Vaya por delante que admiro profundamente a los traductores como gremio y que, hasta la fecha, no hay día que no haya aprendido positivo de aquellos con quienes he trabajado o trabajo. Asimismo, casi siempre me suelo quitar el sombrero ante los artículos que se publican en la revista sobre traducción
El Trujamán, que aparece en la página web del Centro Virtual Cervantes. Hoy, no obstante, no tengo más remedio que hacer una excepción, porque lo que acabo de leer me ha tocado tanto las narices que me veo en la obligación, en mi nombre y en el de todos los filólogos que amamos nuestra lengua y conocemos sus entresijos a fondo, de contestar a unos cuantos puntos presentes en el
siguiente artículo, que cito a continuación:
Que escribir bien no cuesta tanto
Por Elena M. Cano e Íñigo Sánchez Paños
Con el título sí que coincido plenamente.
O tanto como escribir mal. No vamos a entretenernos aquí en levantar gazapos y hasta liebres: el asalto es tan evidente y constante que no vale la pena. Basta, en lo público, con darse un paseíto por las televisiones y los periódicos, con pararse un segundo a oír a nuestros comunicadores, a nuestros políticos… Y, para llenarse de envidia, oír lo que dice entre llantos la colombiana que se ha quedado sin chabola con las lluvias, o el mejicano que explica cómo entraron cuatro sicarios en la taberna y…
Empezamos mezclando las churras con las merinas. Asiento ante el hecho de que se escribe y se habla cada vez peor, pero si estamos hablando de escribir, ¿a qué viene aludir al lenguaje hablado? Si hubiéramos empezado por la pericia que requiere manejar una tituladora en televisión (me dan ganas de sacarme los ojos constantemente ante las flagrantes faltas de ortografía que copan los telediarios, los programas de variedades e incluso los espacios culturales), o por la redacción de las páginas web corporativas de algunos gigantes de la comunicación, lo entendería, pero ya estamos desviándonos del tema principal.
Hace ya muchos años —tantos que aquellos niños son ya maestros y catedráticos y profesores de futuros maestros y catedráticos—, los que andábamos metidos en el ajetreo de la enseñanza no nos dimos cuenta de lo que se nos venía encima con las primeras reformas educativas. Muy al principio de los setenta. Y fueron cayéndonos inmisericordes una tras otra sin que nos echáramos a la calle a defender lo que era nuestro y habíamos heredado de nuestros mayores. Cuando finalmente nos percatamos, solo nos quedaban las barricadas.
Ahí no me voy a meter, que yo no había nacido todavía. Por el contrario, sí que puedo dar fe del declive que se produjo entre los 80 y los 90, así como de la caída en picado de la calidad tanto de la enseñanza como de la implicación del alumnado en la última década. Pero sigamos, sigamos, que no voy a incurrir yo en el mismo desvío que criticaba antes.
Una de las mayores agresiones fue (es) la que sufrió (sigue sufriendo) la lengua española. En las aulas universitarias, el desdén es terrible. Quizá uno de los escasos reductos que van quedando está precisamente en Traducción e Interpretación. La diferencia que existe realmente entre cómo recibimos a los estudiantes y cómo salen al cabo de cuatro años es abismal. Es más, llegan a convertirse (no todos) en gente orgullosa de su lengua. Cuesta, pero se consigue. Es rarísimo que un estudiante ya de 2.º o 3.º siga diciendo «detrás mía», por ejemplo, o empleando los gerundios a martillazo limpio, como los habladores de la tele.
¿Rarísimo? No crean. No voy a hacer leña del árbol caído, pero basta con ojear determinadas traducciones hechas por titulados en Traducción e Interpretación o bien darse una vuelta por algunas bitácoras especializadas para darse cuenta de que las meteduras de pata entre los traductores no escasean tanto como aquí se promulga. Lo mismo que si hablamos de las de los filólogos. Nadie es infalible, ni siquiera el mejor de los profesionales, sea cual sea su formación.
Más claro. En algunos programas de posgrado se juntan licenciados (aún no hay graduados) de jaez variopinto: historiadores, filósofos, periodistas, abanicos de filólogos… y traductores. Salvo muy honrosas excepciones, los únicos que son capaces de expresarse oralmente y por escrito con cierto donaire son los traductores. Son también los únicos que admiten la corrección y aceptan que pueden estar equivocados. Los únicos que saben que no conocen al dedillo ni el diccionario ni la gramática ni el arte de bien decir.
¡Oh! Me maravillo ante el poder de redención e infusión de excelencia verbal que parece poseer la licenciatura en Traducción e Interpretación (TeI para los amigos). Es innegable que en esta licenciatura se adquieren unas competencias lingüísticas dignas de mención, pero me parece cuando menos atrevido proclamar con tanta ligereza que los traductores son los Únicos e Ínclitos Poseedores del Savoir-Faire de la Expresión Oral y Escrita (nótese que las mayúsculas son jocosas, me vayan a venir con tonterías a estas alturas). Similarmente, eso de que sean los únicos que admiten la corrección me ha provocado una sonora carcajada. En todas partes y en todas las disciplinas cuecen habas, señores, y uno se encuentra con gente soberbia en cualquier rincón.
Todo eso, por si no se habían dado cuenta, lo consiguen a sabiendas de que no conocen «al dedillo» el «diccionario», la «gramática» o «el arte de bien decir». ¡Qué cosas! ¿Es Magia Potagia, como diría Juan Tamariz?
¿Por qué? Quizá, porque el traductor cacharrea esencialmente textos de otros y esos textos están a veces tan espantosamente escritos que le cuesta comprenderlos. Y, a pesar de todo, tiene con el autor de ese texto malo el mismo respeto que con cualquier otro y le evita, en la lengua de llegada, los errores de todo tipo que por su cuenta ha cometido en el original. Por detrás está, evidentemente, la noción de fidelidad a la lengua de llegada (por lo general, la materna) que se les tatúa en tercer grado desde que pisan las aulas. Sin menoscabo de la fidelidad al mensaje, más evidentemente aún.
Quizá debería haberme hecho escritora espantosa antes que filóloga para poder ser digna de más respeto, pero erré el camino, según parece. Con todo, sí estoy de acuerdo con que los traductores (y me incluyo ahora, no como licenciada en TeI, sino como persona «que traduce una obra o escrito», según el DRAE) debemos hacer auténticos malabarismos para mantener la fidelidad al mensaje que aquí se cita en determinados textos, pero eso no nos convierte ni en prohombres, ni en semidioses. Solamente en profesionales que desempeñamos correctamente nuestras tareas, al igual que un arquitecto cuando trabaja en un plano, o un albañil que coloca los ladrillos en el lugar que corresponde. De lo contrario, estaríamos hablando de chapuzas y, por extensión, de chapuceros.
En los centros de estudio de Traducción e Interpretación —sobre todo, al principio— se mezclan con los de Traducción profesores que proceden de algunas Filologías: para afianzar las lenguas adquiridas o darles el oportuno enfoque, y para hacer lo propio con la española. Aquí tampoco queremos caer en el anecdotario, pero la deformación (¿seudo?) investigadora y el afán por los cajones con etiquetas es tal que cuesta muchísimo que entiendan que para traducir no hace falta conocer la teoría sobre las relaciones anafóricas y catafóricas ni las variantes dialectales del español del siglo xvii. No sobra, como tampoco le sobra al protésico dental. Pero no hace falta. Luego, poco a poco y con algo de luces y buena voluntad por su parte, suelen ir entrando por el aro de cubrir unas necesidades de comprensión lectora y de expresión oral y escrita que no son las de otros estudios. En particular, no son las de Filología.
Aquí me temo que tengo que puntualizar unas cuantas cosas. La primera se refiere a eso de que «se mezclan con los de Traducción profesores que proceden de algunas Filologías». No, si les parece... Da la casualidad de que los estudios de Traducción como tales son muy recientes, tal y como reza el Libro Blanco de esta disciplina y que, vicisitudes de la vida, surgen a partir de lo que antes se denominaba «Filosofía y Letras» y, posteriormente, de la Filología en sí misma:
En España, los primeros estudios que dieron paso a profesiones relativas a las lenguas y la comunicación fueron las Licenciaturas en Filosofía y Letras y, posteriormente, las de Filología, que comienzan a impartirse con un corte marcadamente histórico y literario. Baste señalar que, a mediados de los setenta del siglo XX, había en España tan solo cuatro cátedras de Lengua Española.
En las universidades que no habían dado este paso modernizador, incluso la lengua española se estudiaba a través de cátedras como «Gramática General» y «Crítica Literaria». En los años setenta, los estudios del lenguaje comienzan a vivir una bonanza que se traduce en la multiplicación de las Licenciaturas en Filología de otras lenguas, que tienen que incluir necesariamente un fuerte componente de estudio de la lengua per se y en su estado contemporáneo En los últimos veinte años la universidad española ha intentado renovarse profundamente tanto en su organización como en su filosofía y su oferta, consecuencias directas de los cambios políticos y sociales. La tendencia a dividir los estudios generalistas puede considerarse una segunda etapa, que comienza en ese momento histórico. La renovación de la oferta se efectuó de dos formas fundamentales: mediante la especialización de estudios ya existentes –que podemos considerar un proceso de revisión y, por tanto, renovación– y la instauración de otros estudios que podemos concebir como propiamente innovadores La segregación de títulos generales en especialidades más acordes con el perfil profesional dominante, como en el caso de la Licenciatura en Geografía e Historia, que se triplicó en Licenciaturas de Historia, de Geografía y de Historia del Arte, confirmó la tendencia a ajustarse a la cambiante demanda social y profesional que ya se advertía en la etapa inmediatamente anterior. Este fue el caso de la Traducción e Interpretación, cuyas salidas profesionales habían venido cubriendo los Licenciados en Filología y Filosofía y Letras hasta la última renovación de la oferta universitaria.
El incremento en el volumen de traducciones tras la II Guerra Mundial hizo posible la creación de los primeros centros de formación de traductores e intérpretes –la Escuela de Intérpretes de Ginebra abría sus puertas en 1941– y la fundación de las primeras asociaciones profesionales: la Federación Internacional de Traductores nacía en 1953 con el patrocinio de la UNESCO, y el mismo año veía la luz la Asociación Internacional de Intérpretes de Conferencia (AIIC). Del mismo modo, el nacimiento de los primeros centros dedicados a la formación de traductores propició un desarrollo extraordinario de la teoría. [...]
Habría que esperar a la nueva ola de cambios en la oferta académica, que se puso en marcha en 1990, para asistir a la institución de una Licenciatura en Lingüística, y otra en Teoría de la Literatura, ambas de segundo ciclo, y para transformar los estudios de Traducción e Interpretación de Diplomatura en Licenciatura. Su implantación supuso la incorporación definitiva al panorama universitario español de unos estudios que ya gozaban de una cierta solera en muchas universidades europeas y algunas americanas, al constatar que los estudios lingüísticos, literarios y filológicos, con objetivos y aproximaciones distintos, no alcanzaban a formar traductores e intérpretes profesionales.
Evidentemente, para contar con una formación completa y adecuada como traductor e intérprete no basta con los estudios filológicos, eso es innegable, pues hay muchos más aspectos que cubrir a los que no responde la Filología. Sin embargo, decir que los únicos profesores que incurren en investigar demasiado y enseñar con escasa practicidad son de Filología no solo es temerario, sino FALSO. Si hablo desde mi propia experiencia, he tenido profesores maravillosos cuyas enseñanzas filológicas no solamente han sido un aspecto que era necesario superar para obtener mi licenciatura, sino que, aún hoy, tienen innumerables aplicaciones prácticas en mi quehacer profesional. También he «sufrido» a profesores que me atiborraron de tochos teóricos que todavía no me han servido para nada, pero tanto en asignaturas de filología pura y dura como de traducción.
Por cierto, los ejemplos que han escogido para ilustrar el artículo son francamente desacertados. Para traducir puede venir divinamente conocer la teoría de las relaciones anafóricas y catafóricas, sobre todo cuando se parte de una lengua origen como es el inglés, en la que se tienden a repetir las referencias constantemente y donde conviene sustituir algunas de ellas por una proforma apropiada. Precisamente este aspecto forma parte de la denominada cohesión, tan importante para el texto como la coherencia.
Por lo que respecta a «las variantes dialectales del español del siglo xvii», en mi caso he de reconocer que no me han servido demasiado a lo largo de mi vida profesional, pero es probable que un traductor literario sí pueda sacarles mucho más partido que yo (y que los señores que han tenido a bien redactar el artículo, cosa harto extraña habida cuenta de que, precisamente, se dedican a la traducción literaria).
Asimismo, por si desconocían su existencia, existen unos contenidos denominados interdisciplinares o transversales, o lo que es lo mismo, la correlación entre distintas disciplinas que dependen entre sí, presentes desde la mismísima enseñanza primaria hasta los estudios universitarios. ¿Insinúan, pues, que en TeI no son necesarios? Lo dudo.
Finalmente, como filóloga me halaga que sugieran que esos incorregibles amantes de la teoría que parecen ser los profesores de Filología sean capaces de llevar a cabo la encomiable hazaña de adaptar sus enseñanzas a las particulares necesidades de los estudiantes de Traducción e Interpretación. ¿Será que dominan eso de los «contenidos interdisciplinares» y nadie se había dado cuenta hasta ahora?
Lo que más arriba decíamos: los traductores profesionales son un orgulloso reducto.
A esto solamente voy a añadir dos cosas: la primera, me gustaría que puntualizasen lo que entienden por profesionales. La segunda de ellas es la definición de reducto:
(Del lat. reductus, apartado, retirado).
1. m. Mil. Obra de campaña, cerrada, que ordinariamente consta de parapeto y una o más banquetas.
O sea, que los «traductores profesionales» (que ya me gustaría saber qué entienden los autores del artículo por tales) son un «orgulloso reducto», término este que, irremisiblemente, sugiere cerrazón, hermetismo y exclusividad. ¿Por qué usar un vocablo con un sentido tan sumamente excluyente? ¿No caben los que vienen empujando fuerte desde las facultades? ¿No cabemos los que no comulgamos con esta especie de peregrina declaración de principios? Con que hubieran utilizado comunidad en lugar de reducto, otro gallo habría cantado, desde luego.
No me iré sin antes sugerir a estos dos señores la consulta en el DRAE de una definición que viene muy a cuento y es evidente que no han interiorizado, por cierto: la de humildad.
¡Ah! Se me olvidaba. Escribir bien no cuesta tanto, no. Hacerlo con propiedad tampoco.