creí que era una mujer joven sin compañía. Podía dar el perfil. Además, cuando me pidió que le dedicase el libro, no le pregunté su nombre, sino para quién era. Carmen podía ser su sobrina, ella tenía que ser Esther. Estuve a punto de escribirle una broma junto a la firma.
No era ella. Esther Villa, la misteriosa @EstherVilla, llegó al terminar la función. Mis testigos comprobaron que es cierto, que existe, que no en ningún alter ego que me he inventado para la red como se insinuó. Era auténtica y encantadora, una valiente por ir hasta la librería y presentarse, una mujer con mucho sentido del humor y buena conversación. No habría encontrado una opción mejor.
—Soy Esther —dijo a modo de presentación.
Esta es la verdad sobre @EstherVilla.

La mención prometida

No os vayáis a pensar que me paso el día hablando del blog. De hecho, procuro incordiar lo menos con el tema, porque las pocas veces que le digo algo a alguien al respecto me salta con un «Ya lo he leído en tu blog» que me deja desarmado. Está bien. Lo acepto. Por eso estoy acostumbrado a que la gente que me rodea no entre a Crónicas Salemitas aunque les vaya la vida en ello: porque así puedo discutir con ellos los temas que escribo en el blog sin miedo a que me digan que ya saben lo que opino. Procuro sacar ventaja a las adversidades.
Existe otro prototipo de lector: el que se cree que todas las entradas van referidas a él. A ver, no es que pequen de egolatría, sino que les gustaría salir de vez en cuando, como cuando me refiero a mis amigos con las iniciales o los dibujo en las viñetas. Y de toda la gente que me rodea, ninguna es tan insistente como C. Esta vez ni siquiera voy a emplear una inicial. Voy a llamarla por su nombre, al menos como yo la llamo cariñosamente. Me refiero a Cheles, mi hermana.
Cheles había oído hablar alguna vez de mi blog, pero no se interesó por él en sus casi cinco años de vida. Fue hace unos meses, y sólo porque una amiga le pidió que le recordara la dirección, cuando no le quedó más remedio que llamarme y preguntarme, no sin cierto fastidio, cómo era la web. Esta amiga recordaba que el blog estaba bien. Mi hermana había sobrevivido toda su vida sin conocer Crónicas Salemitas y pensaba mantener su rutina inalterable.
(Los que sí visitáis el blog desde el principio os estaréis relamiendo porque cuento una anécdota privada. Ya puedo escribir mil entradas de política, literatura, música o viajes, que ningunas os entusiasman tanto como las de mi vida personal. Os doy por perdidos).
Sin embargo, esta vez Cheles sí visitó el blog y empezó a cogerle el gusto. De repente me llama para preguntarme qué he fumado que me riñe por burlarme de sus ídolos de la infancia. No todo son broncas: también me escribe entusiasmada porque le ha gustado un artículo y se lo recomienda a todo el que la quiera escuchar. Hace unos meses tuvimos una conversación surrealista por un artículo que ni siquiera recuerdo:
Cheles: Me ha encantado la parte en la que me mencionas.
Yo: ¿Que te he mencionado yo? (risas) Me temo que te equivocas. No me refería a ti con esas iniciales.
Cheles: Claro que sí, tonto. Soy yo. Estoy convencida.
Yo: Cheles, a ver cómo te explico esto sin herir tus sentimientos: contaba una anécdota en la que tú no estabas ni tienes nada que ver, así que es imposible que me refiera a ti. ¡Por no mencionar que las iniciales son de otra persona!
Cheles: ¿¡Tanto te cuesta mentirme y decirme que soy yo!? ¡Así estoy tan contenta! Pero no, el señorito tiene que decirme la verdad, claaaaaro, no va a mentirme aunque sea por darme satisfacción y me mencione aun de mentira en su PUÑETERO BLOG. (La última frase tiene bastante de mi invención, pero me gusta imaginar que golpea la mesa con el teléfono para cortar la comunicación).
De todas las dificultades a las que me he enfrentado como autor de este blog, contentar a mi hermana está entre los puestos más altos. Antes ni se le ocurría entrar; ahora lee hasta la última coma e invita a sus amigos a que lo hagan. Por no mencionar las indirectas y directas diarias para que la dibuje, ya sea en persona, por teléfono, mensaje privado o WhatsApp. «Quiero mi dibujo para Navidad.» «Quiero mi dibujo para Reyes.» «Quiero mi dibujo para Fallas.» «Joder, Pablo, ¡QUIERO MI DIBUJO YA!» Yo le digo que Crónicas Salemitas tiene lectores muy raros y que lo mejor es que nadie sepa de su existencia (seguro que por sus diálogos os habéis imaginado una quinceañera pero no, qué va. Cheles es unos cuantos años mayor que yo) pero no se da por vencida. Es tan cabezota como yo.
Aunque me haga el duro y todas esas cosas, no os vayáis a pensar que no la quiero. Estos días, además, la he recordado a cada momento porque leía uno de sus libros favoritos, basado también en una de sus películas favoritas: La princesa prometida de William Goldman. Sé que hace años que me lo recomendó pero la ignoré de la misma forma que ella ignoraba el blog. Además, leerlo hubiese supuesto saltarme una de mis LEYES BÁSICAS DEL LECTOR, la que prohibe leer un libro después de ver la peli. También pensé que su devoción por el libro era más consecuencia de haberse criado en los ochenta que por auténticos méritos literarios. Eso por no mencionar que los gustos de mi hermana no tienen nada que ver con los míos y pensé que hacerle caso hubiese supuesto, lo admito, rebajarme.
Lo que pasó es que en febrero cumplí los veinticinco y nadie hizo ni caso de mi petición (qué digo: ley) de no hacerme regalos. Y mi hermana no me regaló un libro, qué va, como no lo hizo la mayoría. Tuve que oír una vez más esa frase manida que me saca de quicio: «Es que como tienes tantos libros me pareció que te gustaría otra cosa.» Yo sonrío con educación y acepto los calcetines, pisapapeles o macetas de rigor. Lo que me gustaría decir es: «Si tengo tantos libros es porque me gustan y adoro que alguien piense: "¡Oh! ¡Adoro este libro! Se lo voy a regalar." Pero en su lugar me regaláis calcetines. Si me gustasen los calcetines tendría muchos, ¿es que nadie se da cuenta? Quizá sería la única forma de que nadie me regalase unos aburridos calcetines porque, mira por dónde, pensaría eso de: "Es que como tienes tantos calcetines me pareció que te gustaría otra cosa." y quizá, con un poco de suerte, me regalaría un libro, que es lo que de verdad me hace ilusión.» Por eso mi ley de no hacerme regalos.
Sin embargo, en mi último cumpleaños alguien acertó. D., S. y N. no sólo me regalaron un cedé de música que no he parado de escuchar en mes y medio, también me dieron un libro. Y ese libro, bingo, fue La princesa prometida. Antes de que mis prejuicios diesen la alarma, S. se explicó: «Es un libro que cualquier persona tendría que leer.» (también dijo más cosas pero no vienen al caso).
Le di una oportunidad. Por un lado, el único antecedente de leer el libro después de la peli no había estado nada mal. Y segundo, pero no menos importante: es que ni siquiera estoy seguro de haber visto la película de principio a fin. De hecho, cada vez estoy más seguro de que no. Así que no tenía excusa para no leerlo.

Lo que escribiría a continuación sería una apasionada crítica del libro de Goldman, un relato de aventuras que ya he empezado a regalar (prueba de lo mucho que me ha gustado. Otros libros que suelo regalar son Matar a un ruiseñor, Las uvas de la ira o Luces del Norte porque no es tan fácil que la otra persona los haya leído, pero La princesa prometida tiene el plus de que además transmite un buen rollo que no tienen los demás). Lo recomendaría aquí y seguiré recomendándolo por mucho tiempo, y prestaré más atención a los libros que me sugiere Cheles, pero prefiero no perder ni un minuto más así. Porque esta, después de todo, es una entrada prometida y a mi hermana no le interesa tanto lo bueno que es Goldman con la pluma sino que yo la dibuje de una vez. Por eso, hermana, este dibujo es para ti. Aunque no le importe un comino al resto:

Mis días como Cayo Martínez o el lanzamiento de «Pulgarcito»

Hace un año me propusieron escribir el texto de una adaptación libre de Pulgarcito, siguiendo las migas que me dejaba la ilustradora Patricia Metola en sus ilustraciones. Los ilustradores cuentan, los escritores escriben. Con unos bocetos tan interesantes y una versión del clásico ligeramente distinta a la de los hermanos Grimm, no me lo tuve que pensar dos veces: acepté al instante y escribí hasta consumir las velas.
Fotografía © Patricia Metola 
Por plazos del mundo editorial, el álbum ilustrado Pulgarcito llega hoy a las librerías de mano de Narval Editores. Lo firma Patricia Metola, que se ha superado con las ilustraciones, y un tal Cayo Martínez, que no es sino yo y mi gusto por los seudónimos. Mi segundo nombre y segundo apellido. Tampoco es una mentira tan gorda.
Ya lo podéis comprar en todas las librerías españolas, en Amazon.es, CasadelLibro.com, Fnac.es y a través de la web de la editorial. Espero que os guste.

La imaginación

No sé si existe un estudio de la población que reconoce no tener ningún tipo de imaginación, pero sería interesante conocerlo. Una vez lanzados a encuestar, podríamos preguntar qué entiende cada uno por imaginación, qué es lo más imaginativo que ha hecho en la vida y cuánto la valora. Veríamos si los que no la tienen la echan en falta, o si serían capaces de prescindir de ella los que presumen de buena dosis. Es probable que valorar la falta de imaginación exija un ejercicio de imaginación que impida a uno lamentar lo que no tiene. Bendita su suerte.
¿Existe una sequía generalizada de imaginación, o es que la gente no es consciente de que la tiene? ¿Se nace con ella o se crea con el ejercicio? ¿Será un poco de las dos?
Tener imaginación no es sentarse frente al ordenador y escribir una novela. Tampoco coger el pincel y hartarse a pintar un lienzo. O también, pero no solo eso. Imagino la imaginación (valga la redundancia) como un ejercicio libre entre lo que estamos acostumbrados a hacer y lo que (casi) nadie ha hecho antes. Un mono podría escribir una copia idéntica de Cumbres borrascosas si le enseñásemos cómo. La imaginación está en escribir algo distinto, no en el ejercicio de escribir en sí.
Las artes han absorbido la imaginación como propia, pero lo mágico, lo más extraordinario, es desarrollar la imaginación a cada oportunidad. No hace falta tocar la flauta para componer: la imaginación también puede sacar la música de los ruidos de unas pisadas en el andén. Cuando un trillón de petardos explotan en cuestión de minutos y forman música, ¿quién es el que ha puesto su imaginación? Dudo que el pirotécnico tenga todos los méritos. Algo tendrá que ver el oído de los demás.
Son imaginación las rutas alternativas para ir al trabajo; es imaginación los condimentos que pones a la comida, hoy orégano mañana ralladura de limón; imaginación también es el día que fundas formalmente tu bar y dudas entre llamarlo Casa Dani, Gran Vía 32 o Susan Wich; incluso en el mismo bar de barrio, con su olor a fritanga y clientes carpetovetónicos, hay un ejercicio de imaginación cuando la cocinera elabora el menú del día y se le ocurre sacar partido al caldo de cocido que sobró ayer; imaginación la combinación de la ropa; imaginación la forma con la que saludas al portero de la finca, cuando ya no esperaba que le dijeses algo distinto a adiós; imaginación es el plan del viernes que no has hecho antes y también es imaginación el asunto que le pones a un e-mail. La imaginación, al final, no es sino la expresión creativa del libre albedrío.
¿De verdad existe alguien que no tenga nada de imaginación, ni podemos esforzarnos por hacer de cada día algo inédito?

Carta Abierta a mis contactos de Facebook (y también los tuyos)

Supongo que has llegado aquí porque he compartido este artículo en Facebook. O quizá lo haya hecho un amigo, en cuyo caso es lo mismo. Supongo que has pinchado por la curiosidad que provoca una carta abierta, y qué querrá decir alguien a sus contactos. Algo que sirva para todos, cuando todos son muchos y de lugares tan distintos. Supongo que tu primera reacción es pensar que esto no va contigo. Con tantos contactos, ¿quién va a pensar en todos y cada uno de ellos?
En verdad, esta carta abierta es para ti tanto como por los demás. Es una carta dirigida a quien me agregó una vez a Facebook, o a quien agregué yo una vez (o quien sea que haya compartido esto contigo), porque Facebook se ha convertido en una red maravillosa de vínculos interpersonales. Ahora puedes saludar a amigos de la infancia o primos que viven a miles de kilómetros de distancia. Ver sus fotos, compartir sus vídeos y pinchar al Me gusta cada vez que actualizan su estado. Es una suerte de comunicación, ¿no? Pero tanto avance también provoca que perdamos un trocito de nuestra privacidad, y que sin darnos cuenta, mostremos de nosotros más de lo que queremos a contactos con el que con el tiempo, ni siquiera mantenemos comunicación por Facebook. Cada vez que entro a la red social compruebo cómo antiguos conocidos comentan y comparten todo tipo de cosas con terceros que ni siquiera conozco, y me siento incómodo porque aunque no querría verlo, Facebook no me permite ocultar los movimientos de mis contactos en la página principal. Me siento como un testigo involuntario de su vida privada (de tu vida privada), cuando seguramente tú no quieras que lea todo sobre ti ni has publicado aquello con el propósito de que yo lo vea. Pero está en Facebook, eres mi contacto, y tengo acceso hasta a lo que no quiero.
Reconozco que después de tanto tiempo en Facebook, he perdido el contacto de facto con muchos de mis contactos propiamente dichos. Quizá tú seas uno de ellos, si has leído este artículo a través de mí. Es natural: a veces agregamos a personas por una circunstancia o acontecimiento concreto, y aunque por un tiempo mantenemos contacto, lo natural es que poco después olvidemos lo que nos llevó a agregarnos y perdamos la comunicación. Lo máximo que hacemos es felicitarnos los cumpleaños. A veces ni eso.
No quiero que tomes esta carta abierta como una invitación a eliminarme de tu Facebook, sino simplemente a valorar si te merece la pena o no que tenga acceso a un pedazo de tu privacidad, si crees que hoy me volverías a agregar si se diese el caso. He compartido esta carta abierta contigo para meditarlo entre los dos, y que si decides que sí, que quieres seguir compartiendo tu Facebook conmigo, me lo digas de cualquier forma (en un mensaje privado, con un tuit o frente a la máquina del café) para que me dé por enterado (y quién sabe: retomar la relación). Si la respuesta es no, puedes borrarme de tus contactos que no me molestará en absoluto. Lo mismo si compruebas que te he borrado un tiempo después de leer esto. No es que esté enfadado: es sólo que no quiero ser un voyeur de tu Facebook. Esto también sirve para Twitter, Tuenti o donde sea que somos contactos.
Muchas gracias por tu comprensión. Procuremos entre los dos que Facebook siga teniendo sentido para que no se convierta en un colección de contactos con la que no mantenemos comunicación. Si quieres retomar el trato conmigo, serás bienvenido. Si por el contrario crees que es un poco tarde, no tengas miedo de borrarme. Los dos nos lo agradeceremos con la educación y el respeto por nuestra privacidad.

Si quieres que tus contactos lean este artículo, puedes pinchar en los botones de redes sociales a continuación del texto en cronicassalemitas.com.

Feliz Navidad 2008

Esta es la postal navideña que he enviado por correo, aunque la escena ocurra en realidad en diciembre de 2008. Feliz Navidad a todos, ya sea 2008, 2011 o 1 a. A. (antes del Apocalipsis). He perdido la cuenta de los años que llevo dibujando postales...

Mis veintiocho días sin chocolate

El reto era complicado. También necesario, después de los atracones de chocolate de finales de octubre (muy relacionados con el retorno estacional del turrón). Ha pasado año y medio desde el último R.S.C. (Reto Sin Chocolate) y me veía capaz de afrontar un mes de abstinencia. Ya sé que en la vez de 2010 tuve picos de mono y la típica ansiedad alucinoparanoicaviolenta, pero esta ocasión contaba con un aliado de primera línea: el café. Me iba a inyectar un chupito cada vez que el cuerpo me pudiese un poco de chocolate.
Comencé el día uno, que es un día muy recurrente para iniciarse en retos personales (por eso de simplificar las cuentas). Lo hice concienciado, seguro de mi decisión y con el apoyo de los míos. «C., estamos orgullosos de ti», me decían en privado. O lo pensaban, porque el apoyo moral es una cosa que, como el dolor, es más decente llevar por dentro. Yo superé el primer día sin darme cuenta. Al segundo recordé mi reto, R.S.C., y sonreí por mi fuerza. Mantenía el cacao lejos de mi vida igual que los libros de Federico Moccia.
Al quinto día empezó lo duro de verdad. Primero fue un mensaje al móvil ofreciéndome material de primera calidad (cruasanes de chocolate de Mercadona, el éxtasis del mundo de la repostería), que tuve que rechazar igual que un drogodependiente dice no a un regalito navideño del camello. Para entereza la mía. A la semana sufrí una nueva tentación que ni Eva en el Edén: una llamada de teléfono desde el aeropuerto de Málaga: «Tengo delante un expositor con M&Ms Crispy, ¿te compro?» (no sé vosotros, pero yo tengo scouts del chocolate repartidos por todo el mundo). Tuve que hacerme de tripas corazón y responder que sí, que los comprase, pero que no quería ni verlos antes de concluir el mes. Y todo esto con el labio inferior temblándome mientras lo decía.
El resto del mes no fue más sencillo: ignorar las Chips Ahoy! en el supermercado, cambiar tarta de chocolate por la de queso o manzana en los restaurantes, y si alguien me regalaba algo con cacao, separarlo del resto de la masa de la manera más digna posible. Así pasé las cuatro semanas de noviembre, ignorando el chocolate como un auténtico campeón y consumiendo como un loco toda clase de sustitutivos de peor colesterol y calaña.
Mi vida era un tiovivo de exchocoadicto reinsertado hasta el Día Internacional de los Compañeros de Piso (también conocido como Acción de Gracias). Aunque mi preocupación número uno tenía que ser cocinar un pavo de los siete kilos y pico (ahorraos el chiste del «y pico», por favor), mi cabeza estaba más en el postre. Sobre todo después de que una invitada se prestase a prepararlo ella misma.
—Pero ¿y si cocina algo con chocolate? —pregunté preocupado—. No nos cuesta nada hacer un pastel de manzana para salir del paso.
—Me ha dicho que no llevará chocolate —prometió S.— Es una receta tradicional de Acción de Gracias.
La invitada en cuestión, a la que llamaremos T. de «tentación», llegó pasadas las nueve y media. Cuando entró por la puerta, no pudimos evitar la curiosidad de descubrir cuál era ese postre. Suspiré aliviado: cumplía con todos los requisitos. Le di mi certificado R.S.C. en el acto.
Por poco tiempo.
Después de comer el pavo (me refiero a esa capa superficial que conseguimos comer entre todos: todavía queda suficiente pájaro para rellenar las doce uvas de todos los asistentes a las campanadas de Sol), y en el momento de partir la tarta, tuve a bien agradecer (por algo se llama Acción de Gracias) la suerte de convivencia en el piso, la asistencia de invitados y, por supuesto, que el pastel de Oreo no tuviese chocolate.
Lo que siguió fue un silencio sepulcral de antología de cine mudo.
Luego varias caras mirándome con estupefacción, cuando no con culpa.
—¿Se puede saber qué ocurre? —No os imagináis sus rostros—. T. ha dicho que la tarta es de Oreo. Lo de encima no es chocolate —dije con tono paternal—, ¡es mermelada de fresa!
Las miradas continuaron. Yo no entendía nada hasta que alguien dijo:
—Pablo, a ver cómo te decimos esto sin hacerte daño: las Oreo están hechas con chocolate. Es así. Desde siempre. Lo sabe todo el mundo.
—¿¡De chocolate!? —Estuve a punto de reír, pero vi que nadie me seguiría con las risas. Aquello parecía un funeral—. Por supuesto que no tienen chocolate. Están hechas de Oreo. Estoy seguro de que las Oreo no son chocolate porque existe el helado de Oreo y si fuese chocolate sería helado de chocolate. Además, gracias a que llevo todo el mes merendando galletas Oreo —Entre tú y yo: en noviembre compré unas cuaaantas cajas de Oreo—no he sentido el mono del chocolate.
Mis amigos me miraron con cara de Dedúcelo-Tú-Solo. Quise morir.
Corrí a la despensa y busqué un paquete de Oreo. Encontré uno de tamaño familiar casi acabado, así, para empeorar las cosas. No vi nada sospechoso en los ingredientes, pero cuando estaba a punto de cantar victoria, alguien señaló con el dedo el rótulo GI-GAN-TE de «galletas de cacao» en la parte frontal. Tan visible que no lo había visto nunca. Por segunda vez en un minuto, quise morir.
S. vino hasta mí y me puso la mano sobre el hombro. Puso la misma voz que cuando me reveló a quién votó.
—Lo he sabido todo este tiempo, pero no quería hacerte sufrir. —Con amigos así, no necesito ir al infierno—. Conste que el día uno te pregunté si las Oreo llevan chocolate cuando te vi merendar, pero no quise romper tu ilusión cuando negaste con la cabeza.
—Ha sido todo un fraude. Pensaba que lo estaba logrando. Creía controlar el mono cuando seguía enganchado día y noche sin saberlo.
S. se encogió de hombros y me invitó a volver con los demás. El resto de la noche fingimos que nada había ocurrido e incluso, por unas horas, que las Oreo no son chocolate. Mientras tanto, puse a prueba a los lectores de @el_croni y descubrí que de haberlo tuiteado antes, otros me habrían dado la alerta.
Desde entonces no me atrevo a dar un bocado sin asegurarme de que no tiene cacao antes. La fruta, las verduras, los lácteos o el pescado: desde el caso de la Oreo, veo sospechosos en todas partes. Pero mi R.S.C. sirvió por lo menos de algo: durante todo el mes de noviembre no me salió ni un solo grano de los de cuando me doy atracones de chocolate. Al final va a ser verdad eso del efecto psicológico.

Feliz Día Mundial de los Compañeros de Piso

Hace unas horas he recibido un e-mail procedente de una isla a más de ocho mil kilómetros de distancia de Madrid, en el océano Índico, al sudeste de África. Lo firma B. y me desea un feliz Día Mundial de los Compañeros de Piso con un trillón de exclamaciones. Yo, lejos de sorprenderme o consultar a toda velocidad el calendario, sé perfectamente lo que celebramos hoy. Es cuarto jueves de noviembre, Acción de Gracias. Esa es la expresión que ha utilizado B. para felicitarme el día, pero para el caso es lo mismo.
En verdad, lo de los colonos e indígenas estadounidenses me importa bastante poco. A ver, que nadie se eche las manos a la cabeza: me parece súper bonito que los miembros de la tribu Wampanoag echasen un cable a los hambrientos colonos de Plymouth, pero tampoco voy a encender dos velas por ellos. Lo que me gusta de esta fecha es el hecho de dar gracias, como lo hicieron los primeros, aunque en mi caso no sea por una buena convivencia entre indígenas y colonos sino entre compañeros de piso, que no tendrá flechas y pistolas, pero no por ello es menos complicada. Nos preguntamos por el día y compartimos sartenes. Nos echamos miraditas mientras vemos la tele en el sillón y nos prestamos libros. Por eso había que crear el Día Mundial de los Compañeros de Piso para agradecer que todavía no nos hemos matado, con lo dura que es la convivencia.
B. se tomará esta noche un pollo a mi salud (o ya se lo ha tomado: cosas de la diferencia horaria, a estas horas irá por el quinto sueño), porque los pavos no son muy autóctonos de un sitio tan exótico como la isla de Reunión. Yo sí lo cenaré, aunque esta vez sea con S. y N., para quienes es su primer Acción de Gracias. También he escrito a D. y E. para felicitarlos igual que ha hecho B. conmigo, aunque ya no lo celebre con ellos. Los hubiese invitado si estuviesen aquí.
Todos, los de ayer y los de hoy, comprenden por qué celebramos Acción de Gracias en Madrid, tan lejos de Estados Unidos. Es el Día Mundial de los Compañeros de Piso, antes de que se le ocurra a un alto ejecutivo de El Corte Inglés o a un publicista de Ikea. La cena más especial del año para aquellos que tenemos familias con quien pasar Nochebuena, la otra cena más especial del año. Porque los compañeros de piso son, en cierto modo, nuestra otra familia. Vivimos de todo con ellos y lo hacemos durante casi los trescientos sesenta y cinco días del año. Me parecía muy injusto olvidarlos precisamente en Navidad, como si no fuesen importantes. Así que sirva Acción de Gracias para eso, dar gracias por compartir piso (y experiencias, y vida) con gente a la que queremos y que nos importa, y a la que ya tocaba dedicar un día del calendario. Aunque después del banquete nos matemos igual que hicieron los colonos e indígenas, lo mismo. Felicidades a todos.

Mi patronus o daimonion (Guía básica para descubrir el tuyo)

Cuando nos sumergimos en el imaginario de las novelas, lo hacemos como si fuésemos un personaje más de la historia. Por eso es normal que nos preguntemos de qué raza idhunita seríamos, en qué rincón de la Tierra Media nos gustaría pasar las vacaciones de Navidad o cuál sería nuestra casa en Hogwarts. Pottermore, la nueva web de J.K. Rowling, ya responde a esta pregunta en su versión beta (HarryLatino lo ha hecho muy decentemente durante años), pero todavía falta un tiempo para que la página alcance los eventos del tercer libro y podamos conocer qué forma adopta nuestro patronus.
Mientras tanto, Cheryl Klein, editora estadounidense de la saga, propone una alternativa muy interesante: como ella está segura de que la forma del patronus es idéntica a la del daimonion (el daimonion es el animal que acompaña a cada humano en el mundo de Lyra, en La materia oscura, una especie de alma visible), se puede adoptar el sistema Philip Pullman para descubrir daimonions. El escritor británico propone un sistema muy práctico y lógico para que cada lector averigüe cuál es su daimonion, y por extensión, su patronus.
El procedimiento es muy sencillo: sólo tienes que juntar a dos amigos (dos personas que te conozcan. Que hayan echado un vistazo a tu «alma», vamos) y que sean ellos mismos los que decidan entre los dos y de mutuo acuerdo el animal que más se ajusta a tu personalidad. No el que más te gustaría. El que más te representa, con tus virtudes y tus defectos.
Yo ya he hecho el experimento y el resultado me ha dejado satisfecho. Porque si bien mis animales favoritos son africanos, me hacía a la idea de que no tengo la buena memoria del elefante, la sangre de horchata de la jirafa ni la bravura de un león. El patronus (o daimonion) que han elegido para mí es un perro de raza fox terrier. Quienes lo han elegido no saben que es el animal que siempre he considerado mi auténtico patronus porque tenemos mucho en común, bueno y malo (quienes hemos tenido uno en casa sabemos que a los fox terriers les sobra tanto de lo uno como de lo otro). Ahora te toca a ti someterte al veredicto y pedir a dos amigos que elijan tu animal. Luego, si quieres, puedes volver aquí y contar tus impresiones.

Qué no hice el 11-S

La emisión en directo del 11-S es a nuestra generación como el alunizaje del 69: historia televisada en estado puro, sin cortes. Pregunta a nuestros padres qué hacían ese 24 de julio y te lo describirán con pelos y señales. Pregúntate a ti dónde estabas cuando la caída de las Torres Gemelas, y lo revivirás como si hubiese sido el otro día.
Me han hecho la pregunta varias veces durante todos estos ocho 11-S entre el primero y el de ayer. Otras que la he hecho yo, en calidad de plasta de la noche. Y siempre he dado la misma explicación: estaba viendo con mi hermana el telediario de Matías Prats de la sobremesa. Era la época ominosa antes de que se estrenase El Tomate y a una hora en que ya no queda ración diaria de Simpson por repetir. Los dos enmudecimos con la retransmisión en directo de Antena 3, con un presentador que primero hablaba de un accidente de avioneta y después palidecía -casi, casi palidecía- cuando se estrelló el segundo avión y rompió todo lo escrito. El terrorismo entró en Estados Unidos por la puerta grande.
Después quedé con mi amigo G. y estuvimos pasando el rato en el parque de Viveros. También recuerdo al portero de mi edificio -hoy jubilado-, que me dijo que había caído la primera torre (¿o la segunda?) en mi ausencia.
Esto era, hasta ayer, mi 11-S de hace diez años.
En mi 11-S de diez años después, volvía de El Retiro, que también es el parque de excelencia de la ciudad, pero de otra ciudad, Madrid en vez de Valencia. Estaba decidido a escribir este artículo de abuelo cebolleta cuando se me ocurrió llamar por teléfono a mi amigo G. para reconstruir entre los dos aquella tarde de adolescentes. Y el resultado fue este:
Yo: G., ¿te acuerdas de qué hiciste el 11-S?
G.: Claro que me acuerdo.
Yo: ¿Y qué fue? (con risilla. «¡Estuviste conmigo, tío!»).G.: Es muy vergonzoso.
Yo: (sorprendido) ¿Vergonzoso? ¿Por qué?
G.: Porque tuve una cita con una chica a la que no volví a ver nunca más. Desayuné con ella y ni siquiera me acuerdo de su nombre.
Yo: (más sorprendido) A ver. Puede ser que desayunases con ella. Pero lo de las Torres Gemelas ocurrió a las tres de la tarde españolas. Ya habías desayunado, almorzado y comido. ¿No recuerdas nada del directo?
G.: Pues que lo vi con ella. ¿Seguro que no fue por la mañana? Yo recuerdo el desayuno en El Corte Inglés y juraría que estaban las imágenes en la tele.
Yo: Que sí, G., que fue por la tarde. No pudiste verlo en el desayuno. A ver, ¿no te acuerdas de que estuvimos comentándolo en el parque?
G.: Joé, no sé. A ti te tengo muy visto (G. ostenta el título de mi Amigo Más Antiguo. Desde la guardería), pero a esa chica sólo la vi unas veces. Puede que estuviese luego contigo, pero no me acuerdo.
Sumido en una gran depresión, medité sobre el 11-S en mi vida. O mi vida en el 11-S de los demás. ¿Era posible que G. me hubiese borrado por completo de un día tan importante, cuando lo vi apenas una hora después de estrellarse los aviones? Solo me quedaba una carta. Watsapear a mi hermana. Y reconstruir con ella el tiempo de la sobremesa. La conversación de a continuación es tal cual:
Yo: ¿Te acuerdas de qué hacías en el 11-S?
Mi hermana: Estudiar un examen de Economía en la biblioteca de la universidad.
Yo: No puede ser.
Mi hermana: Jopé que no (en verdad no escribió «Jopé», pero al caso es lo mismo), claro que sí. Luego comí en casa.
Yo: (desesperado) ¿Te acuerdas de mí?
Mi hermana: No. (Luego, una hora después, para que no me sienta una miseria) Sorry.
Se supone que uno no olvida estas fechas, pero a mí me han olvidado mis dos «constantes» del 11-S. Intenté convencer a G. para que llamase a aquella chica de hace diez años y llenase los huecos que le faltan, pero no tenía su número. Mi hermana tampoco sacó nada en claro de la confusión. Espero que este artículo no tenga muchos lectores, o corro el riesgo de que lo lea uno de los dos millones de informadores de la CÍA y me lleve a Guantánamo como sospechoso. Ya no tengo ni coartada para ese día. Mis supuestos recuerdos son un fraude. Seguro que tú también recuerdas lo que hiciste ese día, ¿pero has probado a ponerlo en común con los presuntos coprotagonistas de la jornada? Es probable que tengan una versión muy diferente a la tuya. La sombra del 11-S es alargada...