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domingo, 8 de septiembre de 2019

Miedos


A morir, a dejar morir, a vivir, a dejar vivir, a perder, a ganar, a dejarse ganar, a jugar, a intentarlo, a arrepentirse después, o antes, o durante. A avanzar, a no retroceder, a no saber qué hacer, o cuándo hacerlo, o qué tener que hacer en ese momento que nunca es el indicado. A odiar con todas las fuerzas, a dejarse odiar. A darse cuenta que no somos lo suficiente, que siempre fuimos menos que la reputación que pretendíamos forjarnos. A amar, dejarse amar, ser amado para ser olvidado, dejado de lado, en el camino; a saber que nunca tendremos lo que queremos, ni dejaremos lo que no queremos. A lograr todo lo que queríamos, a nunca intentarlo, a no hacer nada; a lograrlo sin siquiera esforzarnos, o sin saber lo que hacíamos y luego no poder repetirlo. A no lograrlo, a quedarse en el camino, a no llegar siquiera a comenzar y ya saberse fuera de cualquier competencia, real o ficticia. A no saber qué hacer luego de un triunfo o, más probablemente, de un fracaso; a carecer por completo de reacción cuando más se lo necesita. A que nos falten las palabras cuando siempre creímos en ellas; a que las lágrimas dejen de ser suficiente. A que cualquier acción, pensada, efímera, improvisada o casual, tenga el mismo valor que la ausencia. A nunca estar. A siempre estar y que carezca de sentido. A llegar cuando ya pasó todo; a estar presente sin que nadie más lo note. A servir de acompañamiento sin ganar nunca el protagonismo deseado; a ser el protagonista de un eterno monólogo unipersonal. A encontrarnos siempre fuera de lugar, incluso en nuestro propio lugar; a no saber cuál es nuestro lugar, si es que tal cosa existe. A saber demasiado, a saber lo justo y necesario, a no saber nada en absoluto. A ver, a no ser visto, a nunca poder ver. A escuchar lo que nunca habríamos querido escuchar; a escuchar esas palabras ansiadas pero no por la persona esperada. A las promesas, a romperlas, a cumplirlas; a que alguien más lo haga por nosotros y nos demuestre que también éramos capaces de hacerlo pero no nos esforzamos lo suficiente. A no recibir respuesta cuando llamamos, a que nos llamen cuando no queremos responder, a que nadie nos responda cuando en verdad lo necesitamos. A no estar allí cuando, por fin, tiene valor nuestra presencia. A que nunca lo tenga. A quedarse sin sueños, a soñar eternamente; a alejarse tanto de la realidad que luego ya no se sepa cómo regresar a ella. Al olvido y sus matices previos y posteriores; a desaparecer y que nadie lo note, a no hacer y que tampoco nadie lo haga. Al abandono, definitivo, temporal o accidental; a abandonar a quien no merece la pena y mantener el contacto con quien definitivamente deberíamos dejar de lado. Al ridículo. A no estar la altura de ninguna situación, a ni siquiera proponérnoslo. A perderlo todo,  incluso lo que no nos pertenece ni nos perteneció nunca. A no entender que algunos quizá, tal vez, posiblemente, acaso, probablemente, eventualmente, es factible, también son formas de negación. A no hacer lo necesario, o hacerlo y que ya no importe. A no hacer nada y que haga falta hacer algo pero no saber qué. A ignorar lo que posee valor, siendo que el valor siempre es relativo. A relativizar lo importante; a darle importancia a lo relativo. A sentirnos incapaces todo; a sentirnos demasiado capaces para algo y fracasar en el intento. A la luz. A la oscuridad. A la noche. Al día. A reír sin preocupación; a que se rían de nosotros, o con nosotros. Al aburrimiento atroz de ser humano.
            En definitiva, miedo a ser.

Aclaración: "Esta foto es mía"

domingo, 25 de agosto de 2019

Diminutos


A pesar de su tamaño no lo vimos acercarse cuando atravesábamos el mar de la verde desolación. Cierto que huíamos de algo mucho peor, pero nuestra distracción no podía ser tanta como para permitir que el gigante se acercara peligrosamente a nosotros.
            Claro que, cuando se encontraba realmente cerca pudimos notar que, a pesar de su desproporcionado tamaño, o tal vez por eso mismo, parecía no vernos. Sin embargo, no podíamos confiarnos, mucho menos conociendo las leyendas que se contaban sobre los de su raza y el placer que sentían no solamente al aplastarnos con sus enromes y mugrosos pies, sino que, algo que considerábamos más oprobioso, conocían el sabor de nuestra carne. Ellos habían sido el azote de nuestro pueblo por generaciones, antes de que los padres de nuestros padres decidieran atravesar aquel mar buscando la tranquilidad de las costas más lejanas.
            Ahora, que cargábamos con nuevas cicatrices sobre viejas heridas, huíamos nuevamente.
Nuestra pequeña aldea había sido destruida por completo, borrada de la existencia, apenas unos días antes y ni siquiera éramos capaces de saber qué era lo que había ocurrido. Huíamos desde entonces acosados por las bestias, atosigados por los ataques de antiguos enemigos que nunca se mostraban pero permanecían allí, señalando su presencia en las sombras que se cruzan por el rabillo del ojo, y asolados por el hambre, el frío y el miedo constante.
Cuando les tocó huir a nuestros padres sabían en qué dirección hacerlo, hacia dónde dirigirse; nosotros ignorábamos ambas cosas y, como fugitivos agotados de escapar, nos internamos (tal vez) sin quererlo, en aquel mar.
            Era tarde para volver atrás, porque no había hacia lo que regresar; frente a nosotros, frente a nuestro pueblo entero, una cría de gigante se acercaba como si no nos viera. Y allí, ocultos entre el verde, posiblemente fuera cierto, lo cual era aún peor; podría aplastarnos sin quererlo, sin buscarlo, o haciéndose por completo el desentendido de sus acciones.
            Ante tan aterradora visión, que borraba los miedos, la destrucción y el dolor que sintiéramos hasta entonces, cada uno corrió despavorido en la dirección en la que quisieran llevarlo sus pies.
            En un primer momento creí estar siguiendo al grupo más grande que corría a través del verde mar, luego me di cuenta que me seguían a mí, y que no sabíamos hacia dónde íbamos. Pero él continuaba allí, demasiado cerca. No podíamos siquiera pensar en detenernos, uno sólo de sus pasos contaban como miles de los nuestros.
            Corrí hasta agotar mis de por sí exhaustas fuerzas luego de tantos días de persecución sin tregua. Corrí hasta que el verde ocultó el sol y continué corriendo todavía más. No seguía a nadie, ni nadie me seguía. Había quedado solo.
            Miré hacia las alturas y el cachorro de gigante aún continuaba allí, como si nada.
            Me percaté entonces de sus ojos cerrados, de su leve caminar entre aquel verde mar, jugando con aquellas ramas como si fueran lo único que importaban y entendí que para él nosotros y los nuestros ni siquiera existíamos. Aún así, se encaminaba en mi dirección.
            Consumidas todas mis fuerzas me dejé, también mis ojos se cerraban, pero por motivos diferentes. Si iba a morir, decidí, aquel lugar era exactamente igual que cualquier otro.
            Unos instantes después me cubrió la sombra del cachorro de gigante.


Aclaración: "Esta foto es mía"


domingo, 4 de agosto de 2019

Dominar el mundo


—Lo haremos esta noche —dijo una de ellas, la que llevaba las estúpidas orejas de gato.
            —No podemos seguir perdiendo el tiempo —reconoció su compañera con la máscara de conejo que apenas dejaban entrever sus labios fuertemente pintados de rojo.
            Es cierto que no debería de haber estado escuchando una conversación ajena, y que solamente llegaba a mis oídos porque era incapaz de evitarlo habiéndome olvidado los auriculares en la casa y, además,  porque gritaban por sobre el estruendo producido por el metro. Aun queriéndolo, nada podría haber hecho para sustraerme de aquel extraño diálogo.
            —Nuestra gente obtendrá lo que se merece luego de siglos de opresión —rieron al unísono.
            Claro que hubiera sido más fácil ignorarlas con los auriculares, lo sé. Concentrándome en mi propia música como mucho habría mirado su extraña vestimenta, que resultaba más bien escasa teniendo en cuenta la época del año, y allí se habría acabado mi interés. Siempre se viaja más tranquilo cuando no hay que atender a los insulsos diálogos ajenos, ni a los pedidos desesperados de limosnas, ni a aquellos que ansían llamar nuestra atención haciendo extraños malabares o desafinando con una melodía más o menos clásica. ¿Quién me manda a olvidarme lo más importante que ha de llevar cualquier persona para sobrevivir al contacto con otros seres? Cómo aislarse de los demás si no podemos evitar escuchar cosas como:
            —La opresión del pueblo de los túneles será por fin expuesta ante la hipocresía de los bípedos de las superficies —decía la también bípeda con orejas de gato.
            —Nunca volveremos a llevar las cadenas de nuestra esclavitud —dijo quien portaba la máscara de conejo que, aun luego de mirarla varias veces, y en todas las direcciones posibles, no descubrí cadena alguna.
            Podría preguntarles de qué era lo que hablaban, ya que esos diálogos parecían sacados de alguna mala traducción española de una novela épica, o cosa similar. Podría acercarme a ellas, recorrer los escasos centímetros que separaban nuestros cuerpos, aun a riesgo de que mis movimientos fueran mal interpretados y provocaran algún tipo de disturbio, y quitarme la duda.
            Tampoco veía en ellas la posibilidad de entablar diálogo alguno, tan concentradas en sus propios parlamentos, en mantener el equilibrio ante los sacudones del metro y en evitar los empujones de los cuerpos amontonados, como se las veía. Por esos detalles parecían más cercanas a la realidad de lo que su aspecto podría indicar.
De tanto mirarlas era yo quien comenzaba a perder mi propio contacto con la realidad creyendo que los chirridos del metal, los gritos de los frenos hidráulicos faltos de mantenimiento, el sistema de ventilación a punto de detenerse, el calor de los cuerpos ahogándome con su sudor, la necesidad de aislarme de todo aquel innecesario contacto con la humanidad de la que lamentablemente formaba parte, eran parte de una mentira en la queríamos creer.
            —Como debió de haber sido desde un comienzo —dijo la chica gato.
—Volveremos a dominar el mundo —completó la chica conejo.
            Y rieron a carcajadas, haciéndose escuchar en cada rincón del metro antes de bajar, intempestivamente, cuando se cerraban las puertas automáticas, en la estación cercana a la zona de los teatros.
Repetí el mismo viaje, a la misma hora, y también en otros horarios, pero jamás volví a verlas. Nada cambió en el mundo, por lo que he de suponer que aún no han logrado su declamado cometido de dominarlo.
Sin embargo, algo sí ha cambiado. Desde ese día me di cuenta que los auriculares ya no eran suficientes para aislarme, para separarme de los demás, de los que no son/eran como yo, quería, necesitaba, ansiaba, llevar mi propia máscara. Una que me ayudaría a descubrir mi verdadero rostro.
Además, tenía la certeza de que, una vez que lo hiciera, sería más fácil el volver a encontrarme con ellas.


lunes, 8 de julio de 2019

Aquella mujer que no dejaba de mirarme

El mozo dejó frente a mí la hamburguesa de sucedáneo de carne bien condimentada que le pidiera, junto con la botella de agua mineral desmineralizada, con una leve sonrisa y una inclinación parcial, tal y como le era habitual. El mío era el único asiento ocupado en el extremo de la barra de la cafetería, como siempre a esa hora. Sin embargo, antes de que pudiera dar el primer mordisco, comencé a sentir cierta incomodidad que carecía totalmente de relación con el escaso sabor de aquella comida de alto contenido proteínico. No podía darme el lujo de desperdiciarla, a pesar de cómo me sentía, ya que me aportaría las calorías necesarias para culminar mi día de servicio laboral, debía en cambio averiguar por qué me sentía de ese modo.
            Con cierto disimulo giré la cabeza hacia mi derecha sin encontrarme con otra cosa que no fuera la pared que separaba el salón de la cocina; el viejo empapelado de otra época, cubierto con una evidente capa de suciedad y años de esperar una renovación, no representaba ninguna novedad. La incomodidad no provenía de allí. Debía de haberlo sabido desde un principio.
            Me dispuse entonces a girar poco a poco hacia la izquierda, como debería de haber hecho en un primer momento de no haber sido por la confusión habitual.
            El resto del salón, cuyo habitual silencio era apenas interrumpido por algunas radios personales que conservaban el sonido en el rango de sus portadores, parecía vacío a pesar de que el mediodía se acercaba peligrosamente. Poco fue lo que pude ver más allá de algunos clientes absortos en sus dispositivos, y los problemas que estos les presentaran, cuando no en sus platos. Ninguno de ellos parecía ser quien me provocara la incomodidad allí continuaba.
            Mordisqueé la desabrida hamburguesa, jugando con las papas horneadas que la acompañaba, sin dejar de sentirme de ese modo ni poder pensar en nada más que no fuera aquella extraña molestia que crecía más y más.
            Levanté los ojos de mi comida y me encontré, al igual que las miles de veces anteriores en las que consumiera mi horario de almuerzo en ese sitio, el antiguo espejo que ocupaba la pared de la barra imitando los bares de mitad del siglo XX. La imagen duplicaba el interior del lugar en exacta y opuesta simetría creando la fantasía de que el espacio era el doble de grande.
            A mi espalda, también sentada junto a la pared del vetusto empapelado, una mujer me observaba con tanto detenimiento que sentía el peso de sus ojos tanto sobre mi nuca como sobre mi rostro ahora que acababa de descubrirla.
            La miré, a través de su reflejo, sin el menor reparo, y con su mismo atrevimiento, para que notara que lo hacía o, tal vez, esperando exactamente que se percatara de que había notado su descarada mirada sobre mí. Pero no daba ninguna señal de que le importaba mi nueva actitud hacia ella; al contrario, continuaba mirándome en la misma incómoda posición en la que la descubriera, estirando el cuello y ladeando levemente la cabeza como si quisiera escuchar mi nula conversación.
            Sus labios excesivamente pintados atraían mi mirada sin que pudiera evitarlo; llevaba unos lentes de sol de plástico con los que intentaban ocultar los ojos con los que, lo sabía, no dejaba de mirarme. Tan atenta era su mirada que comenzaba a dolerme la cabeza. ¿Qué quería de mí esa mujer que no dejaba de mirarme?
            Llamé con un gesto al mozo que se acercó lentamente, con el mismo paso cansino que le conocía tan bien.
            —¿Quién es ella? —pregunté señalándola en el espejo sin el menor disimulo.
            —Una clienta.
            —Me doy cuenta de eso. Me refiero a que si sabe algo más —dije pensando en la propina que debería dejarle si me aportaba alguna información valiosa.
            —No viene tan seguido como usted.
            —También lo noté —respondí con un poco de fastidio—. Lo que me gustaría saber, además de por qué utiliza lentes de sol bajo techo, es por qué no deja de mirarme…
            —¿Eh…? —exclamó sorprendido—. No creo que lo esté haciendo.
            En ese momento alguien lo llamó desde el otro extremo de la barra y comenzó a alejarse poco a poco. Mirando hacia atrás señaló a la mujer, me señaló a mí y realizó un gesto parecido a una negativa. Era eso o una invitación para comenzar la danza del apareamiento de la cacatúa azul pero, como no dijo nada, no entendí sus gestos.
            Intenté desentenderme de la situación volviendo a mi comida. Pero las papas estaban frías y el agua desmineralizada había comenzado a decantar impurezas, señal de que tenía que volver al cubículo a cumplir la segunda parte de mi horario de servicio laboral.
            En todo ese tiempo aquella mujer, que continuaba sola en su mesa, no había dejado de mirarme en ningún momento; tampoco yo había dejado de hacerlo mientras comía.
            No podía irme sin saber qué era lo que pretendía, si es que algo pretendía, o por qué se comportaba de ese modo tan socialmente poco aceptable; lo que sucediera primero. Más que nada teniendo en cuenta de que por más de que lo llamara de varias formas, el mozo no volvió a acercarse a mi sector de la barra. La propina sería desacostumbradamente baja por ello.
            Me llené de valor antes de acercarme ya que el día de hoy no se encontraba entre los días que me correspondía hablar con una mujer, pero había sido ella quien me provocara; podría utilizar una situación semejante como justificativo para mis actos. Pensándolo de esa manera pude acercarme a su mesa sin que mis movimientos tuvieran el menor efecto en ella, como si no existiera a pesar de ocupar casi la totalidad de su campo visual.
            —¿Nos conocemos? —le pregunté notando como se sobresaltaba ante mis palabras y, por un momento, sus anteojos se desacomodaron sobre su nariz.
            —¿Cómo dice? —preguntó con un débil hilo de voz volviendo a colocar los lentes en su lugar.
            Podría haber respondido de mil maneras diferentes. Incluso podría haber mentido, o inventado cualquier otra posibilidad que no me dejara en una posición tan comprometedora para cualquiera que nos mirara desde el otro extremo de la cafetería. Podría haber hecho cualquier cosa. Pero no hice nada.
            En silencio me alejé de ella.
            —¿Hola? —dijo ella a media voz.
        Caminando hacia la salida evité mirar al mozo o a cualquier otra persona que allí se encontrara por temor a que me hubiera visto hacer el ridículo, una vez más, en  mi frustrado intento de pedirle explicaciones por sus miradas a una ciega.



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En la revista digital La Ignorancia N° 23 pueden encontrar el relato breve Descartar/Continuar.

Y también: 
La Revista Íkaro de Costa Rica publicó también el relato Jaime, el mataautores en su página web.

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sábado, 15 de junio de 2019

Vida Extra


—Hay días en los que tengo la sensación de esta preocupándome demasiado por cosas que en verdad no tienen, o no deberían tener, importancia. Pero —continuó sin detenerse a tomar aire—, tampoco me resulta posible hacerlo de otro modo. Soy incapaz de detenerme, de dejar de pensar, dejar de accionar, sin saber en verdad en qué dirección real debería de estar yendo.
            —Lo que no sé es por qué me dice todo esto a mí, otra vez —dijo el cajero de la tienda—, solo le pregunté si llevaría algo más.
            —Y tal vez ese sea le problema —continuó sin dar señales de haber escuchado al desesperado muchacho que, habiendo acabado de acomodar los pocos productos del cliente en la bolsa de papel, esperaba a que se marchara—, acumulamos y acumulamos sin pensar realmente qué hacer con todo ello. Tanto cosas materiales como intangibles, como el conocimiento. ¿De qué sirve pretender saberlo todo si nunca podremos ponerlo en práctica? ¿De qué sirve ser el dueño del mundo si no podremos visitarlo?
            —Ahora mismo serviría de mucho que se hiciera a un lado… —dijo la jubilada que esperaba ansiosamente que la fila avanzara pensando en que de seguir así se perdería el inicio del programa de preguntas sin respuestas.
            —Por supuesto, es necesario hacerse a un lado en algún momento, cuando esa carga de pensamientos comienza a hacerse tan pesada que uno siente que comienza a hundir nuestros hombros con su peso…
            —Voy a hundirte otra cosa en la cara si no te corrés de ahí, perejil* —dijo en voz lo suficientemente alta como para hacerse escuchar alguien que, por su aspecto, bien podría pasar por un chófer de un camión recolector de residuos, un minero recién salido del socavón, o doble de riesgo en una película de catástrofes naturales. Y eso para no mencionar su aroma.
            —Señor, por favor… —dijo el cajero mirando hacia la puerta, muy cerca de la cual el Gerente del local conversaba con una voluptuosa clienta dándole la espalda.
            Pero su pedido no fue atendido, o entendido, en lo absoluto.
            —La cuestión es saber detenerse, de algún modo. Pero cómo saber en verdad cuándo hacerlo. Lo que es suficiente para unos puede no serlo para otros y, también, a la inversa. Entonces estaríamos siempre buscando los límites y, un límite, como se sabe, puede continuar extendiéndose más y más. Lo aprendemos en la infancia y nunca lo olvidamos, no. Siempre lo corremos un poco más.
            —¡Dale…! —dijo en voz más alta el mismo camionero—. ¡Te podes ir!
            —Ufff… —exclamó la jubilada—. Esta juventud maleducada —agregó sin aclarar a cuál de los dos hombres se refería.
            —Es una cuestión de suma importancia, algo que algún día también les afectará —continúo acunando la bolsa de papel como si de algo de sumo valor se tratara—; solamente contamos con el presente, transitorio y pasajero por naturaleza, para aprender a adaptarnos. Si tuviéramos una vida extra, de seguro, todo sería más sencillo. ¿No lo creen así? —preguntó alejándose de la caja directamente hacia la puerta.
            —Señor… —llamó el cajero sin obtener respuesta e intentando levantarse de su puesto de trabajo—. ¡Señor!
            —Pero… ¿Y ahora qué pasa? —casi gritó el camionero.
            —No puede ser. ¡Qué perdida de tiempo! ¡Qué maltrato a los clientes! —exclamó la jubilada.
            —¿Qué sucede? —preguntó el Gerente visiblemente molesto por tener que intervenir en una situación que, intuía, no lo ameritaba.
            —Se va sin pagar —murmuró el cajero mientras señalaba hacia la puerta.
            —¿Otra vez? —inquirió el Gerente dirigiéndose raudamente hacia la salida sabiendo que, no solamente no lo encontraría, porque habría desaparecido apenas cruzar el umbral como las veces anteriores, sino que se las había arreglado para dejar su marca sobre la pared recién pintada del frente del local.
            Confirmó ambas cosas al atravesar la puerta sin encontrar el menor rastro del hombre que acaba de salir delante de sus ojos, eso si descontaba la pintura en aerosol y el modelo en stencil del maldito hongo del videojuego que repetía cada vez que se apareció por allí, abandonados junto a la pared.
            Miró hacia el interior de la tienda, la jubilaba continuaba gesticulando junto al cajero que solamente respondía haciendo gestos afirmativos. No había caso, continuaría descontando del sueldo de los cajeros cada una de aquellas pérdidas tan fácilmente evitables. Ni en esta vida, ni la siguiente, pondría un solo peso de su bolsillo, pensó mientras pateaba con fingida furia el aerosol hacia el estacionamiento casi vacío de la tienda.
            —Ni en esta vida, ni la próxima —repitió sin saber que lo hacía en voz alta.



* Perejil no es exactamente la palabra utilizada en este momento, se entiende.

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En el número 10 de la Revista digital española Callejón de las 11 esquinas, del mes de junio, pueden leer el relato Cuando ya no queden hombres, que se publicó originalmente en el libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde de 2014.
Los invito a leer también el resto de la revista.

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domingo, 12 de mayo de 2019

Tierras Lejanas


—Partiré rumbo a desconocidas tierras lejanas —dijo con su estentórea voz—. Sé que no creen en mis palabras, pero así será. Se arrepentirán luego de no haberme escuchado.
            Y fueron aquellas, en verdad, las últimas palabras que escuchamos de él. Es cierto que estábamos bastante agotados de sus discursos imbuidos en el espíritu de los grandes descubrimientos, aquellos aventureros al estilo de Indiana Jones, Cecil Rhodes, Lawrence de Arabia, o John Carter. Después de un tiempo ni siquiera atendíamos a lo que decía, lo dejábamos parlotear en la medida en que no resultara demasiado molesto; cosa que sucedía cada vez más seguido.
            Es posible que nuestra actitud le empujara a tomar su decisión; más que nada cuando comenzamos a burlarnos de él ya no en secreto, o a sus espaldas, sino abiertamente
—Descubriré nuevos saltos de agua que llevarán mi nombre —decía.
—En el baño, seguramente —respondía alguno de nosotros antes de que riéramos a carcajadas.
—Sin lugar a dudas, cuando parta, nuevas tierras caerán bajo el dominio de nuestra civilización —decía soñadoramente en el atardecer.
—Debajo de mi cama hay tierra de sobra para todos —respondía otro de nosotros.
Y nuevamente comenzaban las risas.
La más mínima palabra suya recibía como respuesta risas y más risas. Ninguno de nosotros se detenía a pensar que existiera la real posibilidad de que cumpliera con su amenaza de partir hacia tierras lejanas. Ni siquiera sabíamos que tuviera la voluntad de alejarse de las tierras que nos pertenecían desde hacía tantas generaciones. Ignorábamos su determinación y su ambición por lograr su cometido. Esto a pesar de que conocía muy bien el hecho de que todo el planeta se encontrara surcado de norte a sur, de este a oeste, de arriba abajo, de izquierda a derecha y, también, en diagonal, siguiendo las setenta y dos posibles direcciones del viento, por satélites de todos los países. Incluso aún funcionaban algunos cuyos países habían dejado de existir.
Tras su partida nos sorprendimos al percatamos de que pasaban los días y no regresaba. Habíamos intuido que apenas se alejaría algunos kilómetros antes de regresar; pero no era así. Semanas después, aunque nadie contaba los días, comenzaron a llegar postales de lugares cada vez más extraños y que apenas éramos capaces de ubicar en un mapa: Barcelona, Macedonia, Kuala Lumpur, Singapur, Trapalanda Macondo, Santa María, El Dorado, Atlántida (Uruguay), Sebastopol, Chernobil, y otros nombres que ni siquiera reconocíamos en qué idioma estaban escritos.
La última postal que llegó a nuestras manos traía unas coordenadas anotadas en tinta que comenzaba a borrarse y una gran mancha de sangre.
Partimos en su búsqueda inmediatamente, a pesar de que la postal hubiera sido dejada en el correo meses atrás. Podría estar herido y necesitaba nuestra ayuda, enfermo y necesitaba nuestras medicinas, perdido y necesitaba nuestra guía, o muerto, y necesitaba regresar a nuestras tierras. Cualquiera de esas opciones, apenas nos atrevíamos a pensar en otras, resultaba terrible. Pero era uno de los nuestros y, a pesar de que nos burláramos de él incansablemente, no podíamos abandonarlo.
Vendimos nuestras posesiones, cada una de ellas, luego de averiguar de qué manera llegar hasta el lugar indicado. Alguien ajeno a nuestras tierras aceptó comprarlas pagando un precio rebajado por nuestro apuro. No preguntamos quién era, no era importante, tan sólo el hecho de que pagara en monedas de otros países nos resultó extraño, pero no lo suficiente como para desconfiar.
Partimos todos hacia aquellas tierras lejanas que imaginábamos inhóspitas y terribles. Temíamos que nuestra limitada imaginación no fuera suficiente para describir la selva virgen e impenetrable que encontraríamos a nuestra llegada, luego de semanas de viaje. Realizamos diversos trayectos en diferentes transportes, cada uno de peor calidad que el anterior, tal es así que mejor olvidar y evitar su descripción.
Ciertamente nos quedamos sin palabras apenas llegar al sitio indicado por aquellas coordenadas mal anotadas en lápiz en el reverso de una postal manchada.
Sobre una roca, disimulado entre unas pocas hojas, una sonriente calavera nos esperaba mirándonos con sus ausentes ojos en una mueca que mezclaba la burla y el desprecio no necesariamente en iguales proporciones. Unos metros más allá, una carpa de lona militar rajada, quemada por el sol y la lluvia acida, junto con otros pocos pertrechos que intentaban ser un campamento.
Algunos comenzamos a llorar desconsoladamente sin fingir en lo más mínimo. Los gestos de dolor, de desolación, como cada vez que moría uno de los nuestros, nos invadieron. Los cánticos rituales pensados para estos momentos comenzaron lentamente, como una nota gutural que crece volviéndose cada vez más innegable.
El suelo vibraba junto con nuestro zapateo, a medida que las notas crecían e inundaban la selva a nuestro alrededor. Algunos pocos pájaros huyeron de los árboles cercanos. Cualquier otro ruido que pudiera haber era opacado por nuestras voces. Fue en ese vibrar de voces, cuerpos en movimientos y tierra que no dejaba de temblar, que la calavera, que aún nadie se había atrevido a tocar, rodó ente la maleza y el barro removido por nuestros pies descalzos.
Quien la tomó entre sus manos, para volver a colocarla en el sitial en el centro de nuestro círculo de despedida, se quedó mirándola con cierta sorpresa. La giró varias veces sobre sí misma como si quisiera asegurarse de que lo que su tacto le decía era cierto.
Levantó la mirada, azorado, hacia nosotros y dijo:
—Plástico.
Tiempo después, luego de que se nos prohibiera abandonar aquella selva inhóspita y regresar a unas tierras que ya no nos pertenecían, dudo de que en verdad escuchara lo que todos allí escucháramos en ese preciso instante. Sin embargo, la mayoría esta de acuerdo, y continúa sosteniendo que, en esos momentos, una risa estentórea y cargada de odio, desprecio y placer, inundó cada rincón de aquella selva.
No se trataba, claramente, de cualquier risa.


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En el Número 37 de la Revista digital El Narratorio, pueden leer el relato La tan ansiada hospitalidad.
Mientras que:
En el Número 38 de la Revista digital El Narratorio, pueden leer el relato Escalera al cielo.
Ambos relatos de publicaron en su momento en este mismo blog.

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viernes, 19 de abril de 2019

Descartar y/o Continuar

—Te conozco —dijo iniciando un intento de seducción destinado al fracaso irremediable, acodándose junto a la chica en la sucia barra de aquel tugurio de mala muerte.
            —Lo dudo —respondió ella dejando la puerta abierta para un nuevo intento por parte del insistente muchacho.
            La música aturdía y la única forma de entenderse era mirándose directamente a los labios para adivinar las palabras y ansiando reconocer una invitación siempre esquiva a conocerlos de una manera todavía más cercana.
            —Soy de los que nunca olvidan un rostro —sonrió con suficiencia—, por eso puedo decirte que te conozco. Aún no sé de dónde, ni de cuándo… pero sé que así es.
            Una sensación de fastidio general recorrió el cuerpo de la chica al escucharle; fue incapaz de evitar que parte del mismo se reflejara en su expresión. Algo de lo que él también se percató, entendiéndolo como el inicio de su triunfo.
            —Si… Estoy seguro de eso —dijo—. ¿Pero dónde habrá sido…? —continuó esperando a que ella se decidiera a participar del juego.
            —No soy de salir mucho —dijo ella bebiéndose lo que quedaba de su trago con un movimiento rápido y certero.
            —Nunca dije que te conociera de estos sitios —dijo él en tono comprensivo—. Nadie viene aquí por gusto.
            —A ti no se te ve para nada incómodo —respondió la chica esbozando un rictus de hastío que fácilmente se confundiría con una sonrisa mal disimulada.
            —Uno hace lo que puede por adaptarse —confesó el muchacho sonriendo ampliamente, intuyendo que con unas pocas frases más tendría su ansiado triunfo—. Pero siempre resulta más interesante cuando uno conoce con quien habla. Me llamo…
            —Detente —lo interrumpió.
            Sobresaltado por la fuerza que sintiera emanar de aquellos labios al pronunciar en medio de tanto ruido una única palabra, no supo cómo continuar.
            En silencio la chica se levantó y se alejó de la barra caminando entre la gente. Sin necesidad de mirar hacia atrás sabía que él le seguiría, aun a pesar de que había mucha gente allí dentro. No se trataba de ninguna clase de invitación, pero ante la imposibilidad de darse por vencido recorrería, de ser necesario, el más intrincado de los laberintos con tal de que no perderla de vista.
            Junto a la puerta habían colocado un gran espejo que ocupaba la mayor parte de la pared que conducía a la salida. Nadie sabría explicar por qué se encontraba ese espejo allí, que obligaba a que, ineludiblemente, a pasar frente a él a todo quien decidía huir de aquel sitio.
            Allí se detuvo y, aún sin darse la vuelta, porque continuaba siendo innecesario,  se quitó poco a poco la máscara con la que cubría su rostro sin dejar de mirar los ojos de su reflejo. Descubrió que, debajo de la máscara, llevaba un rostro que en nada se distinguía de la réplica que, en silencio, dejó atrás antes de atravesar la salida.
            Cuando el muchacho llegó junto al espejo aplastó, sin darse cuenta de lo que hacía, los últimos restos de una máscara que se hiciera añicos al golpear contra el suelo.

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En el número 22 de la Revista La Ignorancia pueden leer el relato La Inundación, que forma parte, también, del libro Fábulas del Cuaderno Verde, publicado en 2014.

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sábado, 23 de marzo de 2019

Una rosa que no es una rosa no deja de ser una rosa


Los pétalos de aquella rosa eran como tentáculos.
Corrección. Sus pétalos no eran como tentáculos, sus pétalos eran tentáculos.
Al toparnos, claramente por error, con aquel planeta, descubrimos que las categorías que utilizáramos en nuestro mundo carecían de utilidad allí. Lo que podría parecer un mineral tenía mucho más en común con una planta que con una inerte roca; así como lo que podría entrar dentro de la categoría de animal, por su aspecto o por algunas de sus características, mirándolo desde otro ángulo, era apenas un hongo. Incluso hayamos algo que dudamos de considerar como un protozoo, de no ser porque a medida que lo analizábamos en detalle le encontrábamos características que tornaban imposible categorización alguna.
Los reinos de la naturaleza se encontraban alterados de tal manera que solo confundían nuestros sentidos distrayéndonos de nuestra búsqueda de la mejor manera de salir de aquel lugar sin destruirlo todo a nuestro paso. Nos dábamos cuenta de que se trataba de algo realmente difícil, pero evitábamos ponerlo en palabras.
Como no podía ser de otra manera, se desarrollaron dos teorías antagónicas sobre lo que aquel mundo significaba.
—Es por demás claro —postuló el biólogo de la misión— que nos encontramos en un espacio preformativo. Esto quiere decir que se trata de un lugar similar a lo que, en teoría, podría haber sido nuestro mundo antes de que la naturaleza terminara de definir sus normas. Como sabrán —continuó con suficiencia—, cada aspecto del reino natural se constituye a partir de la prueba y el error; nada existe predeterminado, nada tiene un destino en sí mismo más que demostrar su utilidad natural y, de lograrlo, replicarse en la generación siguiente.
Bebió unos sorbos de agua de las cada vez más escasas reservas, pues nos resultaba sumamente difícil encontrar un elemento tan necesario como común a la vida aislado y factible de ser potabilizado. Era tal la cantidad de materia orgánica que se encontraba en lagos y ríos que no nos decidíamos sobre si se trataba efectivamente de agua o alguna forma de vida aún no catalogada.
—Claro que, antes de llegar a un, digamos, modelo terminado, debemos atravesar infinidad de ensayos y fracasos, a los que se le sumarán algunos triunfos menores que pasarán a formar parte de futuros ensayos antes de lograr una cierta estabilidad. La cual se lograría luego de un tiempo infinitamente extenso. Me refiero a más de un kalpa. Me arriesgaría a decir, a pesar de lo que esto pudiera implicar, que son necesarios el transcurso de, al menos, tres kalpas antes de que se logre algún avance en ese sentido —completó con una sonrisa de clara suficiencia.
Resultaba una teoría osada, pero válida ante las evidencias que se presentaban ante nosotros. Algo que también tenía en común la otra teoría pero que no resultaba tan alentadora.
—Farfullas incoherencias —dijo el encargado del mantenimiento de los sistemas—, como siempre que pretendes lucirte con tus razonamientos enrostrándonos tus conocimientos validados sobre quienes crees que no podemos comprender; pero en verdad utilizas un lenguaje semejante para ocultar tu desconocimiento sobre lo que sucede. ¿Cuántas veces has salido a recorrer este sitio desde que nos posamos sobre él? No te apresures en responder, puedo decírtelo. Ninguna. Este mundo no es nada de lo que dices. Este mundo no es el inicio de la naturaleza, es su final.
El resto de nosotros presenciamos en silencio mientras se desarrollaba la disputa en medio del refrigerio nocturno.
—Todo aquí está contaminado y decayendo hacia la muerte. Por eso mismo, en su desesperación, ha buscado la forma de sobrevivir un poco más, de no perecer sin dejar al menos una señal de que alguna vez existió algo en este infecto lugar. Tan tensionadas y cuestionadas se encuentran las leyes naturales que el más atroz de los híbridos, a pesar de lo que cabría esperarse, no sólo es capaz de reproducirse, sino que son estos los únicos que han logrado adaptarse en un medio cada vez más hostil.
El biólogo intentó contradecir algunas de de las ideas de encargado de los sistemas, pero este no le permitió interrumpirlo.
—El casco de nuestro transporte se encuentra cada vez más corroído, como saben quienes participamos de sus reparaciones, nuestras reservas se acaban rápidamente mientras no parece haber forma de salir de aquí con la mitad de los sistemas averiados. Podemos permanecer impávidos escuchando tonterías semejantes a las que postulas, pero antes deberíamos aceptar que no nos encontramos al inicio de camino alguno, sino, irremediablemente, en el final cuanto nos rodea.
Terminó con su diatriba y se sentó nuevamente recuperando la compostura antes de continuar con su libación como si nada.
En medio del silencio que nos envolvió, y aún sabiendo que aquello no podía ser real, pude sentir cada vez más cerca aquella extraña e imparable corrosión que devoraba el endeble casco que nos aún protegía.

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En el número 41 de Revista Próxima, pueden encontrar el relato inédito Eslabón.
Por el momento solamente se encuentra en formato papel.

Fin del Espacio Publicitario

domingo, 24 de febrero de 2019

Y un mundo a tus pies


En el inicio fueron los pies.
            Resulta difícil de creer porque, en general, nadie les presta la debida atención: pero así fue. A partir de nuestra ignorancia, se gestó su traición y, quizá, cuanto sucedió no haya sido más que su venganza.
            Nos mirábamos desde una distancia tal que el universo entero podría haber pasado entre nosotros y aún sobraría espacio. El resto de la gente parecía divertirse sin más, sin preocupaciones, sin límites, sin que nada ensombreciera sus pensamientos. En mi caso, porque aún no sabía lo que estarías pensando, me sentía fuera de lugar; sólo pensaba en irme cuando levanté la vista y te vi.
            Fue cuando comenzó la traición.
            Antes de que pudiera percatarme me encontré en medio del salón avanzando, como quien no quiere la cosa, en tu dirección. Pero, al volver a mirar, ya no estabas allí. Tus pies te habían traicionado como hicieran los míos.
Nos encontramos, finalmente, en medio de la pista.
—¿Bailas? —preguntamos al unísono.
En ese momento, aunque lo hubiera intentado, y no fue así, el universo habría sido incapaz de separarnos. Le permitimos, en cambio, que nos rodeara lentamente hasta quedar, al menos por unos instantes, en su centro.



domingo, 3 de febrero de 2019

Por el mañana

El día en que hicimos contacto pasó rápidamente a la historia. Al igual que otras fechas de importancia, como el 25 de agosto del 2012 ó el 5 de septiembre de 1977. Desacostumbrados al pensamiento histórico, al devenir de la sociedad y debido al  crecimiento de la interrelación con la tecnología de pantalla sin contacto humano, el siglo XXI llegó lentamente a su fin. Los parámetros económicos aun mostraban la cercanía con la debacle definitiva; el sistema político seguía siendo controlado por unos pocos que fingían gobernar en nombre de otros muchos; la cultura se encontraba cuasi finiquitada y los museos se habían convertido, junto con las bibliotecas, los archivos y cualquier rémora anterior al advenimiento de los chips subcutáneos de transferencia de datos en tiempo real, en meros receptáculos de polvo o en el destino de funcionarios políticos de segunda línea (cuando no de tercera), sin formación alguna para ocupar dicho puesto.
            Quien conozca la conformación de los estados nacionales, previos a los estados continentales, sabrá que durante el siglo XX sucedía exactamente lo mismo.
            Cuando la sonda de espacio profundo Voyager-1 atravesó finalmente la heliopausa la humanidad en su conjunto se desentendió de ella. La falta de presupuesto, además de un verdadero interés en lo que pudiera encontrar, llevó a que nadie analizara en tiempo real la recepción de las señales de esta sonda, ni las de su compañera, la Voyager-2. La única persona asignada para ello llevaba varios años de atraso en la comprobación de los datos.
            En algún momento de la década de 2070 las señalas de la Voyager original comenzaron a llegar acompañadas por otra serie de señales que provenían en la misma dirección desde algún lugar de la galaxia. Eran saludos y comentarios que respondían a los contenidos de los discos de oro incluido en las sondas y, también, una invitación a llevar adelante algo que carecía de traducción exacta en cualquier lenguaje humano. Una invitación a un torneo, a una competencia, pero que también podría entenderse como un enfrentamiento, un reto, una pugna en torno a la supervivencia de la humanidad, en el caso de que esta perdiera, o de los extraterrestres que enviaban tan extrañas señales que se enfrentarían a nosotros. Las dificultades estribaban en que los lingüistas no se ponían de acuerdo en el sentido exacto del contenido de la a invitación; tampoco los sociólogos, pero como nadie se había molestado en preguntarles, sus debates bizantinos que no resultaban de interés, comenzaron y se acabaron sin generar impacto alguno en la sociedad.
            Treinta años después de que comenzaran los primeros mensajes, cuando se logró descifrarlos, comenzó la completa militarización de la sociedad. Se cerraron las pocas universidades que permanecían funcionando (en algunos casos sin que nadie comprendiera cómo lo hacían), se dejaron de lado los planes sociales de mejoramiento de las viviendas, la salud, el arte y el trabajo, y el presupuesto mundial se derivó a la producción de alimentos racionalizados según la estrategia de guerra permanente, y la construcción de armas que pudieran ser lanzadas al espacio.
            A mediados del siglo siguiente, dos generaciones completas habían nacido y sido criadas, en el contexto de una guerra inminente que se dilataba más y más junto con las discusiones de los diferentes lingüistas que aún perduraban en su intento por descifrar los mensajes. Eran los únicos científicos, junto con los matemáticos necesarios para el desarrollo de los proyectiles balísticos interplanetarios, que continuaban recibiendo subvenciones estatales para sus investigaciones.
Entonces surgieron las primeras naves en el límite de la heliósfera, lo que permitió que las comunicaciones fueran más fluidas, pero no por ello menos equívocas.
            Los extraterrestre no hablaban nuestro idioma, nosotros no hablábamos el suyo; incluso la base del lenguaje de sus computadoras era diferente al nuestro, ya que no se basaba en el lenguaje binario sino en el trinario. Ellos hacían señas, nosotros entendíamos sonidos. Y, también, viceversa.
            Continuaron acercándose a una velocidad que se acercaba a la máxima lograda por cualquier objeto construido por el hombre disculpándose por utilizar una velocidad tan baja ya que no pretendían causar alteración alguna en el campo magnético de los planetas exteriores, ni en nuestra estrella. Dimos a entender que comprendíamos sus razones, pero nadie supo jamás de qué hablaban.
            Tomaron posesión de Marte con sus naves nodrizas. Allí pudimos verlos por primera vez; eran pequeños seres verdes y de aspecto humanoide que esperábamos ver; aunque no por ello respondían al estereotipo de los alienígenas invasores. Al menos no en un primer momento. Claro que nos sorprendió que confirmaran la construcción estética que se hiciera en los documentos audiovisuales de la segunda mitad del siglo XX sobre este tipo de seres. Pero hubo poco tiempo para nuevas discusiones.
            Desde Marte continuaron viaje hasta la Luna en naves más pequeñas y veloces, similares a un avión monoplaza, en las que varios de esos seres entraban cómodamente. Aguardaron allí varios días sin hacer otra cosa más que esperar una respuesta a su desafío por parte de la humanidad.      Desafío cuyas reglas ni siquiera habían sido consideradas ya que desde un primer momento se asoció la idea de desafío a la guerra.
            Al ver que nadie respondía volvieron a lanzar su desafío a la humanidad entera. No utilizaron una única línea de comunicación sino que, ante el primitivismo de los sistemas de encriptación de datos humanos, cada persona tuvo acceso directo a lo que pretendían los extraterrestres en su dispositivo más cercano. Algo que, a decir verdad, y luego de tantos años de preparación, resultaba, como mínimo, un anticlímax.
            No buscaban una guerra, no querían una batalla, no les interesaba un combate, no pretendían un enfrentamiento entre especies diferentes. Ni ninguna otra cosa similar para evitar continuar acumulando sinónimos.
            Querían algo un poco, digamos, diferente. Algo que se podría haber comprendido con mayor facilidad de haberse recordado el contenido de los discos dorados de las Voyager.
Los visitantes no medían la inteligencia de los pueblos con los que entraban en contacto por su capacidad beligerante, sino por sus creaciones artísticas, intelectuales e intelectualmente artísticas, cuando no artísticamente intelectuales. La capacidad de destrucción de una especie determinada los tenía sin cuidado, ya que fácilmente podían superarla; era la capacidad creadora la que entendían que determinaba el valor real de una especie. Y, por lo tanto, su capacidad de supervivencia.
            Le permitían continuar adelante a aquella especie que demostrara poseer aun la más mínima capacidad artística, más allá de sus capacidades científicas para la construcción de una sonda de espacio profundo utilizando su propia inteligencia. Por otro lado, aquellas especies que lograban escapar del encierro de su propio planeta dedicándose meramente a la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo, la extracción sin más de recursos, o el simple impulso de la guerra, eran borradas, de manera inmediata, de cualquier plano de la existencia.
            Contaban con las herramientas necesarias para cumplir con su palabra; cierto que no las mostraban, tampoco resultaba necesario. Se las intuía en la forma en la que se manejaban tan libremente frente a la intranquilidad del humano seleccionado aleatoriamente como único representante de la humanidad para llevar adelante el desafío, en la Luna, y transmitido tanto a la Tierra como al mundo de origen de los recién llegados. Aquel soldado humano, entrenado desde su nacimiento para la guerra, la muerte y la destrucción, temblaba cada vez que apoyaba, sin destreza alguna para manipular algo tan diferente a un arma, el pincel sobre el lienzo, que temblaba sobre su caballete con peligro de caerse en la falsa gravedad artificial, que los extraterrestres habían elegido como campo de batalla.


domingo, 6 de enero de 2019

Salida Didáctica


Caminamos lentamente para retrasar el final del recorrido.
A pesar de que el lugar que pretendíamos visitar no se encontraba tan lejos de nosotros, la organización de una salida semejante resultaba bastante compleja. Muchos detalles que atender, muchos papeles que recolectar, firmas que homologar, permisas que conseguir, y un etcétera más largo que la propia palabra.
            Luego de los últimos casos de desapariciones y de pérdida de partes útiles de los cuerpos de los niños a nuestro cargo, las salidas didácticas se habían tornado cada vez más burocráticas. Sin embargo, ver las expresiones de felicidad de aquellos niños cuando dejábamos de lado los muros de los internados de socialización, resultaba tan satisfactorio que uno se olvidaba de las dificultad que debió atravesar para llegar a ese momento. Y me refiero a verdaderas expresiones de felicidad y alegría, no las que vienen pregrabadas en las máscaras de usos múltiples. Ese tipo de sonrisas, esas risas indisismulables y expresiones de sorpresa al ver la ciudad más allá del encierro redundan en una satisfacción indescriptible.
            Aquella salida, por otro lado contaba con un componente extra ya que pretendíamos visitar una de las últimas demostraciones artísticas que perduraban en el ejido urbano. De allí el interés que despertaba nuestra visita y la necesidad, real, no inventada, de la misma.
            El retraso en el camino, el tornar una distancia tan mínima como apenas unas calles, en un recorrido similar al de una aventura de descubrimiento personal, se encontraba calculado. No era, tampoco, la primera vez que realizaba dicha visita con los grupos anteriores a mi cargo. No era, pues, una improvisación.
            —Presten suma atención —dije antes de que giráramos todos juntos en la última esquina—, lo que estamos a punto de ver es algo que recordarán el resto de sus días.
            Sabía que no sería así, al menos no en todos los casos. Pero siempre me había gustado utilizar ese tipo de expresiones; quizá, nunca lo sabré, realmente habré marcado a más de uno de los niños con ella.
            —Mucho antes de que nacieran ustedes, sus padres y algunos de sus abuelos, el mundo era un peligro para nosotros —dije, aprovechando la salida para explicarles algunas cosas de historia que ya deberíamos de haber estudiado—, pero, por suerte, la humanidad supo deshacerse de cualquier peligro que pudiera dañarla.
            Sus expresiones comenzaban a desbordar la capacidad de esas horrendas máscaras faciales, lo cual también era uno de mis objetivos, demostrarles que se podía sentir más allá de unas pocas emociones pregrabadas.
            —Tengo miedo —dijo uno de los niños al borde del llanto.
            Otros intentaron imitarlo, pero como realmente no lo sentían sus máscaras no acompañaban sus palabras con sus expresiones.
            —No tienes por qué, ya no puede hacerte daño, no solamente porque su especie ya no existe, sino porque es una simple pintura. Ve a verla —dije invitándolos a doblar la esquina.
            Pudieron ver, finalmente, la versión estilizada, no del todo bien realizada, pero lo más cercana a la realidad que podía pedirse, de un tigre. El animal se asomaba en medio de la vegetación devolviéndole la mirada a quien lo observaba, en este caso, a los niños.
La pintura, una demostración del arte urbano previo al reordenamiento municipal, decoraba la chapa posterior de un antiguo puesto de diarios que por alguna razón aún no había sido retirado. Teniendo en cuenta que el último periódico en papel se publicó hace más de una década, y en ese entonces de por sí ya se trataba de algo sumamente infrecuente, y el que las impresiones en ese material perduran para algunas pocas ocasiones especiales, aquel trasto metálico era más una suerte de resabio del pasado que comenzábamos a olvidar que cualquier otra cosa.
Un minuto y medio después, tal vez menos, la pintura dejaba de ser una novedad. Ni siquiera engañaba a los niños haciéndole creer que se trataba de una pantalla y, rápidamente, al percatarse que el tigre no se movía en lo más mínimo, que no amenazaba con comérselos, no hacía malabares con luces de colores que llamara su atención, ni intentaba venderles ningún producto de moda, perdieron el interés.
Era la señal que esperaba para emprender el regreso.



domingo, 9 de diciembre de 2018

La chica del helado

La costa atlántica argentina recibe, a lo largo de toda su extensión, la corriente proveniente de las Islas Malvinas; corriente compuesta por aguas subantárticas, por lo que dicha corriente resulta ser extremadamente fría. Esta particularidad se aplaca, en parte, a medida que se acerca a las costas de la provincia de Buenos Aires; es algo que debemos tener en cuenta para comprender la siguiente historia.
            Sucedió la última vez que visité una playa argentina, lugar que, por una cuestión casi diría que de piel, me resulta completamente detestable. La gente, el calor, el sol, el sudor, la necesidad imperiosa de disfrutar de manera cuasi obligatoria del momento que se vive junto al mar como si en ello se nos fuera la vida, por un lado. Así como la noche, el viento, la arena que lo inunda todo, las comidas grasosas y la necesidad de demostrar una alegría tan impuesta como falsa, y esa sensación de estar fingiendo más que viviendo, por otro.
A lo anterior debemos sumarle el hecho de que las ciudades costeras, porque llamarlas de otra manera parecería ser una ofensa a los ancestros fundadores y su descendencia (¿O debería decir decadencia?), se parecen demasiado a Buenos Aires; tanto como si las personas hubieran sido transplantadas de un lugar a otro. Uno nunca está tranquilo en la costa sabiendo que una cantidad indefinida de porteños, recorren las mismas rutas, los mismos lugares, las mismas costas, ansiando disfrutar del verano al igual que uno mismo. Lo que menos se logra en un contexto semejante es descansar, por lo que las vacaciones pierden su razón de ser.
            Este tipo de cosas no me suceden en playas de otras partes del universo, de las cuales conozco muy pocas, es cierto. Quizá por eso es que lo recuerdo tan nítidamente. No la fecha, o momento exacto del día, ni mucho menos en cuál de todos los balnearios costeros me encontraba. El recuerdo es más un bosquejo general de la situación vivida que una memoria real. Podría poner en duda el que haya sucedido, es cierto, es solo que prefiero no hacerlo.
            Encontrándose uno bajo el sol, incluso en el vano intento de protegerse bajo una de las escasas sombrillas que pueden conseguirse, los pensamientos se vuelven lentos; el cuerpo humano no está preparado para soportar esa idea de que debemos tostarnos la piel y, poco a poco, dejamos de comprender el mundo que nos rodea y de actuar con la coherencia habitual. Al menos habitual en mi persona, por supuesto.
Llevaba varias horas de esa situación, tendido cuan largo era en ese momento, cuando la incomodidad me llevó a voltearme buscando algún sitio en el que la arena quemara un poco menos o no resultara tan molesta.
            Entonces la vi.
            De pie bajo su propia sombrilla, e individualista a ultranza, con un traje de baño de otra época pero a la moda vintage de ese verano, grande y con color en una sola de sus piezas, lo que dejaba mucho más librado a la imaginación de quien la mirara que los actuales. Usaba unos lentes de sol que ocultaban casi la mitad de su rostro y una sonrisa entre pícara y socarrona de quien sabe que no se encuentra allí para cumplir con los mandatos sociales, sino para romperlos. Llevaba el cabello recogido en un extraño rodete detrás de la cabeza, algo que, de alguna manera que me resulta imposible de explicar, resultaba extremadamente erótico en compañía de los pocos tatuajes que decoraban su piel; algo que en ese entonces no resultaba tan repetidos como en el presente.
            La palidez general de su cuerpo la delataba como una recién llegada al centro vacacional. Algo imposible de disimular y que explicaba, por otra parte, el implemento de la sombrilla individual en un lugar en el que el espacio personal resultaba insuficiente para estirarse por completo. El labial rojo, brillante, llamativo, completaban el conjunto.
            Pero, además de todo lo anterior, tenía un helado de agua en la mano y utilizaba, sabiendo muy bien lo que hacía, lo que provocaba, su lengua para lamerlo en cámara lenta. Arrastraba la lengua centímetro a centímetro sobre aquel trozo de hielo sabor a fruta, primero de un lado para voltearlo y lamer del otro lado antes de comenzar nuevamente el recorrido concentrando cada uno de sus gestos para que ni la más mínima gota de aquel preciado helado, cayera fuera de sus labios.
            Contemplándola desde la mínima distancia que nos separaba, viví los cinco minutos más largos de mi vida; si es que llegaron a ser cinco, cosa que dudo ya que el tiempo es relativo y subjetivo. Minutos en los que ni siquiera por un breve instante fui capaz de sustraer mi mirada de sus lentos, pausados, extremadamente sugerentes e hipnóticos movimientos; tampoco es que quisiera hacerlo, ni tan siquiera para comprobar en qué estado se encontraba quien me acompañaba debajo de la sombrilla compartida.
            Hasta ese momento apenas sí había sentido algo más que el calor sobre la piel, el sol quemándome, o dorándome, que para el caso es lo mismo, y el sudor que formaba una capa protectora generando una sensación más cercana al desagrado que al placer. Pero al verla todo el cambió; el calor ya no se encontraba fuera mí, allá, en el cielo, brillando incandescentemente para quien se encontrara debajo, sobre la piel. El calor nacía dentro de mí, con una fuerza inimaginable en ese contexto en el que cualquier cosa podría suceder menos, precisamente, lo que estaba pasando.
            Cuando acabó con el último bocado del helado, cuando aquella lengua recorrió por última vez la extensión del palillo de madera y saboreó los restos que se encontraban sobre los labios sonriendo ampliamente ante el éxtasis de saberse refrescada brevemente, decidí actuar de manera intempestiva e inmediata.
            Abandoné la pasividad horizontal y corrí, sin detenerme a pensar en lo que hacía, en la única dirección posible para poner coto al calor que no dejaba de crecer.
            Me reconfortó recibir en medio de semejante calor el ansiado, esperado, necesario y húmedo abrazo de aquel helado mar.



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En el número 8 de la revista Callejón de lasOnce Esquinas, publicado ésta semana, pueden leer mi cuento Brand Agard y su insólita historia, el mismo forma parte también de mi último libro de cuentos Fábulas del cuaderno verde.

Pueden pasar por la página de la revista y disfrutarlo.

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