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domingo, 1 de septiembre de 2019

Cedro (Ni siquiera el olvido es eterno)


Las arenas del desierto regresaban a su sitio cada vez que las removía con la pala; una y otra vez. Se sentía inmerso en uno de los habituales castigos cíclicos en la antigüedad.
            —Esto es imposible —dijo luego de intentarlo una vez más. Se quitó el sombrero de corcho y secó su sudor con la manga de la camisa. El sol caía perpendicular sobre su cuerpo y el calor del mediodía apenas sí lo dejaba pensar en otra cosa que no fuera continuar.
            Clavó la pala en la arena para marcar el lugar y salió del pequeño pozo que había logrado hacer. Caminó unos pocos pasos y se encontró bajo la sombra del improvisado toldo.
            —¿Ya lo encontró? —preguntó la mujer cuando lo sintió acercarse, sin apartar la mirada de la pantalla de su computadora portátil.
            —¿Es una broma? —respondió él—. Cada palada de arena que quito vuelve a meterse en el maldito agujero. No podré hacer nada solo. Necesitamos ayuda.
            —No —fue la lacónica respuesta de la mujer.
            Pensó en responderle de manera poco caballeresca insultándola en los idiomas que conocía y también en otros que no conocía. Pensó en regresar a la ciudad. Pensó en abandonarla, definitivamente, en medio del desierto. Pensó, también, en el dinero, y no respondió. Se acostó en la sombra bebiendo de la cantimplora casi vacía mientras buscaba algo para comer.
            —Seguiré cuando baje un poco el sol… —respondió a la silenciosa pregunta de la mujer. Podía ver sin dificultad como el viento devolvía la arena al cada vez más pequeño pozo que le llevara la mayor parte de la mañana abrir—, con tanto calor ya no recuerdo qué hacemos aquí.
            Con fastidio y desagrado la mujer dejó de teclear y lo miró de reojo. Mientras siguiera allí, junto a ella, hablaría todo el tiempo y le impediría concentrarse; ya se lo había hecho ayer, durante el primer día de la búsqueda, no podía permitirse perder nuevamente todo un día, debía completar el informe para enviarlo, sin falta, al atardecer.
            —Buscamos el sarcófago del sumo sacerdote del reinado del faraón Amenemhat, fundador de la Dinastía XII de Egipto. Ya se lo he dicho —respondió acomodando los lentes sobre el puente de su pequeña nariz.
            —Realicé una pequeña búsqueda antes de aceptar su ofrecimiento —dijo escupiendo la arena que el viento le metía en la boca mientras hablaba—, y la tumba de ese Amenloquesea, está en su pirámide y los funcionarios más cercanos al rey se los enterraba siempre cerca de su tumba. Por lo que aquí debe de haber otra cosa.
            —Nunca se encontró el sarcófago de este sacerdote. Cayó es desgracia apenas unos meses antes de la muerte del Faraón y huyó de la corte llevándose todos sus secretos —dijo la mujer irguiéndose en la incómoda silla buscando una postura que no le molestara tanto, sólo habían traído el equipo extremadamente necesario, y lo que pudieran cargar, y la comodidad no entraba en ninguna de esas dos opciones—. Presumiblemente para enterrarlos consigo, como era la costumbre en ese entonces.
            —Estamos en medio de la nada —interrumpió poniéndose de pie—, si lo que sabía era tan importante podría haber elegido otro lugar para morir. Uno en el que no fuera tan fácil de olvidarlo.
            —Esa afirmación es cierta solamente en parte. En la actualidad aquí no hay más que desierto, en la antigüedad parece haber sido diferente; las imágenes del radar satelital muestran que debajo de la arena existen varias formaciones minerales del tamaño de una residencia, así como otras formaciones no minerales. Una de ellas de las dimensiones adecuadas para tratarse de un sarcófago. Recuerde que los egipcios los fabricaban de cedro porque consideraban que su madera duraría toda la eternidad. Por lo que su cuerpo estaría al resguardo de la corrupción y del paso del tiempo, protegido por el cedro, al que consideraban poseedor de ciertas propiedades especiales —su voz sonaba como la de una catedrática explicando un tema que conoce a la perfección; lo único que desentonaba era el lugar elegido para la clase.
            —¿A qué viene todo esto? —preguntó atontado tanto por el calor como por la cantidad de palabras.
            —¿No lo entiende? Cedro… Es decir…
            —Si, si. No mineral, perfecto —dijo levantando lo hombros—, pero también puede ser otra cosa. La madera se fosiliza, no lo olvide.
            —No lo será.
            —¿Por qué está tan segura? ¿Qué sabe usted que la hace diferente de las generaciones anteriores de buscadores de tesoros, egiptólogos, charlatanes, especialistas de cualquier tipo y los desquiciados, que se hayan internado en este maldito desierto?
            Se miraron en silencio. Él sabía que ella no respondería porque dudada de que tuviera alguna respuesta para darle. Ella sabía que no respondería porque, dijera lo que dijera, no creería en respuesta.
            —Como quiera —dijo él entregándose una vez más al abrazo del sol del desierto tras arrojar la cantimplora vacía a la arena—, es su dinero. Pero le aseguro que no lo encontraremos. Sin en verdad existió, lo han olvidado, para siempre.
            —Al contrario —susurró la mujer—, lo encontraremos, porque ni siquiera el olvido es eterno —agregó antes de volver su atención el trabajo todavía pendiente en la computadora.


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En la revista digital Callejón de las Once Esquinas Número 11 pueden encontrar el cuento Lo que uno hace cuando quiere leer.

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domingo, 11 de agosto de 2019

Secuoya (Morir, tal vez)


Caminaba lentamente por la playa.
No pisaba sobre arena, como antaño, sino sobre ceniza. Capa sobre capa de ceniza que todo lo ocultaba, lo devoraba y lo asfixiaba. Sólo quedaban cenizas y, claro, él, caminando en la playa bajo el plomizo cielo que ayudaba a olvidar lo que alguna vez había sido el sol.
            Sabía que ese día llegaría, pero esperaba que fuera más que el tiempo que efectivamente transcurrió luego de que los técnicos descifraran la secuencia de adn de la secuoya. La expectativa de vida de este árbol sobrepasaba los seis años, mientras que el ser humano apenas pisaba los noventa; allí se escondía la clave para ampliar la esperanza de vida en una Tierra cada vez más devastada, más arruinada, más cercana a la muerte, gracias a la mano del ser que buscaba la manera de aferrarse a la misma vida que ayudaba a destruir. Y la clave estaba allí, en aquel árbol, en la savia que recorría hasta el último rincón de su anatomía.
            Y allí estaba también él, ansioso por lograr la inmortalidad, presentándose voluntario para el experimento de extensión del rango vital ante un grupo de científicos que jugarían con su adn hasta volverlo irreconocible; en el hipotético caso en que no acabara muerto como sucediera con los miles de voluntarios previos. La única diferencia fue que, no solamente no lo habían matado, sino que algo había salido lo suficientemente mal como para que el resultado fuera el esperado y, luego, fueran incapaces de replicarlo.
            Desde entonces, al menos en teoría, su longevidad estaba asegurada.
            Ninguna enfermedad lo afectaba, nada dañaba su cuerpo. Claro que podía ser herido e incluso, podía morir pero, mientras se mantuviera alejado de los peligros habituales para cualquier ser humano, no cedería tal cosa. Necesitaba agua, luz solar y poco más para vivir sin problemas. El punto más oscuro de su nueva humanidad fue el perder la posibilidad de dejar descendencia. Lo aprendió luego de que experimentaran hasta el aburrimiento con él tres generaciones de científicos (¿o habían sido cuatro?) intentando descifrar lo que le hacía especial, cuál era la razón de que solamente él fuera el único sobreviviente en sus experimentos, el único en el que nada había fallado y por qué nadie podía repetir ese logro.
            Nunca encontró la respuesta, y ya no quedaba a quién preguntarle.
            Poco le había importado ser aquel que sobreviviría a toda su generación, y a las siguientes, sin lugar a dudas. Podría esperar, guardando una mínima esperanza, a que naciera aquel que por fin fuera capaz de replicar el experimento. Entonces ya no sería el único sino que serían, al menos, dos quienes verían el decaer de la vieja humanidad.
Claro que, año tras año, científico tras científico, incluso su inquebrantable esperanza comenzaba a desfallecer.
Le propusieron registrar, de la mejor manera que le pareciera, lo que vivía, lo que veía, los cambios que acontecían a su alrededor. Le propusieron convertirse en quien relataba la historia que vivía para no volverse un fósil más. Pero la suya era la única mirada de su propio pasado. En algún momento la historia se había convertido en olvido, dejando de lado su función de memoria de la humanidad, de nada servía intentar cambiarlo una vez más.
            Él mismo se sabía carente de sentido de ser cuando despertaron una vez más antiguos rencores entre las comunidades; algunos tan antiguos que nadie recordaba que alguna vez hubieran existido. Cuando se percató de lo que sucedía, el mundo se hundía en el conflicto. Uno del que lo único que salió fue la ceniza de cuanto alguna vez había sido.
            Ceniza que cubría hasta el último rincón; ceniza que ocultaba el sol; que contaminaba las aguas; que ahogaba cualquier posibilidad de vida. Lo notó cuando su piel comenzó a volverse cada vez más pálida, al sentir su lengua cada vez más hinchada y al notar que siglos enteros de su devenir se borraban de su memoria.
Continuaba avanzando, es cierto. Pero ya no buscaba un motivo para seguir viviendo sino algo que tal vez lo ayudara a morir.



sábado, 20 de julio de 2019

Olmo (Al final de la línea)


Nunca se había detenido a pensar en esa posibilidad sino que era, apenas, una más de las tantas que decidía no aprovechar. Una de esas opciones que se presentaban a lo largo del camino que llamamos vida y que algunos aceptan mientras que otros huyen despavoridos de ella. Pero todo cambia cuando la puerta que intuimos abierta se descubre firmemente cerrada sin que exista modo alguno de volver a abrirla; en el hipotético caso de que alguna vez lo hubiera estado. Para ese tipo de puertas, las que nunca han sido abiertas, no existe llave alguna si ni siquiera poseen cerradura.
            Odiaba, desde lo más profundo de su ser, y desde el momento mismo en que sucedía, que tomaran una decisión sobre algo en lo que se encontraba incluido y cuyo resultado no podía cambiarse sin que le consultaran. Odiaba cuando no se lo tenía en cuenta para organizar alguna reunión de trabajo o fuera de él, para decidir fechas, horarios, viajes u otro tipo de cuestiones en las que una pregunta era más que suficiente para saber si estaba de acuerdo o no. Odiaba las imposiciones, de cualquier tipo y estilo. Odiaba encontrarse al final de la línea, en la posición de quien tiene que aceptar lo que alguien más estableció sin consultarle.
            Mientras caminaba por el parque recordó lo que sucediera apenas unos minutos antes, cuando el cartero del pueblo se acercó hasta su casa:
            —Buen día —saludó sin bajarse de su destartala bicicleta—; le han enviado un sobre —agregó extendiéndoselo.
            —Lo suponía —respondió sonriendo sin recibir una respuesta similar—. ¿Debo firmar algo? —agregó mirando el membrete de la clínica de la ciudad a la que asistiera hacía unas semanas.
            —Nada —respondió el cartero comenzando a alejarse pedaleando lentamente.
            Su atención se desvió rápidamente hacia el insoportable peso que aquel sobre en su mano. Segundo a segundo sentía que la hoja de papel en su interior, mal impresa con la tinta reciclada que utilizaban los médicos, con los resultados del seminograma que le recomendara el urólogo, y que había pospuesto durante meses, era una carga que no podía soportar allí mismo, de pie junto a la puerta de la casa. Aun así, demoró varios minutos en lograr que sus piernas le respondieran y lo llevaran hasta la cocina.
            No lo abrió de inmediato. Lo dejó sobre la mesa mientras se preparaba un café bien cargado (y con un toque de ron para tranquilizar los nervios, como le enseñara su abuelo). Acomodó algunas cosas que no se encontraban fuera de lugar, miró los rincones habituales de la habitación buscando algo que no estaba allí, intentando distraerse y no romper apresuradamente el sobre.
            Pero, finamente, lo hizo, lo abrió.
            Leyó los resultados una y mil veces, repitiendo cada palabra de las escasas frases como el eco de una campana lejana que apenas se distingue pero sabemos que allí está, al fondo del sonido, al fondo del entendimiento. Poco a poco las palabras recuperaron su significado y comprendió lo que leía más allá de la jerga médica habitual.
            Necesitaba salir de la casa, respirar, huir de aquel sobre, de su contenido de palabras y de la realidad que cambiaba de manera ineludible a partir de ese momento. Más allá de que el problema existiera con anterioridad, más allá de que tal vez hubiera intuido algo en los años anteriores, aunque esto mismo quizá haya sido el causante de los violentos finales de sus intentos de convivencia. El no saberlo dejaba la puerta abierta o, aunque más no sea, entornada.
            Pero la puerta estaba cerrada.
            Caminaba por el parque sin darse cuenta de la dirección que llevaba, sin pensar en ella porque, en verdad, no era lo importante. Aquello pasaba por otro lado, en otra dirección, en otro nivel de la realidad que le impulsaba a reescribir lo que sabía de sí mismo, de lo que había sido y las posibilidades que había dejado pasar no porque en verdad así lo hubiera decido, sino porque esas posibilidades no existían. Odiaba cuando alguien más tomaba una decisión sin consultarle; lo odiaba más cuando era su propio ser quien lo traicionaba.
            Cuando se percató de hacia dónde lo habían llevado sus pasos bajo el sol del mediodía, se encontró cubierto por la sombra del inmenso olmo al final del parque, muy cerca de una pequeña hondonada que bajaba en dirección al pueblo. En los días de otoño, cuando el follaje menguaba, era posible distinguir algunas de las construcciones; pero era primavera, lo único que veía era verde y más verde allí donde mirara.
            Bajo aquella sombra rememoró una clase de botánica, de la época en la que todavía creía que era posible hacer algo para ayudar a frenar el cambio climático, ayudar a la tierra a recuperarse, darle más tiempo a humanidad. En aquella época todavía era idealista, como todos los jóvenes lo son alguna vez.
            —El olmo es uno de los pocos árboles que no da frutos —había dicho el profesor—, se lo puede considerar como una planta estéril.
            —Pero tiene semilla —interrumpió alguien de quien no recordaba su nombre.
            —Hablé de frutos, no de semillas. Evitemos la confusión —aclaró el profesor—, por más semillas que posea, nunca dará frutos.
            —Estéril… —repitió acariciando el tronco del Olmo que transplantar allí mismo años antes—, tenemos mucho más en común de lo que creía —dijo en voz alta sabiendo que ni el árbol, ni su sombra, si el viento que llegaba desde el norte, le respondería—. Otra vez quedo al final de la línea —susurró.
            El polen que flotaba en el aire ardía en sus ojos.
Sí, de seguro era el polen lo que le hacía cerrar los ojos con tanta fuerza para contener las lágrimas que, de cualquier otra forma, humedecerían su rostro.


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En la edición Número 85 de la revista digital Cronopio (Venezuela) se incluye el cuento El volumen en octavo.
Pueden pasar a leer cuando gusten.

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domingo, 23 de junio de 2019

Mirto (Creencia popular)


Como leyera en el foro que encontrara en internet, condimentó la ensalada con algunas semillas de mirto, la mejor manera de atar a una persona por la que tenemos un sentimiento especial. Una manera de demostrar el aprecio que sentimos y, al mismo tiempo, que no se aleje de nosotros. Es decir, exactamente lo que buscaba; sabiendo que contaba cada vez con menos oportunidades para lograrlo, recurría a tácticas tan poco ortodoxas desconociendo si tendría éxito o no.
            La regó con abundante aceite de oliva para disimular el posible sabor entre amargo y dulzón, como también recomendaban, y preparó el resto de la cena limpiando y ordenando todo lo que usara. Seguramente para ahorrar tiempo y no tener que hacerlo más tarde.
            Como cada noche que cenaban juntos, la televisión encendida ocultaba la ausencia de tema de conversación, también servía para evitar el mirarse a la cara y darse cuenta de que ya no tenía sentido; pero la costumbre siempre acaba por imponerse, de una manera u otra.
            Cenaban mecánicamente, apartando los ojos de la pantalla apenas para asegurarse de que los cubiertos llevaban la dirección correcta hacia la boca, para recargar el plato e intercambiar comentarios vacíos entre una imagen y otra.
            —Pobre imbécil, mira que hacer eso —dijo quien le acompañaba luego de que el presentador del noticiario mencionara a un político que había reconocido ante la justicia el recibir frecuentes sobornos.
            —Otro inútil, mira lo que hace —comentó al ver en pantalla a un deportista fallando en su especialidad—, y le pagan por ello. No tiene que hacer otra cosa.
            Pasaban las noticias y los comentarios se volvían cada vez más agresivos; y eso que sobre la mesa únicamente había agua.
            —Ufff, siempre hablan de ese hijo de puta —dijo al ver a un actor sonriendo en la entrega de premios—, ni que hiciera las cosas bien. Actúa siempre haciendo el mismo papel. Así cualquiera —agregó viéndolo guiñarle un ojo a la cámara.
            La cena, y la incomodidad, avanzaban poco a poco.
            —Mira, ahora seguro muestran alguna estupidez sobre lo que pasa en Medio Oriente —dijo masticando con la boca abierta y escupiendo parte de su contenido—. Allí lo tienes —acotó cuando aparecieron en pantalla.
            —Prueba la ensalada —le dijo por lo bajo acercando el bol donde la preparara.
            —Si, si —le respondió hundiendo el tenedor entre los vegetales sin mirar esperando pescar alguno sin esforzarse demasiado.
            Le contempló comer sin preocuparse por otra cosa que no fuera la pantalla, sin siquiera preguntar cómo había estado su día, cómo había preparado aquella cena a pensar de haber trabajado y viajado de regreso; sin preocuparse por nada más que por seguir tragando hasta que ya no pudo hacerlo. Ni siquiera había notado que el suyo era el único plato sobre la mesa.
            Luego de tragar varias veces, y ya con el bol con menos de la mitad de su contenido, le vio apoyar el tenedor sobre la mesa lentamente y, por primera vez en la noche, atendía a otra cosa que no fuera lo que se dijera desde la televisión.
            —¿Estas bien? —le preguntó.
            —Si, si, pero no puedo respirar del todo bien.
            Vio como su rostro enrojecía a medida que la respiración se le hacía más y más difícil. La piel de sus brazos se llenó de erupciones y una picazón tan atroz que no podía evitar rascarse con tanta fuerza que las uñas marcaba surcos sobre su piel.
            Su lengua se inflamó tanto que apenas cabía en el interior de su boca, lo que le dificultaba aún más continuar respirando.
            —¿Estas bien? —le preguntó una vez más intentado al mismo tiempo disimular lo que sentía al mirarle y aparentar no percatarse de ello—. ¿No quiere comentar algo más de las noticias? —dijo volviendo la mirada hacia la pantalla.
            Sabía que faltaba poco para que todo terminara cuando le vio caer de la silla tomándose la garganta en un desesperado intento por lograr que un poco de oxígeno ingresara a sus pulmones.
            Escuchando como aún se esforzaba por lograr respirar esperó sin moverse de su sitio. Cuando los gorjeos terminaron, y mientras el noticiario terminaba mencionando cómo estaría el clima al día siguiente, se levantó acomodando la silla en su lugar. Arregló si ropa y se acercó hacia la puerta de salida, allí tomó el teléfono de línea que dormía junto a la puerta y marcó el número de emergencia. Le apreciaba tanto que haría en intento, claramente frustrado, de salvarle la vida para demostrarle su verdadero sentir.
Quien diría que la recomendación de tener sumo cuidado con el uso de las semillas del mirto, porque podía generar reacciones alérgicas terminales, sería verdadera. Se leen tantas cosas ridículas en internet en estos días que nunca se sabe.


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En el número 40 de la revista digital El Narratorio pueden leer el relato Gran Maestre.

Y, también, en la revista Extrañas Noches pueden leer el relato Nata

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sábado, 18 de mayo de 2019

Abeto (Cuando, por las noches…)

Cuando, por las noches, finalmente me detengo, inevitablemente vuelvo a pensar en ti. Ya ni siquiera soy capaz de fingir lo contrario; tampoco hago el esfuerzo de negarlo. Dejé de contar los días, las noches, las lluvias, los veranos, que han transcurrido desde tu partida porque también el mundo se detuvo en ese entonces. Solamente el abeto que plantamos juntos continúa como si nada hubiera cambiado.
Sí, hablaré del abeto porque es más fácil que mencionar cualquier otra cosa de las que suceden por las noches en este lugar.
            No ha dejado de crecer, ¿sabes? Tanto que durante el día oculta con su sombra lo poco que queda del hogar con supimos construir. Hoy ni siquiera me atrevo a ingresar allí, y no porque se haya ido desmoronando poco a poco, sino porque conozco cada detalle de lo que sucedió en su interior.
Por las noches, cuando finalmente me detengo, luego del trabajo del día, oculta en parte las estrellas que marcarían tu camino de regreso. Lo sé y no puedo hacer nada al respecto.
            Miento, una vez más. Podría talar el abeto y despejar los cielos nocturnos, contemplar las estrellas y marcar las constelaciones que inventamos en nuestras primeras noches aquí creyendo que nos guiarían a lo largo de todo el universo. Aún es posible ubicar las más brillantes de ellas, pues continúan casi en el mismo sitio a pesar de todos los movimientos, y reconstruir el camino que hemos recorrido juntos o por separado. Pero dudo que sirviera de algo más que para distraerme momentáneamente.
            Jamás hubiera creído que de aquella diminuta semilla pudiera crecer, en apenas un palmo de tierra fértil, árbol tan grande, tan alto, tan grueso, tan fuerte y con tanto para dar. Sería un crimen, si es que no algo peor, el talarlo. Ello me condenaría a la misma soledad de la que, de una forma u otra, pretendíamos escapar.
            Aunque es cierto que, después de todo, la soledad no resultó ser tan terrible. No era tan mala idea el tener un espacio para la introspección. Claro que era la única opción posible ayudada por el silencio apenas roto por el susurro del viento en las ramas del abeto, o por los golpes de los ocasionales trabajos que realizo junto con las pocas máquinas que continúan funcionales.
He solucionado la mayor parte de los problemas que me atormentaran a lo largo de mi vida; es cierto que en la mayoría de los casos era suficiente con dejarlos de lado. En otros, en cambio, se requería más trabajo. Pero tenía todo el tiempo que quisiera para ello entre esperar tu regreso y el incesante crecer del abeto.
            Practiqué, hasta que logré hacerlo bien, aquellas cosas que no sabía hacer. Adquirí habilidades por completo nuevas para mí y necesarias para sobrevivir en este sitio tan inhóspito.
Me siento alguien completamente diferente a quien era a tu partida; sé que no querrás creer en mis palabras, por lo que te evitaré la enumeración de mis escasos logros, mis limitaciones y los problemas que fueron surgiendo; es cierto que en la mayoría de los casos era suficiente con dejarlos de lado esperando a que se solucionaran por sí solos o desaparecieran sin más.
Comienzo a repetirme; algunas cosas continúan tal y como siempre lo fueron.
Como las excusas que envía la compañía minera cuando recuerda que continuamos perdidos en este asteroide que, de manera imprevista según todos sus cálculos, escapó de su órbita habitual. Renuevan sus promesas de rescate en cada breve comunicación que logro captar con los obsoletos restos de anteriores campañas de extracción que encontramos aquí, los que de poco servían y con los que debimos apañarnos durante años. Sé, también, que no han encontrado la cápsula de rescate en la que pretendías alcanzar el puesto de seguridad más cercano, aún cuando la misma no estuviera preparada para un viaje semejante. Por eso todavía confío en que volverás a mí.
Pero tengo que confesarte algo que solo hace unos pocos días pude poner en palabras: He perdido las esperanzas en que la compañía cumpla con su palabra de ayudarnos. Lo más extraño de toda esta situación es que esto sucedió mucho tiempo después de darme cuenta de que tus promesas eran, también, una mentira.


La imagen tal vez no se note, pero es un abeto, de noche.

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En la página web El Ojo de UK de la ciudad de Monterrey, México, se ha publicado el cuento El volumen en octavo.

En la revista digital El Narratorio N° 39 se ha publicado el cuento Iniciación.

Pueden pasar y leerlos cuando quieran.

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sábado, 27 de abril de 2019

Manzano (Discordia eterna)


La diosa Eris estaría, claramente, satisfecha por lo que allí sucediera durante generaciones. Desde el día en que aquel extraño manzano comenzara a crecer en lo que luego se convertiría el centro obligado del poblado. 
           Desde las familias más antiguas de la región, hasta las recién llegadas, se sentían atraídas por igual. Los ricos y los pobres, mujeres y hombres, niños, adultos, ancianos, adolescentes y púberes imberbes; cada persona sentía la atracción de aquel árbol.
            Cuanto más cerca se encontraba la persona del manzano, mayor certeza sentía crecer dentro de sí de que aquel preciado árbol le pertenecía. Mas nadie lograba, nunca, jamás, ni siquiera por error o casualidad, llegar a demostrarlo.
            Todo un pueblo se construyó en torno a aquel árbol para protegerlo. Un pueblo que miraba atentamente crecer sus ramas, sus hojas, sus tan especiales como apetecibles frutos, y aquella sombra tan acogedora en verano. Un pueblo en el que nadie despegaba los ojos de quien osara acercarse a aquel tronco y pretender, en un intento por señalar su posesión, tocarlo.
            Quienes llevaban algún tiempo allí sabían lo que sucedería si se acercaban demasiado, si osaban pisar siquiera la sombra del árbol.
            Pero siempre había desprevenidos que llegaban al pueblo atraídos por una fuerza irrefrenable que les decía que era allí, y no en cualquier otro lugar, donde debían estar. Y, a medida que se acercaban, la determinación crecía opacando cualquier otro sentir.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, lo ominoso del lugar era suficiente para desalentarlos; contemplar, apenas llegar, las construcciones abigarradas en su constante vigilancia sobre el manzano, echaba atrás a los más decididos, a los más valientes, a los más sensatos. Emprendían el regreso sintiendo una desazón tan atroz sobre sus hombros que muy pocos de ellos lograban escaparle al suicidio más ignominioso.
            Los insensatos persistían en su intento sin cuestionar la posibilidad de que un árbol que en su vida hubieran visto les perteneciera o, siquiera, supieran de su existencia, o que fuera capaz de llamarlos. Ellos nunca se cuestionaban nada.
            Era con ellos con quienes todo volvía a comenzar, porque no se detenían ante los avisos ni los carteles luminosos, las amenazas ni las agresiones de la gente del poblado, sino que continuaban avanzando creyendo que nada más importaba.
Continuaban embelezados por el llamado del manzano sin preocuparse por nada ninguna otra cosa; los golpes, los cortes, las heridas, y la posibilidad de su propia muerte, nada representaban para ellos.
            Los golpes contra uno, que muchas veces acababan en golpes contra otro, que se encontraba allí por la misma razón, daban inicio al enfrentamiento entre los que allí se encontraban. Renacían viejas rencillas, rencores mal disimulados, odios sempiternos, venganzas que llevaban aplazándose demasiado tiempo, pendencias de borrachos, reyertas familiares y vecinales, viejos altercados de tránsito, antipatías evidentes y no tanto, resentimientos y enconos sin sentido (como lo son siempre), y las peleas que uno siempre quería tener con alguien que no conocía pero que de todas formas imaginaba derrotado bajo sus golpes tan solo para probar su propia destreza, su fuerza, su vigor, la resistencia de la que era capaz a los golpes de un desconocido.
            Pronto el fuego hacía su aparición, junto con las dagas, antiguas espadas vueltas a forjar, estiletes, alfanjes, arcabuces, mosquetes, pistolones, escopetas, revólveres, metralletas, tanques resabio de pasadas guerras.
El pueblo sufría una destrucción sin igual, las vidas se apagaban una detrás de otra. El cielo se ennegrecía, las aguas se pudrían y se anegaba la tierra por la sangre vertida, ya que ni la primera ni la última sangre ponían fin a todo aquello.
            Sin embargo, y sin una clara señal de que algo diferente había ocurrido, todo terminaba. Los sobrevivientes dejaban allí donde se encontraran lo que tuviera en sus manos y regresaban a lo que consideraban su hogar. Si lo encontraba en pie se sentían brevemente satisfechos, para comenzar luego a ayudar a aquellos cuyos hogares habían resultado dañados.
Con el correr de los días, el pueblo volvía a levantarse una vez más, sin dejar de mirar al manzano que, regado por la sangre vertida bajo su sombra, florecía sin importarle la época del año en la que aquello sucediera, con aquellos extraños frutos que nadie jamás había llegado a probar.


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En la revista digital NGC 3660 de ciencia ficción, fantasía y terror de España, pueden encontrar el cuento Navegando las Cuerdas del Acordeón.
Es un cuento largo, así que les recomiendo leerlo con atención.

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domingo, 31 de marzo de 2019

Paulownias (El peso de la tradición)

—Somos seres de tradición —saludó el prelado. 
   —Lo seremos por siempre —respondió el hombre sin dejar de trabajar la tierra. 
   Lo había descubierto acercándose desde la distancia, a pesar de lo cual no dejó de remover la vieja pala, mellada y oxidada, que encontrara en el cobertizo del pueblo. No le preocupaba nada más. 
   —¿Cómo va tu día? —preguntó el prelado. 
   —Igual que los anteriores. 
   —¿Cuánto has avanzado hoy? 
   —Te acercas a mis tierras todos los días, casi siempre al momento del crepúsculo, y haces la misma pregunta —dijo el hombre mirando al prelado por sobre su hombro, sin girarse por completo. No era resentimiento lo que cargaba sus palabras, sino otra cosa más difícil de definir—. Intercambiamos algunas frases y luego regresas a tus libros, tus historias y tu retórica, como si nada. No me interesa que eso se transforme en nuestra tradición particular, no hagamos de una fórmula convencional para saludarse una realidad. —Clavó la pala en la tierra y se volvió—. Además, ambos sabemos que en verdad poco te importa lo que haga o deje de hacer. Lo que te preocupa es otra cosa. 
   En silencio, el prelado miró los surcos de la tierra y la humedad que se evaporaba poco a poco bajo el inclemente sol de tan inusual otoño. 
   —Me preocupa que algo te suceda. —Admitió. 
   —Antes de que cumpla. Dilo, ambos lo sabemos. 
   —Eso también es cierto. —Reconoció el prelado—. Tampoco hace falta que lo señales ni que lo hagas ver como algo tan atroz. Piensa, en cambio, que es… 
   —Necesario. —Interrumpió el hombre mirando hacia los lados. 
   —Cierto —respondió el prelado sin notar el tono en que se pronunciara aquella palabra. 
   Ninguno dijo nada durante varios minutos. El hombre tomó nuevamente la pala, hizo un pequeño pero profundo pozo antes de arrojar una diminuta, casi invisible, semilla y volver a taparlo. 
   Cuando la tierra formó un montículo sobre la semilla la mojó con un poco de agua de una cantimplora casi vacía. 
   —Eso de nada servirá —dijo el prelado—, faltará más agua. 
   —Ya lloverá —respondió el hombre. 
   —Me gustaría comprender por qué lo haces. 
   —¿Cuáles fueron tus palabras cuando me buscaste la primera vez? Y me refiero a aquella vez en la que ya todos en el pueblo sabíamos la verdad… ¿Las recuerdas? 
   —Sabes muy bien que sí —respondió el prelado. 
   —Aquí también lo estoy haciendo lo necesario. 
   —No te entiendo. 
   —Ni espero que lo hagas. 
   —Podrías hacer el intento de que te comprendiera —dijo el prelado—. De ese modo quizá podría ayudarte. No tienes por qué cargar con todo ese peso sobre tus hombros. 
   —Cada tarde respondo de igual manera. ¿Por qué hoy sería diferente? —dijo el hombre girándose una vez más. 
   —¿Por qué esta tarde debería ser igual a las anteriores? ¿Por qué hacer de nuestros encuentros una tradición tan rígida? —preguntó el prelado sintiendo que acababa de anotarse un punto a su favor. 
   Tal vez vencido por la constante insistencia, cansado por el esfuerzo de días, aburrido por la soledad de aquellas tierras tan alejadas del pueblo, o por cualquier otra razón carente de importancia, el hombre volvió a dejar la pala a un lado y se sentó en la tierra. El prelado, cuidando la pulcritud de sus ropas ya raídas y remendadas incontables veces, continuó de pie a pesar del dolor en sus piernas tras tanto caminar. 
   —¿Recuerdas que te encargaste de descubrir que era el último hombre fértil del pueblo…? ¿Cuándo fue eso? 
   —Hace dieciséis años, cinco meses y dos semanas —respondió el prelado. 
   —¿Tanto? —Se sorprendió el hombre—. Hubiera creído que eran unos años menos… Pero no importa, más a mi favor. ¿Qué he estado haciendo desde entonces? 
   —Lo sabes tan bien como yo —respondió el prelado bajando la mirada. 
   —He servido a cada hembra disponible del pueblo y, por lo que he podido averiguar, también lo he hecho con alguna que no lo era a pesar de haber aclarado que no intervendría en otros lugares. Incluso en ciertos casos tuve que hacerlo en más de una ocasión. Y nunca por mi propio gusto. Ni siquiera una vez… 
   —No lo diría de ese modo, no somos animales —respondió el prelado. 
   —Dilo como quieras. No somos animales pero lo parecemos —dijo el hombre escupiendo en la tierra antes de agregar—. Se sentía de ese modo. 
   —Debíamos asegurar la siguiente generación, eras el único capaz de entre todos los hombres que regresaron de… —no completó la frase, tampoco hacía falta. 
   El sol se ocultaba con rapidez tras el horizonte en el norte lejano. Lo miraron en silencio, antes de que el hombre pudiera volver a hablar. 
   —Cuando nací —dijo el hombre sin desprenderse de la pala—, mi padre plantó un paulownias, un árbol, para mí. Es una tradición ancestral de algún pueblo que ya no existe. Estoy seguro que debe de haberlo leído en algún lado, porque siempre hemos vivido aquí y esos árboles no se encontraban en la comarca antes de mi nacimiento. Ni siquiera hay una palabra en nuestro idioma para nombrarlos. 
   —¿Es el árbol junto a la casa? —preguntó el prelado. 
   El hombre asintió. 
   —Según esa misma tradición, debía talarlo y construir algo útil para el hogar con su madera el día que me casara… Nunca me casé, claramente… En fin. 
   —Todavía hay tiempo para eso, eres joven —dijo el prelado. 
   —Al cuerno con ello. No puedo hacerlo, no después de todo… de todo… eso —respondió atragantándose con las palabras. 
   —Comprendo —dijo el prelado. 
   —¿Ah, sí? Pues qué bueno —respondió con sarcasmo. 
   —Intentaba ser… 
   —Eso sí que no es necesario. 
   —Entonces —dijo el prelado para evitar que el diálogo muriera—, cada uno de aquellos árboles, y las semillas que te he visto plantar, son… 
   —Desconozco cuántos han nacido gracias a mis… necesarios esfuerzos… —dijo el hombre mirándose las manos—. Para ellos son estos árboles. Para que crezcan como ellos, para que… —se atragantó intentando disimular un sollozo y el temblor en sus palabras—. No. Ya ni siquiera sé para qué lo hago. 
   La noche había caído mientras hablaban; las nubes ocultaban la luna lo suficiente para que ninguno de los dos se entera de que tanto uno como el otro lloraba por igual. 
   —Somos seres de tradición —saludó el prelado a media voz comenzado a alejarse. 
   —Lo seremos por siempre —respondió el hombre por lo bajo.


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En el número 37 de la revista digital ElNarratorio pueden encontrar el relato La tan ansiada hospitalidad, publicado hace unos meses en este mismo espacio.

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domingo, 3 de marzo de 2019

Sauce (En busca de respuestas)


Desde muy temprana edad se propuso saberlo todo, pero lo que se dice todo. Desde lo diminuto hasta lo inconmensurable, desde lo evidente hasta lo imposible de inferir sin un salto cognitivo, desde lo obvio a lo improbable. Una vez descartado el fútil relativismo, cada una de las interrogantes conocidas por la humanidad tenía una única respuesta; de allí que fuera posible conocerlas con precisión.
            Luego de recavar la sabiduría de los ancianos de la comarca para conocer cómo eran las cosas en los tiempos de antaño y de asegurarse de que las referencias que hacían en sus historias eran reales, continuó investigando. Recorrió los pasillos de las dos escuelas del pueblo hablando con los estudiantes, con los docentes, con el personal de maestranza y los bibliotecarios que se negaron a facilitarle los materiales que buscaba.
            Recorrió los archivos de la ciudad más cercana junto con otras bibliotecas públicas y privadas que allí encontró, requiriendo favores que hubo de pagar de formar en las que mejor no volver a pensar para acceder a materiales selectos. Visitó las redacciones de viejos periódicos en bancarrota y olvidados por el auge de la cultura visual. Leyó cada material que caía en sus manos pero, a pesar de tanto esfuerzo, consideraba que aún le faltaba obtener las respuestas para las preguntas que ignoraba.
            En sus pesquisas descubrió la forma en la que los filósofos de la antigüedad llegaban a sus conclusiones. La introspección, tan olvidada como desacreditada, cuando no temida en el presente, era la fuente principal de sabiduría; y lo sería aún más para él ya que teniendo en cuenta lo que había aprendido en los últimos años podría relacionar saberes que los antiguos filósofos ni siquiera vislumbraran. Pero fue incapaz de encontrar maestros para tal arte, por lo que se vio en la necesidad de inventar su propio método, su propia manera de conocerse a sí mismo y de entender cuento le rodeaba.
            Con un poco de agua y algo de alimento se internó en uno de los escasos espacios verdes que perduraban en el centro de la ciudad. Buscó para sentarse un lugar igualmente alejado de los árboles y del camino más cercano, aunque la mayor parte de gente llevaba años sin recorrer aquel parque. Cruzó una pierna sobre la otra, apoyó las manos sobre las rodillas, cerró los ojos y relajó el cuerpo.
          Quien lo viera en aquella actitud podría pensar que se encontraba meditando según la moda del año anterior, que aún quedaban muchos que así lo hacían. Por esa razón, nadie lo molestó. Quien semanas después lo descubriera aún en el mismo lugar y manteniendo la misma actitud, tal vez se preocuparía un poco, le sacaría una foto para subir a las redes asociales y continuaría con su rutina. Pero, de ninguna manera, se acercarían a él; cualquier cosa era preferible antes que el verdadero contacto humano.
            Hay quienes aseguran que, meses más tarde, mientras persistía la duda de las autoridades competentes sobre si continuaba con vida o no, entre los pliegues de su piel reseca, comenzaron a surgir pequeños brotes verdes. De ellos salieron pequeñas hojas y nuevos brotes que conformaron enclenques ramas que se erguían, no sin dificultad, hacia las alturas y que acabaron por transformarse, tiempo después, en un alto sauce eléctrico que ocupó el centro del parque.
            Años después, aquel sauce, de aquel parque, de aquella ciudad, se transformó en el lugar de peregrinación para cualquier persona que tuviera una duda, una pregunta, una cuestión que resolver y no supiera de qué manera hacerlo; sin tener en cuenta la dificultad del asunto, obtendría su respuesta. Tan sólo necesitaba dejarse cubrir por la sombra de aquellas ramas cargadas de sabiduría, pensar en lo que le inquietaba dejándose envolver por el sonido del viento que mecía las ramas para encontrar, de manera tan poco científica como mítica, la ansiada respuesta.


Pd. No pude buscar, luego de un día, ninguna imagen de un sauce eléctrico de mayor tamaño.

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En el Número 7 de la Revista ecuatoriana de Ciencia Ficción Teoría Omicon, acaba de publicarse el artículo Olaf Stapledon, que repasa las novelas del autor conocidas en español. Pueden visitarla cuando gusten.

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sábado, 9 de febrero de 2019

Abedul (desde las tierras calientes)

Al despertar lo encontramos entre nosotros. 
    Sin explicaciones ni presentaciones, como si fuera uno más de los nuestros cuando claramente no lo era. 
    Nos indicó con gestos y mímicas de trabajos cuanto debíamos hacer para purificar nuestras tierras, nuestros cuerpos, nuestras mentes reparando el daño de milenios de depravación. Algo que él mismo dijo estar haciendo desde el comienzo de su vida. 
    Como no se trataba del primero en llegar a nosotros con un mensaje similar, no creímos en ninguno de aquellos gestos. Su lengua, cortada de raíz, y la irregular cicatriz que rodeaba su cuello, eran señales inequívocas de que se trataba de uno de los tantos falsos profetas que rondaban la región buscando su sustento. Y, de no encontrarlo, buscaban quienes creyeran en ellos. Los conocíamos bien, y nos burlábamos haciéndoles hablar sin creer en ninguno de sus gestos. 
    Pero él era diferente. Había varias razones para que lo fuera, pero la más extraña era que había llegado desde las tierras calientes, desde donde estábamos seguros que no quedaba más que devastación y muerte. 
    La tradición cuenta que allí había comenzado el final de lo que fuera antes, y que nosotros, allí, en aquel poblado, éramos los que más cerca nos encontrábamos de ese mítico lugar. Eso explicaba que tantos fabuladores llegaran ofreciéndonos sus prodigios y quimeras, cada una más falsa que la anterior. 
    Nos burlamos de su piel resquebrajada, de sus ojos cansados que parecían haber visto infinitos amaneceres, de sus manos curtidas por cada uno de los trabajos conocidos, de su cuerpo enflaquecido y de su morral remendado tantas veces que imposible saber cuál era su color o su forma primitiva. Eso para o mencionar su contenido. 
    Reímos hasta cansamos, luego lo echamos de nuestras tierras a pedradas, como corresponde, según la ley, las normas, las costumbres, y la tradición. 
    Antes de que pudiéramos detenerlo huyó hacia las tierras calientes. Sin dudas escapó por el mismo camino por el cual había llegado y, tan pronto como lo vimos perderse en aquella tierra yerma y hostil, nos olvidamos de él. 
    Continuamos con nuestras vidas sin preocuparnos, como lo habíamos hecho en los años previos. Era la mejor forma de aprovechar el poco tiempo que teníamos dado lo rápido que envejecíamos por vivir allí, tan cerca de aquel lugar que solamente significaba decadencia y final para los pueblos anteriores a nosotros. 
    Años después notamos los primeros cambios. Algunas tardes, cuando el resplandor del sol no dañaba tanto nuestros ojos, podían adivinarse manchas color verde entre la tierra que sabíamos árida y abandonada. Los pocos nacimientos que se producían en el poblado comenzaron a multiplicarse y, la mayor de las sorpresas, aquellas criaturas nacían tal y como se esperaba que lo hicieran, sin complicaciones para ellas ni para sus madres; los partos se volvían, poco a poco, normales. Dejamos de celebrarlos como un triunfo sobre la muerte cuando alguno de los dos sobrevivía. Comenzamos a celebrarlos como el triunfo de la vida. 
    Durante la primavera anterior una suave brisa, inesperada en casi todos los sentidos, inundó el poblado con aromas desconocidos, con el trino de aves que ignorábamos y el rumor del agua hasta ese momento ausente. La brisa llegaba, sin posibilidad de confusión alguna, desde las tierras calientes; tal vez por eso no nos resultara similar a nada de que solía llegarnos desde allí. 
    Intrigados, como no podía ser de otro modo, pero aún presos de un temor reverencial, unos pocos de nosotros nos internamos en la tierra baldía. Nos escondimos bajo capas y más capas de ropa que, por generaciones, se confió en que podían protegernos de lo que continuaba produciendo muerte en aquel lugar. 
    Caminamos durante días porque, si bien éramos el poblado más cercano, no era cierto que nos encontráramos tan cerca de las tierras realmente calientes; de haber sido así ni tan siquiera hubiéramos sobrevivido un día. El menor indicio de nada diferentes a la desolación y al abandono facilitaba nuestro camino, pero continuamos pues necesitábamos saber qué era lo que estaba sucediendo para huir si era necesario, o para continuar como hasta ese momento, de ser posible. 
    Encontramos un sendero luego de las primeras estribaciones formadas por la escoria de lo que fuera que allí hubiera sucedido. Árboles desconocidos, esbeltos algunos, desgarbados otros, de un verde pálido que oscurecía a medida que avanzábamos, nos dieron la bienvenida. Suponíamos que su follaje eran las manchas que se veían en el poblado, pero nadie quería mencionarlo por temor a que las palabras pudieran destruir lo que nuestros ojos nos mostraban y nuestro entendimiento era incapaz de aceptar. 
    Nos internamos en aquel inesperado e inexplorado bosquecillo sin saber si debíamos temer la presencia de animales silvestres, cuando no salvajes, o de algo más grande que las aves que nos recibían con sus cantos y sus vuelos de rama en rama. Aves que, sin darnos cuenta nos guiaron hasta la tierra yerma del otro lado de los árboles donde, en medio de tanta aridez y desolación, en algunos pequeños lugares la tierra se encontraba removida, trabajada, preparada, en pequeños hoyos. 
    Junto a uno de ellos, con un trozo de hierro herrumbrado que no representaba ayuda alguna contra la dura y aplastada tierra, lo que parecía ser un hombre, se afanaba en su trabajo. Podría haber sido cualquiera, pero aunque había enflaquecido al punto de que cada uno de sus huesos se marcaba sobre su piel sumamente resquebrajada, la irregular cicatriz de su cuello no nos permitía equivocarnos. Era él que, habiendo sido despreciado por nosotros, continúo adelante sin importarle la soledad y el desánimo. Simplemente continúo. Sus manos, curtidas por otros miles de trabajos realizados, eran la señal más clara de ello. 
    —¿Qué es eso? —preguntó uno de nosotros señalando hacia los árboles. 
    Su respuesta se convirtió en sinónimo de esperanza, anhelo, ilusión, renacimiento y regeneración, de resurgir desde la devastación, de volver a comenzar aunque no hubiera con qué hacerlo, de deseo de posibilidad, y tantos otros sinónimos que se expandieran desde Chernobil hasta Fukushima, desde Atucha hasta la bahía de Jervis, desde Three Mile Island hasta Koeberg, hasta nuestro poblado y también el tuyo, pero también más allá. 
    —Abedul —fue todo lo que dijo. 
    Aquel atardecer supimos que, las tierras calientes finalmente comenzarían a enfriarse.


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El relato breve Desprotección fue publicado en la Revista Digital Íkaro de Costa Rica. Pueden leerlo aquí

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viernes, 18 de enero de 2019

Algarrobo (Tan negra tu sangre como la mía)


—Del algarrobo pueden obtenerse muchas cosas —explicó el anciano hablando en voz alta aunque estaba sólo en medio del campo—, de seguro ya lo sabes —agregó acariciando la corteza del árbol.
            Sentía el agotamiento en cada fibra de su cuerpo luego de la extenuante caminata hasta el secreto paraje en el que el se escondía el algarrobo, el último que continuaba dando frutos, según tenía entendido,. Ignoraba si era verdad que en todo el mundo no quedaban otros árboles como el suyo, tampoco le interesaba. Lo importante era que él, y solamente él, sabía dónde encontrarlo.
            —Me lo has enseñado todo, cuando aún había otros como tú, ¿recuerdas? — dijo masticando una algarroba ya que a pesar del extraño sabor estaba acostumbrado a que aquello formara parte de la rutina, del ritual improvisado por el cual pedía permiso al árbol para lo que haría a continuación.
            Dejó el bastón con el que se ayudaba a caminar a un lado y acomodó los recipientes que llevaba colgados en la espalda sobre las rocas que sabía que encontraría porque allí habían quedado desde las veces anteriores en que hicieran lo mismo. Luego de pedirle disculpas en silencio, enterró una larga cuña de hierro en el mismo hueco en que siempre lo hacía, en la parte baja del tronco. Se detuvo, como ya sabía que debía hacerlo, antes de llegar al centro, al corazón del algarrobo, y la retiró suavemente, conduciendo la sangre de aquel árbol, la resina negra y espesa, hacia el recipiente.
            —Sé que es doloroso —continuó hablando en voz alta—, pero también necesario. Si otros vinieran no serían tan suaves, ni se contentarían tan sólo con un poco. Al contrario, y lo sabes, acabarían con lo poco que queda…
            Tosió, sin poder evitarlo, durante varios largos minutos sosteniéndose del tronco del algarrobo mientras la resina continuaba fluyendo llenado uno de los recipientes. Se recostó contra el árbol luego de escupir hacia un costado una mezcla de mucosidad, sangre y medicamentos rancios y oscura como la misma resina.
            —Je, je, je —rió viendo aquello—. ¿Te das cuenta viejo amigo? Después de tanto tiempo, mi sangre se ha vuelto tan negra como la tuya…
            Cambió el recipiente casi lleno por uno vacío mientras la resina fluía con menos intensidad. Comprobó la consistencia de la misma y notó que todo continuaba igual que en las veces anteriores; al comienzo siempre salía con fuerza y en cantidad, para ir perdiendo ese ímpetu poco a poco. El primer recipiente se llenaba rápidamente, el segundo demoraba un par de horas.
            —Nada ha cambiado, sólo estamos un poco más viejos, eso es todo…
            Se acomodó lo mejor que podía lograr contra el tronco, bajo la sombra del frondoso algarrobo, sin alejarse del recipiente para atender a lo que pudiera suceder. El cansancio de la caminata comenzaba a dejarse notar, eso sin pensar en que debería regresar cargando el peso extra.
            —Solo… solo… descansaré los ojos —dijo bostezando.
A medida que el viejo respiraba cada vez más lentamente, con pausas cada vez más extensas entre una inspiración y la siguiente, la resina comenzó a fluir cada vez con menor intensidad, como si finalmente se estuviera acabando sin más.




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En el Número 35 de El Narratorio, pueden encontrar el cuento: Antes que llegue la primavera. Publicado hace unos meses en este mismo espacio.

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domingo, 16 de diciembre de 2018

Ciprés (La tan ansiada hospitalidad)


Si se detuviera a pensar en el tiempo que llevaba recorriendo aquel camino le sería imposible decir cuándo había comenzado. Tampoco podría decir hacia dónde se dirigía. El calor que azotaba la rala vegetación golpeaba de lleno contra su cuerpo; el polvo que se levantaba a cada paso lo envolvía como una nube metiéndose en la nariz y en la boca, secándosela, recordándole la sed que no dejaba de perseguirlo.
Apenas podía sentir la lengua debajo de la capa de tierra que se adhería a la poca humedad que perduraba en ella. Sus ropas eran grises por ese mismo polvo, tan fino y volátil como las cenizas; sentía como penetraba en cada poro de su piel, en los bolsillos de su desgastada ropa, entre su cabello descuidado y crecido, así como en la barba de varios días.
El cansancio volvía torpe sus movimientos y lentas sus reacciones.
Necesitaba agua para aplacar tan atroz sed, necesitaba un descanso para recuperar las sensaciones de su cuerpo, necesitaba comida para continuar.
Como una cicatriz que señala la existencia de una antigua herida, el camino continuaba hasta donde era posible ver. Incluso parecía extenderse del otro lado del horizonte. Pero el cansancio era tanto que apenas sí pudo dar un paso más antes de caer desvanecido en medio del camino sin atender al lugar en el que se encontraba.
Sin forma de saber cuánto tiempo había quedado inconciente, sin poder recordar qué hacía allí, por qué resultaba tan importante continuar adelante o por qué, de manera imprevista en medio de tanta desolación, una sombra cubría su cuerpo.
Giró, a duras penas, la cabeza y se encontró con un ciprés que marcaba el inicio de un camino lateral. El recuerdo de las viejas tradiciones revivió su cansado cuerpo, sus exhaustas energías y la voluntad de ingresar en aquella finca.
Incorporar le resultó en extremo difícil. Sentía los brazos y las piernas pesados, como si cada uno de los músculos que los componían hubiera perdido movilidad, elasticidad y la capacidad de sostenerlo. Las rodillas crujían cada vez que daba un paso; los tobillos apenas resistían su peso.
Unos metros después del primer ciprés, se encontró un segundo árbol idéntico al anterior. Aquel descubrimiento le devolvió parte del ímpetu que sintiera antes de desvanecerse; sentía que recuperaba la motivación necesaria para continuar. Pero fue al descubrir el tercer ciprés que sus energías se revivieron por completo, junto con la visión, aún a lo lejos, del techo de la finca a la que conducía aquel camino. Pensó en correr la distancia que aún lo separaba de aquel lugar; pero incluso con las nuevas fuerzas que sentía, piernas y brazos continuaban igual de pesados y cansados que al despertar.
Descubrir un cuarto árbol, en perfecta línea con los anteriores, un quinto luego de ese y más adelante un sexto, hasta completar el camino hacia la casa lo hizo dudar de  cuanto sucedía. Las tradiciones tenían su límite, el resto quedaba a la voluntad de cada uno el creer o no, pero era necesario conservar una cierta cuota de veracidad. Con cada paso que daba, el camino se tornaba menos abandonado, incluso crecía algo de césped, aunque descuidado, junto a los árboles, algo que no había encontrado antes en su caminar.
Continuó avanzando lentamente sin recuperar el completo funcionamiento de sus piernas, por lo que cada paso se transformaba en un dolor imposible de describir con palabras. Ni con gestos, ni exclamaciones, ni siquiera con los gemidos que solo aquellos que sufren las peores aflicciones pueden proferir. En silencio continuó sufriendo como lo había hecho siempre, como desde pequeño se le enseñara que debía ser.
Finalmente alcanzó la puerta y llamó con tres leves golpes que quebraron el silencio.
Tanto demoró la atención de su llamado que comenzaba a creer que no habría nadie allí cuando la puerta se abrió sin hacer ruido.
—Solicito derechos de hospitalidad —dijo bajando la cabeza y sin mirar a quien abriera—, mis piernas no me responden de la manera adecuada para postrarme frente al señor de tan bella finca —completó.
La nueva respuesta se demoró en llegar casi tanto como la anterior. Sabía que no podía levantar la mirada hasta que la puerta fuera abierta de par en par, y solamente entonces podría ingresar y solicitar comida, un sitio donde sentarse, y quizás algo más. La sucesión de cipreses similares lo habían confundido.
Le permitieron ingresar, sentarse y comer hasta saciarse con la comida ofrecida; pero, luego del polvo del camino y la pérdida de sensibilidad en su boca y lengua, sabía tan desabrido como la nada misma.
            Luego de la comida, luego de beber el agua suficiente para quitarse el regusto del polvo del camino, sintiendo algo similar a la comodidad, recordó la duda que lo atenazara al llegar allí.
            —No tengo palabras suficientes para agradecer la hospitalidad de tan bien dispuesto anfitrión. Si me permite, en cambio, tal vez pueda usted, responder una duda que se despertó en mí al ingresar a su finca —dijo contemplando el camino por la puerta que había quedado abierta.
            Miró a los ojos al inesperado anfitrión, recorrió cada detalle de su rostro durante el tiempo en que se encontró allí dentro y, aún así, sería incapaz de decir nada sobre él. Por más que los mirara, aquellos rasgos no quedaban en su memoria; tan pronto como apartaba la mirada los olvidaba y debía volver a mirar lo que creía ya conocer. La luz allí dentro resultaba más extraña, ominosa, irreal, que bajo el inexorable sol exterior.
            Entendió el silencio como una invitación a continuar, ya que de no haber querido hablar, una sola palabra hubiera sido más que suficiente para detenerlo.
            —En mi pueblo teníamos una vieja tradición sobre la hospitalidad. En ella se dice que el viajero que encuentra un ciprés en la entrada de cualquier finca, sabe que hallará allí un plato de comida disponible. Si hay dos cipreses el viajero recibirá ese plato de comida en la misma mesa que su anfitrión, en señal de respeto mutuo. Si, en cambio, encuentra tres cipreses, además de la comida el viajero podrá solicitar un lugar donde pasar la noche.
            Nuevamente el silencio le invitó a continuar hablando, con la seguridad de quien no incurre con sus palabras en falta alguna.
            —En tres acaba la numeración. La hospitalidad no avanza más allá de esas pequeñas ayudas. En su camino he visto mucho más que tres cipreses. Eso me lleva pensar que esta finca bien podría ser otra cosa, ya que el único otro lugar en donde deliberadamente se encuentran esos árboles es en los… —se detuvo al darse cuenta la insolencia que estaba a punto de cometer frente a quien respondiera de manera tan conspicua su pedido de ayuda.
            —En un camposanto —completó el anfitrión. Su voz resonó con una fuerza inaudita en aquel lugar, como si el sonido de sus palabras reverberara al chocar con cada objeto del interior de aquella estancia, incluso a pesar de que la puerta continuaba abierta de par en par.
            —No pretendía decir eso —comenzó a excusarse ante su anfitrión e improvisando una reverencia en señal de disculpas.
            —Uno al que las almas de quienes ansían continuar con sus vidas, siempre acaban por llegar… —agregó el anfitrión sin atender a últimas las palabras del recién llegado y cerrando, con el sordo ruido del chocar de madera contra madera, como el cierre definitivo de un ataúd, la puerta.


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En el número 28 de la Revista Pélago (en formato digital), pueden encontrar y leer el cuento Nosotros somos Teodoro Kasier. Inédito hasta este momento.

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