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domingo, 4 de septiembre de 2022

El motivo

Me detuve frente al monumento y lo miré desde abajo, aunque como quien dice frente a frente, intentando descifrar de quién se trataba. Era una figura erguida, sobre un pedestal, que tendría cerca de cuatro metros de altura, dominando el centro de un parque. Y si no era un parque, lo parecía, porque estaba rodeado de árboles y césped más o menos cuidado.
    ―¿Es este? ―pregunté a mi guía sin haberlo logrado.
    ―Por supuesto, sí ―respondió―. Es el primero de ellos, el más importante.
    ―¿Cómo que el primero? ―No pude reprimir mi sorpresa ante lo que escuchaba―. No me dijiste que existían otros.
    ―Hay varios, esparcidos por el territorio, a modo de homenaje, como todo monumento.
    ―Como todo monumento ―murmuré. Volví a mirarlo y no podía identificar ese rostro, ese cuerpo, esa postura. Al menos no hay caballo, pensé.
    ―Es el primero íntegramente construido en mecanobronce.
    ―¿Qué es eso?
    ―Son pequeñas piezas de bronce realizadas por impresoras 3D que van encastrándose entre sí hasta formar la figura. Ya nadie extrae minerales de la Tierra, todo se hace con esas impresoras que pueden reutilizar cualquier material, orgánico o inorgánico. Tal vez dentro de un tiempo este monumento sea reutilizado en alguna otra cosa.
    ―¿Serían capaces?
    ―Lo han hecho con otros en mejor o peor estado de conservación, no veo por qué no lo harían también con este ―el guía miró lo que para mí parecía ser un reloj pulsera, aunque aseguraba que se trataba de un aparato más complejo.
    ―¿Puedo saber por qué? ―señalé aquel rostro tan desconocido pero que si lo miraba un poco mejor, con más atención, tal vez podría encontrarle algún detalle familiar, como de algo visto tantas veces, todos los días, que ya no se le presta atención, aunque intervenido por la idealización del recuerdo contante―. Quiero decir, ¿a qué se debe?
    ―Lo lamento ―respondió siguiendo mi ademán―, solo cumplo con lo que se me ha pedido desde la administración central. Por mi parte ignoro los detalles ―No parecía muy preocupado por eso, como todo empleado público.
    ―Ya es difícil de creer que esa cosa en tu muñeca sea un desfasador cronal.
    ―Deslizador cronal ―corrigió.
    ―Un poco más complejo de creer es que me encuentre en el futuro.
    ―Este no es el futuro, es el presente. Usted está aquí, en el presente, al igual que yo. Luego, gracias a este deslizador cronal ―me mostró una vez más el aparato en su muñeca―, regresaremos a otro presente. Este presente, que usted llama el futuro ya no será su futuro, sino que se volverá parte de su pasado, pero seguirá siendo mi presente. De igual modo, su presente se volverá mi pasado cuando yo regrese aquí. Recuerde que el tiempo no es un absoluto.
    ―Es relativo, sí, sí. Eso lo entiendo. Al menos ya me lo explicó varias veces. Lo que no logro entender, y ya sé que me ha dicho que usted no lo sabe, pero no dejo de preguntar por qué han hecho esto ―Señalé una vez más el monumento―. ¿Quién o porqué querrían tener una estatua mía de este tamaño o de cualquier otro? ¿Cuál fue el motivo?
    ―Eso ―respondió el guía activando una vez más el deslizador cronal―, tendrá que descubrirlo usted mismo.

sábado, 20 de agosto de 2022

Por el bien de la ciencia

Llevaban horas arrastrándose entre el barro, las hojas y los restos de la última tormenta otoñal, asegurándose de no hacer el menor ruido, de no anunciar su presencia. Esos árboles eran la protección final del sitio más sagrado de la tribu. Ella, que lo sabía, ansiaba ser la primera mujer occidental en pisar ese suelo, en conocer las respuestas a las incógnitas, en desvelar el secreto.
    Su guía un joven de la tribu, lo suficientemente joven como para no saber que debía desconfiar de quienes llegan de lejos, pero también lo suficientemente hombre como para dejarse convencer con facilidad por una mujer, la conducía a través de la oscuridad de la noche como si él sí pudiera ver algo más que sombras.
    El último gran árbol del conjunto, un cinamomo centenario que se mantenía extrañamente frondoso en esa época del año, los ocultaba debajo de sus ramas. El joven nativo señaló en silencio unas rocas que disimulaban la entrada hacia el interior de la montaña, hizo un par de gestos que la mujer no supo interpretar y luego le palmeó con fuerza las caderas. Como se palmean las ancas de una yegua antes de montarla, pensó la mujer con desagrado. Pedía su recompensa. El joven acercó su rostro al de la mujer, tanto que ella pudo sentir el aliento fétido, casi pútrido por la carne cruda mal digerida. No estaba segura de qué era lo que le desagradaba más, si ese aroma penetrando su nariz o la mano insistente.
    ―La traición se paga con sangre ―murmuró.
    El joven no comprendió sus palabras, pero sí los gestos. La mujer le entregó una pequeña medicina, como la usaban los otros hombres blancos, y le indicó que la tragara. No lo dudó. La colocó sobre su lengua sonriendo. Sonrió aún más cuando la mujer le cubrió la boca con ambas manos obligándole a tragar aquella cosa que ardía, que quemaba, que se llevaba su vida al otro lado de la gran puerta.
    La mujer recostó el cuerpo del joven sobre el tronco del árbol, se limpió los restos de saliva lo mejor que pudo sin contar con agua ni alcohol en gel. Acuclillada en la oscuridad, esperó unos instantes para asegurarse que no se escuchaba nada, sus acciones no parecían haber sido descubiertas. Cuando se sintió segura, avanzó hacia las rocas señaladas y solo al encontrarse del otro lado de ellas, ya en la entrada de la caverna, encendió la linterna.
    ―Los que nunca descansan ―Descifró en los toscos caracteres de la región―. No, no es descansan. ¿Yacen? Tampoco, tal vez sea duermen. Sí… Creo que es eso. Los que nunca duermen ―dijo convencida―. Vamos a descubrir cuál es el mayor fetiche de la tribu, escribir un artículo, tal vez una tesis doctoral, y luego esperaré el reconocimiento por haber encontrado las respuestas allí donde tantos otros fracasaran antes. Todo por el bien de la ciencia, claro, y el de mi carrera.
    Iluminó la parte más cercana del interior de la caverna y vio tres urnas cinerarias comunes, sin ningún tipo de decoración, sin nada que las hiciera destacarse, simples rocas mal trabajadas por manos inexpertas.
    ―Tal vez se encuentre un poco más adentro. Tendré que esperar a que salga el sol para tomar fotografías.
    Avanzó hacia las urnas sin mirar a los lados, donde las sombras y los reflejos de la linterna se confundían haciéndole ver que allí dentro había nativos y otros exploradores caminando en la misma dirección, con expresiones de miedo, pavor, terror y gestos cercanos a la desesperación. Sabía que no había nadie, sabía que allí estaba sola, se había asegurado de ello antes de entrar. Ella sería la primera extranjera en pisar ese rincón sagrado, la primera y la única en llegar tan lejos. Caminó con determinación mirando las tres urnas. Continuó avanzando porque, a pesar del cansancio que comenzaba a sentir en sus piernas, las urnas en lugar de acercarse parecían mantenerse siempre a la misma distancia.
    ―No puede ser ―Un dejo de miedo se arrastró con sus palabras―. ¿Qué sucede?
    El reflejo del amanecer creció a su espalda mientras no dejaba de caminar, sin pensar en detenerse porque no podía hacerlo aunque así lo quisiera. Ya estaba allí, debía descubrir los secretos de aquellos que nunca duermen.
    Llegó la noche y ella continuaba caminando.
    Llegó un nuevo día y trajo algo cercano al miedo.
    Llegaron el invierno y la primavera.
    Llegó el verano y la lluvia, ya no sentía miedo, sino pavor.
    Siguieron pasando los días.
    Y las noches, en las que el pavor dio paso al terror.
    No podía descansar, no podía detenerse. No podía dejar de caminar. No podía descansar. Era tanta su desesperación que nada podía hacer, ni tan siquiera dormir.

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En el número 78 de la Revista Digital El Narratorio ha sido publicado el relato: Gemelos.

Pueden pasar a leerlo.

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sábado, 11 de junio de 2022

Rastreador

Abrí la puerta y el olor a putrefacción me asaltó como si quisiera meterse a la fuerza, por mi nariz y mi boca, en cada poro de mi cuerpo hasta volverse parte de mí sin jamás dejarme escapar de aquel singular abrazo. Retrocedí dos pequeños pasos acomodándome la mascarilla que había vuelto a moverse.
    ―¡Aquí!
    El equipo de extracción se acercó con sus equipos ante mi llamado. La oscuridad del interior era total, debía alejarme de allí antes de que colocaran las primeras luces y comenzaran a retirar los cuerpos, pero no podía hacerlo hasta que no llegaran los extractores y les entregara la guardia. Así lo decía el maldito protocolo.
    El primero de los cuatro miembros del equipo de extracción llegó y de inmediato encendió las luces portátiles. Tuve que verlo todo otra vez, incluida su sonrisa de satisfacción, de insuperable placer por encontrarse frente a esos cuerpos mutilados, desmembrados, destrozados. Los cuatro sonreían. Esas sonrisas eran peor que el olor, los cadáveres y todo lo demás. Sí, mucho peor que todo lo demás.
    Meses después de que se levantaran por completo las medidas de confinamiento, luego de las protestas y los disturbios en el centro de la ciudad, cuando las autoridades abandonaron la ciudad a su suerte al comprender que carecían de la fuerza necesaria para imponerse a la población, seguían apareciendo cadáveres.
    ―Son seis ―dijo uno de los extractores.
    ―Tal vez más ―comentó otro.
    ―Sólo sáquenlos ―respondí alejándome de allí.
    Recordaba las imágenes áreas tomadas de las redes asociales y transmitidas por la televisión, los edificios en llamas, los vehículos policiales dados vuelta, las barricadas improvisadas en cada esquina y los muertos, los muertos, los muertos, por todas partes. Se me empañan los ojos debajo de la mascarilla, si tuviera algo en el estómago lo dejaría aquí, junto a mis pies. Por suerte aprendí a no comer antes del trabajo, ni después; aunque he visto a otros hacerlo durante, como si nada de cuanto hacíamos les afectara, como si fuera un día normal más en sus normales vidas.
    ―Eran ocho ―dijo uno de los extractores al pasar junto a mí―, había dos niños pequeños en el fondo, completamente aplastados por el peso de los demás.
    ―Perfecto ―respondí―. Era justo lo que necesitaba saber.
    ―La información debe de estar lo más detallada y completa posible ― dijo, sin dudas debía de haber captado algo en mi voz―. Los informes son importantes.
    ―Pero yo no hago los informes. No necesito saber eso.
    Yo sólo tenía que buscarlos. Explorar la zona, rastrear, guiarme con indicios como el olor, el color del agua o cualquier otra cosa que me llevara hacia los lugares exactos en los que las personas intentaran esconderse antes de acabar muriendo. Escondites que se convirtieron en sus tumbas diseminadas entre los restos de la ciudad. Alguien más completaba esos informes, a mí no me correspondía, ni quería, saberlo todo.
    Las corridas, las huidas, los muertos, fueron transmitidos por todos los medios. El intento por retomar el control de la ciudad por parte de las autoridades antes del abandono final generó una nueva tanda de muertos. La ciudad se convirtió en un mausoleo, uno en el que ni las ratas entraban. Tanta muerte, tanta destrucción, por nada, para nada. Para que todo vuelva a ser lo que había sido antes. Y allí me encontraba yo, caminando entre los escombros y la basura, dejándome llevar por mis sentidos, la intuición, los astros o alguna otra cosa buscando muertos. Porque nada vivo se encontraba en la ciudad, nada útil, nada de valor, ni siquiera nosotros. Sólo quedaba la cáscara vacía de una ciudad que debíamos limpiar, calles para barrer, paredes para pintar, vidrios que reemplazar en algunas ventanas, y para cuando ya no quedaran muertos por descubrir, nadie recordaría nada de lo sucedido.
    En el cruce de dos avenidas, la caja metálica partida por la mitad de un camión conservador dejaba a la vista su contenido que, quemado y requemado por el sol, todavía resultaba reconocible.
    ―¡Aquí! ―llamé una vez más equipo de extracción.
    La limpieza llevaría varias semanas más hasta que no quedara nada, hasta que se borrara la última huella, el último rastro. Todo desaparecería, salvo las imágenes de los muertos, los muertos, los muertos, que me acompañarían en mis sueños noche tras noche.

El Eternauta, no tiene nada que ver con esta historia, 
pero queda bien como decoración, eso sí.

domingo, 5 de junio de 2022

Apología por la siesta

El mayor de los placeres en los que puede incurrir el ser humano es la siesta. Hay quienes lo niegan y en su lugar hablan del sexo, la masturbación, la alimentación excesiva, el deporte, la cacería, la guerra, la búsqueda del peligro, matarse los unos a los otros, la destrucción de cosas bellas, mear o cagar. Pero estos no son placeres verdaderos, no son reales ni incomparables como lo es el placer de la siesta, porque durante esta podemos hacer todo lo mencionado y más, mucho más. En la siesta no hay límites, y de ella todos regresamos mejores, recargados, enérgicos, listos para afrontar la vida, la muerte y aquello que se encuentra entre una y la otra.
    Sabiendo esto, sabiendo que la siesta es el placer único e inigualable, sé también cuando todo comenzó a deslizarse poco a poco hacia el desastre en el que nos encontramos hundidos al día de hoy. No tengo dudas que fue aquella tarde, lejana en el recuerdo, casi olvidada para la mayoría de nosotros, en la que por alguna razón no hubo siesta. En lo particular el motivo me daba por completo igual, el problema era la ausencia de la siesta y sí, seguiré repitiendo la misma palabra la veces que sea necesario para que no se olvide.
    Esa tarde no hubo siesta, para mí ni para nadie. Esto pude averiguarlo luego preguntando, consultando, encuestando a los sobrevivientes. Todo se fue al diablo porque nadie pudo dormir su reparadora siesta vespertina. Es la única prueba que tengo, cierto que sin demostración factible, pero si al menos uno de nosotros hubiera podido recurrir dormido su siesta de manera habitual, sé que nos habríamos salvado todos, que el germen de la destrucción que nos invade no habría tenido posibilidad alguna en nosotros, no habría podido ingresar en nuestro organismo.
    Seguimos adelante, confundidos, cansados, agotados, cercanos a la derrota. Lo hicimos solo porque era necesario hacer lo posible para lograr que lo que nos había sucedido a nosotros, no se repitiera; para que otros no sufran lo que nosotros, aquí, ahora, pagando errores que desconocíamos o por cualquier otra razón similar.
    Seguimos adelante como podemos, desfalleciendo de cansancio. Continuamos porque en medio del caos, de la destrucción que representa una tarde sin sueño, sin acceso a ese otro mundo escondido detrás de nuestros párpados, hemos descubierto la forma de dar aviso a otros mundos, a otras realidades, otras dimensiones, otros universos similares al nuestro, en los que nada de lo que nos ocurrió a nosotros ha sucedido aún. De esta forma podemos poner sobre aviso a otros para que defiendan aquello que los salvará de la perdición, de la destrucción, del caos, de todos los horrores posibles que asechan a la humanidad.
    Nosotros no podemos salvarnos, pero lo intentaremos con los demás. Por eso he escrito mi manifiesto a favor de la siesta, para que en el caso de que se encuentre en duda en alguna de las otras realidades, se recuperen las tardes, se recuperen las siestas, para que no se olvide que lo que nos hace humano es la siesta y no otra cosa. Para que no se dejen convencer con cualquier excusa o razonamiento sin sentido a favor de la producción, las ganancias y los beneficios del progreso ilimitado o cualquier concepto igualmente vago y falto de definición.
    Defiendan la siesta, recupérenla si sienten que la están perdiendo, detengan el proceso de destrucción y deshumanización. Retrocedan en el camino que los llevará a la aniquilación. Reconsideren su escala de valores para no olvidar lo que en verdad posee importancia. Revisen la lista de placeres habituales para descartar todo aquello que nos deba estar allí. Permitan que la siesta, la única e inigualable siesta, recupere su situación preponderante en la experiencia de cada persona y verán cómo todo lo que parece ir mal en su mundo se acomoda poco a poco recuperando el balance que nunca debería de haberse perdido. Sé que es así aun cuando no tengo forma de demostrarlo desde aquí, desde este lado, pero si ustedes, que han recibido este aviso, lo ponen en práctica y sobreviven, si su mundo no marcha hacia el desastre, esa será la demostración necesaria que valide mi teoría. Esa y ninguna otra. Por lo que repito una vez más: la siesta es el mayor de los placeres. Defiéndanlo con sus vidas de ser necesario.
    Buena suerte.

domingo, 29 de mayo de 2022

Besos en la frente

La luz, blanca, de led, brillante, le enceguecía, le obligaba a bajar la vista hacia las fotografías que no quería volver a ver. Tampoco podía cerrar los ojos, porque no resistía las descargas eléctricas que recibía cada vez que parpadeaba, mucho menos resistiría la descarga que recibiría si los mantenía cerrados el tiempo necesario para olvidar lo que veía.
    ―Estamos esperando ―una voz desde el otro lado de la luz le recordó que no estaba sola.
    ―Es que no sé qué más quiere que diga.
    ―Bien ―dijo la voz―. Repasemos los hechos. Una mujer, de mediana edad, de reúne con usted semana a semana durante unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos contándole sus problemas. ¿Estamos de acuerdo con esto?
    ―Sí. Se lo podía decir así.
    ―Usted interpreta esos problemas por ella y le dice lo que tiene que hacer.
    ―No ―interrumpió la mujer―. No es así como funciona.
    ―Entonces dígame como es. ¿Qué se supone que hacen durante esos encuentros? ¿Cómo lo explicaría usted?
    ―Buscamos la forma en que sea ella quien encuentre la forma de solucionar o enfrentar su problema o lo que sea que en ese momento le haga sentirse mal, incómoda o fuera de sí.
    ―Esa explicación no tiene ningún sentido.
    ―Para nada ―intervino una segunda voz del otro lado de la luz.
    ―Es lo que hacemos en la consulta. Todas las personas tienen sus problemas. Para algunas de ellas no siempre es fácil hablar. Yo les proveo de un espacio confortable y seguro donde, si es lo que quieren, pueden hacerlo.
    ―Y luego les dice lo que tienen que hacer. Muy conveniente.
    ―Eso es interpretación, injerencia, inmiscuirse en lo ajeno. Lo cual la vuelve responsable ―una mano que parecía responder a esa voz áspera y autoritaria golpeó con el dedo índice sobre las fotografías. Bajó la cabeza y volvió a ver los cuerpos mutilados de los tres chicos, casi niños.
    ―No es así como funciona ―repitió sintiendo la leve descarga en respuesta a su parpadeo involuntario.
    ―Es lo que se desprende de su explicación.
    ―No, no lo es. Se escucha a la persona, se le hacen sugerencias a partir de las cuales ellas mismas deben pensar en cuáles son las soluciones para sus problemas, sus dilemas. Pero no se les dice qué deben hacer, no es lo que se espera de nosotros.
    ―¿Es su forma de negar la acusación? ¿Usted “no le dijo lo que tenía que hacer”? Porque tenemos una declaración en su contra que dice exactamente lo contrario ―a medida que hablaba, esa voz áspera y autoritaria se volvía todavía más áspera, más autoritaria, como si quiera ponerle fin a todo el asunto
    ―¿Cuánto tiempo llevaba reuniéndose semanalmente con esta mujer? ―preguntó la otra voz, un tanto más calmada.
    ―Los últimos ocho años.
    ―De seguro ha de haber tenido mucho para hablar en todo ese tiempo.
    ―No es así como funciona ―repitió una vez más, frase que se volvía poco a poco una letanía―. Es un proceso lento, complejo, delicado.
    ―Por sus respuestas, usted tampoco parece estar segura de cómo funciona. ―Cuéntenos ―dijo la segunda voz―. ¿Qué recuerda de su último encuentro?
    ―Luego de varias sesiones, llegamos a uno de los núcleos centrales de los problemas de la paciente.
    ―¿Sesiones? ¿Núcleos centrales? ¿Paciente? Nada de jergas ni jerigonza sin sentido. Queremos una declaración limpia.
    ―No es una jerga, es una terminología específica.
    ―Pues ahórreselos, porque son palabras que no significan nada.
    Rebuscando en su vocabulario intentó expresar lo que quería explicar sin todos los términos técnicos tras lo que habitualmente se escondía.
    ―Luego de varios encuentros, la mujer expresó una situación de su infancia que para ella representaba un conflicto. Algo que interfería con ella al momento de tomar decisiones.
    ―¿Cuál era ese conflicto?
    ―Durante su infancia ella tenía por costumbre darle besos en la frente a sus muñecas de juguetes antes de acostarse a dormir. Años después, al acceder a su unidad convivencional, recurría a algo similar con su descendencia menor y el individuo asignado para completar la unidad familiar.
    ―¿Qué significa esto?
    ―Que los besaba en la frente antes de dormir.
    ―¿Por qué sería un problema algo semejante?
    ― Lo era para la mujer. Tal vez para los demás no fuera nada, pero le generaba angustia ―se interrumpió al ver la mano de la voz áspera y autoritaria cerrarse en un puño―, esto le dificultaba la vida cotidiana ya que creía molestar a las personas con las que convivía.
    ―¿Llegaron a alguna solución?
    ―Como le dije antes, a eso tenía que llegar por sí sola. Yo no puedo darle una respuesta.
    ―¡Qué fue lo que le dijo que hiciera! ―la voz áspera y autoritaria golpeó con el puño sobre la mesa.
    ―No le dije que hiciera nada en particular, le sugerí que si esa situación le causaba algún problema lo mejor que podía hacer era hablarlo con su unidad convivencional. Pero esa fue sólo una de las opciones sobre la que se habló en nuestro último encuentro.
    ―¡Y así acabaron ellos!
    Más fotografías aparecieron sobre la mesa. Cuerpos mutilados, manchas de sangre, huesos quebrados, un cráneo aplastado con algo que no podía reconocer y lo que parecían ser marcas de dientes, no todas ellas en las zonas genitales.
    ―No comprendo qué fue lo que pasó ―dijo sobreponiéndose a las imágenes.
    ―En la grabación de seguridad ―dijo la segunda voz―, se ve el momento en que la mujer llega a su unidad convivencional luego del encuentro mantenido con usted. Realiza aquello que usted le sugirió y, ante las risas recibidas, reacciona de forma tal que es prácticamente imposible saber a qué miembro de la unidad corresponde cada trozo encontrado. Usted es responsable de la desarticulación de la unidad convivencional y el posterior suicidio de la mujer.
    ―Pero si yo no he hecho nada.
    ―Usted le ha dicho a la mujer que lo hiciera, lo que es prácticamente lo mismo. Usted preveía que algo semejante podría suceder, lo que es el fundamento de su sugerencia.
    ―¿Qué es lo que quiere decir?
    ―Que usted sabía muy bien cómo reaccionaría esta mujer ―respondí la voz áspera y autoritaria.
    ―No, no lo sabía. Es imposible saber algo como esto.
    ―Al contrario, lo es. Y usted lo sabe. Por eso se dedica a uno de esos fiascos que prometen cosas que nunca cumplen, antes que algo de verdadero valor, una labor sin fundamentación científica, cargada de palabras vacías de sentido que utilizadas de la manera adecuada es sabido que pueden manipular a las personas un tanto débiles o fuera de su estado basal.
    ―La psicología es una ciencia.
    ―Sí, claro, al igual que la astrología, la alquimia, el couching ontológico, las neurociencias, la quiromancia, la patafísica, en nesialismo, el tarot, la sociología, la estadística.
    ―Y tantas otras pseudodisciplinas que pretendían resolver los problemas de la sociedad.
    ―Problemas que ellas mismas habían creado, para tener algo de lo que ocuparse, claro ―dijo la segunda voz.
    ―Claro ―concluyó la voz áspera y autoritaria.

sábado, 7 de mayo de 2022

Una pausa para el café

Inconfundible, el rugir del motor de la Harley-Davidson Hydra Glide, modelo 1949, me llevó a asomarme por la ventana de la oficina. Allí abajo, en la esquina donde se detenían los ómnibus, un solitario hombre esperaba. No parecía muy joven, tampoco era un viejo decrépito, sino que atravesaba esa etapa de la vida en que no se es ni una cosa ni la otra. Vestía ropas normales, zapatos marrones, un pantalón azul un tanto gastado, un saco negro y, por lo que podía verse en el cuello, una camisa blanca. No usaba maletín sino un morral cruzado, una de las tantas señales de que se encontraba en ese gris entre una edad y la otra. Ese hombre, solitario, cansado, se parecía un poco demasiado a mí. Él también giró su cabeza cuando el rugir del motor se acercó.
    Yo no podía verlo, pero la motocicleta acabaría de aparecer en la esquina opuesta; lo sé porque, rápidamente, esa pieza clásica de ingeniería norteamericana se dejó ver bajo mi ventana.
    Enfundado íntegramente en cuero, botas, pantalón y abrigo, cubierto con un casco redondo sin protección ―de esos que no están autorizados por la Dirección Nacional de Vialidad―, quien conducía la motocicleta se bajó y con un mismo moviendo colocó el pie de apoyo. Quedó cara a cara con el hombre de traje. Parecían hablar aunque claramente yo no podía escucharlos. Sin embargo, imagino que el diálogo debe de haber sido algo como esto:
    ―¿Eres tú? ―preguntó el de la motocicleta.
    ―Soy yo ―respondió el del traje.
    ―Llegó tu hora.
    ―¿Cómo? ¿Tan pronto?
    ―Sí. Así es.
    El de la motocicleta se quitó el abrigo y la remera negra que llevaba debajo. En su torso quemado por el sol del último verano se adivinaban cicatrices, viejos moretones y lo que supo ser un vientre plano y bien trabajo. Sus brazos también mostraban los indicios de un cuerpo que comienza a decaer.
    No le vi ningún tatuaje, pero eso no quiere decir que no los tuviera.
    Urgido por el otro hombre, el que aguardaba por el ómnibus comenzó lentamente a quitarse el saco y luego la camisa. El suyo era un cuerpo fofo, falto de dedicación, acostumbrado a la vida fácil de oficina, cerveza real ―no de esas artesanales que nada tienen de cerveza―, comida enlatada, películas eróticas sin guión y relaciones interpersonales sin futuro.
    Antes de vestirse con la camisa blanca, el hombre de la motocicleta se quitó las botas y el pantalón de cuero. Su ropa interior también era negra, un negro que no desentonaba con el color de su cuerpo, al contrario, parecía resaltarlo. Con pudor, el otro hombre se quitó el pantalón, su ropa interior no era del todo blanca, y no hace falta decir nada más.
    Cada uno se vistió con la ropa del otro, como si a pesar de las diferencias físicas, las ropas fueran del tamaño ideal. Aunque el abrigo de cuero resultaba sí un poco grande.
    El último detalle se completó cuando el de la motocicleta sacó de una de las alforjas un maletín plateado, lo abrió y dejó en su interior el morral sin preocuparse por lo que pudiera haber dentro. Luego le tendió el casco al otro hombre y, por los gestos, entiendo que le explicó algunas cuestiones sobre el funcionamiento de la motocicleta. El hombre que hasta hacía sólo unos instantes esperaba el ómnibus se colocó el casco, se subió al asiento y se dispuso a partir.
    El otro hombre le señaló el pie de apoyo de la motocicleta, olvidarle era el clásico error de un principiante. El nuevo motociclista sonrió y lo quitó.
    Se despidieron con un gesto de asentimiento. De seguro deben de haber dicho algo más antes de que la motocicleta se pusiera en marcha y comenzara a alejarse en la misma dirección en la que apareciera unos minutos antes, adelantándose apenas a la aparición del ómnibus al cual subió el hombre del maletín.
    El rugido del motor de aquella Harley-Davidson Hydra Glide, modelo 1949, se perdió en medio de los ruidos de la ciudad y yo, que nunca supe nada sobre motocicletas, motores ni ropas de cuero, regresé al café frío que me esperaba sobre mi escritorio.

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En la Revista Digital Íkaro, de Costa Rica, han publicado el relato: Una mera ficción.

Pueden pasar a leerlo cuando gusten.

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sábado, 23 de abril de 2022

Arañas

Mientras batía esa mezcla de productos químicos que no sabemos lo que en verdad es pero acostumbramos a llamar café instantáneo para terminar de despertarme y pensar en cuál sería la mejor manera de continuar con mi día, miré por la ventana. Esta da al patio común de las cuatro unidades habitacionales. Una serie de ventanitas iguales entre sí y enfrentadas que miran hacia ese rectángulo de concreto que se encontraba quince o dieciséis pisos más abajo, al igual que otros quince o dieciséis pisos más arriba se encontraba el cielo. Mirar por esa ventana resultaba deprimente, no sólo porque los cuatro edificios parecían darse la espalda mutuamente en un intento por ignorarse, sino por el espectáculo que presentaban esas paredes viejas, faltas de pintura, con rajaduras, manchas de humedad que nacían, creían y se multiplicaban a lo alto y a lo ancho y sobre las que nunca llegaba el sol. También resultaba deprimente porque las administraciones de las unidades habitacionales habían mandado a colocar rejas en cada una de esas ventanas para terminar con esa práctica tan común antes de las rejas que consistía en arrojarse al vacío a través de ellas. Esas rejas fueron la solución propuesta para las interminables discusiones sobre a qué administración le tocaba ocuparse de la limpieza, si aquella desde la cual había saltado el occiso, o aquella a la que le correspondía el sector del concreto sobre la que en efecto había caído el cuerpo. Y es que el cuerpo bien podía caer lejos de la pared de su unidad habitaciones si tenemos en cuenta la maraña de cables que cruzaban de pared en pared en cada piso.
    Claro que, dado que mi ración de pensamiento suicida era la normal para alguien de mi edad, posición social, salario, calvicie prematura y celibato obligado por el porcentaje de esterilidad, el mirar por esa ventana en ese momento tenía otra motivación. Aunque no puedo dejar de lado que tal vez fuera el mero azar lo que me llevara a hacerlo en ese momento y ver, parada, estática sobre la pared de la unidad habitacional enfrentada a la mía, una araña. Algo como esto no debería haberme llamado de atención de no ser que, para ver una araña a esa distancia y teniendo en cuenta mi miopía, esta tendría que medir por lo menos unos cuatro pisos de altura.
    Para quitarme la duda me acerqué de la ventana con mi dispositivo de mejoramiento visual. La araña no tenía cuatro pisos de altura, tenía seis. Y sí, se movía hacia arriba lentamente, como si no quisiera llamar la atención y buscara confundirse con los cables que inundaban el patio interno. Su cuerpo, relativamente pequeño, no coincidía con sus enormes, gruesas y peludas patas, pero como no soy experto en aracnología ―y si tuviera que aceptar la opinión de la mayoría de los que me conocen debería decir que no soy experto en nada― no podría decir si esas terribles y amenazantes patas coincidían o no con esos ojos óctuples y esos colmillos.
    Por otro lado, la araña parecía querer pasar lo más desapercibida posible, lo que le hubiera resultado bien de no ser por su tamaño y por mi falta de respeto hacia su intimidad al encontrarme en ese momento del día mirando por la ventana. Escuché que la marmita reclamaba mi atención en la cocina, miré una vez más a la araña que ya se encontraba dos pisos más arriba que cuando la descubriera, cerré las cortinas de mi ventana y regresé a los últimos minutos de mi tranquilidad matutina. Ya vendría alguien a ocuparse de ella, mi especialidad siempre habían sido las formicidae, muchas veces llamadas hormigas, tamaño coche de ferrocarril, por lo que la araña escapaba de mi competencia. Y así como a mí no me gusta que gente ajena al gremio se entrometa en mi trabajo, no tengo porqué entrometerme en el trabajo de los demás. Ese es mi lema. Al pan, pan, al café, café y cada loco con su tema, siempre lo he dicho y repetido, sí señor.
    Y hasta luego, que se me enfría en café.

Esta obra de arte se llama Maman (Mamá en francés)
y pertenece a la artista Louise Bourgeois.

sábado, 2 de abril de 2022

Privilegiado

Soy un privilegiado.
    Sí, lo soy. Explico el porqué: Cuento en mi casa con un pequeño patio en el cual puedo recluirme y estar en contacto conmigo mismo. Por esto, por poseer ese patio en la época de los ambientes cada vez más diminutos, de balcones en peligro de desaparición, de edificios mal construidos y apilamiento de cuerpos sudados, cansados y hastiados de sí mismos de una realidad cada vez más parecida a las de Soylent Green, soy un privilegiado. El verme en la obligación de pensarlo de esa manera habla muy mal de la sociedad que permitimos que se construya a nuestro alrededor, todo bajo la noble pero peligrosa insignia de no perjudicar al prójimo de palabra, obra u omisión. Pero no es para criticar a la sociedad que escribo hoy, al contrario, quería hablarles de mi patio.
    Mi patio, mi privilegio, tiene diez metros cuadrados de pasto mal cuidado; un par de baldosas sobre las que apoyar una silla de hierro oxidado por la lluvia ácida y una mesa que no hace juego con la silla; un par de macetas con plantas sin nombre; y altos muros que me separan de todo lo que me rodea. Pero estos son meros detalles, lo más importante lo encuentro cuando miro hacia arriba, hacia un rectángulo de cielo por el que no pasa ningún cable ni ninguna otra cosa salvo alguna ocasional avión, o una de las pocas aves que quedan en la ciudad. Ese cielo, mi cielo, también es parte de mi privilegio.
    Días atrás, mientras preparaba la microcena cerca de la ventana de la cocina, comencé a escuchar el canto de un grillo entre el descuidado césped. Dejé lo que estaba haciendo y salí a la mortecina luz de la única lámpara que iluminaba el patio. En un rincón, junto a la pared, me senté a respirar la noche, a pensar en el día que se terminaba y aquel otro que amenazaba con comenzar. Arriesgándome a que se pasara mi horario asignado para el inicio de mi etapa de sueño, me arrellené en la incómoda silla lo mejor que pude y dejé que la noche se hiciera conmigo.
    El silencio era una ilusión. Además del, o de los, grillos, el rumor del tránsito junto con los ruidos de la ciudad hacían grandes esfuerzos por dejarse notar. Algunos de esos ruidos eran únicos, como puertas o ventanas que se abrían o se cerraban, otros resultaban ser rítmicos, como los pasos sobre la acera del otro lado del muro. Algunos de ellos llegaban acompañados por palabras sueltas o frases que se interrumpían a la mitad, cuando no llegaban ya comenzadas; otras veces eran murmullos o gritos al micrófono de algún aparato de incomunicación.
    ―¿Qué parte de que es urgente no se entiende? ―preguntó una mujer en voz estridente y un tanto asustada. Aunque se encontraba del otro lado del muro la sentí sentada junto a mí, dentro del patio, gritando en mi oreja.
    La frenada intempestiva de un auto en una esquina cercana. Una bocina que ocultaba el seguro insulto. Otros pasos apurados. El ladrido de un perro seguido de una infinidad de respuestas. Alguien llamando a los gritos a alguien más. La calle se empecinaba en penetrar en mi silencio. Así el silencio se rompe, se quiebra como esa fina capa de hielo que sobrevive al sol de primavera en un lago en medio del bosque hasta que es vencida en su empecinamiento y luego ya no queda nada de ella.
    ―Habrá que cambiar pañales ―dice una voz grave, seguida por pesados pasos―, es un asco, pero ya le queda poco. ¿Cuánto más puede vivir en ese estado? Seguro la queda antes de que llegue…
    Inspiré profundamente buscando el aroma de la noche rota, fragmentada, atravesada por todas aquellas cosas que no tenían por qué estar allí. Intenté recordar que allí era, que aquí soy, un privilegiado con mi patio, mi césped mal cuidado, mi cielo recortado entre cuatro paredes y los mosquitos que se encarnizaban en mi brazo. Hasta que noté que uno de esos ruidos, quizá el más importante de todos, no estaba allí. ¿Por qué había dejado de cantar el maldito grillo? ¿No era suficiente el esfuerzo que yo hacía con mi trabajo y todas mis privaciones para mantener ese lugar para que ahora el condenado insecto decidiera no cantar para mí? ¿Acaso mi dinero no valía tanto como para tener su canto…? Ah, ahí está.
    A pesar del smog, de la contaminación interpersonal, del mundo camino al desastre y la humanidad condenada al olvido, soy un privilegiado. Sí, lo soy. Digan lo que digan, nadie me convencerá de lo contrario.

Digamos que el patio en cuestión se veía algo similar al de esta fotografía:


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En el N° 34 de la revista digital La Ignorancia (España), pueden leer el relato: De Fuego.

Pueden pasar cuando gusten.

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sábado, 19 de marzo de 2022

Nevada

Para mi sorpresa, al mirar esta mañana por una de las ventanas del refugio, descubrí que estaba nevando. Algo que me resultaba imposible de creer. El último registro de nieve en la ciudad databa de hacía alrededor de sesenta años, si es que no más, y antes de esa fecha era un fenómeno tan poco frecuente como llamativo. Parte de los que todavía habitábamos la ciudad creíamos que esos registros habían sido fraguados con alguna intención que no podíamos entender ni imaginar porque no quedaba nadie que supiera cómo explicar algo semejante.
    Según el calendario no estábamos ni siquiera cerca del invierno, pero llevábamos tanto tiempo sin actualizarlo que esto bien podría ser un error del propio calendario, porque el clima nunca se equivoca. La nieve, en cambio, era un tema diferente. No era blanca, como en las representaciones audiovisuales que acostumbraba a reproducir, lo que me llevaba a dudar del estado de los archivos, así como de su fidelidad al momento de capturar las imágenes. Además de no tener el color adecuado sino un gris deslucido, casi sucio diría, tampoco se sentía fría como se esperaría para un fenómeno invernal. Lo supe tocando el mugroso vidrio de la ventana por la que la veía, pero esto podía deberse a cualquier otro motivo, tal vez la calefacción estuviera encendida sin que me hubiera percatado o el cristal contara con alguna clase de tratamiento contra el frío, aunque esta última opción era más difícil que fuera verdadera que la primera opción.
    El entusiasmo por la novedad me impulsó a salir del refugio, pero no sin antes comprobar y complementar las medidas de seguridad necesarias: revisé las cámaras del perímetro asegurándome de que en las que continuaban funcionando no se veía nada extraño; comprobé los niveles de oxígeno, CO2 y otros gases en la atmósfera; me coloqué el traje de protección reglamentario. Unas tres horas después, cuando atravesé la última exclusa de seguridad, salí al exterior.
    La nieve aún caía, un poco más tenue que al momento en que la descubriera, y cubría con un manto gris, perfecto y uniforme, la mayor parte del suelo del patio interior del refugio. Caminé viendo cómo quedaban sobre la nieve las marcas de mis pasos y de las pesadas botas de acero y plomo que llevaba. Al llegar a la pared opuesta del patio me quité el casco de seguridad sabiendo que el aire, aunque no por completo libre de patógenos, resultaba respirable. Con el rostro descubierto miré hacia las alturas, cerré los ojos, abrí la boca sacando la lengua y esperé a que algunos copos de nieve cayeran sobre ella. Era algo que viera en las en las representaciones audiovisuales, y ahora que tenía la posibilidad de hacerlo quería experimentarlo al menos una única vez antes de regresar al interior y desinfectar todo el equipo y desinfectarme también a mí mismo.
    Sentí caer los copos de nieve sobre mi lengua y cerré la boca cuando creí tener los suficientes como para conocer su sabor. Diría que no me disgustó, que no es lo mismo que decir que me haya gustado. Luego de mi experiencia con la nieve, no podría decir que entendía el porqué de las muestras de alegría y la diversión de todas esas personas que como fantasmas el pasado aparecían en las representaciones audiovisuales si después de todo la nieve tenía el mismo sabor que la ceniza.

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En el N° 73 de la revista digital El Narratorio se ha publicado el cuento: Una voz en mi cabeza.

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sábado, 26 de febrero de 2022

Mucho para pensar

―Es una pregunta, nada más ―dijo con impaciencia haciendo replicar sus largas uñas contra el esmalte de la mesa de la cafetería―, ni que hiciera falta pensarlo tanto.
    ―Bueno, puede ser, pero no es una cuestión fácil ―respondí sin siquiera intentar contener su evidente malestar, ya no hacía eso, ya no me preocupaba, y ella lo sabía―. Da para pensarlo mucho y bien.
    ―Tampoco es una cuestión de filosofía metafísica, ni de teoría cuántica.
    ―Tampoco se pude responder con un simple sí o un no ―esto pareció calmarla un poco, al menos lo suficiente para que cambiara la mano con la que golpeaba la mesa―. Es mucho para pensar, porque se trata de una pregunta con muchas derivaciones, y además sé que sea cual sea mi respuesta generará más preguntas de tu parte, esas respuestas no serán satisfactorias para ti, todo degenerará en una discusión. Y ya sabemos que nuestras discusiones se terminan en dos lugares posibles.
    ―Tu cama o la mía ―respondió sin el menor atisbo de una sonrisa.
    ―Exacto ―dije―. Por eso es que necesito pensarlo.
    Además, pero esto no se lo dije, aunque en efecto lo pensaba, no existía forma de que en medio de un diálogo común y corriente entre dos o más personas se filtrara una cuestión semejante. Intuía que allí había algo más y que tenía que descubrir qué era ese algo más antes de dar mi respuesta, de otra manera el ciclo se repetiría y mi intención de llegar aunque más no fuera una única vez a su cama o a la mía sin discutir, acabaría en fracaso. No tenía dudas de que ese era su objetivo, volver a derrotarme cuando, al regresar a la mesa luego de un rápido paso por el salón para damas, me miró y preguntó:
    ―Supongamos que, por alguna particularidad lingüística o neuronal que aún no conocemos, pero que de todas formas actúa sobre nosotros, cada vez que alguien piensa o hablar sobre suicidarse, se le restan, digamos, unos cinco minutos a su vida. Si fuera así, ¿cuánto tiempo de vida te quedaría?
    A nadie se le ocurriría de la nada preguntar algo semejante. Pero esa, aunque ella sostuviera lo contrario, sí era una cuestión de filosofía metafísica en la que convenía detenerse a pensar seriamente para llegar a una respuesta acorde a la cuestión y no simplemente fingir que de la nada nos quedamos sin aliento y caer muerto allí mismo, sobre la mesa en medio de la vajilla usada.
    ―Probablemente ―dije aclarándome la garganta luego de tomar el último sorbo de mi taza de café y preparándome para la tormenta que sin dudas se acercaba a mí―, nunca hubiera nacido.
    La vi cerrar el puño y esconderlo debajo de la mesa; llamé al mozo y le pedí la cuenta con la intención de demorarme lo menos posible allí dentro. La pelea se percibía en el cercano horizonte, la rabia en sus ojos y el ceño fruncido no me invitaban a pensar lo contrario. Haciendo cuentas su casa quedaba más cerca que la mía, por lo que era de suponer que una vez solucionaríamos nuestras discusiones en su cama.

sábado, 29 de enero de 2022

La última queja

Con sólo ver el estado de la caja supe que, una vez más, la pizza en su interior se encontraba fría y con la mozzarella escurriéndose hacia uno de los extremos del cuadrado de cartón. Ni siquiera hacía falta abrir la caja, los cuarenta minutos de demora en la entrega del pedido me daban la razón y justificaban mi enojo. Envalentonado, tomé la caja, bajé los cinco pisos por escalera del complejo habitacional hasta la calle y casi choqué con la puerta abierta de la pizzería al dar vuelta en la primera esquina. Mantenían la puerta abierta para soportar el calor del horno de barro a leña que ardía durante horas, lo cual no justificaba en nada la forma en que entregaban sus pedidos. No era además la primera vez que ocurría algo como esto, pero estaba convencido en lograr que fuera la última.
    En cada negocio cercano al complejo habitacional N° 67 en el que vivía, se me conocía por quejón. Esto se debía a que siempre, de una forma u otra, encontraba algo sobre lo que quejarme, entre otras cuestiones por cosas como: la calidad de los productos vendidos, la limpieza del local o su ausencia, la falta de información referente a precios de los productos o sus fechas de caducidad, los cambios entre el valor anunciado en las góndolas y el que querían cobrar en las cajas registradoras, la mirada furibunda de los empleados, el calor, la humedad, el valor del dólar, la falta de perspectiva de futuro para el conjunto de la sociedad, la imposibilidad de la aplicación real de la teoría sobre los viajes interespaciales, la dificultad para construir una máquina de espacio-tiempo, el monto de las importaciones de hidrocarburos, soja y litio. Cualquier cosa podía resultar el comienzo de mis quejas, y una vez desatado ya nada me detenía. Nada le ponía fin a la queja hasta que no regresaba a mi cubículo individual dentro del complejo.
    El caso de la pizzería era diferente. Con un estoicismo extraño en mí, venía soportando situaciones que debían solucionarse de manera diferente, porque el cliente ―casi― siempre tiene la razón, salvo que esté equivocado. Además de que esa pizza, con todo lo deliciosa que podía llegar a ser, una vez fría resultaba más dura que una piedra. Y siendo que a mi edad había perdido demasiadas muelas, no quería arriesgarme a que otra más se quedara en el camino.
    Allí estaba pues, aguardando a que el cliente anterior terminara de presentar su propia queja ―porque aquel era un mal que no sólo a mí me perseguía―, para presentar la mía, cuando alguien a mi espalda me llamó utilizando todos mis nombres y apellidos, que son varios y que nadie utilizaba de esa forma desde la época del Liceo.
    No quería darme vuelta, pero al mismo tiempo sabía que tenía que hacerlo para evitar volver a ser llamado de ese modo. Me giré lentamente, con la caja aún en la mano, y me encontré frente al peor de mis temores: la materialización de uno de esos restos de la infancia enfermos de tiempo. En mi recuerdo quiero creer que al girarme hacia esa figura amorfa, con ciertas características humanas que se acercaba a mí con una de sus manos de dedos rechonchos y grasientos extendida, mi expresión era seria, sin dar mayores muestras de lo que sentía al verme en esa situación, al mejor estilo de un jugador profesional de póker que no soy. Lo más probable es que tuviera alguna expresión cercana a la sorpresa.
    ―¿Cómo te va? ―dijo la figura, y precedió a presentarse con todos sus nombres y apellidos que apenas escuché olvidé. Luego, y por la siguiente media hora, si es que no más, acumuló dato sobre dato de su experiencia vital desde el momento en que nos viéramos por última vez, hace treinta y cinco años, cinco meses, tres semanas y cuatro días según él mismo, hasta el presente. Así supe y volví a olvidar todo lo referente a su matrimonio y posterior divorcio, casamiento en segundas nupcias, empresas intentadas y negocios fracasos, viajes por trabajo por todo el globo, pero no a México, porque México es un mal lugar para los negocios (pensé en preguntarle por qué, pero recordé que no me importaba). Supe del nacimiento de sus hijos, sobrinos y nietos, los autos y mudanzas a casas cada vez con más habitaciones, el yate, su incendio y hundimiento, el nuevo yate, perdido por un problema de impuestos, su segunda operación de próstata, la muerte de la tía Mery (o Mary, no lo escuché bien), que tenía una enfermedad terminal y no le había dejado casi nada de herencia.
    Para ese momento yo apenas podía respirar, como si todo su hablar hubiera agotado mis fuerzas.
    En una breve pausa del infinito monólogo logré presentar mi queja en el mostrador de la pizzería, me prometieron una pizza nueva si podía esperar por ella y cometí el error, luego de responder que sí, que la esperaría, de volver a mirar a mi interlocutor. Fue como si por segunda vez se abriera la compuerta de una represa que contenía el río más caudaloso del mundo.
    ―¿Te enteraste de lo que le pasó a…? ―mencionó otra serie de nombres y apellidos en los que no había vuelto a pensar y que tranquilamente podría decir que era la primera vez que los escuchaba. En mi rostro debe de haberse pintado mi desconcierto, porque de inmediato continuó―. Entonces no te enteraste.
    Por los siguientes cuarenta y cinco minutos pasó revista por vida y obra de cada uno de los veintinueve compañeros del curso, incluyendo a quienes sólo habían formado parte del mismo por un breve tiempo, un año o menos que eso, con los que por alguna razón había mantenido el contacto. Se presentaron ante mí una sucesión de vidas similares, casi paralelas, con problemas idénticos, soluciones parecidas, las mismas enfermedades, con más o menos éxitos. Una sumatoria de nuevos detalles e historias mínimas que no me servían para nada y que ahora que conocía sabía que podría haber vivido el resto de mi vida ignorándolas. Detalles que diferían en poco a los pertenecientes a mi vida. Darme cuenta de esto fue lo peor de aquel encuentro. No saber cómo reaccionar luego de algo semejante era lo más normal, por lo que ante su pregunta:
    ―Pero bueno, ya hablé suficiente. ¿Y vos? ¿Qué es de tu vida?
    ―Y… ―respondí ya con la caja de la nueva pizza en mi mano desde hacía varios minutos―. Me quedaría a charlar un poco más, pero me están esperando ―dije señalando la caja.
    ―Bueno, bueno, tenemos que volver a encontrarnos ―comentó mientras intercambiábamos lugares dentro del calor de la pizzería.
    ―Sí, sí. Seguro que sí.
    ―¡Fue muy bueno verte!
    Salí disparado de allí con dos certezas. La primera era que necesitaba encontrar otra pizzería, una en la que resultara improbable a encontrarme con un sujeto atacado por el tiempo de manera similar. La segunda era que, de una forma u otra, necesitaba dejar de quejarme por todo, todo el tiempo, aunque el sentir la pizza cada vez más fría en mi mano poco ayudaba en esta dirección.

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En el Número 71 de la revista digital El Narratorio, se ha publicado el cuento: Golpe a golpe.

También en la Revista Digital La ignorancia N° 33 (España) se publicó el cuento: Gusanos.

Pueden pasar a leerlos cuando gusten.

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domingo, 12 de diciembre de 2021

La voz de la experiencia

El conocimiento se construye en base a la experiencia, no tengo dudas de esto. Porque en más de una oportunidad la experiencia se ha encargado de demostrármelo. Y pronto volverá a hacerlo. Lo sé porque estoy viajando en el tren y en el otro extremo del vagón veo a un niño de unos cinco, tal vez seis años, parado en medio del pasillo entre los asientos jugando a que no se sostiene de ningún lado, incluso bailando, mientras el tren continúa avanzando. Su madre, sentada junto a la ventana y al asiento que el niño dejara vacío, atiende a algo más sobre su regazo; no es otro niño más pequeño, no es un libro, si las luces no me engañan es algo que parece brillar, por lo que ha de ser uno de esos teléfonos inteligentes que nos vuelven tontos. Viendo la escena sé que el niño terminará cayéndose, no lo sé porque posea la capacidad de ver el futuro, cosa que no posible porque el futuro no existe, sino que lo sé por la experiencia.
    Mi experiencia se basa en haber realizado cinco veces por semana el mismo viaje, diez si cuento también el viaje de regreso aunque este se produzca por una vía diferente. Eso hace un total de veinte viajes mensuales ―el doble si cuento el regreso, como ya dije― que, repetidos durante los nueve meses que dura el año de estudios, dan un total de ciento ochenta ―el doble si…, ustedes entienden―. Y si a estos ciento ochenta los multiplicamos por los cinco años que me demandó completar la carrera, tengo un total de novecientos viajes ―el doble si…, bueno, eso―. Claro que a ese total debería restarle las clases suspendidas, los días feriados, las ausencias, así como sumarle los días en que realizara el mismo viaje no por la obligación de los estudios sino por gusto, no tiene sentido añadir detalles aquí, por lo que prefiero redondear en que fueron novecientos viajes de ida y otros tantos de vuelta. La sumatoria de cada uno de estos viajes me da la experiencia necesaria para conocer cada detalle del trayecto.
    Giré la cabeza hacia la ventana para ver el nombre de la estación que comenzábamos a dejar atrás. No podía dejar de sonreír mirando al niño jugar entre los asientos del tren sabiendo lo que se avecinaba, irremediablemente, como ese destino que se burla de nuestro supuesto y ficticio libre albedrio, como una muestra de que la realidad siempre es peor de lo que la pensamos, más oscura, más violenta, en definitiva, más real. Me arrellené en el asiento y me incliné un poco hacia el costado para no perderme detalle del glorioso momento de aprendizaje que se acercaba a unos sesenta kilómetros por hora.
    Mientras esperaba recordé las promesas de mejorar el servicio de ferrocarril urbano repetidas por algún funcionario del gobierno al tiempo que aseguraba que el reemplazo los viejos coches y las vías en mal estado era una prioridad. Recordé cada una de las veces que los empresarios que manejaba la concesión del ramal reafirmaban la voluntad de la empresa por actualizar el sistema. Recordé cada nota de periodismo de investigación denunciando la falta de inversiones y el calamitoso estado de las vías. Recordé también que nada a lo largo del trayecto podía sorprenderme y que por mi extensa experiencia efectivamente conocía el estado de las vías y de los coches por haber viajado en cada uno de ellos. Sabía, pues, lo que se aproximaba en ese tramo del recorrido en el que las vías parecían encontrarse a diferente altura, mínima, tal vez esa diferencia no fuera ni siquiera de un centímetro, pero el tren, incapaz de detenerse, golpeaba contra ese desnivel con un sacudón que, acompañado por la velocidad, la inercia, la carga cinética de los cuerpos, resultaba lo suficientemente fuerte como para hacer caer a un adulto desprevenido. Sonreía con satisfacción al pensar en lo que sucedería con ese niño que estaba a punto de aprender algo que no olvidaría por el resto de su vida; esos momentos son pocos, únicos e irrepetibles, para quienes lo viven. En mi caso había experimentado apenas una media docena de ellos, y con dificultad recordaba cuál había sido el primero. Ahora lo vería ocurrir en vivo y en directo, como un mero espectador, es cierto, pero ese detalle no lo volvía menos intenso ni de menor interés.
    El tren no dejaba de avanzar cada vez más rápido, como siempre hacía en ese tramo recto entre la estación que dejábamos atrás y la siguiente. El momento se acercaba. Volví a acomodarme en el asiento, me refregué las manos sonriendo indisimuladamente mirando al niño esperando el momento en que reconocería el ruido del choque de metal contra metal y vería como se sacudía el primer vagón de la formación. Cuando ese momento llegó apenas podía contener mi carcajada anticipándome al golpe.
    Aquí viene la experiencia, pensé.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Líneas de vida

Llevaba tanto tiempo escondido en ese lugar que era mejor no pensar en la sucesión de soles que allí viera pasar; desde aquel lejano primer día apenas se alejaba del refugio, una de las tantas aberturas entre las rocas de la solitaria montaña, para buscar las pocas raíces comestibles de las plantas y matorrales secos y tal vez encontrarse con alguna ocasional sorpresa de sangre y carne que le regalara la naturaleza. Un pequeño manantial dentro del refugio le permitía no tener que preocuparse por el agua, por eso es que no quería alejarse; aunque ciertamente varias lunas antes de la estación de las lluvias el agua del manantial mermaba peligrosamente manando más y más turbia y cargada de mal olor. La mayor parte del día y de la noche sentía frío y hambre sin poder hacer mucho para remediarlo más que una pequeña fogata a la que no se atrevía alimentar demasiado para que no se descubriera su reflejo a la distancia.
    Cada madrugada lavaba su rosto con el agua helada del manantial y salía del refugio para contemplar la despedida de las últimas estrellas y la bienvenida del sol al romper el alba. Murmuraba las palabras de alabanza para uno y para las otras antes de regresar al refugio. Allí tomaba un trozo de madera de la fogata apagada y con la media luz del amanecer pintaba sobre las rocas del refugio uniendo líneas y formas que seguían los patrones que viera en su sueño.
    En una de esas pinturas un animal que sólo conocía a través de antiguos relatos, más grande que un hombre, de color rojizo u ocre, porque ya no le quedaba amarillo para continuar pintando, con unos cuernos largos y puntiagudos, era capturado por un animal mucho más grande que lo tomaba del lomo con sus fuertes garras, desgarrando la piel y la carne levantándolo con sus alas negras, oscuras como la noche, para llevarlo a algún lugar que en su sueño aún no se revelaba. Esta escena se hallaba junto a otra similar donde una criatura con idénticas y pesadas alas negras ataca a varios hombres cerca de lo que parecería ser un río. Un poco más allá, en otra de las rocas, uno de esos animales con larga y poderosa trompa y largos y afilados colmillos era también atacado y en parte devorado por la bestia de las alas negras. La voracidad de la bestia alada no parecía conocer límites más allá de lo que él era capaz de pintar en las rocas; no tenía igual que lo enfrentara, pues los animales más grandes, con o sin cuernos y colmillos, y los hombres desarmados o armados con sus lanzas, eran apenas molestias para sus garras.
    Cada piedra en las paredes del refugio contenía una imagen similar, con más o menos colores, con más o menos detalles, con más o menos muerte. La criatura alada y sin nombre se presentaba noche tras noche en sus sueños, y él, allí, oculto en su refugio, para no olvidar lo que veía, lo pintaba sobre las piedras. Así lo había hecho de sol a sol, de lluvia en lluvia, de frío en frío, sin saber por qué lo hacía, haciéndolo sin más; pintaba hasta que caía agotado por el esfuerzo, por el hambre, esperando el próximo sueño.
    Así fue como, al igual que cada madrugada lavó su rosto con el agua helada del manantial y salió del refugio para contemplar la despedida de las últimas estrellas y la bienvenida del sol al romper el alba. Al levantar ambas manos para comenzar a murmurar sus palabras de alabanza una lanza de madera de tejo lo atravesó de lado a lado por la espalda, a la altura de los omóplatos, hundiéndose verticalmente a través de su cuerpo hasta alcanzar su corazón.
    Un pequeño grupo de hombres, no serían más de seis con los cuerpos magullados, ropas desgarradas y heridas que apenas comenzaban a cicatrizar, surgió de entre las sombras. El más cercano se acercó y pateó el cuerpo del caído para asegurarse de su muerte mientras otros ingresaban al refugio con antorchas recién encendidas. Allí dentro, con gestos, exclamaciones de sorpresa y dolor, quejidos y rugidos, se horrorizaron por las líneas de vida que veían pintadas en cada roca.
    Intentaron borrar lo mejor posible esas horrendas pinturas con el agua del manantial, pero poco fue lo que lograrlo. Cuando el sol alcanzaba su cenit llevaron el cuerpo del muerto al interior del refugio aún con la lanza atravesándolo, lo clavaron a las piedras del suelo y lo rodearon de zarzas y matorrales secos de las cercanías antes de prenderlo fuego. Mientras las llamas crepitaban y comenzaba a sentirse el hedor de la carne quemada amontonaron piedras grandes y pequeñas delante de la abertura del refugio. Cada vez que el fuego parecía agotarse arrojaban más ramas sobre él, junto con todo lo que se encontrara en las cercanías que pudiera arder arrojaron también las antorchas que ya no creían necesitar. Taparon la abertura y continuaron empujando rocas sobre las que antes colocaran, como si quisieran asegurarse de que nada pudiera salir de allí, ni tampoco nada intentara volver a entrar.
    El atardecer llegaba a su fin cuando dieron por terminada la tarea. Nadie, ni siquiera ellos, podía decir dónde se encontraba el refugio. No quedaban rastros más allá de las rocas removidas y las plantas arrancadas y arrojadas a los costados que también colocaron sobre las rocas. Satisfechos y agotados comenzaron el descenso, reían de cuando en cuando con la seguridad de que esa noche, y todas las noches por venir, las pesadas alas negras de la siniestra criatura sin nombre dejarían, por fin, de amenazar sus sueños.


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En el N° 23 de la Revista Tren Insomne se ha publicado el cuento Hacia el siguiente universo.

Pueden pasar a leerlo cuando gusten.

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domingo, 10 de octubre de 2021

Entrevista

Luego de la más de media hora que llevaban recorriendo el lugar explicándole los diferentes procedimientos que debía realizar en su nuevo puesto de trabajo, en el caso de que efectivamente le fuera asignado, el gerente de personal lo miraba con cierta desconfianza cuando le preguntó:
    ―¿Entiende todo lo que tendría que hacer?
    Su única opción era responder por la afirmativa esperando que no llegara luego ese momento que temía que llegaría.
    ―Sí, entiendo ―respondió antes de sentir que su mundo se venía abajo ante la siguiente pregunta del gerente:
    ―¿Puede repetírmelo?
    ―Bueno ―dijo inspirando largamente antes de girar la cabeza―. Cada mañana debo llegar exactamente a las 7:12 según el reloj que se encuentra en la puerta de entrada. A las 7:15 debo colocar medio gramo de margarina en la plataforma indicada de color rojo sobre la cual resbalará un huevo que debe llegar sin romperse, luego de atravesar los rieles de un tren eléctrico en miniatura, hasta la siguiente plataforma. Si el huevo se rompe deberé reiniciar el proceso. El peso del huevo presionará el botón de encendido de una cocina eléctrica sobre la cual previamente deberé colocar un jarro lleno en un 50% con agua. Cuando el contenido hierva el calor cortará un hilo de seda al que se encuentra atada una cuchara de madera, si el hilo no se rompe deberé colocar más agua y continuar esperando hasta que lo haga. La cuchara caerá, golpeará otro botón, más grande y azul, antes de caer dentro de la olla que se encuentra junto al jarro con agua. Ese botón azul abre la puerta de una pequeña jaula en la que se encuentra un hurón que saldrá corriendo hacia un plato de comida para hurones (de la cual desconocía su existencia) ya que lleva todo el día sin comer. El plato de comida se encuentra sobre una balanza, a la cual el hurón no puede subir y sólo puede meter la cabeza por un pequeño hueco. A medida el hurón coma, la balanza subirá y encenderá un fósforo de cera que a su vez encenderá el cabo de una vela que pondrá en funcionamiento el tren eléctrico (es el mismo tren de antes). El tren tiene un cuchillo extremadamente afilado, el cual no debo tocar, atado en el extremo de la locomotora. Al pasar debajo de la mesa el cuchillo cortará la tela de las bolsas de harina de maíz que se encuentran allí colgadas, y que cada mañana debo reemplazar. La harina caerá llenando los vagones de carga del tren que seguirá su viaje subiendo por las montañas de mentira que lo llevan a la mesa donde terminará su recorrido. Allí arriba hará tope con un interruptor que enciende la hornalla de la cocina eléctrica sobre la que se encuentra la olla también cargada con agua. Cuando el agua esté lista, el cabo de la vela se habrá consumido lo suficiente para liberar la tanza que sostiene los guantes de boxeo que se encuentran colocados sobre el tren, que caerán y golpearán directamente contra los vagones haciendo caer al maíz en una olla con el agua. Usaré la cuchara de madera que para revolver la mezcla, y cuando la maicena esté lista deberé servirla en pequeños platos de desayuno y esperar a que alguien más venga a retirarlos. Una vez que vengan a buscarlos debo dejar todo preparado para el día siguiente y retirarme sin hacer ruido. Creo que eso es todo ―dijo y suspiró.
    El gerente de personal hizo un par de marcas sobre un papel que no pudo ver, asintió levemente con la cabeza y, luego de un rato, como si repasara lo que se encontraba allí escrito, dijo:
    ―Parece que sí, no se ha olvidado de nada. Si todo está bien le avisaremos en el transcurso del día cuándo debería comenzar. ―El gerente señalando la puerta y preparándose para la siguiente entrevista―. Puede retirarse
    ―Disculpe ―se animó a decir desde la puerta antes de salir―. Tengo una duda.
    ―Dígame ―dijo en tono profesional el gerente de personal.
    ―¿Por qué tan complicado todo? Se pierde más tiempo con esta máquinas de lo que efectivamente se hace. Ese desayuno puede prepararse mucho más rápido de cualquier otra manera
    ―Puede ser, pero yo no tomo esas decisiones, sólo contrato al personal de reemplazo cada vez que alguno de los empleados termina enloqueciendo. Esto que ve aquí es el más sencillo de los procesos que desarrollan en toda la casa ―El Gerente señaló la otra puerta―. No se da una idea lo complicado que es lavarse los dientes cada mañana…
    ―Ah, entiendo.
    ―¿Sí? ―dijo el Gerente de personal―. Pues qué suerte. Llevo quince años trabajando para la familia de Rude Goldberg y sigo sin entenderlo.
    Se miraron en silencio y luego de cercad e un minuto, como si se hubieran puesto tácitamente de acuerdo, cada uno continúo adelante.


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En el N° 32 de la Revista La Ignorancia Crea (España) pueden leer el relato Diosa.

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