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Crímenes peores

Hace un par de meses, entre movimientos de sobres y chismorreos ducales, una noticia de peso pasó sin pena ni gloria. La medioprotagonizaba Angelina Jolie, actriz, que todavía será uno de los personajes del año por una causa ajena a su carrera cinematográfica, pero tampoco por esta. No, lo de su operación de pecho fue después, y no tiene nada que ver la noticia que se escurrió entre chorizos. De lo que habló la primera vez fue de violaciones en conflictos bélicos. Es muy posible que no lo recuerdes. Estamos a cosas mucho más importantes.
Las guerras sacan lo peor de cada pueblo. Se roba, se mata y a veces, por qué no, se viola. La agresión sexual se acepta como un problema inevitable de los conflictos, cuando la realidad es que es un simple capricho de los criminales, que aprovechan el caos para practicar la depravación.
Sería ingenuo pensar que las violaciones no tienen nada que ver con las guerras, pero no es así: los hay que violan a niños y mujeres aprovechando el descontrol y la ausencia de ley, pero en muchos casos estas violaciones son un arma más del conflicto, cuando los combatientes las emplean para humillar y destruir, como quien coloca una mina antipersona en lo más profundo de su enemigo. Los violadores lo hacen a veces por iniciativa propia, otras por orden de su superior, en un afán de llevar un paso más la destrucción de la guerra. Lo hemos visto en el mundo desde que nos alcanza la memoria: pueblos donde no quedó un hombre en pie, pero todas las mujeres tuvieron que cargar en su útero un hijo de su enemigo. También hay lugares, en la misma Europa contemporánea, donde las mujeres hubiesen deseado la suerte de las que murieron, porque por lo menos no tuvieron que malvivir con las consecuencias psicológicas de las violaciones de sus enemigos. Seguirán heridas de mente por mucho tiempo. También los republicanos violaron a monjas en la Guerra Civil, y los nacionales hicieron lo propio con las «rojas» porque, total, no les iba a importar siendo tan frescas. Repugnante todo.
Mientras tanto, la relatividad internacional ha hecho siempre la vista gorda con este tipo de crímenes y ha actuado con una alarmante pasividad, tratándolos de falacias en el peor de los casos y de «trastadas» en los más positivos. No iba con la guerra, punto. La concepción de violación de guerra es la misma desde la antigüedad, restándole importancia y separándolo de los crímenes de guerra comúnmente aceptados. Pero como Angelina Jolie dijo en su discurso ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, no son hechos ajenos. Merecen la misma persecución que cualquier otro crimen de guerra. Su fin no es ni más inocente ni menos destructivo, y flaco favor hacemos a nuestra especie, a nuestra dignidad humana, si no llamamos a estas violaciones por su nombre. La actriz, alineada con Acnur, la agencia de la ONU para refugiados, consiguió el apoyo por unanimidad a su propuesta de equiparación de crímenes. Que nadie se permita dudar al respecto, ni que una violación se persiga con menos ímpetu que cualquier otro crimen de guerra, porque puede ser tan nociva o más que el arma más peligrosa. No son acontecimientos accesorios: las violaciones de guerra son una estrategia bélica monstruosa que no puede quedar impune. Estas son las noticias que pasan sin pena ni gloria por la televisión, pero que significan mucho más que las trivialidades que nos angustian a diario.

Dictaduras que merecen la pena

El mundo está lleno de villanos. No lo digo yo: lo dicen los políticos y periodistas, que encuentran enemigos hasta en las Antípodas (mejor en las Antípodas que haciendo frontera, seguro). Los enemigos de las Antípodas tampoco se quedan cortos y desde sus púlpitos y televisiones nos la juran en los mismos términos. A ver si os creéis que los archienemigos del Mundo Guay no nos odian en igual medida: si nuestros líderes sueltan misiles dialécticos contra el norcoreanísimo, este las suelta más gordas en el Canal Nacional. Cuando los nuestros ladran contra la opresión del régimen chino, no penséis que ellos se quedan de rositas sin echar pestes de nuestro sistema. O cuando llamamos a Chávez todas esas cosas horribles que riman con -ictador, él tampoco se queda calla... Espera, él sí que está muerto, pero tendríais que ver las perlitas del delfín Maduro: menuda boca.
La nube del pensamiento occidental tiene muy clara la lista de dictaduras del mundo (más o menos dictaduras según la deuda externa que nos compran), y la oposición de turno siempre está atizando al gobierno para ponerle los puntos sobre las íes a esos déspotas dictadorcillos que la lían parda en sus naciones. Luego llegarán al poder y se olvidarán de las proclamas libertadoras, pero ya se encargará la nueva oposición (la que antes no hacía nada) de asumir el rol antidictaduras. Es la esencia misma del bipartidismo. En este juego eterno, estamos muy acostumbrados a tratar a Venezuela como una seudodemocracia gobernada por un dictador compravotos, a Cuba como un país tercermundista donde la gente tiene que trabajar una semana para conectarse cinco minutos a Internet, y a Corea del Norte como el ejemplo más vivo del absolutismo integral. A excepción de cuatro gatos trasnochados, que todavía se creen que en La Habana se vive mejor que en Madrid (como tienen que vender un millón de pulseritas para visitar Cuba, nunca sabrán la verdad), desde la izquierda moderada hasta la derecha más radical asumen que en estos países falta libertad. No necesitamos ponernos de acuerdo en este punto. Sus líderes son un ejemplo tan perfecto de villanos que hacen bueno hasta a Rajoy. Estos hombres tranquilizan la conciencia de los occidentales; es un alivio que el mal se manifiesta con tanta claridad. Lo engorroso llega cuando juega a las ambigüedades.
¿Qué es China? ¿Quién sabe escribir bien el nombre de su presidente? ¿Y de su primer ministro? Es una dictadura, sí, desde el momento en que sólo existe un partido, pero ¿son todas las dictaduras iguales? ¿Viven igual en China que en Cuba? ¿Es mejor la vida de los chinos ahora que en la época feudal? Si preguntásemos por la educación, sanidad y el pan que se llevan a la boca, seguramente sí: el groso de la población ha progresado. El comunismo (y la dictadura que lo sostiene, a fin de cuentas) ha mejorado la vida de los chinos en muchos puntos, pero no podemos contentarnos con comparar la China comunista con la feudal, porque sería renunciar a una opción que todavía está por llegar: ¿cómo vivirían mejor los chinos, con un estado comunista como el actual o en una democracia como la nuestra? Tendrían libertad de expresión, elecciones libres y un millón de derechos derivados. A primeras suena muy apetecible, pero ¿tendrían más para comer? ¿Acaso lo tenemos nosotros? La vivienda ¿sería más cara o más barata? La pobreza ¿aumentaría o disminuiría?
Cuando escucho voces tan críticas con los sistemas comunistas, asiento en la mayoría de puntos. Con unas ausencias de libertad tan flagrantes, no hay quién los defienda. Pero a las voces críticas con los sistemas comunistas, les pediría también que reconociesen aquellos problemas que sus sistemas han superado (o superado parcialmente) y nosotros no, eso cuando los hemos agravado con la libertad de mercados. Nuestro capitalismo, con todas sus ventajas, desangra a la gente con hipotecas abusivas y los echa de sus casas cuando se queda con hambre. Nuestro capitalismo no hace nada por las personas en paro, y rebaja los derechos de los pocos que tienen trabajo. Nuestro capitalismo empuja a las personas a los comedores sociales mientras los supermercados tiran toneladas de comida al final de cada jornada. Nuestro capitalismo también es una locura, y aunque nos dé más libertad que las dictaduras a las que señalamos, provoca a su vez unas deficiencias coyunturales, en asuntos de extrema necesidad, que países como China y Singapur, con todos sus defectos, podrían darnos lecciones de solidaridad y orden de prioridades. Porque es una cuestión de prioridades: ¿qué preferimos? ¿El estómago lleno o la libertad? A la gente le importa un bledo la censura cuando no tiene un plato de arroz que llevarse a la boca. Y con esto no digo que sea más valiosa una dictadura comunista que una democracia: adonde voy es a que como no nos esforcemos por mejorar esta democracia, y subsanar los errores enormes que están arrastrándonos a la pobreza, los pobres (los desgraciadamente nuevos pobres) quizá prefieran mañana el sistema de los chinos al nuestro, con todos sus defectos. Quizá se conformen con un techo, trabajo y comida antes que con un parlamento multicolor. Los chinos y singapurenses han priorizado lo primero frente a lo segundo (o les han obligado a priorizar, pero viven con ello). Nosotros estábamos muy contentos con la libertad, porque tampoco nos faltaba lo otro. Pero como no nos esforcemos por contener a este capitalismo, y lo humanicemos un poco, el capitalismo se irá al garete y también perderemos la libertad. Por supuesto que las dictaduras comunistas han hecho cosas horribles, pero también algunas positivas. Qué nos van a decir a nosotros, que con nuestro sistema hemos visto el cielo y el infierno. Pero no demonicemos a los otros porque quizá nos puedan enseñar algo que en medio de esta situación nacional tan inhóspita hemos olvidado. Yo quiero la democracia por encima de todo, pero no a cualquier precio. Si los ciudadanos llegan a la conclusión de que el pan vale más que el voto (aunque luego se equivoquen y la alternativa sea un fraude. Pero ¡ay si se convencen de ello!), podemos pasar por unos días muy grises. Hay una alternativa: admitir qué han hecho bien los villanos, qué estaba mal en esos países para que los haya que adoren a personajes como Chávez, averiguar en qué han mejorado la vida estos liberticidas a los suyos, y asumir nuestros errores para ponerlos al lado de la libertad y crear el mejor de los sistemas. No se puede renunciar a nuestros derechos, pero el camino tampoco pasa por dejar de lado los otros derechos del pueblo, ni abandonarlos frente a un capitalismo al que no hemos puesto correa ni bozal. Si la gente llega a la conclusión de que hay dictaduras que merecen la pena, es que hemos fracasado con esta democracia.

Decirlo

En medio de la miseria, demasiados territorios ignoraron el jueves el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Tampoco lo celebraron el viernes, ni ayer, ni seguro que oyen hablar de la fecha ni hoy ni mañana ni al otro. Sólo silencio. Porque nadie los informará de lo que es un derecho básico tan valioso como los demás, aun cuando creemos que sólo pertenece a los periodistas.
La libertad de prensa deriva de la libertad de expresión, un derecho reconocido en Declaración Universal de los Derechos Humanos. No te da de comer ni salva a tus hijos. Para algunos, es un derecho menor si se compara con otros más rimbombantes, como la abolición de la esclavitud (no es un derecho trasnochado. ¡Todavía hay esclavos en el mundo! Y lo que es más preocupante: ¡cada dos días descubren PERSONAS en situación de esclavitud dentro de nuestro país! ¿Cuán largas son las patitas de la locura? ¿Es que no tiene coto la maldad?) o la erradicación de torturas, que ni tan solo un mísero (y tan miserable) etarra puede merecer.
La libertad de expresión (y su extensión de prensa) no salva vidas, porque a nadie le va la vida en palabras, pero no la subestimemos por ello. No es un derecho de segunda como podría parecer, sino un derecho en todo su haber, sino el Derecho de Todos, porque ningún otro derecho del mundo garantiza la vigilancia del cumplimiento de todos los demás. No es broma: si un tirano (da igual la talla, los hay en todos los regímenes) quiere podar cualquier derecho, el primero al que atacará será la libertad de expresión. Una vez ponga bozal al pueblo, tendrá vía libre para atropellar el resto de derechos. Nadie podrá denunciarlo (al menos en ese lugar), de modo que la oposición estará más lejos y su poder quedará felizmente implantado para torturar, matar o someter. Las revoluciones y derrocamientos tardan mucho más cuando no sabes lo que piensa el de al lado, cuando tienes miedo a que el de al lado sepa qué piensas. La libertad de expresión es un derecho sagrado y el único adalid de todos los demás. Hay motivos de sobra para celebrarlo. Más razones para protegerlo.
Por desgracia, no hay que ir hasta el Tíbet, China o Cuba para que a uno le pongan un bozal. La censura continúa en España aun después de Franco y no nos encandalizamos lo suficiente cuando personajes como el Rey provocan un hermetismo informativo digno de repúblicas bananeras. Treinta años de democracia y todavía seguimos sin saber a qué se destinan los presupuestos de la Casa Real. Que un diputado (da igual que sea de ICV que del Partido Anti-Campechanería) descubra que una misteriosa cinta de correr último modelo se ha pagado con el presupuesto del Patrimonio Nacional y ha acabado misteriosamente en la Zarzuela, como si Su Majestad fuese un rey Midas que convierte en bien público cada cosa que pisa, y que el Congreso ni siquiera admita su pregunta. Es preocupante, como cuando los medios saben de actividades del Rey (tan inapropiadas como las de Urdangarin y desde hace mucho más tiempo) y se las callan como putas. Porque no conviene. Porque no hay cojones. Incluso en programas como Sálvame, donde invocan a exlocutoras de radio muertas para violarlas en directo y teatralizan el aplastamiento diario de la privacidad del resto, incluso en esos programas el director manda callar cuando se dice algo de más del Rey. Sabe que después vendrá una llamada de arriba. Dios sabe qué vendrá a continuación. Nadie que defienda las libertades quiere matar al Rey: lo único que pretendemos es que se gane su prestigio (y permanencia) con la exposición de la justa y medida libertad de expresión y no con un silencio de estupor y temblores digno de emperador clásico. Sólo cuando nuestro Rey se someta al mismo escrutinio que el resto de monarcas europeos podremos comparar monarquías. Mientras tanto, el prestigio de Juan Carlos es de pandereta. La mentira de un teatrillo de treinta años.
La libertad de expresión y la erradicación de la censura tampoco termina en la casa del Rey. Allá donde falten derechos, las voces deberán sonar con todo su esplendor. Ocurre con los grandes medios de comunicación, cuando se cuidan de no mancillar el nombre de ciertas macroempresas con polémicas de cuidao, pero que llenan sus espacios de anuncios. Ocurre también a nivel local, con el cacique de turno, capaz de lo imposible por mantener su poder: hay que ser muy valiente para plantarle cara a los malos.
Nuestro compromiso no acaba con defender la libertad de expresión: tenemos que atacar la censura en cualquier forma y cualquier lugar. Erradicar un mal enfermizo que se apoya siempre en excusas peregrinas para defender lo que, de ningún modo, sobresale sobre lo trascendental: el derecho a expresarnos. Nos volveremos locos si invertimos el orden de los factores y protegemos antes lo secundario que lo principal. Incluso cuando no nos guste escuchar lo principal y nos sintamos muy cómodos en lo secundario, incluso en ese caso, tenemos la obligación de proteger la libertad de expresión. Los dictadorcillos nunca fueron muy listos y cuando los oprimidos logran quitarse el bozal, gritan con mucha más fuerza que antes. Lo que al principio eran susurros enmudecidos se convierten de pronto en gritos de mil decibelios y el mundo abre los ojos, porque la denuncia se escucha allí y otros mil lugares. A los violentos se les hace más difícil noquear el resto de derechos: ahora tienen demasiados ojos observando cada paso que dan. Y lo más importante: el pueblo comienza sus movimientos. La caída del régimen llegará antes o después. Porque gracias a la libertad de expresión, alguien pudo decirlo. El resto es historia.

Los salemitas mexicanos y los niños incómodos

México me preocupa. No es la única región del mundo en conflicto, pero dentro de mi cabeza, en la que el mundo se divide entre los países hispanohablantes y los que no, una nación con más de cien millones de habitantes ocupa un puesto principal. Ya escribí una vez ¿Qué cojones pasa en México? y me sirvió de desahogo. También sirvió para que los lectores mexicanos, los salemitas mexicanos, dijesen las cosas como las ven, sin más filtro que su propia percepción de las cosas, y lo que describieron me puso los pelos de punta: corrupción, guerra silenciosa, desesperante conformismo y al final un atisbo de esperanza.
Está en manos de México cambiar y ojalá pudiésemos hacer algo por ayudarlos. Desde aquí todo mi apoyo, aunque las palabras sirvan de poco contra el enemigo al que se enfrentan. Aunque sea por concederse un último suspiro de paz y dignidad, merece la pena el esfuerzo. Igual que merece la pena ver el video incómodo de a continuación. Dediquémosles cuatro minutos de nuestra atención. No es ni una millonésima parte de lo que se merecen.

El asunto argentino

Hasta ayer, un promedio de cuatrocientos argentinos leían Crónicas Salemitas cada mes. Me temo que después de esta entrada, serán algunos menos.
Muchos dirán que no tengo ni idea. Que quién me he creído. Que sus soldados eran muy jóvenes y sufrieron como condenados, pues condenados estaban de antemano cuando los milicos los sirvieron en bandeja de plata a la Dama de Hierro. Estoy preparado para escuchar más críticas de un lado que otro, porque a los proargentinos les hierve la sangre cuando suena el asunto, pero al resto, que son muchos más, les importa un bledo el malestar de los primeros y muy seguramente no se molesten ni en terminar de leer el artículo. No los culpo. Lo de las Malvinas no da pie a demasiados matices.
La película en tres actos: las islas Malvinas (las Falkland en inglés) pertenecen a los británicos desde hace dos siglos. Antes sale un tráiler con españoles yendo de aquí para allá, pero no se quedan por mucho tiempo. Los británicos administran la isla ininterrumpidamente durante siglo y medio. En este tiempo eligen gobiernos, fundan colegios y hasta montan clubes de lectura y teatro; el giro de la película llega en 1982, con la repentina invasión argentina. Los militares que gobernaban el país necesitaban un golpe de efecto y eligieron esta entre las tres opciones más atractivas para subir en popularidad. Las opciones descartadas: a) invertir en I+D+I hasta resucitar a Evita y b) prohibir la marcha al Barça de Maradona; la tercera escena de la película tiene un montón de efectos especiales y cuenta con la aparición estelar de Margaret Thatcher, quien tampoco estaba en la cumbre de la popularidad en su país y que, como los milicos, hace de la Malvinas su balón de oxígeno para quedarse en el poder. La primera ministra envía a su ejército hasta las islas, bombardean a los argentinos, estos salen por patas y fin de la historia. Los créditos de la película se intercalan con escenas felices del día a día de los malvinenses, muy british todos ellos.
La película tiene sus versiones, claro, y también sus defensores y detractores. Muchos argentinos odian a los británicos (y muy especialmente a su ex primera ministra) por su actuación. Muchos del resto, o sea, los ciudadanos del mundo que no somos argentinos en el pasaporte, creemos que Reino Unido no sólo ganó: es que tenía que ganar.
Quien hable de fuerza desproporcionada, olvida que Argentina invadió en una situación de superioridad unas islas que no podían defenderse por sí mismas. Lo que no imaginaban es que los británicos pondrían toda la carne en el asador para que la balance cambiase a su favor, pero eso no los convierte en unos santos. Ni a los británicos tampoco, porque pudieron conformarse con una retirada y atacaron sin pudor. Pero qué queréis que os diga. Me parece horrible que Thatcher mandase bombardear unos barcos que huían. Pero era una guerra, en una situación de crisis, y esa situación de crisis con su guerra la habían provocado los militares argentinos desde el principio hasta el final. No hace falta ponerse de su parte sólo porque sean compatriotas: aquí no se nos caen los anillos por evidenciar los ridículos que hizo Franco en política internacional. También somos muchos los españoles los que consideramos ridículas y patéticas las reivindicaciones que cada gobierno de la nación hace de Gibraltar. Si a nuestros políticos se les ocurriese invadirla lo criticaría exactamente igual. Sí, aunque perdiésemos la guerra. Sí, aunque matasen a diez mil inocentes soldados españoles abandonados a su suerte. Seguiría siendo una invasión y Reino Unido tendría todo el derecho a defenderse. Lo mismo si algún dictador tiene la ocurrencia de invadir Ceuta, Melilla o las Canarias. No vale invadir y lamentarse después.
Sé que es un asunto de mucho dolor para muchos argentinos. Que incluso para los que no apoyaron la guerra, o no la apoyarían de ocurrir ahora, significaron demasiadas muertes por demasiado poco. No pretendo ofender a nadie. Mal por lo que hizo Reino Unido. Pero seamos objetivos y reconozcamos la verdad: mucho peor fue la actuación de Argentina, que se vio con derecho a rehacer los mapas del mundo moderno con argumentos de militar. La historia es historia cuando podemos mirar nuestro pasado sin sentir la menor pasión.

El antropólogo sentimental

Una tribu indígena amazónica abandonó el anonimato por una noche para protagonizar un programa de máxima audiencia en la televisión holandesa. El sensacionalismo de la telerrealidad se cebó con su ingenuidad del mundo externo y los acusó de infanticidas ante todo el público neerlandés. Los salvajes matan a sus recién nacidos enfermos, dijeron. Ni vacuna del neumococo ni hostias. Cuando un indígena tiene un problema, corta por lo sano.
Tras la emisión del programa, las organizaciones en favor de las tribus amazónicas levantaron sus pancartas impresas en cartón ecológico para tumbar teorías. Los indígenas no matan a sus niños, respondieron. Quizá haya habido algún caso sin importancia, añadieron a media voz, pero nada digno de mención.
Mientras activistas y productores tratan de ponerse de acuerdo, el gobierno brasileño avanza una nueva ley que obligará a que las tribus amazónicas avisen a las autoridades sobre posibles embarazos de riesgo. Vivan en el más absoluto aislamiento, pero toquen la campanilla si el niño viene del revés.
No sé si la ley es la confirmación de que los indígenas no le echan demasiadas ganas a los partos difíciles o una simple cuestión de salud, pero el debate no está aquí. Los activistas aseguran que las tribus respetan los derechos humanos mientras que la televisión holandesa dice que tururú. No se trata de a quién creer, sino ¿podemos exigirle a un pueblo aislado el respeto por unos derechos a los que nadie ha invitado a redactar?
Brasil y todos los países donde todavía viven tribus indígenas cuyos contacto con el exterior se limitan a una visita pacífica en 1952 tienen una labor difícil: proteger la imperturbabilidad de sus ciudadanos (aunque estos nunca sepan ni que pertenecen a un país) al mismo tiempo que garantizar el respeto de la ley (y de los más básicos derechos humanos) en sus espacios. El trabajo se vuelve imposible cuando sus tradiciones contradicen, como ocurre a menudo, los principios del civismo. Ni qué decir cuando atentan contra la vida.
¿Tenemos derecho a inmiscuirnos en sus costumbres en pos de unos derechos que ni conocen ni les interesan? ¿Qué es más importante, proteger una vida o un pueblo? ¿Se debe evitar un infanticidio o cualquier tipo de asesinato allá donde evitarlo podría significar el fin de una cultura cuya única posibilidad de subsistencia radica en su imperturbabilidad?

La sensibilidad de los unos

Las monjitas del convento San Carlos Borromeo en Chicago están que trinan: acaba de abrir un local de striptease junto a su casa espiritual. Las hermanas, después de agotar las cuentas de los rosarios y encomendarse a Dios misericordioso para que acabe con semejante exhibición, se han entregado a los medios para denunciar el hecho y forzar, en virtud de esposas del Señor, el cierre del local prohibido. Hay cosas que no se pueden construir. Y si se construyen, que no se vean al salir al balcón.
Quizá el problema está en que las monjitas se creen con derecho sobre el lugar. Suyo no es el número diez de la calle: suya es la calle y la ciudad. Un convento necesita tranquilidad. No tienen suficiente con sus metros cuadrados, que ahora también quieren ordenar la vida de los demás. Una stripper hiere su sensibilidad. Me dirán cómo. Nos hemos vuelto locos si reconocemos el derecho a unas religiosas, fontaneros, abogados o editores a decidir qué negocios se construyen a su alrededor.
La sensibilidad es un tema peliagudo. Nadie puede cambiar lo que nos duele, pero nos equivocamos si pretendemos determinar a los demás en calidad a razón de nuestros sentimientos. No hace falta ir hasta Chicago para encontrar insensibles e insensibilizados: nuestro país está lleno de casos diarios. Empresarios que se hacen publicidad en medio de manifestaciones de parados. Diputados que no aplauden a muertos. Yernos que hablan de llegar a fin de mes mientras desvían fortunas a Belice. El último ataque a nuestro buena sensibilidad popular ha sido la posibilidad de elegir el 11 de marzo para convocar una manifestación contra la reforma laboral. Mientras los sindicatos se ponen de acuerdo, políticos y víctimas (algunos políticos y algunas víctimas) se echan las manos a la cabeza. «¡Insensibles! ¡El 11 de marzo es un día de mucho dolor!»
Por supuesto que lo es. A nadie se le escapa lo que significa la fecha, ni tampoco olvida su golpe mortal. Pero de ahí a bloquear el día para cualquier otro evento posible, aunque no tenga nada que ver, hay una línea que se llama sentido común. Los manifestantes no van a gritar a favor de Osama bin Laden ni solicitar responsabilidades para el que mandó desguazar cada vagón. Los manifestantes sólo quieren exigir lo que creen que es suyo, estén o no equivocados, y el 11 de marzo les parece un día tan apropiado para hacerlo como el 4 de marzo o el 1 de abril. Si las víctimas se sienten dolidas se siente, pero esa no es la intención. También les duele a las monjas el local de striptease, y le duele a la mayoría de habitantes de Lizarza que la bandera española ondee en la plaza mayor. El dolor es tan íntimo como controvertido.
El mundo no se viene abajo cuando la libertad gana a la emoción. A veces necesitamos un empujoncito para abrir los ojos y comprender que no es tanto dolor, que las rencillas y prejuicios tienen poco que ver con el sentido común. Muchos españolitos vieron la elección del 20 de noviembre para las elecciones (valga la redundancia), efeméride generalísima, como una maquiavélica provocación. Sin embargo, cuando ese día fuimos a votar a las urnas, nadie se acordó de semejante insensibilidad. Será que no era para tanto, como todo lo demás.

Un judío contra Crónicas Salemitas

Jhossy tiene diecisiete años, es judío y nació en Beerseba, una antiquísima ciudad del sur de Israel. No es ningún fanático religioso, le gusta guardarse los sábados para disfrutar y está a punto de celebrar Janucá, una de tantas festividades hebreas. Es consciente de dónde vive, y no faltará a su compromiso, el próximo año, de iniciar el servicio militar. Un país en guerra, no es baladí. Jhossy, a miles de kilómetros de distancia, visita Crónicas Salemitas periódicamente y el otro día sintió curiosidad por los artículos sobre Israel. Qué sorpresa se llevó nuestro lector judío cuando descubrió que este blog profesa una profunda aversión hacia su país. Con lo que le gustaba (el blog. Y el país).
Jhossy hizo lo que muy pocos: buscó mi correo electrónico al final del blog, respiró hondo y me escribió. Lo que recibí lo reproduzco a continuación (con su permiso, por supuesto), porque no tiene desperdicio:

Hola, bueno no se por donde empezar esta carta,creo que empezare felicitándote por todos los proyectos tan exitosos que has realizado, siempre sentí gran admiración hacia ti. Hoy leyendo tu blog, sentí curiosidad y busqué Israel en tu blog, para mi sorpresa descubrí después de tantos años de seguir tus trabajos (principalmente en HL) tus tendencias anti-Israel. Debo confesar que sentí gran desilusión al leer todas tus entradas sobre Israel, aunque no entiendo por que ese sentimiento, ya que como israelí estoy acostumbrado a ser insultado y minimizado por muchas personas, creo que fue por pensar en ti de manera muy diferente cuando leía lo que escribías y todo lo que hacías. Es molesto saber que hay personas que consideran que la existencia de tu país no vale nada, y que tu pueblo no es considerado "raza" (obviamente no somos una raza, ya que estas no existen, solo existen las etnias), pero me gustaría decirte que si somos un grupo étnico, descendientes del antiguo pueblo de Israel (Estudios de ADN lo comprueban). 
No te empezare a hablar de los logros del pueblo judío tales como conservar su idioma, cultura, etc; ya que considero que eres una persona bastante culta por lo cual no creo que necesitas que te hable de eso. Leí que no crees que el estado de Israel deba de existir, y estoy seguro que no eres el único, pero Cronista, dime, ¿Quien no querría un país para su pueblo después de haber sido masacrado y perseguido por 2 mil años?, ¿Quien?, en tu país España, fuimos perseguidos y expulsados, en el resto de Europa igual. Israel representa mucho para mi y para mi familia, mi abuela se vio en la necesidad de escapar de Francia ya que eran perseguidos y el único lugar en el cual encontró refugio fue en la tierra que seria llamada Estado de Israel unos años después. Nosotros no somos racistas, en el país el 20% de la población es árabe y tienen plenos derechos y representación parlamentaria (somos la única democracia en la región). Tenemos un problema grande con el pueblo palestino, pero este no puede pretender ser arreglado expulsando a los judíos una vez más de su tierra. Yo soy de los que creen en una solución de 2 estados uno palestino y otro el ya existente estado de Israel.
Vi que criticabas a Israel por sus acciones en Gaza, pero esta ofensiva solo se dio después de varios ultimátum a Hamas el cual lanzaba cohetes días tras día contra nuestra población civil,con esto no pretendo cambiar tu punto de vista, pero solo te pido que reflexiones un poco tus palabras, ya que al igual que los palestinos, nosotros somos personas, personas que han dado mucho de sí mismas para mantener Israel viva, y aunque tenemos a más de la mitad en nuestra contra lo seguiremos haciendo,ya que aunque para ustedes somos igual que los nazis, nosotros no hemos causado ningún genocidio contra el pueblo palestino, su población aumenta cada año.
Para concluir quiero decirte que nosotros, Israel, no somos un país perfecto, como no lo es ninguno, ni España, ni EE.UU., ni Reino Unido, ni Francia. Todos esos países tienen historias oscuras, mucho más oscuras que la de Israel, mas aún así yo no cuestiono su derecho a existir. Al leer tus entradas me sentí bastante ofendido ya que alguien piense que si un soldado israelí muere defendiendo su país no tiene valor es bastante ofensivo, ya que toda mi familia a prestado su servicio militar, y el próximo año es mi turno, pero yo no pienso en matar ningun niño o a un civil, yo solo voy a defender a mi país y a mi pueblo, que si a alguien le da por intentar masacras a los judíos nuevamente, esta vez tendremos como defendernos, al igual que lo querrías tú, para defender a tu madre, padre y todo lo que amas, y lo que yo amo es mi hogar y mi hogares Israel.

De los cuatro correos electrónicos que recibo a lo largo del año por culpa del blog, tres comienzan con un «Seguro que recibes miles de e-mails diarios de lectores», lo que me provoca una carcajada de humildad. Porque ni este blog es el Huffington Post, ni yo su fundadora Arianna. Sin embargo, el correo de Jhossy no comenzaba así. Lo hacía pidiendo que leyese hasta el final, como si no fuese a hacerlo. Y escribía de un asunto tan serio como la dignidad, porque servidor ha menospreciado su país y lo que es peor, la vida del soldado israelí muerto. Jhossy está a punto de iniciar el servicio militar. No es para reírse.
Lo primero que hice antes de responder su e-mail fue buscar los artículos donde menciono Israel, para saber bien a qué se refería. Aunque apenas recordaba alguno, podía repetirlos todos. Vamos, lo que digo siempre: que la creación del Estado de Israel es una aberración internacional, y que la responsabilidad es de los israelíes y no de los judíos (que pueden estar por todo el mundo y no haber pisado ni cinco minutos Israel). Sin embargo, los judíos tienen la responsabilidad de haber generado racismo con tanta distinción de la suya (muy controvertida, por cierto) y la exigencia cuestionable de que una religión necesite un país, cosa con la que no puedo estar menos de acuerdo. Por lo menos, no donde ya están otros.
Lo que me ponía los pelos de punta era esta declaración de mi autoría: «(...) el agnóstico del ejército israelí que fallezca en una ofensiva contra Palestina, merece todo menos mi compasión.» Eso no podía quedar así, no con Jhossy, tan educado y amable, a punto de marchar al ejército. Que no es agnóstico, vale, pero tampoco muy religioso. Es igual. Tenía que enmendar mi error parcial, y por eso escribí esta respuesta:
Estimado Johnssy:
Primero de todo, muchas gracias por tomarte la molestia de escribir y hacerlo tan bien y con tanta educación. Yo nunca he escrito el blog pensando en que lo pudiesen leer israelíes, así que reconozco que tu e-mail me ha sorprendido bastante. Lo he leído con atención y también he hecho lo mismo que tú: revisar los artículos del blog relacionados con Israel. Lo cierto, después de leerlos todos, es que es indudable que Crónicas Salemitas mantiene un discurso durísimo al respecto.  
Sin embargo, no puedo rectificar. No puedo evitar mantener mi oposición a un país creado en el siglo XX, en un territorio donde los palestinos han sido los últimos en ser preguntados, y en virtud a una historia antigua de la que ya había pasado demasiado tiempo. Sí, ahí vivió el pueblo judío pero ¿hace cuánto tiempo? ¿Acaso eso es argumento para retomar por la fuerza el lugar? ¿Qué ocurriría si todos los pueblos desplazados hiciesen lo mismo? ¿Habría un sólo país en el mundo que se salvase de la ocupación? Lo dudo. Todos venimos de distintos lugares si echamos la vista a siglos o milenios atrás. Tratar de retomar los mapas de la Antigüedad es una barbaridad que nunca debería haberse consentido, y cuyo único aval ha sido el dinero. Israel jamás hubiese existido si el pueblo judío no tuviese más dinero que el palestino.
Hay un punto en el que sí quiero rectificar y pedirte disculpas: cuando infravaloro la muerte de un soldado israelí. Jamás hay que despreciarla. Punto. Como tampoco debería haber ocurrido todo lo anterior, pero es lógico y respetable que estos soldados defiendan su país, por muy controvertido que sea. Os entiendo. Otra cosa muy distinta es que os apoye.

Lo siento si te he ofendido porque no era mi intención. Pero soy de los que cree que Israel no tenía que constituirse, y que ni un millón de holocaustos son motivo para hacer algo así. En todo caso, muchas gracias por escribir con tanto respeto y educación.
   Un saludo,
         C. 
Este sólo ha sido el primero de una serie de e-mails que nos hemos cruzado en los últimos días. Jhossy no me ha convencido en la mayoría de cuestiones, pero en otras me ha obligado a replantear la situación, que no es poco. ¿La tradición es suficiente para ocupar un lugar? ¿Qué responsabilidad tienen los soldados israelíes? ¿Quién contamina más a la imagen del otro: el israelí al judío o el judío al israelí? ¿Hay final para el conflicto?
Todas estas preguntas son para ti. Por si las quieres responder todas, en parte o ninguna. Por si sólo quieres expresar tu apoyo a Jhossy con la que se le viene. Por si crees que Israel se merece su espacio como si opinas que no se merece ni agua. Ahora hablas tú. A Jhossy gracias.

La duda

No hace mucho tuve una duda. Fue después de ver una película, no importa su título, en la que tres religiosos de un colegio católico se enfrentaban por una cuestión de presunta pederastia. Un sacerdote que las hacía de sospechoso, una madre superiora que a la par enarbolaba la superioridad moral y por último, una monja joven que no sabía a quién creer. Sólo hacía falta un niño marginado con todos los síntomas de los abusos para que la duda asaltase a los demás.
La película no se contenta con enturbiar a los protagonistas, que también arrastra hasta el fango de la incertidumbre a quien la ve. Nos obliga a posicionarnos, a elegir quién miente y quién dice la verdad. Que la duda no se quede en el despacho de la directora, sino que nosotros, los que pasábamos por ahí, también formemos parte. La película nos obliga a transformarnos en los monstruos que acusan sin pruebas suficientes al pederasta o en monstruos que dejan al pederasta hacer lo que quiere hacer, dos papeles, en cualquier caso, horrendos. Pero la película no es fantasía ni ciencia ficción. Es de un realismo que apabulla.
De todas las miserias que puede cometer el hombre, ninguna me produce tanto miedo y desprecio como el abusar de un menor. No puedo imaginar tanta bestialidad y tan cerca, y algo dentro de mí me dice que hay motivos suficientes (y los niños, lo primero) para prescindir de la presunción de inocencia si se trata de arrancar de raíz un problema que marcará de por vida a tantas criaturas como alcance a tocar. Comprendo a la madre superiora que lo quiere apartar del colegio para proteger a todos los chicos de su influencia, ¿quién no actuaría así? Cuando sabemos que la falta de pruebas no demuestra siempre la inocencia, ¿cómo esperar un mes, tres o quince años de dudas y posibles abusos para saber la verdad, si es que alguna vez se descubriese? ¿Qué presunción de inocencia es esa, que protege la honorabilidad de un posible pederasta más que a unos niños demasiado débiles, demasiado desamparados y demasiado inocentes para recoger pruebas?
Pero es que es la grandiosidad del mal que nos hace querer prescindir de la presunción de inocencia la misma que justifica la misma. Entonces recuerdo que todos, sin excepción, somos inocentes hasta que se demuestra lo contrario, y eso se aplica desde al que roba una barra de pan para tener algo que comer, hasta el que ha puesto sus manos sobre un niño. Y el hecho de que sea el peor delito de todo no es motivo para bajar las alarmas y olvidarnos de la presunción: es más importante si cabe, porque si bien debemos emplear todas las herramientas posibles para proteger a un menor de algo así, no debemos preocuparnos menos de preservar la honorabilidad de quienes pueden ser acusados de semejante monstruosidad sin pruebas. Así que comprendo las dudas de la monja joven. Comprendo que no se atreva a señalar. Y comprendo que retire su dedo índice y lo guarde en su puño tenso, incluso con dudas, lo comprendo incluso si su decisión de callar la boca da a un pederasta alas para volver a actuar. Lo comprendo, lo respeto y al mismo tiempo me repugna.
Al final no sé qué pensar. Quizá ese sea el éxito de la duda. Se instala en nuestra serena tranquilidad y enturbia las aguas hasta volverlas tormentas. Transforma nuestro pensamiento y visión. Quiero creer en la inocencia de todos los hombres, pero cuando pienso que otros como yo creyeron a los que más tarde se demostraron pederastas, o a los que siempre lo fueron pero actuaron con impunidad, se me quitan las ganas de los presuntos. Que me llamen lo que quieran, pero hay que tener la sangre muy fría para dejar a tus hijos con alguien sospechoso de ser pederasta, y confiar en que el tiempo demuestre que lo es (si es que alguna vez se puede demostrar). No quiero yo semejantes ejercicios de ciudadanía. Porque lo peor que te puede pasar no es cargar con la duda: existe algo peor, y es cargar con la culpabilidad.

Qué no hice el 11-S

La emisión en directo del 11-S es a nuestra generación como el alunizaje del 69: historia televisada en estado puro, sin cortes. Pregunta a nuestros padres qué hacían ese 24 de julio y te lo describirán con pelos y señales. Pregúntate a ti dónde estabas cuando la caída de las Torres Gemelas, y lo revivirás como si hubiese sido el otro día.
Me han hecho la pregunta varias veces durante todos estos ocho 11-S entre el primero y el de ayer. Otras que la he hecho yo, en calidad de plasta de la noche. Y siempre he dado la misma explicación: estaba viendo con mi hermana el telediario de Matías Prats de la sobremesa. Era la época ominosa antes de que se estrenase El Tomate y a una hora en que ya no queda ración diaria de Simpson por repetir. Los dos enmudecimos con la retransmisión en directo de Antena 3, con un presentador que primero hablaba de un accidente de avioneta y después palidecía -casi, casi palidecía- cuando se estrelló el segundo avión y rompió todo lo escrito. El terrorismo entró en Estados Unidos por la puerta grande.
Después quedé con mi amigo G. y estuvimos pasando el rato en el parque de Viveros. También recuerdo al portero de mi edificio -hoy jubilado-, que me dijo que había caído la primera torre (¿o la segunda?) en mi ausencia.
Esto era, hasta ayer, mi 11-S de hace diez años.
En mi 11-S de diez años después, volvía de El Retiro, que también es el parque de excelencia de la ciudad, pero de otra ciudad, Madrid en vez de Valencia. Estaba decidido a escribir este artículo de abuelo cebolleta cuando se me ocurrió llamar por teléfono a mi amigo G. para reconstruir entre los dos aquella tarde de adolescentes. Y el resultado fue este:
Yo: G., ¿te acuerdas de qué hiciste el 11-S?
G.: Claro que me acuerdo.
Yo: ¿Y qué fue? (con risilla. «¡Estuviste conmigo, tío!»).G.: Es muy vergonzoso.
Yo: (sorprendido) ¿Vergonzoso? ¿Por qué?
G.: Porque tuve una cita con una chica a la que no volví a ver nunca más. Desayuné con ella y ni siquiera me acuerdo de su nombre.
Yo: (más sorprendido) A ver. Puede ser que desayunases con ella. Pero lo de las Torres Gemelas ocurrió a las tres de la tarde españolas. Ya habías desayunado, almorzado y comido. ¿No recuerdas nada del directo?
G.: Pues que lo vi con ella. ¿Seguro que no fue por la mañana? Yo recuerdo el desayuno en El Corte Inglés y juraría que estaban las imágenes en la tele.
Yo: Que sí, G., que fue por la tarde. No pudiste verlo en el desayuno. A ver, ¿no te acuerdas de que estuvimos comentándolo en el parque?
G.: Joé, no sé. A ti te tengo muy visto (G. ostenta el título de mi Amigo Más Antiguo. Desde la guardería), pero a esa chica sólo la vi unas veces. Puede que estuviese luego contigo, pero no me acuerdo.
Sumido en una gran depresión, medité sobre el 11-S en mi vida. O mi vida en el 11-S de los demás. ¿Era posible que G. me hubiese borrado por completo de un día tan importante, cuando lo vi apenas una hora después de estrellarse los aviones? Solo me quedaba una carta. Watsapear a mi hermana. Y reconstruir con ella el tiempo de la sobremesa. La conversación de a continuación es tal cual:
Yo: ¿Te acuerdas de qué hacías en el 11-S?
Mi hermana: Estudiar un examen de Economía en la biblioteca de la universidad.
Yo: No puede ser.
Mi hermana: Jopé que no (en verdad no escribió «Jopé», pero al caso es lo mismo), claro que sí. Luego comí en casa.
Yo: (desesperado) ¿Te acuerdas de mí?
Mi hermana: No. (Luego, una hora después, para que no me sienta una miseria) Sorry.
Se supone que uno no olvida estas fechas, pero a mí me han olvidado mis dos «constantes» del 11-S. Intenté convencer a G. para que llamase a aquella chica de hace diez años y llenase los huecos que le faltan, pero no tenía su número. Mi hermana tampoco sacó nada en claro de la confusión. Espero que este artículo no tenga muchos lectores, o corro el riesgo de que lo lea uno de los dos millones de informadores de la CÍA y me lleve a Guantánamo como sospechoso. Ya no tengo ni coartada para ese día. Mis supuestos recuerdos son un fraude. Seguro que tú también recuerdas lo que hiciste ese día, ¿pero has probado a ponerlo en común con los presuntos coprotagonistas de la jornada? Es probable que tengan una versión muy diferente a la tuya. La sombra del 11-S es alargada...

El plasta que se sienta a mi lado

Una de las preguntas más típicas cuando se propone un plan es la de «¿Quién va?». Quién va para saber si me interesa apuntarme. Quién va para decidir si merece la pena que salga de casa o retrase ese otro encuentro para otro día. La pregunta me saca de quicio, pero no por el contenido, sino por las formas. Me pregunto lo mismo cada vez que alguien me propone algo y tengo dudas con el grupo. Lo complicado es averiguar quién se apunta sin preguntarlo directamente y menospreciar de una manera u otra a la persona que te lo está proponiendo. Como si esa persona no fuese suficiente reclamo para que te importe un bledo quién va o no va de los demás.
Pero las quedadas de pandillas multitudinarias, esas donde la amistad entre todos no es imprescindible, tiene otro must que me encanta observar: la posición en las mesas. A veces, llegar tarde a un restaurante puede arruinarte la cena. No porque se hayan comido los entrantes, sino por el plasta que te ha tocado al lado. No es lo mismo una mesa de seis que de veinte, donde al final se dividen varias conversaciones. Cuando somos muchos, algunos hacemos verdaderas cabriolas para sentarnos con los más interesantes, mientras huimos de los pelmazos como si se tratasen de testigos de Jehová. Eso te obliga a adelantarte a los demás en posturas muy Matrix o fingir que no puedes comer en ese sitio porque-soy-zurdo-y-nos-molestaríamos-toda-la-noche (una excusa que de todas formas es cierta. Pero ¡ay, mis zurdos! Sabemos cuándo se utiliza y cuándo no). Estar en el sector fondo muerte de la mesa puede aguarme la velada. Que los aburridos se alejen de mí.
Esto es como cuando vas al cine y te toca al lado del amigo de un amigo que no sabes quién es. Pues como que ya no te apetece tanto la peli. Sociología de pandilla en estado puro. Somos animales de estudio.

Si Cuba vuelve a pertenecer a España

España se recuperó de la pérdida de la isla caribeña hace tiempo, pero seguimos empleando la expresión «Más se perdió en Cuba» para matizar que siempre puede haber algo peor. Lo del 98 debió cubrir todas las expectativas de los de entonces.
Nuestro país ha cambiado mucho desde finales del siglo XIX y todavía más desde la Conquista. Ya no somos un imperio donde no se pone el sol, sino un simple Estado con dificultades para que lo tomen en serio. Tampoco enviamos a nuestro ejército a hacer la guerra, ahora se dedica a la ayuda humanitaria. Y aquel orgullo y fiereza por el que nos hicimos conocidos una vez, hoy queda reservado para los libros de Historia. Puede parecer que España esté peor ahora, pero nuestro país también vive una democracia muy decente, ha hecho los deberes en derechos sociales y pertenece a la Unión Europea, un club económico de primer nivel. España se ha transformado radicalmente en los últimos cien años, pero es probable que casi todos los cambios hayan sido para bien. Está muy lejos del país que abandonó Cuba con su independencia.
No escribiría todo esto si no fuese por el movimiento por la reincorporación de Cuba a España que pulula por Facebook. Estoy lejos de tomármelo en serio, pero no hay nada de malo en hacer un poco de política ficción. Porque a fin de cuentas, no hace tanto que la isla perteneció a España. Y lo más importante: en el caso de una supuesta anexión, Cuba sería la primera en ganar.
El movimiento propone que Cuba pase a ser la decimoctava comunidad autónoma española. Se trataría de una situación política inédita para la isla, que se independizó de España mucho antes de que trabajásemos en estos términos. Los cubanos, después de más de un siglo de autodeterminación, serían muy celosos de cederle la soberanía a nadie. Pero el traspaso de poderes a veces tiene sus ventajas, tal y como conocemos en la Unión: mientras España renuncia al mando en determinadas decisiones, se beneficia de las ventajas del club. Los cubanos podrían comprobar los beneficios de ser españoles y europeos en detrimento de una cesión de poderes que tampoco iban a lamentar. El crecimiento económico de la isla sería notable en cuestión de unos pocos años. No es lo mismo pertenecer a Mercosur que a la Unión Europea. En ninguno de los casos, con todos los respetos a la primera.
Quizá la España de las autonomías no sea suficiente para los cubanos, pero quién sabe hacia dónde vamos y si un hipotético federalismo futuro pueda ser de su interés. En cualquier caso, todo esto es pura ficción. Cuba será de los cubanos, aunque hoy es sólo de un señor. Y los cubanos serán lo que ellos quieran, les convenga más o menos, se equivoquen o no. Ojalá pueda visitarla antes de que caiga la dictadura para formarme una opinión. Aunque no hace falta que me esperen, cubanos. Pueden levantarse ya mismo y hacer la auténtica y verdadera revolución. La otra se fue al garete hace mucho tiempo.

Este artículo está programado para publicarse automáticamente. Tengo un buen puñado de artículos en "Borradores" muy útiles para cuando estoy de viaje.

Caerme mal

No tengo mucha facilidad para disimular mi antipatía por algunos. En vez de fingir como los mejores hipócritas, cometo una serie infinita de errores que ponen de manifiesto mi opinión del que tengo delante: bufo cada dos por tres, pongo los ojos en blanco y elimino las oraciones subordinadas del diálogo, no sea que le resulten demasiado complicadas a mi interlocutor. El 90% de la gente que me cae mal, muy poca en números reales, puede presumir de desmontar la teoría de la evolución con un simple encefalograma. Lo que me suele caer mal es precisamente la falta de inteligencia sumada a la más absoluta soberbia.
Pero os juro que no me gusta que me lo noten. Lucho por eliminar mis vicios y tratarlos con la más absoluta educación. Humillarlos no tiene mérito y enfadarlos no produce placer. Por muy tercos que sean, merecen tanto respeto como el que más.
Con educación o con sinceridad. De vez en cuando me cruzo con personas que confunden las dos virtudes y se creen que no pueden coexistir, de modo que quien es sincero no puede ser educado y que quien es educado, tiene muy poco de sincero. Para ellos (y para mí, en mis horas bajas), una persona transparente no debe andarse con chinitas y buenos modales: si alguien te cae mal se lo haces ver, ya sea con señales de humo o tubos de neón. Al cuerno la educación y respeto, Satanás sabrá qué hacer con los hipócritas.
O quizá sea una cuestión de compensar y buscar el equilibrio. Me avergüenza ver el maltrato verbal entre personas que no se soportan, unilateral o bilateralmente, sólo porque se han creído los abanderados de la sinceridad. Al final lo importante no es que una persona sepa que te resulta insoportable porque nada va a cambiar. Lo que de verdad importa es que no crea lo contrario a base de cariño envenenado. Al final, cuando le demostramos a un imbécil nuestra aversión, nos volvemos tan gilipollas como el que más. Si nos vemos obligados a demostrar nuestro desprecio, o no sabemos de término medio, nos ganamos a pulso caer mal. Un esfuerzo general por ser más educados, empezando por servidor, y desde la educación, asentar una relación de sinceridad.

Los aburridos

No hablan de nada. O viven en una permanente conversación de ascensor, aun si habitan un bajo sin vecinos. Son las criaturas más aburridas sobre la faz de la Tierra, con permiso del caballito de mar. No les gusta hacer (ni que hagas) nada, no les gusta hablar (ni que hables) de nada, no les gusta ni gustar. Sencillamente se quedan parados, callados, esperando a que los entretengas con tu incomodidad. Son terroristas de la diversión.
La vida cruel nos reserva un aburrido por temporada. Estás tan contento, caminando por el mundo como si no existiesen barreras, y de pronto y sin avisar se te planta delante uno de ellos. Con su silencio sepulcral. Su «bueno...», su «no sé», su permanente indecisión y hastío capaz de inducirte al suicidio. Porque cualquiera aguanta con ellos unas horas cuando hay baldosas que contar, pero a ver quién resiste a la larga sombra del aburrimiento por más de un día. Le preguntas a Dios qué has hecho para merecer esto.
Pero nunca los trates con crueldad. No son aburridos por placer, como las catilinarias de Nothomb. Son aburridos porque les ha tocado ese papel y su papel consiste en probarnos. En comprobar nuestra capacidad para sacar un poco de diversión de semejante sopor carnal. Si te cruzas con uno de ellos, ármate de valor y desarrolla un basto universo mental que te libre de los tentáculos de su presencia de plomo. Invéntate amigos imaginarios, ¡incluso primas segundas imaginarias!, si hace falta; lo que sea por sobrevivir.
Una vez creí que los hipócritas eran los peores, pero no. Por muy terribles que sean, no cuentan con la capacidad de un aburrido. Un hipócrita puede sacarte de tus casillas, que no es tanto. Un aburrido es capaz de chupar hasta el último aliento de tu alma, y todo sin que te des cuenta. Sin la más mínima mala intención, pero destructivo hasta decir basta. ¿O es que tú nunca te has cruzado con un aburrido existencial?

Hijos de todos, abortos de ellas

La naturaleza ha concedido a la mujer un papel primordial en la creación, pero la ley es la responsable de su supremacía. A medida que la sociedad avanza y equipara los derechos de la mujer con los del hombre, en ocasiones se olvida de contrarrestar con las obligaciones que conllevan su nueva situación. El aborto, en concreto, es uno de los temas más espinosos que existen y de los pocos que han conseguido que no pueda definir una opinión. Lo que me parece más evidente, en pro de una civilización con hombres y mujeres iguales, es que la mujer debe renunciar a su papel de única responsable del aborto si pretende que el hombre sea también responsable del hijo. No se puede tener el privilegio sin la obligación, ni la obligación sin el privilegio. La legislación actual ignora el papel del padre sobre el gestante, negándole toda decisión sobre su continuación, pero lo obliga sin excusas a la hora de reconocerlo. No puede detener el aborto si desea el hijo, pero está obligado a tenerlo si la mujer sigue adelante con ello. Ella decide en lo bueno y en lo malo, sin que el hombre tenga derecho a decir nada. La realidad, amparada por la ley, es todavía más retorcida: la mujer puede obligar al hombre a asumir la paternidad aunque este no quiera, pero nadie la obliga a reconocerle al padre que ha tenido un hijo si quiere callarlo. Por supuesto que ser mujer en un embarazo es mucho más complicado que ser un hombre, pero eso no es excusa para aplastar la igualdad por el camino.
¿Hay solución? Supongo. La respuesta no puede consistir en obligar a la mujer a tener un hijo si esta no tiene (aunque sea el deseo expreso del padre), pero si estamos de acuerdo en que ella y sólo ella es quien decide sobre si tenerlo o abortar, es imprescindible que el hombre sea preguntado al respecto: ¿Quieres o no quieres tenerlo? Si no quiere, que la mujer se convierta en única responsable del pequeño, pues es su decisión exclusiva ser madre. Si él quiere tenerlo, ni siquiera se produce la ansiada igualdad: ella aborta si es su deseo. No es una situación justa, pero ni tan desigual como la que tenemos. Puede que el aborto sea una decisión individual, pero ser padres es cosa de dos, y una mujer que ha tenido la oportunidad de abortar y ha renunciado a ella jamás debería obligar a un hombre a ser padre. El aborto, guste o no, es un derecho en nuestro sistema legal. La paternidad es una obligación.

Porque puede estallar la guerra

Sólo un ingenuo puede creer que estamos libres de futuras guerras como las dos mundiales. Que la paz está asegurada gracias a las actuales instituciones internacionales. Dios mío, si nos hundimos con la última, cómo se nos podría ocurrir desatar la tercera. Pero desde luego que habrá una tercera guerra mundial antes o después si cada vez nos acordamos peor de la última, y las organizaciones con vocación para evitarlas están más desacreditadas que nunca. Basta la soberbia de un solo hombre (o mujer) para poner en jaque a todo el planeta. La paz mundial no es resistente y la guerra demasiado atractiva para algunos. Las alianzas del capitalismo son, a fin de cuentas, alianzas puntuales de mercado.
Mi pregunta no es si viviremos o no una guerra (porque quizá nosotros nos salvemos, pero dudo que nuestros hijos también), sino si estaremos preparados para ella. No me refiero a España como país, ni a una Unión Europea que está todavía más tocada que España. Me refiero a nuestra preparación individual, la capacidad que podemos tener cada uno de nosotros para enfrentarnos a la crudeza de una guerra en primera persona. Nada de batallas en Oriente Media, hablo de masacres dentro de nuestra patria.
Somos tan inocentes que ni nos lo planteamos. Por hacer, no hacemos ni el servicio militar. La guerra nos suena a lejos, a asunto de otros, como si el mundo no diese mil vueltas y pudiese presentarse en nuestra puerta. Pero puede hacerlo: ¿cómo reaccionarías ante una declaración de guerra? ¿Te alistarías en el ejército aunque eso significase matar, o desertarías? ¿Crees que existen motivos para luchar -cuáles-, o todas las guerras son estúpidas? ¿Cabe en tu cabeza la rendición?
Ojalá que llegue muy tarde y no tengamos que comprobar lo poco preparados que estamos. Me siento orgulloso de un país cuyo ejército entiende más de ayuda humanitaria que de guerras. Pero la posibilidad está ahí, la posibilidad real.

Osama ha muerto. ¡Viva Obama!

Mi cerebro sale de su letargo matinal cuando entro a la prensa digital y leo «EEUU mata a Bin Laden». Rápido y efectivo, como el atentado del 11-S: ha caído el terrorista más buscado del mundo. Cuando la crisis más nos azota, aparece al fin el billete de quinientos euros.
Hace poco leí que el ejército estadounidense estaba desesperado por atraparlo. Me sorprendió reencontrarme con Bin Laden, porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que leí algo sobre él. Hoy tengo que celebrar la noticia de su ejecución como un bien al mundo.
Lástima que no pueda sumarme a las celebraciones. Una operación militar a matar no es para brindar con cava. Lo propio es un enjuiciamiento, sean cuales sean las circunstancias. Se supone que la pena capital debería ser la pena máxima, y no algo que se hace en lugar de todo lo demás. No importa si las víctimas son una, mil o un millón, todos tenemos derechos legales, todos. Y si Bin Laden es sentenciado por sus crímenes, incluso si después lo ejecutan legalmente (por la ley estadounidense, o la paquistaní), todos salimos reforzados. Sí, también la libertad a la que ese demonio removió los cimientos. No la valorarán tanto cuando son capaces de olvidarse de los derechos más básicos para darle caza.
Gracias a Dios que nuestro país tiene un poco más de decencia y que no hay cabeza de ETA que caiga ejecutado en una operación militar. De hecho, no se ejecutan ni después, aunque para eso ya hay gustos. Lo que nadie debería cuestionar, defienda la pena capital o no, es que el derecho a juicio es inherente a la persona. Sintiéndolo mucho, esta tarde no estaré en Times Square celebrando un nuevo fracaso de los valores de Occidente. Tampoco iré a la Cibeles a celebrarlo: porque no me olvido que él también fue el responsable último del día más negro de nuestra historia moderna, y no por eso le deseo la muerte. Lo que deseaba ya no se podrá cumplir. Justicia, no guillotina.

Quiero vivir en la ciudad

Ni hombres o mujeres, ni parados ni trabajadores. La primera separación poblacional, que nos describe mejor que ninguna otra, es la de personas que quieren vivir en la ciudad y personas que no. Yo, que pasé veintidós años en Valencia capital, y llevo año y medio en la capital de Madrid, me pongo nervioso de pensar que hay gente de día y noche en pueblos de menos de quinientos mil habitantes. ¿Cómo los ayudo? ¿Qué puedo hacer por salvarlos de tan difícil existencia? Y cuando estoy a punto de lanzarme a crear la Plataforma de Rescate para la Gente de Pueblo, me sueltan que están tan felices y que un cuerno iban a vivir en la ciudad. Increíble, pero cierto. Me hablan de la tranquilidad, del aire y tantos chismes jipis que me pregunto si los tractores de campo no echarán humo de porro en vez de combustible. Me intriga tanto su determinación que los envidio, sí, porque nunca viví esos veranos en el pueblo, en calles donde todos se saludan y saben reconocer en el cielo los próximos cambios de tiempo. Me gustaría verme una semana allí, sin metro -aunque apenas utilizo el metro, es un consuelo saber que está-, ni starbucks ni bares en azoteas, ni paseos de media hora de vuelta a casa sin salir de la civilización, ni bocados a las tres de la mañana, ni museos, ni hm&s, ni conciertos, ni librerías de varios pisos, ni cines que lo proyectan todo. Claro que vosotros, los que vivís en pueblos, conocéis bien lo que tan especial lo vuestro. Me encantaría ser capaz de escribir un artículo de amor a los pueblos, pero lo intenté una vez y el resultado fue muy cuestionado. Si eres de pueblo, aprovecha la ocasión. Si eres de ciudad, reafírmate. Demostremos que las dos Españas no son el chiste ese de nacionales y republicanos. Las dos Españas son las de los de ciudad y los de pueblo.

¿Quién nos ha dado vela en ese entierro?

La comunidad internacional aprueba la intervención en Libia en pos de la salvación de sus ciudadanos mientras el delirante Gadafi grita que no se inmiscuyan en asuntos de índole nacional. Nadie o casi nadie se alarma esta vez porque el mundo (el mundo occidental, básicamente) se organice para entrar en un país sin permiso y tome las armas, pero regresa el debate de siempre: ¿los propósitos democráticos son suficientes para invadir -pues no hay otra definición- un territorio extranjero?
Gadafi fue hasta hace dos días el amigo árabe de Estados Unidos y Europa. Quien entonces era un excéntrico, hoy no es más que un loco de atar, pero el resto de las piezas del tablero se mueve rápidamente para arrinconarlo contra el paredón. Nadie hace un examen de conciencia del tipo ¿Cómo pude apoyarlo hasta ahora? Se le aniquila y no hay más que hablar.
No es la primera vez que Occidente despliega su armamento en defensa de la libertad, ni tampoco que lo hace contra un enemigo que otrora fue aliado. Y dejando al margen los intereses encubiertos (petróleo, bases militares o la posibilidad de construir un Marina d'Or oriental), ¿el fin justifica los medios? ¿Tenemos autoridad moral para hacer el bien allá donde no pertenecemos?
España vivió más de tres décadas de dictadura. Si Estados Unidos -o cualquier otro país- hubiese intervenido nuestro país, seguramente habríamos alcanzado la democracia mucho antes. Sin embargo, y a riesgo de equivocarme (no viví esa época, y son los perseguidos de entonces quien tienen auténtica potestad para hablar, no yo), me cuesta creer que nuestra sociedad fuese la de hoy en día, tan libre, si hubiésemos debido nuestra liberación a una nación extranjera. Nos fue bien esperando el momento, aunque ojalá hubiese llegado antes. Lo hicimos a nuestra manera. Nadie nos dijo cómo se hace una democracia, nadie llegó como adalid de la civilización. Fuimos -fueron, españolitos de entonces- los creadores del mismo nuevo Estado. ¿Quién, sino el nacional, puede reinventar su nación?
Por eso no acabo de formarme una opinión con Libia. Quiero que disfruten de la democracia y se dé fin a la opresión, pero soy escéptico con las intenciones occidentales. Incluso si los propósitos de nuestros líderes fuesen honestos, dudo que su intromisión sea la mejor solución. Claro que hay que hacer algo, pero no sé qué es. En lo que a mí como español me afecta, doy gracias porque nosotros fuimos principio, desarrollo y fin de nuestra propia transición.

¿Qué cojones pasa en México?

Cuando las cifras de muertos y secuestros dejan de impresionarnos para aceptarlas con normalidad, es que la cosa ha llegado demasiado lejos. Lo de México me preocupa especialmente porque es un país hispano y por lo tanto, he conocido a mucha gente de allí. Me alarma porque no puedo soportar que nadie viva en ciertas zonas aterrorizado de día y de noche, que los narcotraficantes tengan el pulso ganado a las autoridades -eso cuando estas no participan en sus crímenes- y que apenas quede nadie con la suficiente valentía, o qué decir, demencia, como para ponerse un uniforme y plantarles cara. Yo no podría. Pero ver lo que ocurre sin tomar partido no es mucho mejor.
Lo que hace esta entrada diferente a la dedicada a otros países con conflictos es que hay muchos salemitas de allí. No tengo que especular y equivocarme: puedo cederles la palabra y que digan ellos cómo es vivir en México, cómo es naturalizar el drama, cómo es la realidad, el miedo, sin intermediarios mediáticos ni un océano de por medio. Mexicano, ¿qué pasa con México?