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sábado, 19 de noviembre de 2022

Inspiración (último intento)

La pantalla encendida, la página en blanco, el cursor titilando siempre en el mismo lugar, siempre en el inicio del primer renglón de la página en blanco señalando, acusador, que, otra vez no le quedaba nada por escribir. Vacío, se sentía vacío. Otra vez.
    Miró el calendario. Era sábado. Siete días intentándolo y sabiendo que cuando buscaba forzar la escritura todo se arruinaba. Las palabras se arruinaban, y él con ellas. Lo sabía, pero lo buscaba. Las palabras estaban allí, necesitaba concentrarse y ordenarlas, escribirlas, darles forma, sin importar lo que quisieran contar, ya habría tiempo para eso. Lo primero era escribirla.
    Domingo. Bajó el brillo de la pantalla para evitar el cansancio ocular. Era más fácil y rápido que levantarse a buscar los lentes que no recordaba cuándo había visto por última vez. Si su cabeza era un caos de palabras, la casa era un desorden de objetos acumuladas al azar. Solo había un espacio libre, la mesa de la computadora y la silla frente a ella, el resto eran formas indefinidas que lo rodeaban, que lo cercaban, que se volvían un laberinto tan complejo como vacía continuaba la página frente a sus ojos.
    La peor parte era el maldito cursor que continuaba titilando desde el inicio del primer renglón de la primera página.
    Lunes. Tocó la barra espaciadora. El cursor ya no estaba en el mismo lugar. Era un progreso.
    Marmierjueves. Alguien tocó varias veces el timbre sin que se molestara en responder. El móvil vibró en algún momento indefinido de una de esas tardes. Tampoco le prestó atención.
    Tantos han escrito sobre la falta de inspiración, las dificultades a la hora de enfrentar la página en blanco, la falta de ideas, de motivación, de interés, de sexo, de comida, de calor o de frío. Incluso algunos escritos por él mismo en los años anteriores (2010, 2015, 2018, 2021, con una frecuencia en evidente aumento a medida que pasaban los años). Hacerlo ahora se acerca peligrosamente al plagio, y antes muerto que caer otra vez en ese lugar.
    Sábado. El documento llegó a las quince páginas de espacios en blanco antes de que la barra espaciadora se destrabara. Ojalá escribir fuera tan rápido, ojalá alguna idea tuviera semejante impulso en su cabeza, en sus manos.
    Domingo. Volvieron a tocar el timbre. El domingo, nunca se atiende el timbre el domingo.
    Lunes. Una plaga inunda la casa, una que huele a fracaso. Conoce muy bien ese olor, lo sabe propio.
    Martes. Cerró el archivo en blanco, cerró el procesador de texto. Volvió a abrirlo y a buscar un documento nuevo, y ese también estaba en blanco.

Fin de mes. Debería darse por vencido. Las palabras no volverán. Es como si cada vez que las buscara se alejaran más y más, como ese juego de si tú te acerca, yo me alejo. Como en un baile. Al menos eso podría decir si supiera bailar, pero ni siquiera.

Dos (tal vez tres) meses después. Volvió a abrir el archivo. El cursor apareció en el mismo lugar. La pantalla encendida, la silla vacía, la página en blanco.
    Alguna vez escribió. Alguna vez dejó de escribir. Alguna vez pensó en volver a escribir. No tenía razones para ninguna de las tres opciones. Nadie sabía cuándo escribía porque nadie esperaba que lo hiciera o que tuviera algo para decir. Nadie sabía cuándo dejaba de escribir porque nadie pensaba que pudiera decir algo.

Fin de año. Cuando deje de pensar en el tiempo que llevaba sin escribir tal vez pueda volver a hacerlo. Sería necesario saber cómo dejar de pensar. Claro que si fuera tan fácil no demoraría tanto en lograrlo. Si fuera tan rápido no requeriría tanto esfuerzo. Pero nunca lo es. Nunca resulta.
    Aunque tal vez sí habría algo que resultaría muy fácil para quien se interesara en ello: Su biografía literaria.

1 de enero.
    Con la pantalla apagada el cursor ya no titila en el inicio del primer renglón de la página en blanco. Tal vez porque esa página en blanco es un recuerdo de algo que alguna vez se intentó.

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En el número 81 de la Revista Digital El Narratorio, se ha publicado el relato: Para cambiar a cualquier persona. Los invito a leerlo junto con el resto de la publicación. 

Fin del Espacio Publicitario.

domingo, 13 de noviembre de 2022

Recuerdos entre la multitud

Te vi acercándote antes de que te dieras cuenta de que lo había hecho, o de que estaba allí, mirándote, esperándote, tal vez deseándote como tantas veces antes. Te vi acercándote y no pude evitar que los recuerdos explotaran ante mí. Aunque no, no es cierto, no eran recuerdos, eran reminiscencias. Un recuerdo, mal que mal, puede suprimirse, podemos convencernos de algo semejante. Las reminiscencias, en cambio, existen para señalar que somos incapaces de controlarlo todo tal y como pretendemos creerlo, por eso resultan imposibles de detener o negar.
    Te vi acercándote antes de que te dieras cuenta de que lo había hecho y todo se fue en cualquier otra dirección salvo en aquella en la que había planeado que fuera.
    Te vi acercándote antes de que te dieras cuenta de que lo había hecho, y tu forma de caminar me recordó a la de alguien más, alguien del pasado, claramente; tu forma de moverte entre las personas que, distraídas, se atravesaban en tu camino; tu gesto de contrariedad en esos momentos se parecía demasiado al de alguien más; ese caminar desgarbado pero certero, tan característico tuyo y que, tenía la certeza, ya había visto antes; ese movimiento veloz para acomodarte los lentes o el cabello; esa sonrisa tuya imposible de disimular y que me hablaba de esa otra sonrisa que conociera en su momento; ese otro movimiento que parecía tan natural de levantar el brazo para saludar cuando por fin me descubriste entre la gente; tu mirada, con esos ojos capaces de enamorar a cualquiera que se dejara mirar por ellos y que hicieron lo mismo conmigo cuando los conocí por primera vez, antes siquiera de saber que llegaría a conocerte también a ti.
    Te vi acercándote antes de que te dieras cuenta de que lo había hecho y sentí el peso del tiempo en mis hombros, sentí lo que quizá haya sentido Atlas cuando el mundo reposaba sobre los suyos. Levanté mi mano para saludarte y fue cuando me viste, cuando sonreíste entre la multitud, destacándote con también sabía hacer tu madre cada vez que llegaba a cualquier lugar.
    ―Hola, papá.
    Mi saludo se me atragantó, solo pude hacer un gesto que podía significar cualquier cosa, pero que sabrías identificar porque siempre era el mismo.
    Caminamos a la par en silencio entre la gente hasta la esquina siguiente.
    ―¿En qué piensas, papá?
    ―En que somos un cúmulo de pasado caminando en el presente hacia un futuro al que no sabemos si llegaremos ―Pensé en decirlo de esa forma, pero lo que salió fue algo más confuso, con más palabras.
    Me miraste, sonreíste y te apretaste a mi brazo, tal vez sin saber, hija, que tu madre hacía lo mismo, o tal vez sí lo sabías y por eso lo repetías. Hiciste todo esto antes de desvanecerte como un recuerdo, como un fragmento del pasado que ya no es, ni volverá a ser nuestro, jamás.

sábado, 22 de octubre de 2022

Confesión

―¡No diré nada! ―grité de tal manera que sentí que mi garganta se desgarraba―. Tengo mis derechos. Nadie puede obligarme a declarar en mi propia contra, a decir algo que no fue ni que me incrimine en un acto del cual no formé parte.
    Los años perdidos en la escuela de derecho por fin demostraban su utilidad, lo que debería de hacerme sentir un poco mejor con mis decisiones pasadas, pero la situación no era la ideal. Colgaba desnudo y cabeza abajo, atado de pies y manos, frente al tribunal de acusación en séptima instancia, luego de que las seis instancias previas no dieran el resultado esperado. Años de idas y vueltas sin sentido recorriendo juzgados y tribunales lograron que me sintiera tan confundido como el mismísimo K durante su proceso, y sin saber tampoco de qué se me acusaba o por qué. Aquel nuevo tribunal era mi última oportunidad. Por eso colgaba allí, desnudo y de cabeza, atado de pies y manos, frente al tribunal y con todos los interesados en el caso siguiendo la audiencia a la distancia a través del sistema judicial de streaming.
    ―No es necesario que nos diga nada ―dijo el primero de los jueces.
    ―Hemos tenido tiempo más que suficiente para leer los legajos y expedientes ―dijo el segundo de los jueces.
    ―Tenemos nuestros métodos ―dijo el tercero.
    Una potente luz blanca, tan brillante que hería mis retinas, iluminó un púlpito de madera oscura. La sala se cubrió de silencio antes de que mis ojos se acostumbraran al intenso brillo y pudiera distinguir a la mujer. Esbelta, con el cabello suelto cayéndole en la espalda hasta la curva de la cadera, con un andar acompasado de pequeños pasos con los que se acercaba desde el lugar más oscuro de la sala. Era una ninfa, una de esas al estilo de Navokov que solo aparecen una única vez en la vida de cada hombre, para arruinarlo o acercarlo a la divinidad si es que no ambas cosas a la vez. Al verla supe que nada de lo que dijera en mi defensa serviría. Aunque conocía los extraños métodos del tribunal, y me arriesgaba a enfrentarme a ellos para demostrar mi falta de culpabilidad, no esperaba una demostración semejante de crueldad.
    Antes de que el cuerpo lampiño de la ninfa quedara en parte oculto por el púlpito, noté dos cosas. Estaba tan desnuda como yo lo estaba. Una sonrisa de lascivia mal disimulaba atravesaba el rostro de cada uno de los jueces.
    Me sentí mareado por primera vez en todo el tiempo que llevaba allí colgado, me supe perdido y condenado para siempre jamás.
    Encontrándose la ninfa sobre el púlpito, donde la luz daba con mayor fuerza sobre su pálido cuerpo, comenzó a entonar una suave melodía que parecía conformada por sonidos sueltos, sin ilación, que rápidamente tomaron la forma de un recitado, casi una canción, más melodiosa y ordenada. Una canción compleja compuesta únicamente para ser entonada con su voz inigualable, almibarada, hipnótica, envolvente. Una melodía que se sentía cálida como el abrazo de una madre, de un amante, del primer sol de primavera, de la muerte. Rápidamente mis ojos se nublaron y comencé a llorar. Mi razón, mi pensamiento, mis ideas quedaron anuladas cuando me percaté que conocía la canción, que comprendía porqué esa melodía me envolvía. La ninfa cantaba mi historia, mi vida, mis deseos y frustraciones, mis pocas virtudes y mis muchas mezquindades, todos mis secretos y mis (pocas) verdades quedaban expuestos ante los jueces y el jurado. La construcción de mi ser, de mi identidad, aquello que me había convencido que era yo y no otra persona, ignorando todo lo que había dejado de lado, era puesto en cuestión por su voz. Ya no estaba seguro de nada, ni siquiera podía decir por quién lloraba.
    Entre todo el dolor que ya sentía, el silencio que llenó la sala cuando la ninfa cesó con la canción, con el recuerdo, con la melodía, fue peor.
    La vi bajar del púlpito y retirarse. Noté que no estaba desnuda por completo como creyera al principio, sino que llevaba unas zapatillas de ballet del mismo color que su piel. Conocer ese detalle no me servía para nada, pero quedaría guardado en mi memoria para siempre.
    ―Nuestros métodos siempre funcionan ―dijo el primero de los jueces.
    ―Mátenme ―interrumpí.
    ―Nuestros métodos nunca fallan ―dijo el segundo de los jueces.
    ―Mátenme ―repetí.
    ―Tomaremos nuestra decisión ahora ―dijo el tercero.
    ―Mátenme. Mátenme ya. Porque nadie es tan malo como para merecer conocer toda la verdad sobre uno mismo. Lo que han hecho es aterrador ―Temblaba viendo la sonrisa mal disimulada que atravesó el rostro de cada uno de los tres jueces, esta vez no fue una sonrisa de lascivia, sino que parecía una de pura satisfacción―. ¡Mátenme…! Por favor.

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En el número 80 de la Revista Digital El Narratorio, del mes de octubre de 2022, se ha publicado el relato: Puerta a puerta.

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sábado, 1 de octubre de 2022

La Pianola

La pianola sonaba en medio de la noche, otra vez. Hacía demasiado frío para levantarse y detenerla, el viento gélido llevaba horas soplando sin cesar. Esperaba que el maldito aparato se detuviera de la misma forma en que había comenzado a funcionar, por sí solo. Tal vez en algún momento acabara por romperse o alguien más llegara hasta allí y la detendría. Sabía que la segunda opción era imposible, no quedaba nadie más, en ningún sitio, en ningún momento.
    Se cubrió la cabeza con las mantas y fingió dormir hasta convencerse de que lo había logrado. El peso sobre el cuerpo atenuaba el sonido discordante de las notas lo suficiente como para pensar que lo que escuchaba era el viento. Se durmió, por fin, cuando la noche se volvía un recuerdo, solo para despertar con hambre y frío después del mediodía. Si debía decir qué era peor, el hambre o el frío, se decidiría por el hambre, porque al frío puede alejárselo frotándose el cuerpo, pero aunque frotara su estómago el día entero no dejaría de sentir hambre.
    Algo interrumpió su despertar. Algo más que el frío y el hambre. Algo más que el viento y el pálido sol. Era la música, la pianola continuaba sonando aun después de tantas horas. Eso no podía ser, no podía seguir, no soportaría más la repetición constante de las mismas notas, del mismo intento de melodía cada vez más distorsionada.
    Se levantó del improvisado lecho colocándose el pesado abrigo de piel de astracán sobre la ropa que no se quitaba ni tan siquiera para dormir, y salió de la caseta. Había elegido aquel sitio para esconderse cuando todo comenzó, porque si bien estaba aislado en una calle lateral, también resultaba cercano a centro del pequeño poblado y si necesitaba algo no demoraba mucho en ir a buscarlo y regresar. Luego todo empeoró, las personas, los animales, morían uno detrás de otro sin explicación, sin que nadie se hiciera cargo de los cuerpos, de los muertos, sin que nadie se atreviera a tocarlos. En las noches siguientes, entre el viento y la lluvia, escuchó disparos en varias direcciones, el silbato de un tren lejano, caballos atravesando el pueblo a la carrera y otros ruidos y gritos que no supo identificar.
    Ante cada sonido permaneció en su escondite, pasando hambre y frío, esperando. Cuando la campana de la iglesia dejó de sonar, el pueblo quedó en silencio.
    Un silencio interrumpido únicamente por la pianola, por las mismas notas que sonaban un poco más desafinada con cada iteración.
    Enloquecería si continuaba escuchando lo mismo, tenía que detener ese. Sabía que corría riesgos innecesarios saliendo durante el día para ocuparse de algo como eso, pero esperaba también encontrar algo para comer. Si debía decir qué era peor, la locura o el hambre, se decidiría por la locura, porque al hombre puede alejárselo comiendo, pero aunque comiera el día entero, no regresaría de la locura.
    Avanzó con el cuerpo pegado a las paredes de madera hasta llegar a la calle principal. Se asomó apenas lo suficiente para ver en una y otra dirección antes de atreverse a entrar al salón del burdel, sabía que estaba la única pianola del pueblo. Un aparato pequeño y discreto escondido en un rincón, no como el imponente órgano de la iglesia del otro lado de la calle.
    Al ingresar al salón, la visión de su cuerpo consumido en los restos de un espejo roto se sobrepuso al último recuerdo suyo. Se vio con un largo vestido de gasa y encajes abrazando a quien sería el siguiente cliente de esa noche, la última noche, y reconoció, por fin, la melodía que la atormentaba desde la pianola que, destruida y en parte consumida por el fuego, la miraba desde un rincón del salón, silenciosa.

sábado, 27 de agosto de 2022

La Llave

Cuando mi madre se mudó del pueblo en el que había crecido a la ciudad, se llevó solo dos cosas con ella. Una de ellas viajaba junto con varias bolsas y valijas destartalas con un poco de ropa en la caja de la camioneta, la otra iba escondida entre los pliegues de su vestido. La primera, la más grande y pesada, era una máquina de coser Singer, de las que venían con el mueble de madera que guardaba y protegía la máquina y además se convertía en una mesa de arrime con gruesas y pesadas patas y pedal de fundición. Esa máquina fue su sustento durante décadas. Esa máquina todavía funciona, aunque ella ya no está aquí para accionarla cada tarde durante horas y horas.
    La segunda de esas cosas era una llave. Una que guardó en el cajón izquierdo de la Singer originalmente destinado a repuestos y bobinas de hilo. Dicen que el corazón se inclina hacia la izquierda, también dicen que esa metáfora. Yo creo que era mera casualidad ya que siendo diestra, el de la izquierda era el cajón que menos utilizaba. Si lo abría menos, también vería menos la llave.
    Recuerdo las infinitas veces que durante mi infancia le pregunté a mi madre qué abría la llave que guardaba en aquel cajón y que nadie tenía que conocer ni tocar. Infinitas veces durante mi infancia mi madre se negó a responder. Ante ese silencio sin razón, sin explicación, por años creí que ocultaba un secreto, un misterio, algo maravilloso que algún día sería mío.
    Dibujé la llave cada vez con más detalles y mayor precisión, en todos los lugares en los que podía hacerlo. Inventé historias sobre la puerta, el baúl, el arcón, el candado o cualquier otra cosa que tuviera cerradura y que pudiera abrirse con esa llave, y lo que encontraría en el interior de esos lugares. Lo hacía siempre en silencio, inventando esas historias en mi cabeza, todas esas palabras que hoy utilizo para escribir otro tipo de historias. No tengo dudas de que mi madre debe de haber encontrado alguno de todos esos dibujos y ese interés mío por la llave no le parecía bien. Por eso su silencio, por eso el secreto y el misterio que tanto me atraían.
    En mi adolescencia, el momento de rebeldía obligada, olvidé todo lo referente a la llave. Mi enojo era tanto que cualquier cosa, incluso la más mínima, me hacía estallar y buscar nuevas formas de autodestrucción. Pero todo ya estaba creado en el mundo y mis intentos por llamar la atención alguien más los había llevado adelante antes que yo, seguramente con mejor éxito. Incluso esa rebeldía fingida tiene un límite, un punto en el que todo vuelve a encausarse, más que nada cuando nos damos cuenta que lo que intentamos carece de valor y que lo único que nos queda es continuar. Continuar aunque también sea fingiendo una sonrisa, porque con un poco de suerte, de tango fingir esa sonrisa nos acostumbraremos a ella.
    Cuando mi madre enfermó, mientras muchas cosas perdían importancia otras la recuperaba. Entre estas últimas estaba la llave. Seguía guardada en el mismo cajón izquierdo de la máquina de coser, debajo de los medicamente y otras cosas que mi madre utilizaba en sus últimos años y que yo no podría decir para qué servían.
    Le pregunté una vez más, quizá la última, sobre ella, creyendo que sería un buen tema para distraerla de su dolor. Resultó lo contrario. Me habló de su padre, de mi padre, de cómo tuvo que huir de su pueblo llevándose no dos, sino tres cosas con ella. Habló también de aquello que abría la llave. Yo, que ignoraba la mayor parte de lo que escuchaba, entendí por fin sus silencios, su mirada perdida en el horizonte al mirar a través de la ventana de la cocina antes de que construyeran ese edificio gris en la vereda del frente, ese que nos quitó el sol de la tarde. Pude comprender el dolor que yo sentía sin saber que lo sentía, ni por qué lo sentía.
    Volví a ese pueblo sin nombre que nunca antes había pisado con una urna colmada de cenizas y una llave apretada en la mano. Busqué el cementerio construido junto a la vera del río para que el viento se llevara las posibles miasmas pestilentes, busqué la bóveda que me indicara entre los otros panteones familiares de finales del siglo XIX en un alarde de riqueza, poder y anhelo de inmortalidad. No encontré nada de lo que mi madre describiera con tantos detalles y precisión.
    Di en cambio con un viejo que caminaba, al igual que yo, entre los últimos árboles antes del río. A diferencia mía, él no estaba sorprendido. Por una de esas casualidades que sólo suceden una vez en la vida, resultó ser el cuidador del antiguo cementerio, retirado cuando el río, luego de décadas de carcomer la costa, se llevó la mayor parte de cuanto allí había. Mientras el viejo hablaba vino a mi memoria la noticia leída o escuchada años atrás junto con las risas que me causara imaginar a los muertos de ese lugar navegar alejándose por el río. No recuerdo la reacción de mi madre frente a esa noticia, fuera cual fuera, era tarde para arrepentirme.
    Me contó también que luego de ese accidente, con los pocos muertos que pudieran ser recatados y los nuevos que fueron llegando, inauguraron el nuevo cementerio del pueblo varios kilómetros tierra adentro, alejado del río, alejado de los recuerdos. Antes de alejarse siguiendo un camino que solamente él veía entre los árboles, o improvisó un mapa en la tierra con una rama para explicarme cómo llegar al nuevo cementerio. Se lo agradecí y lo borré con el pie apenas me dio la espalda.
    Me acerqué lo más posible al río y, mirando las aguas del río color de león, arrojé las cenizas despidiéndome de mi madre. Antes de regresar, antes de irme y olvidar para siempre ese lugar dejé caer también la llave que no abriría ya ninguna puerta, que no ocultaba ningún secreto, no escondía ningún misterio, ni nada maravilloso que algún día sería mío.

La máquina de coser Singer era de un modelo similar a éste.

domingo, 14 de agosto de 2022

Algo para no pensar

Tenía trece años cuando descubrí los cortes. Fue una de las noches en las que me tocaba lavar los platos en mi casa luego de la cena. Hacía esto porque todos los que vivimos bajo el mismo techo tenemos que ayudar en las labores domésticas, como no se cansaba de repetir mi madre y para no tener que oír sus quejas lo hacía entes de que dijera nada. En mi familia también estaba la idea de que si los consumidores reducían y reciclaban parte de sus residuos la contaminación de las empresas resultaría menos dañina para el planeta. Por lo que papeles, cartones, vidrio, plásticos y latas de conservas no iban a la basura. Por suerte todavía no se les había dado la locura del compost, aunque creo recordar que no faltaba mucho para eso.
    Al terminar y secarme las manos, sentí un ardor y la sensación del dolor más que el dolor mismo. Algo que me decía que una parte de mi cuerpo dolía más que el resto. Algo en lo que podía concentrarme para olvidar todo lo demás, lo que sucedía y me sucedía. Algo que me permitía callar el torbellino permanente que eran mis pensamientos. Algo que servía para no pensar. Miré el diminuto corte en la piel del centro del pulgar derecho, menos de medio centímetro y apenas profundo con la certeza de que era la primera vez en mucho tiempo en que estaba en paz conmigo, con quien era, quien nunca llegaría a ser y con quien había sido. Era una sensación tan grata que ansiaba que durara el resto de mi vida. No fue así.
    Horas, o tal vez sólo unos pocos minutos después, esa sensación de paz, de tranquilidad, de ligereza, comenzó a menguar y menguar hasta desaparecer. El caos regresaba a mis pensamientos imposibles de controlar. Había escuchado o leído en algún lugar que las heridas arden cuando se les tira sal. Sin la seguridad de a qué tipo de sal se referían recurrí a las que encontré en la casa: sal fina, entrefina, gruesa, parrillera, del Himalaya, sin sodio, aromáticas, con especias, con sabor a humo y varias más. Probé con todas ellas antes de aceptar que la herida ya estaba cerrándose y que mi esfuerzo no tenía sentido.
    Pasaron varios días, o semanas, y sólo me quedaba el recuerdo de la lata, el corte, la sensación de paz, de tranquilidad, e incluso diría que de placer. Pero sin saber si alguna vez había sentido algo semejante, no tenía con qué compararlo. Pasaban los días y no dejaba de pensar en esa sensación.
    De una clase de plástica en la escuela me llevé una trincheta. No lo pensé, la vi sobre una de las mesas, perdida entre el resto de los materiales que debíamos usar para hacer algo que no me importaba y la escondí entre mi ropa con movimientos lentos, para que nadie lo notara. Lo hice así aunque sabía que hiciera lo que hiciera nadie notaría algo que estuviera remotamente relacionado conmigo.
    Con la trincheta en mis manos me escondí durante un recreo entero en uno de los cubículos de los tantos baños. Allí dentro los ruidos, los pensamientos, las ideas, eran más desordenados, más difíciles de controlar, necesitaba un poco de tranquilidad. Tenía la trincheta, ese era el momento para buscar esa tranquilidad. Hice un pequeño tajo en el centro de la palma de mi mano izquierda, la que no usaba para escribir y podría esconder para que nadie la viera. Chupé la herida hasta que dejó de sangrar porque hubo más sangre que la primera vez. Ardía un poco menos, pero allí estaba la misma sensación que hizo que las últimas horas de clases del día fluyeran con mayor facilidad, como si no tuvieran la importancia que los adultos decían que tenían.
    Desde ese día no pude ni quise detenerme. Cada mañana antes del inicio de las clases me escondía en uno de los baños con la misma trincheta y sumaba un corte a mi colección. Aprendí a esconderlos, a no hacerlos en lugares que quedaran expuestos, porque ese tipo de cosas altera a los adultos, lo que rompía la sensación de paz que lograba. Algunos días el corte era en mis brazos, en verano siempre por arriba del codo, para que quedara oculto, y en invierno llegué a cortarme sobre las muñecas. Otros días elegía una de mis piernas, cerca de los tobillos, para que el roce de las zapatillas mantuviera la herida abierta, y por lo tanto ardiendo, más tiempo y la paz se fingiera un poco más duradera y real de lo que sabía que en realidad era.
    Cuando un corte al día no fue suficiente recurrí a dos, siempre en lugares diferentes de mi cuerpo. Esto duró muy poco, ya que pronto fueron tres los cortes necesarios para lograr la misma sensación de paz, de tranquilidad, de dolor que aquella lejana primera vez. Solo podía pensar en cuánto tiempo faltaba para el próximo corte, para el próximo instante de silencio dentro de mi cabeza, de tranquilidad, de no pensar, de ser quien decidiera lo que tenía que hacer. Lo que comenzara como una posible liberación fue convirtiéndose en una trampa más en la que me dejé atrapar, una trampa como tantas otras antes y tantas otras que llegarían después.
    La trincheta era una costra entre roja y negra, con el filo oxidado por la sangre, ya no me quedaban medias sin manchar y en la casa comenzaban a sospechar. Tenía que encontrar una solución que me sirviera para solucionar el problema que la solución anterior no sólo no había sabido solucionar, sino que había creado uno nuevo.
    Fue en la navidad de mis quince años cuando creí encontrar esa nueva solución. Mis padres habían salido a saludarse con los vecinos con los que todavía se hablaban. Eran pasadas las doce, momento en el que el ruido en mi cabeza superaba cualquier escala que eligiera para medirlo. También esa noche me tocaba ocuparme de los platos. En el vaso que usara mi padre había quedado un resto de lo que fuera que había estado bebiendo, como no prestaba atención a esos detalles no sabía muy bien qué era, pero no era ninguno de sus jugos desintoxicantes ni antioxidantes que mi madre nos obligaba a beber. Mezclé el contenido de ese vaso con el resto de lo que tomara mi madre, lo revolví haciéndolo girar en mi mano y con un único movimiento lo bebí entero.
    Al hacerlo y sentir esa mezcla de bebidas bajaba por mi garganta creí, una vez más, que había encontrado la respuesta, la solución que buscaba, que ansiaba, que anhelada. Aprovechando que nadie me veía, que allí no había nadie más, lloré de felicidad, de alegría, por el silencio, la paz que regresaba a mi cabeza, a mis pensamientos, a mi cuerpo, a mi ser, a mi sangre.

Imagen meramente ilustrativa.

sábado, 6 de agosto de 2022

El vecino de arriba

―Ahí está otra vez ―se dijo mi madre mirando hacia el techo.
    Seguí su mirada y vi que la lámpara del comedor temblaba, apenas, casi imperceptiblemente. Ese movimiento podía deberse a cualquier cosa, una corriente de aire, las vibraciones del tránsito o del motor del ascensor, un temblor en algún lugar de los Andes, mi imaginación, mis problemas visuales. Solo los ruidos que llegaban por sobre el sonido de la televisión que mi madre mantenía encendida a toda hora, daban alguna clave sobre su origen.
    ―Sí ―confirmó―. Otra vez.
    Quien fuera el hombre que vivía en el departamento del piso superior al nuestro tenía una serie de extrañas costumbres cotidianas, rutinas que repetía tres veces al día, todos los días. Siempre en los mismos horarios, sin importar que fueran día laborable, de descanso, fiesta, patrono, cumpleaños, vacaciones, los idus de marzo, las calendas de abril o las nonas de cualquier otro mes. No parecía detenerse nunca, por nada ni por nadie.
    Eran rutinas muy extrañas, y que duraban entre diez y quince minutos. Comenzaba con pequeños desplazamientos de algo pesado, como si intentara acomodarlo en algún lugar muy difícil, porque eran movimientos rápidos y repetidos, que se tornaban acompasados y frenéticos antes de llegar a su final. Es de suponer que si el piso de ese departamento estuviera alfombrado como el nuestro no tendríamos que escuchar nada de eso, pero al parecer no era así.
    Tantos movimientos deberían de ser un gran esfuerzo para quien los realizaba, ya que ni bien comenzaban estos también lo hacían las exclamaciones de dolor que intentaban cubrirse con el entrechocar de palmas que seguían un ritmo sincopado con los movimientos del mueble. Estas exclamaciones terminaban en un gran grito que señalaba, sin dudas, que quien realizaba todo ese esfuerzo había acabado golpeándose con algo y sólo podía seguir emitiendo pequeños gemidos entrecortados hasta que se le pasara la molestia y se le normalizada la respiración.
    Luego escuchábamos la breve caminata de dos pares de pies con calzados diferentes y la puerta del departamento abriéndose y cerrándose con fuerza, para que cerrara bien, porque todas las puertas del edificio tenían el mismo problema de que había que darle con fuerza para que entraran en el marco. Un poco después escuchábamos que se abría la ducha y no volvíamos a tener noticias del vecino hasta que todo volvía a comenzar en el siguiente horario de su rutina un par de horas más tarde.
    ―Asqueroso ―repetía mi madre cuando el agua comenzaba a correr.
    A mí me resultaba todo muy extraño, más que nada el que luego de tantas veces de intentarlo todavía no hubiera logrado acomodar el mueble y también que en cada intento acabara golpeándose, como si no aprendiera a hacerlo bien. Pero de no ser porque en esos momentos mi madre subía sin parar el volumen de la televisión o de la radio y no dejaba de hablar, yo no me daría cuenta de que algo sucedía del otro lado del techo.
    Faltaban varios años para que entendiera, aunque solo en parte, qué era lo que pasaba en esos momentos. Comprendí también la reacción de mi madre, el motivo de su enojo, en cambio, si no lo entendía en ese momento con mis escasos seis o siete años, casi tres décadas después, continúa siendo un misterio sobre el que nunca me atreví a preguntar. Algo para lo cual resulta ser ya demasiado tarde.

sábado, 2 de julio de 2022

Puerta a puerta

El timbre de la puerta de entrada sonó con la insistencia necesaria como para que lo reconocieran. Llevaban tanto tiempo sin recibir vistas en la casa que tenían la certeza de que esa cosa no funcionaba, pero no era así, funcionaba, y bastante bien.
    Con desagrado y suma lentitud el hombre se levantó del sillón frente a la TV y caminó hacia la puerta a través del pasillo, pasó por la puerta de la cocina, donde vio la espalda de su mujer como siempre encorvada sobre la mesa, de seguro cosiendo o arreglando ropa de alguien más. Pensó en preguntarle cómo estaba ese día, si se sentía bien, qué tal le había ido en sus quehaceres y, más que nada, por qué carajo no respondía al maldito timbre que seguía sonando. Pensándolo mejor, prefirió no hacerlo. Continuó avanzando por el mismo pasillo hasta la puerta.
    ―¿Qué? ―ladró al abrirla.
    ―Buenos días ―respondió el sujeto que encontró del otro lado. Maletín en mano, saco liviano de verano, cabello peinado hacia la derecha, sonrisa de dentista profesional, el paquete completo. Un vendedor puerta a puerta, sin dudas. Cosa que no demoró en dejar en claro―. Vengo a presentarle una oferta que no podrá rechazar.
    ― No me interesa ―interrumpió el hombre―. No empiece.
    ―Es una oportunidad única ―continuó el vendedor que sin lugar a dudas había escuchado al hombre, pero su entrenamiento lo preparaba para no atender a las negativas y seguir adelante con su presentación―. Una oportunidad que le permitirá vivir experiencias en las que nunca había pensado, realizar actividades novedosas, probar productos que no se encuentran al alcance de su economía actual.
    ―¿Me está diciendo pobre?
    ―Para nada. Pero todos sabemos que lo que podemos hacer con y en nuestras vidas siempre resulta ser, digamos, limitado, y no siempre por nosotros mismos.
    ―No le entiendo.
    ―Todos tenemos nuestras limitaciones.
    ―¡Ah! ―exclamó el hombre―. Ahora me dice tonto.
    ―Para nada. Pero la verdad es que todos sabemos que estamos limitados por algo. Esa limitación puede ser laboral, etaria, género, étnica, equipo de softbol favorito, sabor preferido de helado, carencia o presencia de hijos, ser soltero endógamo o exógamo.
    ―¿Soltero qué?
    ―Claro, eso también ―continuó el vendedor―. Si estamos casados, viudos, divorciados, en una relación con futuro o en una sin él, otras infecciones y enfermedades similares. Todas esas cosas y muchas otras que no viene al caso mencionar en este momento, representan una limitación a nuestras acciones. ¿No está de acuerdo con ello?
    ―Bueno… No lo había pensado de esa manera.
    ―Perfecto, porque no hacía falta. Pero por eso mismo esta oferta es para usted. ¡Piénselo! Lo que le conviene en estos momentos es participar de un intercambio.
    El vendedor mantuvo su sonrisa profesional sin dudas esperando la reacción de sorpresa del hombre. Pero tal cosa nunca llegó; el hombre lo miró sin hablar mientras el vendedor recuperaba el ritmo normal de su respiración, le analizó el cabello, apelmazado de tanta brillantina, el sudor perlándole la frente y el maletín que todavía no había soltado y que lucía bastante pesado. Un largo, eterno, silencioso minuto, transcurrió entre los dos.
    ―¿Va a decirme lo que es eso o tengo que averiguarlo yo sólo?
    ―Un intercambio es la oportunidad de ocupar por un tiempo indefinido la vida de otra persona, de cualquier persona que acepte realizar, precisamente, un intercambio con usted. Usted se ocupará y realizará las actividades de la otra persona mientras que esa otra persona se ocupará y realizará las suyas. De esta manera tanto usted como esa otra persona podrán vivir experiencias nuevas, diferentes, que se encuentran más allá de sus limitaciones cotidianas. Claro que, si acepta participar en un intercambio deberá buscar a alguien más que se interese en su oferta y que por lo tanto esté dispuesto a realizar un intercambio. De esta manera la rueda de los intercambios continúa girando, no se detiene y todos podemos participar de las experiencias de todos. De esta manera llegará un día en el que todos compartamos todo. ¿A qué no es algo interesante?
    ―No lo sé ―dijo el hombre sin estar seguro de haber entendido―. ¿Cuál es el truco?
    ―El truco ―respondió el vendedor sonriendo un poco más, sabiendo que su objetivo estaba cada vez más cerca―, es que no hay truco. Si usted acepta intercambiar sus experiencias conmigo, usted experimentará mis ocupaciones y actividades mientras que yo realizaré y me ocuparé de las suyas.
    ―¿Todas sus experiencias?
    ―Todas las que se presenten hasta que la rueda de intercambios vuelva a reunirnos.
    ―No lo sé…
    ―Deberías intentarlo ―dijo la mujer del hombre desde la oscuridad del pasillo. El hombre la miró de reojo porque esas eran las primeras palabras que intercambiaban en toda la semana. Había algo en la mirada de la mujer que terminó por decidirlo.
    ―¿Qué debo hacer? ―dijo el hombre.
    ―Deme su camiseta ―dijo el vendedor no sin cierto asco―, tome esto. ―Le tendió el saco que se había quitado cuando no lo miraba. Apoyó el maletín sobre su rodilla para abrirlo y extraer un peine y un frasco de brillantina―. Veamos, un poco aquí ―dijo mientras peinaba lo mejor posible el cabello enmarañado y sucio del hombre y le ayudaba a cerrarse el saco que resultó un poco pequeño y le hacía resaltar la flácida panza. Una vez que le pareció que se ajustaba al modelo que tenía en mente sobre cómo debía verse un vendedor puerta a puerta buscó una hoja de papel y una lapicera azul―. Complete este formulario con sus datos, por favor.
    El vendedor se colocó la camiseta del hombre por sobre su camisa y corbata que no se las había quitado y que, de cualquier forma, no le habrían entrado al hombre. Luego se quitó los pantalones para recibir, a cambio de unos finos pantalones de vestir unos rotosos pantalones deportivos.
    ―Ahora usted debe salir a la vereda y yo me colocaré en la puerta ―dijo el vendedor sosteniéndose la cintura del pantalón estirado y viejo―. ¿Qué tiene para ofrecerme, por qué viene a tocar el timbre de mi casa de esta manera?
    ―Buenos días. Vengo a presentarle una oferta que no podrá rechazar ―comenzó, un tanto balbuceante, el hombre, ganando seguridad en su nuevo papel a medida que fluían las palabras―. Una oportunidad que le permitirá vivir experiencias en las que nunca había pensado, realizar actividades novedosas, probar productos que no se encuentran al alcance de su economía actual.
    ―Lo lamento, no me interesa ―dijo el vendedor en su papel del hombre de la puerta. Tenía una camiseta blanca, sucia, con manchas de grasa y un pantalón de frisa que le quedaba grande, pero se notaba que debajo de todo eso había un cuerpo trabajado y marcado por el ejercicio. El vendedor pensó en su propio cuerpo, pasado de peso, fofo, y con la ropa que empezaba a quedarle demasiado chica ―. Y no me gusta que me llamen pobre en mi cara ―dijo el hombre antes de cerrar la puerta―. Buenas tardes
    El vendedor sentía el mismo dolor de piernas que lo atacaba cada vez que pasaba demasiado tiempo de pie. Ese trabajo acabaría matándolo, no tenía dudas. Ya sin sonreír de manera profesional, lo que también le hacía doler el rostro, se recostó contra la pared, junto a la puerta que acaban de cerrarle en la nariz, muy cerca de una ventana abierta de la misma casa. Al poco tiempo, mientras esperaba que se le pasaran las molestias, comenzó a escuchar gemidos y gritos de placer, susurrados al principio, cada vez más evidentes a medida que se acercaban al inminente clímax.
    ―Qué suerte tienen algunos ―murmuró el vendedor antes de comenzar a caminar hacia la puerta siguiente.

domingo, 22 de mayo de 2022

Tu mano sobre la mía

Dejé de hacer muchas cosas desde antes de ese día, porque no tenían sentido, porque no tenía fuerzas, porque no valía la pena, porque sólo porque. Y así se fue quedando todo. Las goteras del techo, esas que siempre quisimos arreglar, siguen allí. Creo que un poco más grandes, o tal vez sea que ahora llueve con más fuerza, no lo sé. Ahora que lo que les daba importancia ya no está allí, no me preocupan esos detalles.
    La casa se vino abajo poco a poco. Esto es una metáfora de lo que quedó de mi vida después de eso, pero también es la realidad. El jardín perdió su forma, el césped y las plantas crecieron sin control, las hojas de tantos otoños se pudrieron unas sobre otras. Algún ocasional pájaro aparece de vez en cuando, pero sólo para recordar lo que era antes. Es aún peor cuando llega la primavera.
    El interior, siempre frío, húmedo y silencioso, siguió de esa forma porque ya no tenía las risas, miradas cómplices, caricias y algunas de las otras cosas, para compensarlo. Podría decir que el tiempo se detuvo, pero no para todo por igual. Algunas cosas se arruinaron mucho más rápido que otras. Es lo que debe de haber pasado con el teléfono que pronto dejó de sonar. Sólo el silencio se quedó y creció en el vacío, en la nada.
    Fui dándome cuenta que las cosas a las que otorgaba valor en realidad no lo tienen, nunca lo han tenido, si no pensamos en ellas. No hay nada que realmente importante que no termine volviéndose una pila de papel amarillento, fotos de personas que nadie conoce, títulos que alardean conocimientos inútiles, fama que no nos libera de los dolores ni de la muerte. Si nada tiene valor, todo me era intrascendente.
    Estaba solo antes; luego estuviste tú, conmigo, un breve tiempo; luego volví a quedarme sólo. Donde hubo color quedaron los tonos sepias; donde hubo sabor, quedó sólo su recuerdo; donde hubo risas, persisten ecos cada vez más lejanos, cada vez más lejanos, más lejanos.
    Me acerco a la nada convencido de que allí estaré mejor, aunque no tengo el valor suficiente para intentarlo. Puedo hablar sobre ello y pensar que sería la mejor, si es que no la única, opción. Pero al momento de ponerlo en práctica, algo me detiene. Compré la soga, pero nunca la até a ninguna de las vigas del techo, quedó sobre ese montón de cosas inútiles que no deja de crecer en aquel rincón de la sala.
    Sin el valor para intentarlo me queda un vacío, un gran vacío, una nada atroz que está allí, raspándome, ardiendo, como un trozo de carbón sobre la piel que no busca calentarla, sino quemarla. Que no busca darle calor, sino dolor.
    El que ahora sienta tu mano otra vez sobre la mía, entrelazando mis dedos, apretándolos como solías hacerlo, en nada ayuda. Al contrario, lo vuelve todo peor al revivir el dolor, la angustia y la desesperación. Siento tu mano y recuerdo todo lo que pasó. Miro y allí no hay nada más que mi mano solitaria. El que ahora sienta tu mano sobre la mía, me dice que en verdad el tiempo pasó y que ya no volverá a suceder, que ya todo tuvo lugar, que ya pasó.
    El que ahora sienta arder mis ojos me dice que todavía quedan algunas lágrimas y que el tiempo que pasó no fue el suficiente. Porque el tiempo nunca es suficiente.
    A pesar de todo, tal vez esta tarde sí. Tal vez esta tarde me decida. Tal vez esta tarde ate la cuerda a esa viga del techo. Tal vez esta vez sí tenga el valor para dejarme ir, mirando hacia la puerta, esperando, hasta el último instante, tu regreso.

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En el N° 75 de la revista digital El Narratorio, se ha publicado el cuento: Toda esa niebla

Pueden pasar a leerlo cuando gusten.

Fin del espacio Publicitario.

sábado, 14 de mayo de 2022

Especial Entrada N° 1.111

Luego de tantos años recorridos junto con Proyecto Azúcar, que comenzara en el lejano 2008, y para hacer valer las mil ciento once entradas que festejamos con esta publicación, quería regalarles a los lectores habituales algo especial. Pero no se me ocurrió nada, por lo que recurro a presentarles un texto viejo. En este caso uno de los relatos que apareció en el libro publicado en 2014, Fábulas del cuaderno verde. El título del libro remitía, de manera directa, al color de las tapas que tenía el cuaderno original en el que se escribieron estos relatos. Verde es, también, el color de la portada del libro, para que no haya confusiones. Libro de relatos que, al momento de su publicación recibió las siguientes críticas:
    1 ― “Es una novela muy interesante”
    2 ― “¿Publicaste un libro? ¡Qué simpático!”
    3 ― “Antes de fin de año seguro que lo leo”

Ahora sí, el relato tal y como se escribió en 2011 y se conoció en 2014:

Peregrino sin dar un paso

Está decidido, padre. Por fin, luego de tanta frustración, he logrado pensar por mí mismo, desprenderme de la figura oscura, pesada, represora, de tu rostro pegado a mi hombro mientras me obligabas a tocar, una y otra vez, la novena sinfonía de Beethoven.
    ¿Recuerdas cuando apareciste en la puerta de la casa con dos marineros sudorosos y cubiertos de olor a pescado podrido que empujaron un piano hasta la sala? Esos hombres a los que diste, como pago por su esfuerzo, la opción de llevarse tres candelabros de plata de la abuela, o llevarse a mamá. ¿Dónde estará ella ahora? ¿En qué puerto tan lejano la habrán olvidado que nunca regresó?
    Tenía seis años y me obligaste a dormir junto al piano, a no alejarme de él más que los tres metros de la cadena con la que me ataste a una de sus patas. Todavía tengo las marcas en mi tobillo izquierdo, como también tengo la espalda cubierta de las cicatrices de los cortes que me hacías cuando erraba alguna nota. ¿Cómo pretendías que no me equivocara si quien me enseñaba a tocar el maldito piano no sabía nada de música?
    ¿Debo recordarte que mi maestro siempre fuiste tú? Sobre todo luego de que el francés ese que hiciste venir a la casa amenazó con denunciarte a la policía al ver que me obligabas a vestirme como niña. A los ocho años comprendí todos los significados que la palabra vergüenza encierra en sus nueve letras.
    Y tú aliento, espeso, siempre oliendo a alcohol sobre mi oreja mientras tocaba la novena, siempre la novena, una y otra vez hasta que te agitabas tanto que parecías a punto de morir. Pero no, te contentabas con gemir y suspirar.
    Ni una tarde libre me dejaste. Siempre estudiando partituras viejas, borrosas y manchadas por la humedad, a la luz casi inexistente de las velas que robabas de la iglesia. Si, padre, también sé eso. Ninguna vela apesta tanto como las de la iglesia.
    ¿No pensaste que hubiera sido mejor para ambos que compraras una pianola en lugar de un piano? Así hubieras tenido tu aburrido Beethoven, y yo mi libertad por fuera de esa jaula de madera con barrotes de marfil.
    Te odio padre. Te odié siempre. Por las enaguas, por los cortes y los golpes, por pretender que usara una bacinilla y nunca poder siquiera higienizarme mínimamente.
    Te odio padre, mucho, infinitamente, desde el día en que te olvidaste la ventana de la habitación abierta y vi que lo que creía un sueño de niño no lo era, y que ahí afuera había, realmente, un mundo. Uno que no se reducía a una sala maloliente, llena de desperdicios y mal iluminada.
    Pero, más que nada, y por sobre todas las cosas, te odio por lo que supe ese día, cuando le pregunté a un curioso que se asomó por la ventana, tal vez atraído por el olor, tal vez por mis gritos, que ningún otro padre obliga a su hijo a tocarle hasta el hartazgo la maldita novena sinfonía del maldito sordo de Beethoven, en un piano al que sólo le funcionan quince de sus sesenta y cuatro teclas.
    Está decidido, padre. Me iré, huiré por la ventana que en tu borrachera olvidaste cerrar y porque a pesar de tu férrea vigilancia nunca notaste que la dura pata de caoba del piano esta suelta. Fueron años de lucha contra su resistencia pero, por fin, lo he logrado.
    Me iré, padre. Pegaré fuego a éste maldito piano, y si arde la casa entera, y si tú mueres dormido en medio de tu borrachera no me importará, porque ahora sé que ahí afuera existe un mundo sin novenas sinfonías ni pianos donde tocarlas.

sábado, 30 de abril de 2022

Pacto

El lobo llamó a su puerta.
    El cazador nunca se preguntó por qué el lobo llamaría a su puerta, simplemente la abrió y le permitió entrar.
    Hablaron, como los seres civilizados que no eran.
    Hacerse entender les llevó largas horas de arduas y complejas explicaciones que contenían expresiones en varias lenguas muertas.
    Se sentían agotados y hambrientos cuando terminaron, pero también, en cierta forma, satisfechos.
    Había logrado hacer a un lado sus diferencias y llegado a un acuerdo por el cual no seguir dañándose mutuamente.
    Para no hacerse más mal del que ya habían hecho.
    Para vivir en paz en los días por venir.
    Para seguir adelante.
    Sellaron el acuerdo con una bebida y un apretón mano-pata delantera.
    Y el lobo se marchó.
    Al verlo partir, el cazador encendió el hogar de la cabaña y roció con kerosene los muebles de la habitación junto con los pocos libros que allí tenía. También se roció a sí mismo hasta que su ropa quedó bien empapada. Luego se sentó en el centro de la habitación. Tomó su escopeta cuando se aseguró de que el fuego lo devoraría todo, que no quedaría de la cabaña otra cosa que cenizas, maderas chamuscadas y su cuerpo quemado hasta los huesos. Con la certeza de que los otros cazadores entenderían lo sucedido y perseguirían al lobo de aquí en adelante, se sintió satisfecho de haber encontrado el sentido de su vida. Colocó el caño del arma en su boca y se entregó a la muerte antes de sentir la primera caricia de las llamas sobre su piel.
    A lo lejos se escuchó un único y solitario aullido; o tal vez fuera eso lo último que sus moribundos oídos del cazador quisieron escuchar.

sábado, 16 de abril de 2022

Música para otros oídos

A lo lejos, diría que desde el otro lado del valle, tal vez desde las primeras estribaciones de los montes que podía verse a la distancia, tras los que se ocultaba el sol en otoño y provenía la nieva del invierno, se escuchaba el curioso llamado del gong. Aquel sonido, que no escuchaba por primera vez, erizaba mi piel llevándome a sentir un miedo tal como sólo podía sentirse en esas ocasiones. No era el único se sentía de ese modo, las aves habían dejado de cantar e incluso el viento parecía haberse detenido en el instante en que se escuchó por primera vez esa manera específica y poco habitual en la que sonaba el gong y que significaba una única cosa, una única terrible cosa. La paz y tranquilidad que tanto contara construir, y que tanto deseábamos sostener, peligraban, pues esa era la noche en que la frontera entre uno y otro reino volvería a romperse y el caos, la desesperación, el llanto y la miseria regresarían a nosotros. Por eso se lamentaba aquel gong cantando con su voz de alarma.
    La advertencia continuaría reverberando a lo largo del día, pero al atardecer, en el momento del crepúsculo, cuando los contornos que nos definen y limitan tiemblan, cuando todo de desdibuja, cuando puede estarse de uno y otro lado de la frontera, como cada año para esta sublime fecha, los vivos volverían para molestarlos durante todo un día antes de volver, una vez, a olvidarlos, antes de volver, una vez más, a dejarnos en la tranquila paz de los cementerios a la que deberíamos volver a acostumbrarnos. Tenía algo de tiempo aún antes de que sucediera, debía prepararme para la tormenta que se avecinaba.

sábado, 26 de marzo de 2022

Otro diálogo interrumpido

Ese hombre tenía la habilidad de aparecer en los lugares más inesperados e inverosímiles, siempre dispuesto a continuar hablando como si se tratara de una charla de amigos tanta veces interrumpida que, al menos yo, ya no recordaba cuándo había comenzado o de qué tema se suponía que hablábamos.
    ―Fue terrible ―dijo la vez que apareció junto a mí lavándose las manos en un baño público en una estación de trenes―, pero era algo que tenía que suceder tarde o temprano.
    No dijo nada más, sacudió sus manos, las secó con varias toallas de papel y se quedó mirándome en el reflejo del espejo tal vez esperando una respuesta, pero yo no sabía qué era lo que tenía que decir. Como aquella otra vez en la que surgió a mi lado en un asiento del ómnibus, aunque tenía la certeza de que estaba vacío al momento de sentarme:
    ―Y pensar que ese edificio gris, impersonal, frío, mal construido, fuera una casa familiar llena de color, personalidad, calor y firmeza en su construcción ―señaló a un edifico cualquiera de la ciudad antes de levantarse para bajar del vehículo. Me quedé allí sentado observando el edificio señalado, o cualquier otro que se le parecía.
    Al encontrarnos en la sala de espera del cardiólogo dijo:
    ―El progreso es la destrucción de las cosa bellas, claramente ―tal vez la tristeza opacaba un poco el tono de su voz, tal vez fuera la televisión encendida quien me confundía con sus ruidos―. No debería ser así, aunque uno termina por aceptarlo.
    La asistente del doctor me hizo pasar al consultorio en ese momento y al salir ya no lo encontré allí, aunque en ese lugar sólo atendía un único médico.
    Volví a cruzarlo un atardecer al momento de sacar la basura y aprovechar ese instante para respirar el silencio y el aroma de la cercana noche.
    ―Tal vez sea que nos acostumbramos a las malas decisiones ―dijo sobresaltándome a mi espalda―, que luego olvidamos que podemos hacer muchas cosas para cambiar. Es para pensarlo, no tenemos simplemente que aceptarlas.
    ―Muy cierto ―. Para ese entonces había comenzado responderle, no con frases extensas o muy elaboradas, pero sí para que supiera que estaba escuchando.
    Lo que decía parecían lugares comunes, frases de ocasión, pero intuía que en ese interrumpido diálogo existía algo más, algo que se me escapaba. Comencé a frecuentar bares y cafés en los horarios en los que sabía que encontraría poca gente; ocupaba mesas alejadas de las ventanas y otras distracciones y esperaba durante horas. Una vana espera, porque si lo esperaba, si buscaba el encuentro, este no sucedía, él no aparecía. Pero en cuanto me distraía por un mínimo instante, allí estaba, otra vez, él.
    ―Los cambios no pueden seguir hasta el infinito, en algún momento es necesario detenerse y reflexionar sobre ellos. Ver qué se puede sacar en limpio de lo que sucede ―dijo al verme en el pasillo de productos de limpieza de un megahípersupermercado―. Seguir adelante sin más, sólo conduce a un lugar.
    ―Al desastre ―. Esa parecía ser la palabra justa para ese momento, porque por primera vez desde que comenzara tan extraño diálogo, sonrió. No me miró, porque jamás lo hacía, pero sonrió. Sé que lo hizo.
    Esto me envalentonó y me preparé para intervenir en el diálogo más allá de la respuesta de ocasión para obtener de él algo más serio, más útil, de más valor.
    ―Es fantástico ―comenzó a repetir luego de cada una de mis respuestas. Hasta que en una de esas oportunidades ya no pude contenerme y lo interrumpí a mitad de una de sus frases:
    ―¿Quién es usted? ¿Puedo saber su nombre? ¿Usted me conoce a mí? ¿Sabe quién soy? ¿Por qué se empecina en hablar conmigo? ―tenía más preguntar para hacerle, pero fueron esas las primeras que pude pronunciar. Al parecer resultaron efectivas ya que lograron que, por primera vez, volteara y me mirara de frente. Sus ojos vacíos, estáticos, como de muerto, me sobrecogieron y obligaron a que callara el resto de mis preguntas.
    ―Usted ya no me sirve ―murmuró antes de retirarse. Y si no fueron esas sus exactas palabras, fueron otras similares.
    Desde esa noche no volví a verlo. Dejó de aparecerse en los lugares más inesperados e inverosímiles que tanto le gustaban. No volví a escuchar su voz ni la especial cadencia con la que pronunciaba cada palabra. Sólo el recuerdo de sus ojos continuó acompañándome. Cada vez que intentaba dormir un sobresalto me obligaba a olvidar el intento, con el sudor frío recorriéndome la espalda, ardiendo de fiebre y un fuerte dolor en el pecho como el que antes de aquel día nunca sintiera. Lo único que podía hacer en esos momentos era preguntarme si existía algo peor que el sentirse inservible.

sábado, 12 de marzo de 2022

Para cambiar a cualquier persona

En la agreste y solitaria playa la arena gruesa, llena de pedruscos y en parte mezclada con arcilla que algunos llaman sábulo, palabra que pocos conocen en la región, daba paso, uno poco más arriba de las primeras rocas, a una tosca escalera labrada en la pared del acantilado. Desde los pies de esa escalera, en la transición entre uno y otro terreno, entre uno y otro mundo, no puede adivinarse lo que se encuentra en la cima por más que se mire entre las rocas buscando algún indicio. Sólo dos tipos de personas se atreven ante esos escalones: los curiosos e impulsivos que anhelan riquezas o fantasías similares, y aquellos que, sabiendo en efecto qué es lo que encontrarán arriba, de todas formas suben.
    Yo fui, yo soy, ambos. La primera vez que pisé cada uno de estos escalones atravesados de tiempo, desgastados por incontables pies antes que los míos, me impulsaba la curiosidad de haberme topado con ellos sin que nadie me advirtiera de su presencia en esa playa sobre la que nadie en la comarca hablaba, de la que nadie parecía querer saber. Como si un pertinaz silencio obligara a las personas que vivían en las cercanías a callar lo que pudieran saber sobre quiénes labraran esos escalones y lo que se encontraba en la cima del acantilado. Nadie decía nada, nadie sabía nada, nadie subía por ellos, nunca. Sin dejarme amilanar ante tantas reticencias, yo sí lo hice, yo los subí.
    Al bajar por esos mismos escalones, no era el mismo que era al subirlos. No podía serlo. No quería serlo. Lo que se encontraba en la cima del acantilado era lo justo y necesario para cambiar a cualquier persona lo suficientemente viva como para saber que algunas veces eso mismo, cambiar, es necesario.
    Milenios más tarde, aunque quizá sólo fueran algunas décadas que se sintieron como milenios, regresé. La playa continuaba siendo la misma zona agreste y solitaria que antes. Nada había cambiado entre el momento en que creara mi recuerdo y el encontrarme otra vez en ella. Las mismas casas, las mismas personas, los mismos árboles, las mismas calles vacías me recibieron. Otra vez, al igual que en mi primera visita, nadie me detuvo. Ninguna palabra suya hubiera sido suficiente para detenerme. Caminé sobre la misma arena gruesa, llena de guijarros y conchillas que ya no lastimaban las endurecidas plantas de mis descalzos y cansados pies.
    Fue así que, entre el aroma de la sal y la resaca de antiguas mareas, volví a encontrarme frente a esos escalones viejos y gastados labrados con manos torpes en la piedra dura y fría. Me detuve junto al primer escalón, que también podía ser el último, y lo contemplé en silencio. Esta vez sin curiosidad, sin desafío en la mirada, solo cansancio y la necesidad de estar una vez más allí arriba, en la cima, entre el viento, las nubes y eso otro que sabía que encontraría.
    Uno a uno volvieron a pasar bajo mis pies los mismos escalones que ya conocía mientras la pared de roca crecía alternativamente a mi derecha o a mi izquierda, debajo y sobre mí. Sin nostalgia ni sorpresa reconocí o recordé antiguas marcas, así como también encontré otras nuevas. Ni una sola vez durante mi ascenso miré atrás. Si lo hacía mi decisión podría flaquear, o tal vez no, la duda era suficiente para no hacerlo.
    El olor de la sal, del mar, pronto quedó abajo. Pero no esperaba que un aroma acre, un tanto dulzón y mezclado con el viento, lo reemplazara. Lo reconocí de inmediato, aunque no quise creer que algo semejante fuera posible. Seguí negándolo al sentir bajo mis pies las cenizas como antes sintiera el frío de las rocas y aún antes la arena gruesa de la playa.
    Al llegar a la cima y verlo, ya no pude seguir negándome a lo evidente. El fuego había arrasado con todo. Un fuego tan voraz que no había dejado nada a su paso. El que la ceniza aún estuviera tibia lo volvía más angustiante. Creí, pensé o supe que de haber llegado tres, dos, o tal vez sólo un día antes podría haber vuelto a verlo. Podría haber vuelto a sentirme como aquella primera vez. Era tarde. No quedaba nada. Mi presencia allí arriba sobraba, como antes, como siempre.
    Sabiéndolo todo perdido respiré las cenizas, mastiqué y tragué todo lo que pude antes de que mi estómago se revelara. Cubrí mi cuerpo con ellas y como un tizón llevado por el viento me arrojé al vacío de las aguas, para que el frío, la marea, la sal hicieran conmigo lo que mejor les pareciera.


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En el N° 1 del quinto año de la revista ecuatoriana de ciencia ficción, Teoría Ómicron se ha publicado el relato El erial dentro de tu corazón y sus continuaciones.

Pueden pasar a leerlo, y apoyar la publicación, cuando gusten

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sábado, 5 de marzo de 2022

Toda esa niebla

Entre el cielo encapotado, las nubes plomizas, la pesada humedad del aire, los escasos ruidos amortiguados por la distancia, la comarca parecía más muerta que viva. Mucho más de lo que habitualmente lo estaba durante los largos y aburridos inviernos de la región. Tal vez lo estuviera desde la tarde misma en que la niebla comenzó a descender desde los cerros. Al principio esa niebla se confundió con las habituales nubes bajas, sólo que resultaban ser unas nubes tan densas y húmedas que ninguna brisa tenía la fuerza suficiente para moverlas, para desplazarlas, para permitir ver una vez más el sol.
    ―Me duelen los huesos, la niebla seguirá ―dije mirando por la ventana del salón.
    ―Es lo único que te he escuchado decir en los últimos meses ―respondió mi esposa concentrándose en el bordado del décimo quinto mantel de punto que le viera confeccionar desde que comenzara la niebla.
    ―¿Qué otra cosa quieres que diga?
    Los libros se me habían agotado, era imposible trabajar la tierra con este clima, la radio no funcionaba, y la falta de imaginación para intentar otra cosa me llevaba, una y otra vez, a quedarme frente a cualquiera de las ventanas de la finca. Claro que repetía siempre esas palabras, incluso comenzaba a aburrirme de mí mismo y de que los días fuera iguales entre sí. Hoy era igual que ayer, pero también mañana sería igual al ayer que es el hoy. Miraba el cielo y ni siquiera era capaz de decir qué momento del día era.
    ―Creo que…
    ―Intentaré dar un paseo ―completó mi esposa―. Eso también lo dices siempre. Luego te encuentro estático, lívido y sudando parado frente a la puerta. Y para que entre todavía más humedad en la casa, con la puerta abierta.
    Me contuve de responder de la manera en que desearía hacerlo porque seguiríamos allí encerrados en uno con el otro hasta que todo terminara. Deseaba haber tenido la predisposición de los criados que huyeran semanas atrás, pero mi estoicismo, y el miedo a encontrar que la única herencia de mi familia usurpada por alguien más a mi regreso, me impidió hacerlo. Las razones de mi esposa para quedarse me eran un misterio, para ella la niebla no representaba nada.
    No tengo dudas ni certezas de que, al día de hoy, éramos las únicas dos personas en toda la comarca. Ya ni siquiera se escuchaban los lúgubres ladridos solitarios de perros perdidos en la niebla. Hasta ellos se habían ido.
    Entre la niebla, dentro de ella, todo era silencio.
    También en silencio me acerqué a la puerta. En el cercano perchero de bronce y hierro fundido colgaban los abrigos. Tomé el más pesado y grueso de ellos y lo coloqué sobre mis hombros convencido de que esta vez lograría salir de la casa, entraría en la niebla y vería si quedaba algo del otro lado de ella. No me parecía posible que la niebla durara tantos días, tantas semanas, que el sol se escondiera con tanto ahínco, y que toda esa humedad hiciera estragos en mis huesos.
    Días enteros con esa sensación resultaba agotador. Aquel paseo era, pues, necesario, tanto para la salud de mi cuerpo como para mi salud mental, porque sentía que perdía la cordura poco a poco, como poco a poco avanzaba la humedad, en mi cuerpo y dentro de la casa, sin nada más para hacer salvo repetir diálogos y pareceres con la misma persona, perdiéndome en mis pensamientos cada vez más oscuros y vacilantes. Necesitaba hacerlo, necesitaba salir y dar ese paseo tantas veces postergado, aunque más no fuera un círculo en torno a la casa. Sí, seguro que eso sería más que suficiente para despejarme y volver a pensar con claridad. Un breve paseo para reencontrarme era todo lo que necesitaba en medio de tanta confusión, tanta niebla, tanta humedad, tanta oscuridad.
    Pude sentir una mano apoyándose en mi hombro por sobre el pesado abrigo. Otra se apoyó en mi espalda y me hizo girar hacia el interior de la casa. Luego, entre ambas manos me quitaron el abrigo y volvieron a dejarlo en el mismo perchero de bronce y hierro fundido.
    ―Querido ―dijo la voz de mi esposa desde la lejanía―. Otra vez con la puerta abierta. Ya hay demasiada humedad aquí dentro, ¿no te parece? Esta casa parece más una cripta que otra cosa.
    ―Sí ―murmuré―, lo parece, demasiado.
    Sentí a mi espalda que la puerta se cerraba dejando, una vez más, toda esa niebla del otro lado. Si dentro o fuera, no sabría decirlo.

sábado, 19 de febrero de 2022

Al acecho

Al abrir la puerta acristalada de la cafetería la azotó con la furia de una tromba marina. El llamador de bronce aún tintineaba cuando gritó mi nombre mezclándolo con insultos y palabras en varios idiomas desconocidos e inventados.
    Ninguno de los parroquianos, que ya me conocían, así como también la conocían a ella, volteó a verme mojar mi segunda medialuna en el café con leche y hacer equilibrio para meterla en la boca antes de que se rompiera por su propio peso. Casi lo había logrado ―énfasis en ese casi―, cuando la puerta se abrió y llegaron sus gritos.
    Levanté apenas la mirada y la encontré vestida de guerrillera vietnamita, del viet-cong, uno de sus trajes favoritos. Este disfraz al menos cubría la mayor parte de su cuerpo, no como otros que algunas veces elegía para salir a buscarme y resultaban, cuando menos, llamativos para quien la viera por primera ―o segunda, o décimo quinta― vez paseándose de ese modo por las calles del pueblo. Tal vez fuera la réplica del fusil de asalto liviano que colgaba de su hombro lo que le daba mayor sensación de seguridad, de poder, y por eso lo elegía tan a menudo. No la miré, no hacía falta; esto también era parte de nuestro juego: el fingir que no sabía quién era ella ni quién era yo, que no era a mí a quien se dirigía.
    Gritó una vez más mi nombre y amenazó con sus gestos a alguien que se encontraba en una mesa cercana. Las manchas de pomada para zapatos sobre sus pómulos y la frente ayudaban a completar su personaje que se desvirtuaba un poco cuando la veías llevar unas simples sandalias de yute, o no, no se desvirtuaba, porque esos detalles nos daban igual, a mí y a ella, y lo que pudieran pensar los demás nos tenía sin cuidado. A la fuerza había aprendido a no salir descalza de la casa.
    El único mozo de la cafetería, que nos conocía desde nuestra llegada al pueblo, se acercó a ella y le señaló la puerta. No dijo nada, sólo se paró junto a la puerta y esperó a que ella saliera para volver a cerrarla.
    Ella gritó por tercera vez mi nombre completo y salió, con furia y odio en el rostro, hacia la calle. Aun sabiendo que me encontraba allí, iría a la cafetería siguiente, al almacén, a la farmacia, a representar la misma pantomima o de regreso a la casa, lo mismo daba. Ya se cansaría de buscarme y solo en ese momento yo me dejaría encontrar.
    Terminé con la última medialuna y lo que quedaba de café casi frío en la taza, me limpié la boca y les dedos le mejor que pude con esas las servilletas que parecen de papel enmantecado y que no limpian nada. Pagué la consumición, dejé la propina pactada para estos casos, me levanté y caminé despacio hacia la puerta para asomarme hacia la calle. El mozo seguía allí mirando hacia la otra esquina.
    ―¿Día difícil hoy? ―me preguntó cuando me acerqué a él señalando en una dirección.
    ―Todos lo son.
    ―Suerte.
    ―Gracias ―respondí―, voy a necesitarla.
    Creí ver una sonrisa de complicidad en el rostro del mozo, o tal vez sólo fuera una expresión de cansancio, de aburrimiento, de fastidio. Pero me inclinaba más por la primera opción, la gente del pueblo cree que lo que hacemos es divertido y fingido, pero no, no es ninguna de las dos cosas. Lo dicen porque no nos conocen, opinan a partir de lo que ven, no conocen los motivos de lo que hacemos. Por eso, aunque sabía que ella había corrido en dirección al centro, me encaminé hacia la casa, sabiendo que podría estar vigilándome, acechándome como si fuera su presa, desde cualquier lugar. Sabía, además, que tenía que llegar rápidamente y vestirme con mi uniforme del ejército de ocupación cuanto antes y salir, yo también, a buscarla.

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