No hace mucho tuve una duda. Fue después de ver una película, no importa su título, en la que tres religiosos de un colegio católico se enfrentaban por una cuestión de presunta pederastia. Un sacerdote que las hacía de sospechoso, una madre superiora que a la par enarbolaba la superioridad moral y por último, una monja joven que no sabía a quién creer. Sólo hacía falta un niño marginado con todos los síntomas de los abusos para que la duda asaltase a los demás.
La película no se contenta con enturbiar a los protagonistas, que también arrastra hasta el fango de la incertidumbre a quien la ve. Nos obliga a posicionarnos, a elegir quién miente y quién dice la verdad. Que la duda no se quede en el despacho de la directora, sino que nosotros, los que pasábamos por ahí, también formemos parte. La película nos obliga a transformarnos en los monstruos que acusan sin pruebas suficientes al pederasta o en monstruos que dejan al pederasta hacer lo que quiere hacer, dos papeles, en cualquier caso, horrendos. Pero la película no es fantasía ni ciencia ficción. Es de un realismo que apabulla.
De todas las miserias que puede cometer el hombre, ninguna me produce tanto miedo y desprecio como el abusar de un menor. No puedo imaginar tanta bestialidad y tan cerca, y algo dentro de mí me dice que hay motivos suficientes (y los niños, lo primero) para prescindir de la presunción de inocencia si se trata de arrancar de raíz un problema que marcará de por vida a tantas criaturas como alcance a tocar. Comprendo a la madre superiora que lo quiere apartar del colegio para proteger a todos los chicos de su influencia, ¿quién no actuaría así? Cuando sabemos que la falta de pruebas no demuestra siempre la inocencia, ¿cómo esperar un mes, tres o quince años de dudas y posibles abusos para saber la verdad, si es que alguna vez se descubriese? ¿Qué presunción de inocencia es esa, que protege la honorabilidad de un posible pederasta más que a unos niños demasiado débiles, demasiado desamparados y demasiado inocentes para recoger pruebas?
Pero es que es la grandiosidad del mal que nos hace querer prescindir de la presunción de inocencia la misma que justifica la misma. Entonces recuerdo que todos, sin excepción, somos inocentes hasta que se demuestra lo contrario, y eso se aplica desde al que roba una barra de pan para tener algo que comer, hasta el que ha puesto sus manos sobre un niño. Y el hecho de que sea el peor delito de todo no es motivo para bajar las alarmas y olvidarnos de la presunción: es más importante si cabe, porque si bien debemos emplear todas las herramientas posibles para proteger a un menor de algo así, no debemos preocuparnos menos de preservar la honorabilidad de quienes pueden ser acusados de semejante monstruosidad sin pruebas. Así que comprendo las dudas de la monja joven. Comprendo que no se atreva a señalar. Y comprendo que retire su dedo índice y lo guarde en su puño tenso, incluso con dudas, lo comprendo incluso si su decisión de callar la boca da a un pederasta alas para volver a actuar. Lo comprendo, lo respeto y al mismo tiempo me repugna.
Al final no sé qué pensar. Quizá ese sea el éxito de la duda. Se instala en nuestra serena tranquilidad y enturbia las aguas hasta volverlas tormentas. Transforma nuestro pensamiento y visión. Quiero creer en la inocencia de todos los hombres, pero cuando pienso que otros como yo creyeron a los que más tarde se demostraron pederastas, o a los que siempre lo fueron pero actuaron con impunidad, se me quitan las ganas de los presuntos. Que me llamen lo que quieran, pero hay que tener la sangre muy fría para dejar a tus hijos con alguien sospechoso de ser pederasta, y confiar en que el tiempo demuestre que lo es (si es que alguna vez se puede demostrar). No quiero yo semejantes ejercicios de ciudadanía. Porque lo peor que te puede pasar no es cargar con la duda: existe algo peor, y es cargar con la culpabilidad.
La película no se contenta con enturbiar a los protagonistas, que también arrastra hasta el fango de la incertidumbre a quien la ve. Nos obliga a posicionarnos, a elegir quién miente y quién dice la verdad. Que la duda no se quede en el despacho de la directora, sino que nosotros, los que pasábamos por ahí, también formemos parte. La película nos obliga a transformarnos en los monstruos que acusan sin pruebas suficientes al pederasta o en monstruos que dejan al pederasta hacer lo que quiere hacer, dos papeles, en cualquier caso, horrendos. Pero la película no es fantasía ni ciencia ficción. Es de un realismo que apabulla.
De todas las miserias que puede cometer el hombre, ninguna me produce tanto miedo y desprecio como el abusar de un menor. No puedo imaginar tanta bestialidad y tan cerca, y algo dentro de mí me dice que hay motivos suficientes (y los niños, lo primero) para prescindir de la presunción de inocencia si se trata de arrancar de raíz un problema que marcará de por vida a tantas criaturas como alcance a tocar. Comprendo a la madre superiora que lo quiere apartar del colegio para proteger a todos los chicos de su influencia, ¿quién no actuaría así? Cuando sabemos que la falta de pruebas no demuestra siempre la inocencia, ¿cómo esperar un mes, tres o quince años de dudas y posibles abusos para saber la verdad, si es que alguna vez se descubriese? ¿Qué presunción de inocencia es esa, que protege la honorabilidad de un posible pederasta más que a unos niños demasiado débiles, demasiado desamparados y demasiado inocentes para recoger pruebas?
Pero es que es la grandiosidad del mal que nos hace querer prescindir de la presunción de inocencia la misma que justifica la misma. Entonces recuerdo que todos, sin excepción, somos inocentes hasta que se demuestra lo contrario, y eso se aplica desde al que roba una barra de pan para tener algo que comer, hasta el que ha puesto sus manos sobre un niño. Y el hecho de que sea el peor delito de todo no es motivo para bajar las alarmas y olvidarnos de la presunción: es más importante si cabe, porque si bien debemos emplear todas las herramientas posibles para proteger a un menor de algo así, no debemos preocuparnos menos de preservar la honorabilidad de quienes pueden ser acusados de semejante monstruosidad sin pruebas. Así que comprendo las dudas de la monja joven. Comprendo que no se atreva a señalar. Y comprendo que retire su dedo índice y lo guarde en su puño tenso, incluso con dudas, lo comprendo incluso si su decisión de callar la boca da a un pederasta alas para volver a actuar. Lo comprendo, lo respeto y al mismo tiempo me repugna.
Al final no sé qué pensar. Quizá ese sea el éxito de la duda. Se instala en nuestra serena tranquilidad y enturbia las aguas hasta volverlas tormentas. Transforma nuestro pensamiento y visión. Quiero creer en la inocencia de todos los hombres, pero cuando pienso que otros como yo creyeron a los que más tarde se demostraron pederastas, o a los que siempre lo fueron pero actuaron con impunidad, se me quitan las ganas de los presuntos. Que me llamen lo que quieran, pero hay que tener la sangre muy fría para dejar a tus hijos con alguien sospechoso de ser pederasta, y confiar en que el tiempo demuestre que lo es (si es que alguna vez se puede demostrar). No quiero yo semejantes ejercicios de ciudadanía. Porque lo peor que te puede pasar no es cargar con la duda: existe algo peor, y es cargar con la culpabilidad.