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Alegato a la dignidad

No paro de escuchar que Madrid recupera la dignidad. Lo mismo con Barcelona, Valencia y un montón de ciudades que desde las últimas elecciones se han sumado al cambio.

En verdad, ni Madrid ni el resto de ciudades fueron nunca indignas. Indignos fueron sus dirigentes, una vergüenza (en muchos casos) para los lugares donde gobernaban. Pero nunca me he sentido avergonzado de ser de donde soy, aunque me hubiese gustado que las cosas fuesen de otro modo.

Tampoco siento que España haya perdido la dignidad, ni me avergüenzo de ser de aquí, por mucho que me aleje de quienes mandan. Los que han perdido la dignidad tienen nombre y apellidos, pero no conseguirán que me avergüence de una bandera, ya sea nacional, autonómica o municipal, solo porque son unos incompetentes. La vergüenza la deberían sentir ellos. Son ellos los que no merecen colocarse al lado de unas banderas tan dignas ni de un pueblo que está tan por encima de sus posibilidades.

Fin del alegato.

Las cinco mentiras más repetidas por los monárquicos

Cuando Felipe VI parece inevitable, los monárquicos sacan sus argumentos a relucir. Cuesta creer que una institución tan arcaica pueda encontrar defensores a estas alturas de siglos, pero no te dejes impresionar por sus mentiras. Primero porque se las creen, no tienen maldad. Segundo, porque te resultará muy sencillo desmentirlas. Estas son las más repetidas.

1. Una república es más cara que una monarquía parlamentaria (o la otra versión: «Un jefe de Estado electo sería más caro que el rey»)
Falso. Comparar los presupuestos de nuestra jefatura con la de otros países es una manipulación (¡y en términos absolutos! Que comparen el sueldo de un obrero, a ver). Nuestro jefe de Estado costará lo que decidan nuestros políticos en sede parlamentaria, y puede ser mucho o poco, según la coyuntura económica y el gobierno de turno. En ningún tratado internacional se establecen mínimos de máximos de ningún tipo. Si nuestro rey es más barato que otros jefes de Estado, no quiero pensar la ganga de jefatura de Estado que podemos tener sin familia real.

2. Los países más democráticos del mundo son monarquías parlamentarias
Falso. Es cierto que Suecia, Dinamarca y Noruega lo son, pero países como Islandia, Suiza o Finlandia también copan los primeros puestos en clasificaciones de nivel democrático y son repúblicas como la copa de un pino. Una monarquía parlamentaria es menos democrático que una república por lo menos en una cosa: en la jefatura de Estado. Podrán subir puntos en el resto de instituciones, pero en ese punto suspenden de largo. ¿O hacemos otra clasificación de democracia en jefaturas de Estado, a ver qué tal quedan Suecia, Dinamarca y Noruega?

3. La monarquía es democrática porque los españoles la votaron con la Constitución
Falso. Los españoles votaron una Constitución (y a la desesperada), no si querían monarquía o república. Los españoles estaban deseando salir de una dictadura y la alternativa a la Constitución era bastante oscura. Nadie les dejó votar por bloques.
Incluso si hoy se sometiese a referéndum, la monarquía seguiría sin ser democrática porque no es una cuestión de sí o no, sino de que es una institución en la que sólo caben los suyos. Democracia no es sólo votar; también significa poder ser votado, pero la corona no permite competidores.

4. Mejor un rey que un jefe de Estado del partido de la oposición

Falso. La mayoría de monárquicos que sostienen esto conocen perfectamente países presicencialistas donde el jefe de Estado es el mismo presidente del gobierno, sin bicefalias. Es el caso de países tan atrasados como Estados Unidos, Chile o Corea del Sur.
Pero incluso si queremos que sean personas distintas ¿qué problema hay? El presidente del gobierno de España, que pinta más que el rey, ya pertenece a un partido político. Con un argumento tan ponzoñoso parece que algunos se sentirían más cómodos con un rey para todo: total, así no habría que ver al partido de la oposición gobernando.


5. Hay asuntos más urgentes que la monarquía (argumento cuando las otras mentiras se caen)
Falso. A falta de razones, mejor escurrir el bulto. Los que siempre quieren posponer el debate son genuinamente monárquicos, y el retraso garantiza su statu quo. No es que los republicanos quieran parar el país hasta que el rey abdique (abdique pero bien), sino que creen que es un asunto que se puede resolver con naturalidad en una comisión dedicada a ello. Cuando se aprueba una ley, por importante que sea, el resto de comisiones no detienen su actividad. Tenemos trescientos cincuenta diputados en el Congreso: no hacen falta ni una quinta parte de ellos para avanzar en el asunto. Incluso si los grupos quisiesen dedicar un buen puñado de recursos al asunto, todavía les quedarían muchas manos libres para dedicarse al resto de asuntos que preocupan a los españoles.

País sin euroescépticos, país de las maravillas

La primera vez que leí una guía de viaje para un destino dictatorial me impresionó la ingenuidad de la introducción, una breve historia del país que concluía con la política de los últimos años: decía que el presidente (la cursiva es mía) recibió el respaldo del 99'91 % de los votos en las últimas elecciones. El autor se quedaba tan ancho. No lo llamaba dictadura y tampoco señalaba el fraude con el dedo. Me indignó que El País-Aguilar (¿o era otra editorial?) se prestase a una manipulación así, cuando la realidad, comprendí después, es que no se puede llegar a un régimen, ni siendo uno turista, con un librito en la mano donde se acuse al presi de dictador. Una guía está pensada ayudarte y no para meterte en un probleblón. El turista tiene que ser lo suficientemente espabilado como para comprender que un 99 % de apoyo en las urnas es exactamente lo mismo que no tener ninguno, una pantomima de poco nivel. Cualquier demócrata está obligado a sospechar de cualquier cifra que se acerque al todo.

La prensa alemana se hace eco hoy del fervoroso europeísmo español, con titulares como España: Europa es la solución, que no necesita más explicaciones. Es un hecho que los españoles nos sentimos cómodos en Europa y en la Unión Europea por extensión, seguramente por la idea de libertades que inspira. Estamos tan despegados de nuestra propia personalidad, de la que no podemos huir, que nos afanamos por acercarnos al resto del continente, aunque a la hora de la verdad nos gusta más nuestro modo de hacer las cosas y despreciamos su civismo. Europa nos encandiló con las inversiones económicas mucho más que con los reglamentos.

Europa ha sido una panacea para nuestros políticos: significa un grifo inagotable de dinero que malgastan por encima de sus posibilidades, sirve para echar la culpa de cualquier ley incómoda (si viene de Europa no se cuestiona. Se acata y punto) y las hace de cementerio de elefantes de los vejestorios de la maquinaria. Los inconvenientes de Europa los hemos conocido siempre, pero ha faltado esfuerzo por subsanarlos. Europa es y punto, sin enmiendas. Que PP y PSOE sean europeístas lo entiendo, pero que lo sean los nacionalistas, tan obsesionados como están en recuperar competencias, es de estudio psiquiátrico: los políticos tendrían que contarle a sus electores que la permanencia en Europa, tal y como Europa evoluciona, dista mucho del autogobierno que la tradición, los milenios y Dios les han dado. A lo mejor es que no se han enterado de qué va el proyecto.

Como un presidente que recibe el 99'91% de los sufragios, me preocupa un país donde el euroentusiasmo roza el pleno. De tanta confianza, parece estupidez. Por supuesto que la Unión Europea es un proyecto positivo y progresista, pero de ahí a entregarse sin condiciones hay un trecho que no podemos saltarnos. Existe un euroescepticismo radical que aboga por la inmediata salida de la institución como salvación para todos los males; ese sentimiento se debe debatir con argumentos y datos, a todas luces clarificadores. Pero tampoco es creíble y dice poco de la opinión de un país cuando no existe prácticamente ningún euroescéptico moderado, que no pretende la salida, sino la permanencia en condiciones mejores. Ahí caben tanto los que quieren una Unión Europea a medias tintas como los que creen que una Unión Europea que no es del todo democrática no merece que firmemos el contrato antes de leer las cláusulas.

Cuando uno lee los programas de los partidos que se presentan a las próximas elecciones del parlamento europeo descubre muchas propuestas que mejorarán la calidad de la democracia europea. Lo que es imprescindible es que estas propuestas trasciendan al debate público para que los españoles comprendan que la Unión, a fecha de hoy, no es ninguna maravilla, y que esconder sus defectos y ocultar el polvo no es el camino para su progreso. Un país que convoca un referéndum para una constitución europea que tiene el apoyo amplio de los partidos de antemano no debe gastar ni un céntimo en convocarlo; es ridículo, cuando luego no nos consultan para asuntos con opiniones mucho más divergentes.

Los políticos de los grandes partidos llevan años excusando la mediocridad de su gestión en las decisiones que vienen de Europa, pero pasan por alto que ellos participan en las decisiones. No tiene sentido que cada democracia nacional entregue competencias a unas instituciones que no son plenamente democráticas. No tiene sentido que votemos partidos nacionales a unas elecciones de carácter continental, porque tienden a los nacionalismos. Sí, también al español. Mientras nosotros votaremos con la incertidumbre de sí nos irá mejor con estas siglas u otras, en otros países, enfermos de euroescepticismo, los debates electorales sirven para poner en tela de juicio las decisiones de Europa y discuten la ruta a seguir para mejorar la institución. Pero a nosotros eso se nos queda grande. Desde que empezó la crisis no hemos hecho otra cosa que culpar a Merkel, como si las deficiencias de las instituciones de Europa no fuesen las auténticas responsables del golpe. El Golpe. Si de verdad Merkel fuese la responsable de nuestros males, Europa es más culpable todavía por no haberla parado. Engañaos o sonreíd. Esto no es la Unión Europea, no. Solo son veintiocho estados.

No digáis que es justo

No somos los malos. No relativizamos ni despreciamos el sufrimiento de las víctima. No estamos desprovistos de corazón, ni tampoco olvidamos los años más oscuros. Hacemos nuestro aquello de «vencedores y vencidos» para apoyar a los primeros y denostar a los segundos. Pero sobre todas las cosas, por encima de las lágrimas y el sentimiento de impotencia, tenemos un sentido de justicia desarrollado. De tanto repetir lo del Estado de derecho, hemos acabado por creérnoslo. Y ahora no nos podemos quedar de brazos cruzados cuando la calle se llena de protestas, de comentarios indignados y de acusaciones de filoetarras sólo porque la justicia debe tratar con justicia a los miserables. Oigo que no la merecen, cuando llevan toda la vida diciendo que contra las armas sólo están las leyes. Ahora, por lo visto, no toca.
El Tribunal Europeo de los Derechos Humanos ha dado la razón a la etarra Inés del Río en su litigio contra España. Un tribunal (¿Qué suena a más justicia que eso?) de derechos humanos (los etarras, incluso con su grupo sanguíneo abertzale, todavía entran en la categoría de humanos). Un fallo que empuja a nuestro país a liberar a la demandante ipso facto y a indemnizarla por todo el tiempo de descuento que ha pasado en prisión. Encima, a pagarle con nuestros impuestos. Quema.
Que un tribunal dé la razón a un individuo que ha matado a veinticuatro personas (y no de una, sino por entregas) cabrea. Que ni siquiera cumpla treinta años de prisión cuando la condenaron a 3.828 primaveras entre rejas, es para mosquearse. Pero que el Estado de derecho, máximo garante de la justicia, haga trampas para conseguir sus fines, eso sí que es para preocuparse y temer por nuestra democracia misma.
A la etarra Del Río no le importan los derechos humanos salvo cuando la benefician, pero no por eso queda al margen del sistema. Para los que llegan tarde o vienen de lejos, la polémica surge porque no le aplicarán la doctrina Parot. Sintetizando mucho, lo que pretendía la justicia era que Del Río y otros reos no pudiesen beneficiarse de las reducciones de condena (trabajo en prisión, buena conducta, hacer la ola al alcaide) en la práctica, ya que la doctrina rebaja los años a partir de las penas completas (en el caso de Del Río, 3.828 años) en vez de a descontarlos a la pena máxima real del sistema español, que son treinta años. Las cosas como son: cuando te quedan casi cuatro mil años entre rejas, tiempo suficiente para dos venidas y pico de Cristo, te importa un pito si los 3.828 años de pena te los dejan en 3.500. Para lo que vas a vivir, el descuento te vale poco. Como si te quitan dos mil.
Nuestra justicia no funciona bien: parte de una constitución que no nos creemos ni los más constitucionalistas; legislan unos políticos que sólo piensan en su electorado; los jueces interpretan muchas veces según las presiones de los anteriores, que separación de poderes y eso qué es; e incluso cuando nosotros los demócratas escribimos las reglas del juego y apartamos a los asesinos del proceso de elaboración de las normas, cuando hacemos la ley como nos da la gana porque para eso es nuestra ley, incluso en esos casos, queremos saltarnos la ley a la torera y hacer las cosas a voluntad de los gritos del populacho. Con dos cojones. El Estado de derecho dicta las normas, pero también hace sus trampitas.
Que no os engañen: no he leído un sólo argumento de peso entre todas las columnas (¡y editoriales, así, a lo grande!) que se han publicado estos días en defensa de la doctrina Parot. Lo más que dicen es que es una injusticia que una mequetrefe como Del Río tenga libertad. Que sí, que ha cumplido su pena (¡lo admiten!) pero a renglón seguido matizan que eso no se puede consentir. Más tiempo, tiene que quedarse más tiempo. Que de 3.828 años de pena no cumpla ni los treinta es algo que no se puede consentir.
Los políticos han echado más leña al fuego. Cómo no, con la Asociación de Víctimas del Terrorismo azuzándolos por detrás. He leído declaraciones vergonzosas de políticos de PP, PSOE y UPyD. Lo mismo de periodistas. Saben (porque no se ruborizan al admitirlo) que la justicia española vulneró la ley, pero consideran que los derechos humanos son algo demasiado valioso para aplicárselos a una hijaputa. La justicia ha obrado mal, pero el fin justifica los medios. Dirán. Sin embargo, a mí no me enerva tanto que una etarra salga de prisión como que la banda que-nunca-se-ha-ido se cargue de argumentos para seguir con su discurso de Estado terrorista. Me indigna que tengan un poquito de razón. Me mata que les den argumentos como balas. España, ni ningún país democrático, se puede permitir titubear. La derrota de ETA será con la ley hasta el final y no con truquitos legislativos que luego nos cuestan millones en indemnizaciones a los miserables. Si estos políticos fuesen honestos de verdad, y no los cobardes que se esconden bajo doctrinas, propondrían la cadena perpetua. Las cosas por su nombre. Pero cualquier otra cosa, tramposa y de tapadillo, es un bálsamo para el pueblo que pide sangre. Los que hoy dicen que no hay derecho a que Del Río esté ya en la calle, no dicen que tienen las herramientas para reformar la ley y tener a los asesinos del futuro entre rejas hasta la muerte. Mostremos todos nuestras auténticas caras. Hasta entonces, y mientras no se atrevan a hacer en tiempos de calma lo que no hicieron en años de sangre, luchemos hasta el final por una sociedad con vencedores y vencidos, sí, pero también por un Estado de derecho hasta el final. Hasta el final. Las trampas son una derrota del Estado de derecho, y un filón de argumentos para los que no tenían que seguir aquí. Cómo me jode volver a escribir de ETA en este blog después de más de dos años. Cómo me jode que unos asesinos tengan por una vez razón.

El Prado de los Megalómanos

© B. Díaz
No tienen motivos para preocuparse. Si creen que nos vamos a olvidar de ellos, que se queden tranquilos: han hecho méritos de sobra para escribir sus nombres en la historia reciente de España con tanta fuerza que traspasa el papel y estropear las páginas de detrás. La trayectoria de los políticos españoles y de la partitocracia desde que que España is different es tan extraordinaria, obra del mejor humorista, que no necesitan grabar sus nombres en piedra para que las futuras generaciones los tengan presentes en sus oraciones. Los españolitos tenemos una memoria muy corta y menos estímulo de reacción que un caballito de mar, pero de esta no nos olvidamos. Otra cosa no, pero rencorosos somos un rato.
Ellos, que no son precisamente discretos, tampoco van a dejar que su memoria se la lleve el viento, y decidieron que sus honorables (qué digo: honorabilísimas) personalidades merecían algo mucho más digno que una silla cómoda y un iPad por escaño: crearon el Prado de los Megalómanos. De ese modo, y como generalísimos ecuestres, nuestros políticos dieron el pistoletazo de salida a una época artística en la que los mejores pintores españoles (o no necesariamente los mejores, pero sí los más caros, los de más renombre) los inmortalizarían en lienzos monstruosos para satisfacción de su ego y castigo a nuestras retinas. Las placas de «Esto lo inauguró Fulanito» se habían quedado cortas.
No es la primera vez que los poderosos protagonizan los cuadros. El mecenazgo ha existido desde siempre, y sin él seguramente no contaríamos con obras claves como las de Goya o las de Velázquez. Por citar a dos entre un millón, porque antes o te pagaba el rico o no te pagaba nadie. Pero salir de una dictadura personalista y continuar con estas tretas de culto al poder, y a costa del dinero público, es imperdonable. Ni en un final de siglo XX ni mucho menos en el XXI. Los políticos, enamorados de ellos mismos, se han convertido en parodias de la maja desnuda a un precio elevadísimo para los españoles. Los pasillos y salones de las instituciones públicas se han llenado de retratos de presidentes de Gobierno, pero en este Prado de los Megalómanos también tenemos la planta dedicada a los retratos (o bustos, no se cortan con nada) de los ministros de Industria, y también el pasillo con los secretarios de Estado de Energía, y a poco que busques, encuentras la salita donde están inmortalizados los subsecretarios de los subsecretarios del departamento de bombillas incandescentes, todos ellos retratados por artistas con presupuestos que no se pagan con los impuestos mensuales de los empleados de una fábrica de tuercas.
Así es habitual que Antonio López pinte al exministro Álvarez-Cascos (los que mandan dicen que es la tradición, pero es que la tradición la han inventado ellos) o que Ripollés haga una estatua esperpéntica inspirado en Paco Fabra, todo a costa de nosotros. Así es habitual que un Mariano Rajoy, como presidente de España, no sólo cuente con su retrato o retratos presidenciales colgados en varios edificios institucionales (y siempre firmados por los mejores, estaría bueno), sino que se puede montar una exposición digna del Museo Thyssen-Bornemisza con todos los lienzos que le han dedicado en cada uno de los cargos que ha desempeñado antes: su retrato como vicepresidente de la Junta de Galicia, el de ministro de Administraciones Públicas, el de Ministro de Educación (que por supuesto necesita un cuadro distinto, porque si no queda un hueco horrible en el pasillo del ministerio), también su retrato como ministro de Interior, el de la Presidencia, el de vicepresidente primero, y así hasta siete retratos en su honor, de siete épocas distintas (he visto galerías con menos), para su satisfacción personal y sin ningún beneficio para nosotros.
A nuestros políticos les gustaría ser las meninas de los siglos venideros. Que la gente se pasee por los museos del futuro y tenga que mirarlos a los ojos para disfrutar de las obras de los pintores de hoy. Eso sí que es una herencia, y no lo que dejó Zapatero. En este país hay suficientes retratos y bustos de políticos para llenar cinco Prados con sus sótanos.
El segundo problema es que, al final, el dinero se lo llevan los de siempre. El mecenazgo de las instituciones consiste en pagar a los que ya cobran mucho, no en dar una oportunidad a los recién llegados. El tercer problema es que los políticos se creen que esta es la única forma de promocionar las artes, cuando podrían hacerlo de muchas otras formas. Y mucho menos ególatras. El fusilamiento de Torrijos es un buen ejemplo de ello: fue un encargo del gobierno de Sagasta como recuerdo a la defensa de las libertades. Pero sería mucho pedir que los político de hoy le encargasen a Antonio López un cuadro del que podamos sentirnos orgullosos. A lo mejor es que no encuentran inspiración en nuestra historia reciente. La Transición, la lucha cívica contra el terrorismo, incluso el hartazgo del 15-M: para qué. Mejor cogen nuestro dinero y encargan sus retratos. Así sus vergüenzas se verán por los siglos de los siglos. Bien pensado, es un alivio que los cantares no tengan la popularidad de los años del Cid Campeador, o nuestros políticos les encargarían versos en su tributo a Marías o Vargas Llosa. La pintura sería sólo el principio. Lástima que no se les haya ocurrido antes.

A por la #CadenaPerpetua

Debemos de ser muy listos. Un pueblo de antología. Basta ver lo bien que votamos para comprender que estamos tocados por la gracia de Dios. Y como el PP es el principal beneficiado de este nuestro don  para separar la sal del azúcar y los benditos de los de cuidao, quiere marcarse otro hito en su legislatura de los sueños (esta se va a recordar por muchas décadas. Todos la pifian antes de salir, pero los de Rajoy han sido de traca desde el primer día) y se inventa eso de la «cadena perpetua revisable». A estos les gustan los líos de altura.
Las cosas en su contexto: España sigue siendo una democracia joven, con sus complejitos de posdictadura, y el hecho de que la Constitución apostase por la reinserción social en vez de por el aquí-te-quedas tiene mucho que ver con el cuadro del que salíamos; cualquiera se quiere parecer a Franco. Hay muchos países de larga tradición democrática donde conviven con la cadena perpetua y nadie se escandaliza ni los llama a consultas. Ninguno debería escandalizarse si el partido gobernante quiere someternos a un debate en profundidad sobre lo que queremos hacer con nuestros reos más peligrosos: es lo lógico y lo natural, y lo propio sería discutirlo en las instituciones. Pero claro, el PP no quiere esto. El PP no hace las cosas como un país normal. El PP dinamita la reinserción social (que de todos modos era un fraude y uno de los principales fracasos de nuestra democracia por una carencia evidente de medios) para sacarse de la manga la cadena perpetua a lo Rajoy Style: #CadenaPerpetua con trending topic
Así, en el invento más genuino de este equipo de gobierno (y ahí no falta el ministro Gallardón, el lobito con piel de cordero que no estaba a ese lado de la línea por casualidad), crean la cadena perpetua inexistente en España pero lo hacen por la puerta de atrás. De tapadillo, como las cosas que nos dan vergüenza. Y lo que inventan no es una cadena perpetua para delitos gor-dí-si-mos y continuados (yo qué sé: ahogar a cincuenta viejas con calcetines sudados o envenenar los bocadillos de nocilla en un campamento durante años. No tengo la imaginación del villano), sino que deciden que esta cadena perpetua Rajoy Style, este salto cuantitativo en los derechos y obligaciones de los españoles (tremendo en el campo penal), se aplicará únicamente cuando «la sociedad considera que no hay años bastantes para que una persona recupere la libertad por el daño realizado». Lo has entendido bien: la razón para que uno se pase cincuenta años en prisión en vez de veinte no es el delito, sino lo que piense la sociedad. Si las prisiones estuviesen en los pueblos, uno no salía hasta después de muerto.
La duda es razonable: si es la sociedad quien considera que el reo debe permanecer en prisión ¿cómo pone el juez ese termómetro? ¿Va preguntando uno por uno, o echa un vistazo a las pancartas en la puerta del juzgado? ¿Se fía por los minutos que dedican al caso en el telediario o propone dos hashtags (#CadenaPerpetua y #LibertadPorFavor) a ver cuál es antes trending topic? ¿Nos hemos vuelto locos?
Por lo menos, el gobierno dice que sólo lo aplicará a casos de terrorismo. La Asociación de Víctimas ya está preparando sus #QueNoSalga y las pancartas, pero esta excepción no nos puede tranquilizar. Una vez abierta la veda de la cadena perpetua para el terrorismo (la cadena perpetua más chapucera y cuestionable del mundo, porque se basa en una percepción popular en vez del delito en cuestión. ¡Así es España!), cualquier delito para seguirlo después. Si aprueban esta reforma, cualquier modificación posterior para ampliar los delitos será muy fácil. Las penas ya no serán las que marque el Código Penal, sino los locos que acusan con el dedo a la puerta del juzgado. El pueblo, que lincha a la menor. Si queremos cadena perpetua (y lo podemos debatir, que nadie se eche las manos a la cabeza) tiene que ser con unos fundamentos, y no a base de trending topic. Si el gobierno sigue adelante con esto, podemos hablar de la reforma más grave y dañina de la legislatura.

Mi día como interventor

Hace dos años, después de las elecciones municipales y autonómicas, escribí un post con mi experiencia (o entrada, o artículo, o como demonios lo queráis llamar. Post es un anglicismo demasiado evidente y artículo o columna resulta demasiado pretencioso para alguien como yo). Aunque no milito en ningún partido político, durante esa campaña colaboré con UPyD y me pidieron (como a cualquiera que pasa medio minuto por ahí. No os creáis que existe un proceso de selección de ningún tipo) participar en la jornada electoral como apoderado. Dije que sí. Todavía no sabía lo que me esperaba (porque ser interventor es, sobre todo, un aburrimiento. Y naturalmente lo haces gratis).
Después de escribir mi experiencia de aquel día, decidí guardar el texto en un cajón y jamás lo publiqué. Voy a hacer memoria: creo que lo hice porque no quería significarme tan abiertamente por un partido político, y decir a las claras que había colaborado en un colegio electoral, durante una jornada de elecciones, me parecía una declaración a los cuatro vientos. La otra opción era ocultar las siglas del partido para el que había sido interventor, pero bien pensado, eso sería peor: prefiero posicionarme por uno que ser sospechoso de colaborar con otro; no hay más que ver el patio. Supongo que ahora me da un poco igual lo que piense nadie porque estoy muy lejos de ser el votante perfecto, que defiende a su partido sobre todas las cosas. Como sigo sin tener el carné de ninguno, no tengo que rendir cuentas. Tampoco me hace falta recular. No tengo nada de lo que avergonzarme. Si recupero este artículo ahora, es por dos motivos: a) no tenía ninguno para este domingo (el más poderoso) y b) conviene recordar que hay muchos modos de falsificar unos resultados, y si esto ocurre en un colegio electoral de Madrid, no quiero pensar lo que pasará en una aldea abertzale adonde no va ningún apoderado de la oposición. También porque quiero pensar que la urna no son las elecciones, sino el final de las elecciones, y que hay muchas más formas de violar la democracia que cambiar las papeletas de sitio. Eso lo digo por Maduro en Venezuela, donde no dudo (o prefiero no dudar) que sus votos son los que dice, pero eso no lo convierte en más democrático, cuando ha aplastado los principios democráticos en cada fase hasta antes de abrir el colegio electoral. Que la votación sea de acuerdo a la ley es lo de menos, cuando el proceso previo ha apestado desde el principio. Una junta electoral no sólo debe sumar papeletas, sino velar por la dignidad de la democracia desde el minuto uno. Maduro no tiene ni idea de qué va eso. Pero no me enrollo más. Esto es lo que escribí en mayo de 2011:

El 22 de mayo ejercí de apoderado en un colegio electoral, lo que significa que tuve que cuidar porque el proceso fuese lo más limpio posible. Yo como representante de UPyD, frente a seis del PSOE y casi una quincena del PP. De IU ni rastro, así que me atribuí la responsabilidad personal de que sus papeletas estuviesen visibles de sol a sol. Una de las costumbres más típicas de las jornadas electorales, como fotografiar a las monjas votantes o a la novia que pasa por la urna antes de ir al altar, consiste en tapar las papeletas de los partidos que no te gustan. Así la gente no las encuentra y no las puede votar. A muchos les da palo preguntar dónde están las papeletas de X partido, así que votan en blanco o eligen cualquier otra opción. Es un éxito para los saboteadores. Durante la jornada electoral vi como la pila de UPyD e IU desaparecía unas cuantas veces, mientras que la del PSOE y PP estaba siempre visible. Me ocupé de rescatar la de los comunistas tantas veces como la de los magentas; me gustaría pensar que ahí donde no hay interventores de todos los partidos, hacen lo mismo con otros. Si no a qué jugamos a la democracia.
El ambiente entre apoderados fue bueno todo el día, hasta el momento del escrutinio: ahí es cuando algunos, no importan las siglas, sacaron su peor rostro. Querían que las papeletas partidas por la mitad contasen a su favor, pese a que el votante había querido expresar precisamente su repulsa (y yo vi a más de uno romper la papeleta con saña un segundo antes de meterla en la papeleta. ¿Cómo le sentaría a ese que luego su voto sumase al que quería criticar?). Si había treinta papeletas rotas del PP y otras tantas del PSOE, se las contaban como votos buenos. «Es lo que hemos hecho siempre», me dijeron sin ninguna vergüenza. Lo mismo con las tachaduras y anotaciones del orden de «chorizos»: también querían sumarse los votos como válidos. No es que quisiesen: es que así lo llevaban haciendo desde hacía nosecuantas convocatorias electorales. Yo, que soy tan ingenuo como para creer que nadie puede jugar tan sucio en democracia, tuve que acabar llamando al responsable de centro (que obviamente, me dio la razón). Los otros seguían erre que erre con que «El manual no dice expresamente que una papeleta partida en dos no sea una papeleta». El manual está escrito para gente con sentido común, no para relativistas de la democracia. Gracias que no llegó la sangre al río. El responsable del Ministerio de Interior se puso de mi parte, y a partir de ahí hicieron la de donde dije digo digo Diego.
El proceso, tan riguroso desde que se abren hasta que se cierran las urnas, pierde todo su rigor al empezar el recuento. Presencié seis escrutinios y en los seis, podrían haber manipulado los resultados de cualquier forma: estaba cada uno tan concentrado en lo suyo, sin mirar lo que hacía el de al lado, que cualquier apoderado podría haber abierto su mochila, sacar papeletas de su partido y dar un cambiazo de votos por los suyos. Estoy seguro de que no ocurrió en mi colegio electoral, pero por lo que presencié en las seis mesas, podría haber ocurrido en todas. Miedo me da lo que ocurrirá en otros lugares.
Lo que salió de algunos sobres también es interesante, porque al final las papeletas rotas son lo de menos: los hubo que escribían peroratas en papel de libreta («¡El sistema es un fraude!» y otras sentencias del estilo), los que hacían dibujos o incluso el que se curraba un voto en blanco con una auténtica papeleta en blanco en el interior. Hubo quien se me acercó al salir del colegio electoral para preguntarme si UPyD es el partido de Rosa Díez, «porque acabo de votar y espero no haber metido la pata», o el que nos decía que todo era una mentira. Otro compañero me contó que la hermana de cierta presidenta votó en su colegio y le dijo: «Yo voto a UPyD en generales, europeas y municipales, salvo en autonómicas, pero porque está mi hermana».

Palabras que no se dicen igual en Madrid y en Valencia (Diccionario para no perderse entre las dos ciudades)

Ningún artículo del blog ha necesitado una gestación tan larga como este: son más de tres años y medio de investigación, atento a cada palabra, a cada expresión, a cada distinción, en definitiva, entre valencianos y madrileños. Porque estos dos pueblos, creedme, son muy parecidos. Mucho más parecidos de lo que creemos. Aunque muchos valencianos tomemos a los madrileños por una panda de pijos que invaden las playas en verano, y los madrileños creamos que los valencianos no han superado la Ruta del Bacalao (metamorfoseada en un plató de Mujeres, hombres y viceversa), en realidad no hay tantas cosas que nos distingan. En el día a día, de hecho, parecemos completamente idénticos. En todo el tiempo desde que vivo en Madrid, sólo hay una cosa, una, en la que los madrileños me han sorprendido: respetan la cola de la parada de autobús. Es un caso de civismo que no he visto jamás en Valencia, donde entran a los autobuses con la ley de la selva. Por lo demás, unos y otros somos más de lo mismo.
Donde más se distinguen (o nos distinguimos) madrileños y valencianos es en el lenguaje. El laísmo madrileño es un caso obvio, pero ni lo cometen todos los gatos, ni es su único elemento diferenciador. Cuando eres un valenciano que lleva años en Madrid (al punto que te consideras madrileño), llegas a descubrir un montón de peculiaridades de un sitio y del otro. Aunque dos regiones compartan un idioma, es increíble lo que este se puede adaptar a cada sitio sin darte cuenta. Hay diferencias muy sutiles, como la palabra crep, que en Valencia es «el crep» y en Madrid «la crep». Este cambio de género también sucede en otras palabras como regaliz, que en Valencia es femenino y en Madrid masculino (aunque no siempre es así). A veces sucede también con los acentos: la RAE sólo acepta ruin, como se dice en Madrid, pero en Valencia siempre lo he dicho y escrito ruín.
El asunto trasciende al significado de las palabras. Cuando descubrí las primeras, empecé a apuntarlas en el bloc de notas del teléfono móvil. Después de tanto tiempo, he recopilado un buen puñado de palabras que no significan lo mismo en la ciudad del oso y en la del murciélago. Os presento el Diccionario de Palabras Distintas, por si alguna vez os mudáis y sentís que os perdéis en una conversación. No es un diccionario de valenciano-castellano, sino del castellano de dos regiones. Por favor, si conocéis más de Valencia-Madrid, u otras regiones, apuntadlas en los comentarios. (Curiosamente hay muchas palabras del castellano de Valencia que no se dicen en Madrid, pero no ocurre tanto a la inversa).

Diccionario de castellano Valencia-Madrid:
acudir: ir adonde ya hay alguien. No es que en Madrid no se entienda, pero en algunos círculos me han dicho que es casi un cultismo. En Valencia, sin embargo, es muy coloquial.
ahora luego: cuando un valenciano no lo va a hacer ahora, pero lo hará luego. Ahora luego ordeno la habitación, ahora luego hago eso que no me apetece nada pero te tengo que convencer de que lo voy a hacer.
almorzar: en Valencia se refiere estrictamente a la comida de la media mañana (la que hacíamos en el recreo del cole, por ejemplo). En Madrid, es la comida del mediodía.
alpiste: en Madrid no sólo es lo que se da de comer a los pájaros. También son los frutos secos de aperitivo (sinónimo del cacao de Valencia) o el dinero con el que cuenta uno.
apardalado: en Valencia, «atontado».vTambién se utiliza «pardal» (que es «pájaro» en valenciano, pero con el mismo significado de «atontado»).
barra de cuarto: en Valencia es la típica barra de pan. En Madrid es más típico decir «pistola».
búho: en Madrid, autobús nocturno. En Valencia es casi una leyenda urbana. No he subido a uno jamás.
cacao: fruto seco de aperitivo (Valencia). También crema de labios.
cachirulo: cometa, ese juguetito para hacer volar cuando pega el viento. En Valencia lo llamamos de las dos formas indistintamente. Es de las pocas palabras típicamente valencianas de esta lista que recoge el diccionario de la RAE.
café del tiempo: café con hielo (Valencia).
calarse: ver chopar.
camal: pernera del pantalón (Valencia). En este caso, la adopción de la palabra en valenciano es clarísima (cama es pierna).
carpesano: carpeta con anillas (Valencia). 
chaqueta: en Valencia se emplea con frecuencia como sinónimo de abrigo. En Madrid, cosas del frío, la diferencia está más clara.
charrar: hablar en confianza, normalmente de trivilidades (Valencia).
chispas: ver filipinas.
chopar: mojarse mucho con la lluvia (Valencia), calarse.
chungo: persona con mala pinta. En Valencia es una palabra a la orden del día, pero en Madrid se escucha menos. Espera... ¿no será porque Valencia está llena de gente con mala pinta...? Maldición.
corva: parte de la pierna por donde se dobla la rodilla. En Madrid no llama la atención, pero lo más seguro es que en Valencia no sepan de qué estás hablando. 
¿cuánto cuesta?: si un valenciano le pregunta a un madrileño cuánto cuesta ir de un sitio a otro, seguramente pensará que le pregunta por el dinero que cuesta. Sin embargo, también se utiliza para preguntar el tiempo que lleva el viaje.
cubalitro: copón con bebida de alcohol que en Madrid llaman mini (lo cuál nunca entenderé). En otros lugares de España es cachi.
dar de sí: ver desbocar.
desbocar: en Valencia, se dice así cuando se da de sí una prenda (como cuando se deforma una manga de tanto ensancharla).
descambiar: cambiar algo (un vulgarismo con mucha fuerza en Madrid).
deslunado: en Valencia, patio de luces.
embozar: atascar un desagüe (en Valencia).
empastrar: en Valencia, mezclar algo hasta estropearlo o hacerlo inteligible. El resultado es lo que conocemos como un «empastre».
encanar(se): llorar con mucha fuerza, sin poder parar (Valencia).
entaponar: taponar.
esclafarse: en Valencia, ponerse cómodo (excesivamente cómodo, más bien) en el sillón. 
espardeña: alpargata (en Valencia se utilizan las dos indistintamente, pero «espardeña» tiene una connotación más pija). Es curioso, porque cuando he llevado espardeñas/alpargatas en Madrid (lo cuál sucede con mucha frecuencia en verano), me dicen que parezco de pueblo. Supongo que no pasan el calor que en la capital del Turia. Otro artículo de la vestimenta donde Madrid y Valencia son antípodas son los gemelos de la camisa. Me los puse una vez en Madrid y todavía estoy escuchando las risas. Allí sólo los ven en bodas y juras de presidentes del gobierno (como mínimo). En Valencia no los llevamos todos los días, pero tampoco llaman la atención.
espenta: en Valencia, la espenta es el arrojo. Decimos que alguien tiene espenta cuando tiene iniciativa.
espolsar: sacudir un objeto para quitar la suciedad (en Valencia), como el mantel tras la comida o las sábanas para ventilarlas.
estrenas: otra forma de decir aguinaldo en Valencia (aunque esta también se utiliza).
filipinas: expresión que se grita cuando dos personas dicen la misma palabra a la vez (en Madrid es más típico chispas).
finca: en Valencia, finca también es sinónimo de un bloque de pisos (cada número de una calle). Si oyes a un valenciano hablar de su finca, no significa necesariamente que vive en un latifundio lleno de bueyes. También puede referirse al edificio donde está su piso en el barrio más humilde de la ciudad.
galería: en Valencia se llama así a la terraza cubierta donde se suele tender la ropa.
ganchitos: risketos (esas cosas que nos ponían los dedos naranjas en los cumpleaños).
guarrazo: en Madrid, caída con derrape.
hacer una película: en Valencia preguntas por las películas que hacen en el cine para referirte a las que ponen en el ABC Park o el Lys; las que puedes ir a ver en cartel, básicamente. En Madrid, el único que «hace una película» es el director y los actores. Las películas están en en el cine, no las hacen.
longaniza: en Valencia, la longaniza es el embutido más artesanal. Salchicha se emplea sólo para los envasados de fábrica (tipo Óscar Mayer). En Madrid, salchicha es genérico para los dos.
lumi: asidua de la calle Montera, es decir, PUTA (Madrid).
mini: ver cubalitro.
mocho: en Valencia, fregona.
mollete: en Madrid, pieza de pan plano y redondo.
mostoso: húmedo y mugriento. La bayeta de la cocina cuando no la limpias, por ejemplo (Valencia).
niqui: en Madrid es otra forma de referirse al polo, la prenda de vestir.
oliva: aceituna (Valencia). 
paella: además de la comida (como es obvio), en Valencia también se llama «paella» al recipiente. Fuera es más común llamarlo «paellero». Esta falta de variedad de vocabulario también afecta a «fallas», que se utiliza tanto para monumentos,  corporaciones y fiestas a la vez.
papas: los valencianos distinguen claramente las patatas fritas de McDonalds de las de bolsa (tipo Lay's), que los madrileños también llaman «patatas fritas de bolsa». A estas los valencianos las llaman simplemente papas. A las patatas en estado natural no las llaman papas (como hacen los canarios), sino patatas, igual que los madrileños.
paraeta: puesto de feria o de comida en Valencia.
Pascua: es el modo popular de referirse a la Semana Santa en Valencia. Prueba de ello son dos de los bocados típicos de estas fechas: la mona de Pascua (con su huevo) y la longaniza de Pascua. El asunto Semana Santa/Pascua tiene su miga porque teóricamente, la pascua empieza al terminar la Semana Santa. Al final no sé cómo los valencianos han acabado sustituyendo un término por otro: quizá influya el hecho de que las vacaciones se alargan un poco por la festividad de San Vicente, juntándose ya con la Pascua propiamente dicha, y de ahí la confusión. Si alguien puede arrojar luz en los comentarios, que no se corte.
pelarse clase: faltar a clase, hacer pellas (en Valencia).
picatostes: ver tostones.
poner a parir: me encanta la cantidad de acepciones que dan los valencianos a «poner a parir» o derivados. En Valencia, «poner a parir» significa criticar a alguien o poner a alguien al límite de sus nervios, también se dice que un sitio «está a parir» cuando no cabe ni un alfiler.
rajar: en Madrid es sinónimo de hablar mucho. En Valencia, sinónimo de criticar negativamente.
rampa: calambre en la pierna (en Valencia).
rentar: apetecer (en Madrid). 
repelar: rebañar un plato (en Valencia).
resopar: en Valencia, cenar por segunda vez (normalmente a primeras horas de la madrugada). He oído recenar alguna vez, pero las menos.
retortero, al: en Madrid, tienes alguien «al retortero» cuando está interesado en ti. Para algo más que venderte algo, claro. 
rosquilleta: producto de panadería (muy bueno con jamón serrano, por cierto).
salchicha: ver longaniza.
sucar: mojar en el plato (en Valencia). Aquí se nota otra vez la influencia del valenciano. Es curioso, porque la mayoría de peculiaridades del castellano de Valencia frente al de Madrid tienen que ver con comida.
suéter: en Valencia, es otro modo de llamar al jersey (lo más correcto sería decir que sudadera, porque suéter viene del inglés sweater, pero se utiliza indistintamente).
teléfono escacharrado: como se conoce en Madrid al juego infantil del teléfono loco.
tener angustia: sentirse mal (en Valencia). 
terrao: la azotea de un edificio (en Valencia). Al principio de vivir en Madrid vivía con dos personas del norte de España. Cuando les pregunté si la finca (el edificio) tenía terrao (azotea), casi me tomaron por loco. Después dijeron que no lo sabían, lo que a mí me sorprendió porque ya llevaban años viviendo en el edificio. No es raro: en el norte, es muy normal que los edificios tengan tejado por la lluvia. Los terraos o azoteas son más típicos de otras zonas como Valencia o Madrid, donde no llueve tanto.
torrá: en Valencia, barbacoa.
tostones: picatostes (en Valencia).
zapatillas: tengo comprobado que ninguna palabra en España cambia tanto de región a región como zapatillas/playeras/tenis/deportivas. Las que te pones para hacer deporte, vamos. ¿Cómo las llamas tú?

(Actualizado a 10 de enero de 2017)

Dictaduras que merecen la pena

El mundo está lleno de villanos. No lo digo yo: lo dicen los políticos y periodistas, que encuentran enemigos hasta en las Antípodas (mejor en las Antípodas que haciendo frontera, seguro). Los enemigos de las Antípodas tampoco se quedan cortos y desde sus púlpitos y televisiones nos la juran en los mismos términos. A ver si os creéis que los archienemigos del Mundo Guay no nos odian en igual medida: si nuestros líderes sueltan misiles dialécticos contra el norcoreanísimo, este las suelta más gordas en el Canal Nacional. Cuando los nuestros ladran contra la opresión del régimen chino, no penséis que ellos se quedan de rositas sin echar pestes de nuestro sistema. O cuando llamamos a Chávez todas esas cosas horribles que riman con -ictador, él tampoco se queda calla... Espera, él sí que está muerto, pero tendríais que ver las perlitas del delfín Maduro: menuda boca.
La nube del pensamiento occidental tiene muy clara la lista de dictaduras del mundo (más o menos dictaduras según la deuda externa que nos compran), y la oposición de turno siempre está atizando al gobierno para ponerle los puntos sobre las íes a esos déspotas dictadorcillos que la lían parda en sus naciones. Luego llegarán al poder y se olvidarán de las proclamas libertadoras, pero ya se encargará la nueva oposición (la que antes no hacía nada) de asumir el rol antidictaduras. Es la esencia misma del bipartidismo. En este juego eterno, estamos muy acostumbrados a tratar a Venezuela como una seudodemocracia gobernada por un dictador compravotos, a Cuba como un país tercermundista donde la gente tiene que trabajar una semana para conectarse cinco minutos a Internet, y a Corea del Norte como el ejemplo más vivo del absolutismo integral. A excepción de cuatro gatos trasnochados, que todavía se creen que en La Habana se vive mejor que en Madrid (como tienen que vender un millón de pulseritas para visitar Cuba, nunca sabrán la verdad), desde la izquierda moderada hasta la derecha más radical asumen que en estos países falta libertad. No necesitamos ponernos de acuerdo en este punto. Sus líderes son un ejemplo tan perfecto de villanos que hacen bueno hasta a Rajoy. Estos hombres tranquilizan la conciencia de los occidentales; es un alivio que el mal se manifiesta con tanta claridad. Lo engorroso llega cuando juega a las ambigüedades.
¿Qué es China? ¿Quién sabe escribir bien el nombre de su presidente? ¿Y de su primer ministro? Es una dictadura, sí, desde el momento en que sólo existe un partido, pero ¿son todas las dictaduras iguales? ¿Viven igual en China que en Cuba? ¿Es mejor la vida de los chinos ahora que en la época feudal? Si preguntásemos por la educación, sanidad y el pan que se llevan a la boca, seguramente sí: el groso de la población ha progresado. El comunismo (y la dictadura que lo sostiene, a fin de cuentas) ha mejorado la vida de los chinos en muchos puntos, pero no podemos contentarnos con comparar la China comunista con la feudal, porque sería renunciar a una opción que todavía está por llegar: ¿cómo vivirían mejor los chinos, con un estado comunista como el actual o en una democracia como la nuestra? Tendrían libertad de expresión, elecciones libres y un millón de derechos derivados. A primeras suena muy apetecible, pero ¿tendrían más para comer? ¿Acaso lo tenemos nosotros? La vivienda ¿sería más cara o más barata? La pobreza ¿aumentaría o disminuiría?
Cuando escucho voces tan críticas con los sistemas comunistas, asiento en la mayoría de puntos. Con unas ausencias de libertad tan flagrantes, no hay quién los defienda. Pero a las voces críticas con los sistemas comunistas, les pediría también que reconociesen aquellos problemas que sus sistemas han superado (o superado parcialmente) y nosotros no, eso cuando los hemos agravado con la libertad de mercados. Nuestro capitalismo, con todas sus ventajas, desangra a la gente con hipotecas abusivas y los echa de sus casas cuando se queda con hambre. Nuestro capitalismo no hace nada por las personas en paro, y rebaja los derechos de los pocos que tienen trabajo. Nuestro capitalismo empuja a las personas a los comedores sociales mientras los supermercados tiran toneladas de comida al final de cada jornada. Nuestro capitalismo también es una locura, y aunque nos dé más libertad que las dictaduras a las que señalamos, provoca a su vez unas deficiencias coyunturales, en asuntos de extrema necesidad, que países como China y Singapur, con todos sus defectos, podrían darnos lecciones de solidaridad y orden de prioridades. Porque es una cuestión de prioridades: ¿qué preferimos? ¿El estómago lleno o la libertad? A la gente le importa un bledo la censura cuando no tiene un plato de arroz que llevarse a la boca. Y con esto no digo que sea más valiosa una dictadura comunista que una democracia: adonde voy es a que como no nos esforcemos por mejorar esta democracia, y subsanar los errores enormes que están arrastrándonos a la pobreza, los pobres (los desgraciadamente nuevos pobres) quizá prefieran mañana el sistema de los chinos al nuestro, con todos sus defectos. Quizá se conformen con un techo, trabajo y comida antes que con un parlamento multicolor. Los chinos y singapurenses han priorizado lo primero frente a lo segundo (o les han obligado a priorizar, pero viven con ello). Nosotros estábamos muy contentos con la libertad, porque tampoco nos faltaba lo otro. Pero como no nos esforcemos por contener a este capitalismo, y lo humanicemos un poco, el capitalismo se irá al garete y también perderemos la libertad. Por supuesto que las dictaduras comunistas han hecho cosas horribles, pero también algunas positivas. Qué nos van a decir a nosotros, que con nuestro sistema hemos visto el cielo y el infierno. Pero no demonicemos a los otros porque quizá nos puedan enseñar algo que en medio de esta situación nacional tan inhóspita hemos olvidado. Yo quiero la democracia por encima de todo, pero no a cualquier precio. Si los ciudadanos llegan a la conclusión de que el pan vale más que el voto (aunque luego se equivoquen y la alternativa sea un fraude. Pero ¡ay si se convencen de ello!), podemos pasar por unos días muy grises. Hay una alternativa: admitir qué han hecho bien los villanos, qué estaba mal en esos países para que los haya que adoren a personajes como Chávez, averiguar en qué han mejorado la vida estos liberticidas a los suyos, y asumir nuestros errores para ponerlos al lado de la libertad y crear el mejor de los sistemas. No se puede renunciar a nuestros derechos, pero el camino tampoco pasa por dejar de lado los otros derechos del pueblo, ni abandonarlos frente a un capitalismo al que no hemos puesto correa ni bozal. Si la gente llega a la conclusión de que hay dictaduras que merecen la pena, es que hemos fracasado con esta democracia.

Palabrita de The New York Times

Vivo en un sinvivir: soy adicto a la prensa digital española (visito elmundo.es y elpais.com tantas veces al día que me da vergüenza admitirlo), me entero de las noticias por el «Última hora» o «Urgente» de arriba, y las suelo leer cuando todavía tienen los comentarios a cero. Soy un lector responsable (me trago los anuncios de sus videos incluso cuando birlan videos de YouTube de los que no tienen derechos. ¡Ay, qué pillines!) pero me temo que mi fidelidad pende de un hilo. No sé si la prensa contagia el pesimismo a los españoles, o si son los españoles los que se lo contagian a la prensa, pero ya no se toman en serio ni ellos.
Me fascina la admiración que nuestros periódicos sienten por la prensa internacional. La prensa internacional no es un periódico con ese nombre, al contrario de lo que pueda parecer con titulares como «La prensa internacional dice» o «La prensa internacional alerta de». La prensa internacional no es otra cosa que la suma de todos, como Hacienda, e igual que la Hacienda, la prensa internacional son todos pero unos más que otros. Vamos: que cuando los periódicos patrios hablan de la prensa internacional, se refieren a los periódicos que les interesan. Cogen los titulares de los dos o tres diarios que les dan la razón (o que pueden provocar el sensacionalismo que buscan) y le dan autoridad de Enunciado Mundial Comprobadísimo. Los periódicos españoles nunca escriben «la prensa internacional dice» para sostener algo con lo que no comulgan, ¡estaría bueno! No no, nuestros periodistas sólo acuden a la prensa internacional cuando les conviene reafirmar su línea editorial, cuando llevan semanas dándonos la traca con su monotema y consiguen que el diario de Nueva York o la gaceta de Berlín les dedique una columnita en la novena página de la sección de Internacional. Entonces se dan por satisfechos: da igual cuál sea la realidad de la ciudadanía española, que si The New York Times lo dice, es palabrita de The New York Times: eso se aplica a nuestros líderes, paro, economía y hasta gastronomía. Porque ya pueden decir Arzak, Adrià y nuestra abuela cuál es el mejor restaurante de España, que si la prensa internacional elige otro, nos callamos y aceptamos el designio mundial. Por algo es la prensa internacional.
No sé cómo tendríamos que imaginarnos a la prensa internacional, pero en lo referente a España, no tiendo a hacerles mucho caso. Cómo se lo voy a hacer, si nuestros periódicos tienen plantillas con decenas de periodistas dedicados a nuestros asuntos, y la prensa internacional tiene, si es que se lo puede permitir, un pobrecito periodista asentado en Madrid para cubrir toda la información nacional y escribir algún articulillo cuando su jefe de redacción lo mande. En ninguna cabeza cabe que un corresponsal en país extranjero sepa más de la situación que cincuenta periodistas que juegan en casa, pero en España, que nos queremos tan poco, aceptamos eso y mucho más. Ya podemos hablar de lo desgastado que está Rajoy, que tienen que venir The Guardian y The Telegraph para demostrarnos que lo está de verdad. A ver quién se supone que le ha contado la historia a los corresponsales extranjeros: pues nosotros mismos, así que estamos en el mismo punto que al principio. Para enterarme de la realidad española no necesito la prensa internacional a menos que quiera saber hasta qué punto los vecinos están al tanto de nuestro circo, pero de ahí a tomar el circo que cuentan como si fuese nuestra realidad hay un trecho. O si no recordad el reportaje fotográfico sobre la España de la crisis que publicó The New York Times. Si esa es la prensa internacional de la que nos tenemos que fiar como revelación de la Virgen, yo apostato de estos medios.

Mi desencanto con la prensa internacional cuando habla de nuestros asuntos había llegado a mínimos históricos. Hasta que el último año. Entonces descubrí que los periodistas patrios no sólo utilizan a los extranjeros para reafirmar sus titulares y darse palmaditas en la espalda, sino que han encontrado una excusa perfecta para contar lo que no se atreven a contar. A ver cómo me explico: como hay ciertos asuntos que no está bien que publiquen los periódicos españoles (¡censura en el siglo XXI! ¿De qué estamos hablando?), por los compromisos y presiones de siempre, nuestros periodistas, que están un poco hasta las narices de los bozales de oro y que no van a dejar pasar noticias jugosas de las que venden periódicos con la que está cayendo, reinventan el «la prensa internacional dice» y lo convierten en «mira lo que dice la prensa internacional, porque yo no tengo huevos». Un ejemplo práctico:
—Redacción de turno. ¿Diga?
—Mire, soy la Casa Real. Esto que habéis publicado no nos gusta y...
—¿Nosotros? Qué va: lo ha publicado la prensa internacional. Lo único que hemos hecho ha sido informar de lo que otros han dicho.
Los tentáculos del Rey llegan lejos, pero The New York Times se le queda grande. Y no es que la prensa internacional no haya publicado lo impublicable hasta ahora (una revista italiana publicó fotos del Rey tomando el sol en pelotas, fotos que no llegaron a España por la censura autoimpuesta y menos mal), sino que ahora nuestros periodistas, que son un poco cobardes cuando se trata de reyezuelos e infantas, empiezan a perder el miedo a contar lo que otros cuentan, porque ellos no se atreven a contar. Porque quién iba a saber mejor de Corinna que los periodistas españoles, pero se hacen los locos y fingen que se enteran por la prensa internacional, como si la prensa internacional no bebiese de lo que nuestros periodistas cuentan off the record.
La primera vez que se habló en España de la amiga entrañable del Rey, se utilizó a la prensa internacional como excusa. Nuestros periódicos y revistas lanzaron a la portada los titulares extranjeros, escandalizadores, pero no tuvieron valor de firmar ningún dato con su nombre. Corinna no es la única afectada de este mal de la prensa extranjera: hace poco, la prensa española publicó que la prensa extranjera publicaba que la prensa española sufría presiones de parte de la Corona por el caso Nóos. A ver, que no ha quedado claro: nuestros periodistas dicen que los periodistas extranjeros dicen que los periodistas españoles (¡o sea, los primeros!) sufren presiones. Simplifiquemos: es como si yo publico en el blog que el blog Mendrugo publica que el blog Crónicas Salemitas sufre presiones por parte de un tío con corona. A ver: ¿y por qué no digo directamente que las sufro yo? Ah, claro: por la censura autoimpuesta. Si digo que la corona me presiona, se me cae el pelo. Pero si lo dice otro, yo siempre puedo escurrir el bulto, pero ahí dejo la duda para quien la quiera.
El síndrome de la prensa internacional está llegando a cuotas extremas. Si tengo que informar a un periódico extranjero de cuál es la realidad, para contarla de su parte, este periodismo se va a la mierda. Así no nos los vamos a creer. Tampoco nos engañemos: con esta actitud, el recorrido de la monarquía española puede ser muy corto. La esperanza de vida se les ha reducido en unos cuantos años, y de ellos depende perpetuarse o morir. Están viviendo sus horas más bajas. Mucho se habla últimamente de la Transición pendiente de la corona. Esta transición tampoco le iría mal a nuestros periodistas, para que se libren de una vez de las correas de los de arriba. Así seríamos todos un poquito más libres. Lo dice la prensa internacional.

La demorrancia

Lo siento por los franquistas que no han visto el cambio de siglo: si llegan a vivir un poco más, hubiesen disfrutado con este regreso incontestable a la dictadura. La del final, esa que defiende el sector más blando; la del lecho de muerte.
La de Rajoy es una dictadura legal porque la Carta Magna no se hizo a prueba de gerifaltes. No hay constitución, ley, reglamento ni manual de piscina pública que comprometa a un político a lo más básico en cualquier pacto democrático: que cumpla su palabra. El programa electoral, vaya. Hemos confundido los sujetos: se creen que los elegimos a Ellos, cuando lo que votamos son las Ideas. Si aparecen sus nombres en las papeletas es porque llevan un proyecto bajo el brazo. Si quisiésemos carta blanca, votaríamos en blanco, no sus listas.
Nos hemos vuelto locos si aceptamos con naturalidad (y de esto hace mucho tiempo) que se salten sus promesas a la torera. Ni siquiera nos sorprende. Admitimos la mentira como trampolín a un cargo institucional, como si este lo pagase el tonto de un país vecino. Y ellos, todos, comparten el juego: a ninguno le conviene pedir que el otro rinda cuenta de su programa, porque hasta el que menos sabe que no es más que papel mojado para atizar a la oposición durante la campaña. Un brindis al sol, porque los proyectos de verdad salen a la luz cuando toman posesión y se sientan en sus butacas.
¿Quiénes se han creído que son? ¿Por qué creen, por qué les hemos dejado creer, que los elegidos son Ellos y no sus Ideas? Nos da igual si se pasan cuatro años contradiciendo cada promesa del programa, pero seríamos capaz de prender fuego al único político que cumpliese si pidiese una semana más de legislatura para llevar a cabo su última propuesta. Si no nos tomamos en serio a nosotros mismos como votantes, cómo nos van a tomar ellos. Entre las miles de promesas de los partidos, no hay una que garantice cumplir con lo dicho. Necesitamos urgentemente una ley que obligue a los partidos a cumplir con un mínimo de su programa, ¡sólo un poquito!, que es lo que pide un desesperado. Que el programa electoral, razón de gobierno, no sea un mero trámite, sino una exigencia a la que atenerse. Quien no pueda cumplir, que convoque elecciones. Y la ley del programa electoral (porque no nos conformamos con su palabra. ¡Hasta a eso hemos llegado!), la necesitamos más de lo que necesitamos un techo de déficit o un mínimo de mujeres u hombres en las listas: la exigencia del cumplimiento del programa es lo único que nos puede salvar de las dictaduras bisiestas, estas que se votan un día cada cuatro años, pero que desoyen al pueblo durante el resto del tiempo. El asunto es de extrema gravedad, de credibilidad democrática. Los españoles nos dimos por satisfechos cuando cayó el régimen y se abrieron las urnas. Pero mientras que cada materia ha tenido su progreso y evolución lógica durante casi cuatro décadas, los políticos que gobiernan no han hecho nada por mejorar la calidad de la democracia. Está en el mismo punto que al poco de morir Franco: ni la madurez del sistema ni los nuevos tiempos les han hecho pensar que la democracia también necesita sus arreglos y que podemos aspirar a una mucho mejor. Se dan por satisfechos con la que nos «dieron» en los setenta, pero esta está podrida y caducada. Si las leyes cambian constantemente ¿cómo han podido dejar que la democracia se quede en una fase estanca, sin abrir listas, sin comprometerse con lo que dicen, sin respetar los principios más básicos de la teoría? ¿Cómo nos conformamos con una democracia hecha para un país que todavía tenía al Generalísimo de cuerpo presente, una democracia pobre de país en transición? Que me digan una medida, sólo una, que se haya hecho por mejorar la democracia en todo este tiempo. ¡Ni una puñetera! Como si la de entonces fuese para contentarse.
Poco o nada nos distingue de la España que vio a Franco agonizar, contando las horas para que muera el líder. Los españolitos de entonces sólo podían confiar en que fuese pronto, mientras que nosotros sabemos que la muerte del presidentísimo será en la próxima cita electoral. Hasta entonces, atan y desatan a su antojo, en contra de nuestra voluntad. De la mía y de la de los peperos. Esto es una dictadura, por muy legítimos que hayan sido los medios para sentarse en el trono. Les importa un rábano lo que opinemos tú y yo. Uno no puede pedirle más a un dictador fascista, pero que un presunto demócrata llegue al poder con promesas que sabe irrealizables y que después desdiga hasta los apellidos es inaceptable. El poder legislativo está en manos de un régimen que no reconocen ni sus votantes. Si alguien siente nostalgia por aquella dictablanda, que le siente bien esta demorrancia.

Querido Oriol

No te he querido preguntar. Después de todo, tu decisión es muy privada. Tampoco te he querido condicionar: por eso te llamo Oriol, cuando tampoco es tu nombre. En realidad tú eres muchos. Y son muchos, demasiados, los que están sufriendo.
Estás harto de no poder protestar. De que cada vez que expresas un poquito (sólo un poquito) de malestar laboral, se te echen veinte encima al grito de «¡No te puedes quejar, que tienes trabajo!». Te lo han repetido tanto que casi te lo has creído. Lo de que mientras tengas nómina, te pueden hacer de todo. Has vendido tu alma y troceado tus logros con tal de no visitar el INEM.
La situación general te exige un esfuerzo adicional y tú debes darlo. No eres tanto: sabes que si no te empeñas más, peligra la empresa y por lo tanto tu puesto de trabajo. Quieres que vaya bien, aunque sea por simple egoísmo: mientras les vaya bien a ellos, te irá bien a ti. Sólo un estúpido sabotea su trabajo.
Pero en la cuerda entre lo que puedes dar y lo que pueden exigir, también debe existir un equilibrio. Hay empresarios maravillosos, que no necesitan ni hablar para convencer a sus empleados de lo delicado de la situación. Te pedirán más y tú estarás dispuesto a hacerlo. Pero también hay empresarios con menos escrúpulos que neuronas, y si tienes la desgracia de trabajar para uno de ellos, tu estrés será doble. Las leyes están para cumplirse y los derechos laborales para ejercerlos. Por supuesto, las obligaciones van de la mano. Y si alguien sobrepasa el límite de lo legal, no tienes por qué soportarlo con la excusa de la crisis. La ley ya consiente suficiente: no cedas todavía más. Te van a obligar a cumplir hasta la última letra del contrato y no te puedes negar. Ahora bien: no dejes que te coaccionen para ir más allá.
Cuando la esperanza está perdida y los empresarios sin escrúpulos se frotan las manos con cada reforma laboral (no porque vayan a cumplirla a raja tabla, sino porque van a avanzar tres pasos más de lo que dice la ley), hay más opciones que cruzar los dedos y rezar a todo el santoral. La huelga, por ejemplo, es un derecho básico laboral. Por rango, está hasta en la Constitución. Sé que nunca has hecho una y que no le faltan detractores, pero en ocasiones, y para nuestra desgracia, es una herramienta desesperada para expresar nuestra (valga la redundancia) desesperación. «¿¡Desesperación!? ¡Desesperados están los que están en el paro, no los que tienen trabajo!» Basta ya con esto. No quiero volver a oír esa frase jamás. Los trabajadores tenemos tanto derecho a quejarnos como siempre. Quizá más derecho que nunca, porque jamás se habían rebajado nuestros derechos tanto como ahora.
La huelga no la convocan los sindicatos de siempre, al contrario de lo que se cuenta en los corrillos. Pero sí, la secundan ellos, y nos caen tan mal como antes. No voy a defenderlos, Oriol, porque son indefendibles, pero sí apoyo la labor que realizan decenas de sindicatos españoles, que sin subvenciones ni cuotas de poder, son quienes de verdad se rompen el espinazo por el trabajador. Los sindicatos no son unos parásitos: los parásitos son unos pocos. Y de esos hay tanto en los despachos de los liberados como en la patronal. No es exclusivo de izquierdas o derechas. Tampoco la huelga es exclusiva de los de siempre. Tu apoyo es tuyo propio. El suyo, sólo de ellos.
Si no es por los sindicatos, quizá temas por las consecuencias en el trabajo. Por suerte, la Constitución te ampara: estate tranquilo, no pueden despedirte, ni amonestarte, ni siquiera mirarte mal por secundar una huelga (ni esta ni otras). Te restarán el sueldo equivalente al día, pero nada más. Si hay consecuencias, denuncia. Vuelve al día siguiente al trabajo y demuestra que eres el mejor trabajador, que no hay excusa para decirte pío. Pero a tu derecho a huelga no renuncies. Es enteramente tuyo.
Si no puedes permitirte renunciar a un día de sueldo, no temas, es tu decisión. Lo mismo que si no quieres hacerla. El derecho a la huelga es tan importante como el derecho a no hacerla. Si tienes miedo, haz lo que creas más conveniente. Si estás encantado con la reforma laboral, ficha con una sonrisa en los labios. Yo, desde luego, aplaudiré tu coherencia. Pero si estás harto y no quieres ceder ni un derecho más, no caben medias tintas. No vale el que la hagan otros. Ningún movimiento ha empezado con el inmovilismo. Si esperamos a que los demás lo hagan, no lo hará nadie jamás.
Oriol, tu decisión es tan libre como privada. Voy a hacer lo imposible porque todos respeten tu decisión, tanto si quieres ir a trabajar como secundar la huelga. Pero si quieres apoyarla, y sólo te para la duda de lo que harán los demás, no lo pienses más: hazla. Sé tú quien da el paso. Son tus derechos, no los de tus compañeros. Y si todos están esperando a que otro tome la decisión, nadie irá a la huelga pero todos tendrán la sensación de que han hecho algo mal. Haz simplemente lo que te pide el cuerpo. Que te importe un bledo lo que hagan los demás. Tanto si la hacen como si no.

Querida Silvia

Querida Silvia:
Siento escribirte ahora, cuando menos te lo esperas. Siento que estés tan decepcionada y no quieras oír ni una palabra más del asunto. Siento hacerlo por este medio, a la vista de todos, siendo tu decisión tan personal y secreta. De verdad, lo siento. Y supongo que te enfadarás, o que mirarás a otro lado, eso si no echas estas palabras al contenedor y das media vuelta. Pero me da igual, asumo las consecuencias. Tengo que convencerte de la importancia de votar. ¡Por favor, no dejes de leer ahora! Aguanta un momento.
Sé que te has rendido. Has decidido que no merece la pena, que no vuelves a pasar por la desilusión de hace unos años. Te da lo mismo quién gane: todos representan lo mismo y no te fías de ninguno. En parte te comprendo, con esos políticos que se pasan la mitad del tiempo equivocándose de buena fe y la otra mitad haciéndolo con dolo. El Mesías no se aparecerá el 20 de noviembre, y menos salido de una urna. Tienes razón, lo sé, pero sólo en parte. Porque la decepción que te empuja a no votar esta vez es consecuencia de los que no votaron la última. Los políticos malos deben más a la abstención a ti y tantos como tú que a sus propios votantes. No les des el gusto de ganar con tu renuncia. La democracia necesita de todos. Si le damos la espalda a este derecho que nos costó tanto conseguir, abriremos la puerta a la dictadura de los mediocres. Democracia, porque pudimos votar. Pero dictadura porque sólo habrán elegido unos pocos. Quien calla, otorga. No des la victoria con tu silencio, Silvia.
No te trato de idiota. Ya sé que sabes lo que afecta la política en tu vida y que no puedes escapar de ella aunque quieras, como cuando quitas el telediario en los deportes o rechazas los cupones-regalo de Carrefour: lo que provoca tu indiferencia es otra cosa, la sensación de que tu voto no va a cambiar nada. Pero no es así, o la democracia no tendría sentido. Un ganador (o un diputado, o un grupo parlamentario) no se consigue con un «ente etéreo»‎ de votos. Sólo se consigue con miles de personas como tú, y ninguna vale más ni tampoco menos. Tu voto, entre los demás, es tan importante como un minuto de estudio para un examen final de carrera: no lo apruebas con tan poco tiempo, pero cuando lo apruebes, recordarás cada segundo que le dedicaste.
Mi querida Silvia: tampoco pretendo endulzar las propuestas. Los partidos son mejores o peores, pero no los hay perfectos. Esto, que para ti ya es motivo de insumisión, es la verdad de la vida. No hay políticos tocados por la mano de Dios porque tampoco lo están las personas. A nuestros amigos les perdonamos infinidad de defectos, ¡y cuántos nos perdonan ellos a nosotros! Ni hablar de los que yo tengo, y que tú pasas por alto a diario. ¿Por qué engañarnos y creer que la política va a ser distinta? ¿Para qué decepcionarnos, cuando conocemos el final desde el principio? No son dioses, pero la mayoría de ocasiones, Silvia, son personas dignas. Como tú y como yo. Gente que dijo: «Quiero una solución a los problemas y la quiero ya». Gente que también ‎dudó, como nosotros, pero que en vez de mirar a otro lado afrontó la situación. Gente con proyectos, que espera tu voto, o el mío, para terminar con este pesimismo democrático y recordarnos que democracia no es un asunto de altas esferas: democracia somos todos, y tú también.
Si todavía no te he convencido, ya llegarán otros que lo harán. Te mirarán y te dirán: «Y tú ¿a quién votaste?», y tendrás que reconocer, si eres sincera, que preferiste quedarte en casa. Con la que estaba cayendo, y te quedaste en casa. Quizá te lo pregunte tu hijo, que no tendrá una infancia tan cómoda como la nuestra. Qué cosas, si tú has vivido mejor que tus padres. Si eso ocurre, no te excuses en que las cartas ya estaban echadas. Alguien te enseñará las cifras de abstención, los que no rompieron la baraja ni quisieron hacerlo, y se te helará la sangre. Pudimos y no lo hicimos. No te cargues con esa culpa cuando todavía estás a tiempo.
Espero que me perdones por esta carta abierta. La decisión, hasta el final, es sólo tuya. Pero las oportunidades son muy pocas, y no se volverán a presentar hasta dentro de mucho tiempo. Te escribo porque me importas. Vota a quien quieras. Si no te gusta ninguno, aun perdonándoles sus defectos, aprovecha los mecanismos‎ democráticos para ser tú esa opción electoral que falta. Pero por favor, Silvia, no renuncies. Nos jugamos mucho el domingo. Y esta vez no sirve apagar la televisión.
Con cariño,
C.

El candidato

Voy a ser sincero: en las elecciones municipales y autonómicas de mayo, participé (humildemente, como lo puede hacer un no afiliado) en la campaña de UPyD. Y voy a ser sincero hasta el final: critiqué la presencia del actor Toni Cantó en la tribuna de cada mitin. Me gusta UPyD por muchos motivos, y uno de ellos es porque no representa la izquierda sectaria y escaparatista del PSOE y «los de la ceja». No veía razón para que Cantó tomase el micrófono igual que Rosa Díez, Álvaro Pombo o el resto de candidatos. El único motivo es su popularidad y eso no tiene nada que ver con UPyD.
Hasta ahora. Toni Cantó, al que puse a parir por figurar sin ser nadie (nadie en UPyD, se entiende. Un afiliado más, pero igual que otros tantos miles a los que no invitan a los mítines), decide presentarse a las primarias del partido por la lista de Valencia al parlamento nacional. Se moja. Y Toni Cantó, en el ejercicio democrático de presentarse y ser votado, se gana su candidatura a diputado del Congreso de los Diputados. Abandona su estatus de simple afiliado, o afiliado famoso, para ser un candidato con las responsabilidades que eso conlleva y volcarse en una campaña que le exige más que la firma en una manifiesto progresistoide o la foto junto a un candidato demodé. Toni Cantó ya no es lo que era, aunque eso no significa que sea peor.
Los que saben que simpatizo con UPyD (lo cuál no significa que idolatre el partido, ni tampoco que odie o infravalore el resto de opciones. Que nadie se confunda), sobre todo los que no sienten ningún tipo de afinidad con el partido (ya sea porque «es la izquierda camuflada» o, qué cosas, «la derecha con piel de cordero». Según quién ladre), me preguntan qué opino de la candidatura de Toni Cantó. Se han enterado hasta los que no saben ni dos propuestas del partido. Y lo hacen con una mirada anhelante, la de quien espera que le den la razón, convencidos de que ajá, UPyD ha demostrado ser como todos. Como todos o como lo peor.
Pero yo, que cuando me preguntan por El Hecho comienzo mi respuesta con un «Voy a ser sincero: en las elecciones de mayo...», y veo la sonrisa satisfecha de mi interlocutor, giro de golpe con la palabra «primarias» que para mí cambia por completo el análisis final. Toni Cantó tiene tanto derecho a ser candidato del Congreso de los Diputados como el resto de ciudadanos de España. Y no tiene menos derecho a que lo voten, como si ser famoso de antes fuese motivo para desprestigiarlo. Tampoco ser actor, ni lo bueno o malo que sea sobre las tablas, porque aquí no se vota la Interpretación del Año ni se reparte el Goya honorífico. Nadie juzga al número uno de Izquierda Unida de Ávila por su carrera como conductor de autobuses, abogado o viñetista anterior a la política. Ni al número tres del PP en Castellón por su antigua profesión de procurador, nutricionista o quién sabe, parado. O político profesional, sin más experiencia que la de su partido. Entonces no entiendo por qué vamos a someter a un doble juicio a Toni Cantó por ser actor, cuando ahora aspira a diputado y es un candidato que ha salido de elecciones primarias. Eso es mucho más de lo que puede decir Rubalcaba, candidato presidencial del Partido Socialista Obrero Español.
Al final, Toni Cantó me obliga a rectificarme. Se ha alejado de los típicos rostros conocidos que sólo sirven de floreros en actos de campaña (y que nadie les pida después responsabilidades. Donde dije «digo» digo «Diego») para dar la cara por él mismo, por unos ideales, y responder con sus actos a lo que los votantes exigen con sus votos. Se adscribe a un programa y se coloca en primera zona de tiro. Puede gustarte más o menos como actor, pero como político se acaba de estrenar y pasa con prueba cada nuevo reto que le exigimos (porque le exigimos más que a cualquier candidato que no es líder de partido. Rosa Díez sigue siendo la número uno, no lo olvidemos). En las últimas semanas lo he visto superar con nota entrevistas de prensa, radio y televisión. No lo consigue por sus dotes de actor: lo hace porque las propuestas de UPyD se defienden desde el sentido común, y es muy fácil esquivar embistes cuando las críticas que recibe el partido son de patio de primaria. Lo único relevante que tiene la otra profesión, la original, de Toni Cantó, es que no le hace ninguna falta meterse en estos jardines. Lo hace simplemente porque quiere. Porque como miles de ciudadanos, cree en la alternativa necesaria. Ya no vale eso de que lo hagan otros, cuando está visto que los otros hacen lo mismo una y otra vez, desde siempre, mientras les dure el chiringuito del bipartidismo.
Esta vez ya no voto por las listas de Valencia sino por Madrid, pero tengo claro, a fuerza de observar, comparar y rectificar (y en este caso he rectificado, palabra), que el voto de Toni Cantó, el voto a UPyD en Valencia, es lo más coherente y sabio que podría permitirme. Votamos candidatos que hacen posible programas. Y en ese último aspecto, más que nunca, prefiero el programa de UPyD al resto. Sin sectarismo. Sin menosprecio ni demagogia. Si tú lo leyeses y comparases con el resto, seguramente pensarías lo mismo. O no. Pero lo que está claro es que UPyD trabaja con más fuerza que nadie por una democracia justa y eso, casemos con su ideología o no, nos conviene a todos.

Si mañana se despide E.T.A.

Dicen que ETA anunciará su fin antes de las elecciones de noviembre. Que la peor pesadilla de los españoles desde la muerte de Franco dirá adiós para siempre a través de un comunicado que reproducirá la BBC. Agur, señores, hasta aquí llegó la sangre. Ahora voten bien.
Los españoles esperamos este punto y final desde que tenemos memoria. Es echar un vistazo al extranjero y comprobar que el terrorismo no es cosa de todos, y menos aún de países desarrollados. ETA nos separa del resto. Pero al margen del lastre que supone frente a otros, ETA es un cáncer que nos daña por dentro. Un cáncer que duele pero que, más quieran, no destruye. ETA es la quintaesencia del fanatismo, con un puñado de monstruos que han dejado la conciencia en casa para llevar el odio por montera. No hay justificación que valga en un Estado de Derecho. Lo de imponer credos tendría que haber muerto con Franco.
ETA dirá adiós, si Dios quiere, como un enfermo terminal que se entrega a la eutanasia. Por qué no ponerse fin hoy cuando la naturaleza los va a finiquitar mañana. O los finiquitó ayer, pero es que en ETA no se habían dado cuenta. En cualquier caso, la despedida de nuestro grupo terrorista, así, como una vergonzosa propiedad, es una noticia que esperamos con ansias y no poca alegría. Un titular así puede hacer sombra a la elección de un presidente. Pero ante todo, los españoles, que estamos tan ansiosos por verlos salir, somos prudentes. Cautos porque ETA nos hizo así.
Sabemos que engañan. La mentira es su código de honor desde los inicios. Y aunque el comunicado del fin final es inédito hasta en su poco creíble historial, no sabremos cómo tomarlo hasta que pase un tiempo y los hechos acompañen a las palabras. Nos morimos de ganas por contemplar la caída, pero no queremos decepcionarnos. Los últimos años sin atentados son importantes. También lo es la eliminación del «impuesto revolucionario»‎, que no es sino un eufemismo para referirse al dinero que algunos vascos tenían que pagar a los etarras con tal de que no les hiciesen nada a ellos o a sus familias. Queda por ver la libertad, expresarse por cualquier pueblo vasco sin que se cierren todas las ventanas, y que los que apoyaron a ETA comprendan hasta qué punto apoyaron el horror más profundo. El camino es largo, pero menos cuando te quitas de encima el peso del terrorismo.
Si mañana se despide ETA en su primera carta sincera España tendrá que celebrarlo como la mayor alegría desde nuestra democracia. Porque ETA, a fin de cuentas, era quien más la empañaba. Junto a la libertad que tanto nos había costado. Si mañana se despide ETA, que lo haga sin condiciones, y que lo haga entregando las armas. No hay lugar para condiciones o medias tintas. Tampoco debemos consentir que nadie se ponga medallas ni busque atribuirse el mérito. La única responsable ha sido la ley y su determinación, además de la unidad de un pueblo que cuando se trata de terrorismo, no entiende de matices. Es ETA, son asesinos y punto. Punto y final, ojalá pronto, porque ni los vascos, ni el conjunto de los españoles, queremos compartir ni un segundo más de nuestra historia con ellos. Ni este blog quiere tener la sección de artículos sobre ETA por más tiempo.

No es un mes para presidir

Al final, se hizo la luz. Zapatero anuncia adelanto de las elecciones generalísimas para el 20 de noviembre, cuando por fin expresaremos quién queremos que nos saque (mejor que peor) de la crisis. Ha apurado hasta el final la decisión, perjudicando la estabilidad del país y su recuperación, pero nunca es tarde si la dicha es buena. Si alguien lo considera el peor presidente de la democracia moderna, es porque hemos tenido muy pocos presidentes. Por desgracia, se vendrán más y más nefastos.
Zapatero ha allanado el camino de la estupidez y ha partido un pastel para que cada uno coja su trozo. La presidencia le vino tan de sorpresa que ha sido capaz de todo por mantenerla. Primero fue regalando las competencias del Estado a las Comunidades Autónomas a cambio de apoyos presupuestarios y después, cuando revalidado el poder y con la lección aprendida decidió que gobernaría solo, volvió a aferrarse al poder negándonos la crisis. No ha habido legislatura buena porque Zapatero no sabría hacerlo, pero tampoco me gustaría que saliese por la puerta de atrás. Si acaso, por la de en medio.
El Zapatero más nocivo para nuestra economía y cohesión del país (aunque algún día presumirá que con él ganamos el Mundial. Tiempo al tiempo) también ha sido el de grandes avances sociales. Fue valiente y la memoria (la nuestra, no la que la ley nos imponga) lo recordará también por los progresos. Pasar de república bananera a referente internacional en derechos individuales no es moco de pavo. Que a Zapatero se lo juzgue por todo. Y que cuando vengan peores, veamos cómo de malo era este. Fue nefasto. Pero no tuvo maldad, sólo una ineptitud y una visión de la realidad, la de los buenos y malos de los cuentos, la del hombre iluminado, que no se puede consentir en un presidente.

Y aunque parezca imposible, no es el único presidente que pierdo abruptamente en una semana. Camps, de todo menos honorable presidente de la Comunidad Valenciana, se va cuando no ha pasado ni un mes de jurar el cargo, y nos deja un nuevo presidente para cuatro años al que no poníamos ni cara. Pues en este tiempo nos vamos a hartar de conocerlo, és clar. Digo mi presidente porque todavía voté en Valencia por las autonómicas, aunque será la última, y he tenido que soportar todo tipo de comentarios en Madrid. Comentarios que, por cierto, tenían mucha razón. Camps se llenaba la boca de glorias y salves al reino, pero ha sido la mayor vergüenza para los valencianos desde que Lucrecia Borgia hizo jornada de piernas abiertas en el Vaticano allá por el siglo XVII. Lo de su éxito no se entendía y no se puede comprender. ¿Que es inocente? Entonces se habrá ganado su cargo ministerial, no hay de qué preocuparse. Pero si no lo es, y eso no lo digo yo ni tú, sino un juez, espero no volver a verlo en los años venideros. Ni en Valencia ni en Madrid. Vamos: no me he mudado a la capital para cruzármelo ahora en Génova. Eso sería una broma del destino de pésimo humor.