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miércoles, 17 de octubre de 2018

El miedo, el terror y los monstruos de la imaginación: Un pequeño ensayo sobre la oscuridad de la mente humana.




Hace unos años, el escritor Stephen King comentaba en el prólogo de su recopilación de cuentos “Todo oscuro y sin estrellas” que el miedo es quizás es el sentimiento más sincero que puede expresar el ser humano. Después de todo, lo temible — a lo que tememos o lo que en todo caso, puede producir temor — proviene de una parte muy antigua y primitiva de nuestra mente. El miedo real, es algo más que una conjunción de ideas, es una radical confluencia de sensaciones y recuerdos a medio construir que elaboran una versión sobre lo desconocido a la medida de nuestra mente. De modo que, como diría el Rey del Horror, cada uno de nosotros tiene su particular monstruo del armario, la criatura funesta y perversa que aguarda en la oscuridad. La sombra espectral que sonríe entre las sombras mientras intentamos convencernos que se trata de algo que sólo podemos imaginar.

Por supuesto, el miedo — o la costumbre de analizar sus implicaciones como parte de la vida cotidiana — forma parte de nuestra cultura desde tiempos inmemoriales. Por siglos, la costumbre de compartir historias bajo el calor de la fogata doméstica fue parte esencial de los ritos cotidianos. Y los relatos de terror fueron patrimonio casi exclusivo de esa tradición oral. En buena parte de Europa, el hábito de contar historias terroríficas pertenecía a la antiquísima costumbre de la reunión familiar junto al fogón, quizás luego de la cacería o una opípara cena familiar. La costumbre además, formaba parte de la permanente idea de lo sobrenatural como parte de la vida cotidiana y lo que ahora puede resultarnos por completo desconcertante, la percepción del miedo como una dimensión de la belleza y lo profundamente significativo. De manera que el terror no sólo era parte de las tradiciones más antiguas de pueblos y tribus, sino un reflejo de todo tipo de atributos y virtudes. Las historias terroríficas tenían una importancia específica y también, un profundo significado en la memoria colectiva de buena parte del mundo antiguo.

Los primeros relatos de terror de los que se tienen constancia — y registro — provienen justo de las costumbres familiares y tribales alrededor del fuego sagrado. Hacia el siglo II DC, las historias sobre monstruos, fantasmas y terrores nocturnos formaban parte de una riquísima herencia cultural en buena parte de Europa y también en Oriente medio. De hecho, se trataba de una costumbre que formaba parte de cierta jerarquía intelectual y ya en Inglaterra, “los cuentos de sombras” se conservaban en buena parte de las Iglesias y Abadías como ejemplarizantes y más allá, huellas de un pasado pagano que la Iglesia se empeñaba en cristianizar. Los antiquísimos relatos celtas y de otras tribus — con su rico folclor y llenos de todo tipo de referencias mitológicas — se convirtieron en epopeyas religiosas en el que el poder divino triunfaba de manera invariable sobre el mal. Los Dioses se transformaron en demonios y los espíritus, en criaturas malignas capaces de tentar al pecado al hombre. No obstante, la noción sobre el miedo — la incapacidad del hombre para explicar lo desconocido y sobre todo, la incertidumbre sobre la existencia — continuó siendo parte de la percepción del terror como experiencia colectiva. Hay descripciones detalladas de celebraciones en las que la narración formaba parte integral de los ritos de paso, una visión muy amplia sobre lo sobrenatural que reflejaba las relaciones entre el hombre y el conocimiento. Una expresión de fe, de convicción pero sobre todo de asombro por lo invisible y lo inexplicable.

Gracias a esa comprensión del cuento de horror como elemento cultural, hacia el siglo XV la tradición había alcanzado una nueva dimensión: los relatos transmitidos de boca en boca, comenzaron a ser copiados y recopilados para su conservación y difusión. De la época datan las versiones tempranas de cuentos como La Cenicienta y Blancanieves, que por entonces eran consideradas como “leyendas de fuego” por su ingrediente estremecedor. No obstante, aún el miedo — o su capacidad para provocarlo — no era el elemento más reconocible en la mayoría de los cuentos, de manera que no recibían otra denominación que leyendas. A pesar de los intentos de copistas por conservar la mayoría de las historias tradicionales en papel y tinta, buena parte de las narraciones sobre monstruos, demonios, brujas y princesas continuaban formando parte de ritos y creencias domésticas que se transmitían de generación en generación como una forma de conocimiento familiar.

En el célebre ensayo “Un tratado sobre cuentos de horror” del crítico estadounidense Edmund Wilson, se analiza también el origen del cuento de terror como intento de transcripción y sobre todo, racionalización de un tipo de costumbre oral que se mantiene a través del tiempo como objetivo cultural. El autor sostiene que los cuentistas originarios fueron los que intentaron brindar un nueva comprensión al cuento y dotarlo de ciertas características literarias de las que carecía. De esta época de transición, provienen los primeros intentos por brindar al cuento de terror una cierta noción moral e incluso, dotar a lo terrorífico de cierta personalidad humana de la que hasta entonces habían carecido. La oralidad había transformado los cuentos y relatos terroríficos en una forma de entretenimiento. La recién nacida tendencia literaria vino a dotar de refinamiento y profundidad a la visión del terror como parte de la identidad del hombre y de su mundo intelectual. Según Wilson, esta lenta evolución permitió a la historia de terror encontrar no sólo una nueva forma de difusión — el papel podía conservarse y formar parte de una idea general sobre el relato mucho más específica — sino también, una visión elemental sobre su significado. Además, la escritura y reinvención del cuento de terror creó lo dotó de un inesperado simbolismo «Los autores no estaban interesados en apariciones por sí mismas; sabían que sus demonios eran símbolos, y sabían lo que estaban haciendo con esos símbolos» explica Wilson en su texto.

Otro escritor que también asume el hecho del cuento de terror como una transformación de lo oral a un género literario por derecho propio, es David Punter que en su obra “The Literature of Terror. A History of Gothic Fictions from 1765 to the Present Day” relaciona el término “terror” con la narrativa gótica de origen anglosajón, directa heredera de los primitivos relatos celtas basados en horrores inexplicables y sobre todo, la fábula moral reconvertida en noción espiritual e intelectual. Para el autor, el género del terror pasó a ser una colección de visiones sobre lo terrorífico a sostener toda una comprensión más o menos elaborada sobre el mundo del hombre y su circunstancia. Para el siglo XVII, el cuento de terror ya formaba parte de una dimensión muy amplia sobre la personalidad humana. Y es esa búsqueda, lo que permite que narración que analiza el miedo como parte del paisaje humano se haga cada vez más profunda, perversa y obtenga un enorme valor estético. Punter además insiste en el hecho que la rápida capacidad del terror para absorber todo tipo de tendencias lo convirtió en la herramienta ideal para contar los vericuetos y dolores más inquietantes de la naturaleza humana. “De Mary Shelley a Ambrose Bierce, de Dickens a J. G. Ballard, en todos los cuales hallamos rastros de lo gótico. Los conceptos de “gótico” y “terror” han aparecido entrelazados a lo largo de la historia de la literatura y lo que se precisa es una investigación de cómo y por qué tal ha llegado a ser el caso” sostiene Punter, que además asume que el terror como hecho folklórico es una indudable herencia de nuestra época. “El miedo nos simboliza y nos refleja” apunta en su libro.

Tal vez por ese motivo, las casas embrujadas, cementerios y lugares poseídos por fuerzas invisibles, forman parte de buena parte de las leyendas orales de todas partes del mundo. Una de las primeras historias sobre casas atormentadas por el recuerdo de muertes o tragedias recientes, es la que narra Plinio el joven en su obras. El escritor describe “una casa espaciosa y amplia, pero desprestigiada y funesta” en Atenas, sobre la que corrían todo tipo de rumores debido a los “hecho inconfensables” acaecidos en ellas durante décadas. La construcción había sido escenario de asesinatos y después, de la muerte de toda una familia, asesinato que Plinio describe como de tan horrible naturaleza, que provocaron el miedo de “la ciudad entera y todos quienes conocían las consecuencias de un acto tan atroz”. Según el escritor, la casa permaneció vacía por de décadas, debido a que “en medio del silencio de la noche, se oía un sonido de hierros y un ruido de cadenas, primero más lejos, luego más cerca”. Por último, Plinio asegura que en los terrenos de la casa “aparecía un espectro, un anciano consumido por la delgadez y el abandono, de barba larga, cabellos erizados” que “ llevaba y sacudía grilletes en sus piernas y en las manos cadenas”. Los rumores y terrores que provocaba los extraños sucesos, impedían que fuera comprada o alquilada por nadie, lo que motivó al filósofo Atenodoro — conocido por su escepticismo — a pasar la noche en ella y enfrentar al espectro. La historia avanza y en lo que parece ser una extraña mezcla de crónica y sucesos fantásticos, el filósofo narra que en mitad de la noche y en medio “del estrépito de objetos y la oscuridad”, logró comunicarse con la singular presencia que habitaba la casa vacía. Aterrorizado, Atenodoro pidió al espectro “revelar el motivo de sus horrores” y observó que la figura apenas visible señalaba hacia uno de los jardines interiores de la propiedad. El filósofo memorizó la ubicación y al día siguiente, regresó a la casa junto con varios testigos. Tras una excavación, se encontraron “huesos revueltos y metidos en hierro, que el cuerpo putrefacto había dejado desnudos y carcomido entre cadenas”. Cuenta Plinio que, una vez enterrados según los ritos tradicionales,”la casa quedó libre y en silencio”.

Sorprende que la descripción del escritor griego tenga tantos puntos en común con la mayoría de las historias actuales sobre el tópico. Como si se tratara de un legado tradicional basado en una serie de temores y percepciones sobre lo desconocido muy concretos, las “casas embrujadas” simbolizan un tipo de miedo relacionado de manera muy directa por los espacios y los lugares como expresión de una idea muy primitiva sobre los temores colectiva. Quizás por ese motivo, las historias siempre resultan idénticas, basadas en la misma reflexión sobre el horror y el espanto reconvertidos en una visión sobre la frontera de lo que consideramos personal e íntimo.

Lo maligno y lo sutil: El miedo entre la penumbra.
En una ocasión Washington Irving comentó que había comenzado a escribir por puro aburrimiento. Lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía luego de dedicarse a tan docta profesión. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — parecía dedicar una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”. Quizás por ese motivo, sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creo toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.

Y es que quizás, Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura. Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacia. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.

Porque Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo. Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración.

De hecho, su obra más conocida “La leyenda de Sleepy Hollow” es el reflejo exacto de esa percepción de Irving sobre lo cotidiano. La historia no solamente transcurre desde lo habitual sino que además, describe entre líneas ese saber originario y oral que forma parte de la costumbre de tantos pueblos y lugares alrededor del mundo. Y lo hace con increíble gracia: El Sleepy Hollow de Irving es un pequeño y tranquilo valle en el Estado de Nueva York, habitado por descendientes holandeses. Como otras tantas localidades de la Norteamérica llena de emigrantes, el pueblo guarda sus costumbres, leyendas y opiniones sobre lo fantástico y lo natural. Una percepción tan desconcertante como originaria que crea sus propios monstruos y terrores, sus propias historias de miedo. Y es allí, donde Irving encuentra el momento y lugar idóneo para contar — a su manera precisa, rápida, concisa y siempre divertida — esa percepción sobre lo maravilloso y lo fantástico por la que parece sentir predilección pero también, esa noción sobre lo que atemoriza. Tal parece que el miedo tiene una raíz sustancial: una idea que subsiste en lo cotidiano y que se crea así misma. Y más allá de eso, un reflejo de esa particular cultura de lo absurdo — donde todo es posible y cualquier cosa podría suceder — que Irving retrata tan bien en sus historias.

Incluso los personajes de Irving siguen esa línea aparentemente costumbrista que de pronto, puede crear algo por completo nuevo y desconcertante: el Ichabod Crane de Irving no sólo el epítome de esa visión casi genérica sobre el antihéroe que luego se haría parte del imaginario de la literatura fantástica y gótica, sino que además juega con los estereotipos para crear una visión sobre el hombre y la credulidad por completo original. El maestro Crane no es agraciado, ni tampoco valiente ni mucho menos, un hombre inolvidable. Como reflejo de la historia que protagoniza, es un cúmulo de rarezas bien planteadas que sorprende por su singularidad: pobre pero en una elegante decadencia, lleva levita remendada y zapatos de tacón que conocieron mejores tiempos. Es tan poco agraciado físicamente que para lograr las atenciones de los lugareños se prodiga en favores y es un ejemplo de corrección y buena educación. Además de eso, es culto, disfruta el canto y como no, las leyendas tradicionales que disfruta contando con gracia y enorme entusiasmo. En resumen, un personaje que no parece encajar en ninguna parte pero en realidad, lo hace en todas. Un hombre cotidianos que sin embargo resulta extraordinario en su rareza.

Y es que en medio de ese equilibrio entre lo vulgar y lo inquietante, transcurre toda la obra de Irving. No sólo lo hace a través de esos pequeños contrastes que desconciertan por su limpieza y precisión — Su Ichabod Crane despierta ternura y a la vez cierta conmiseración — sino de esa comprensión sobre los ambientes y espacios como elemento terrorífico que con toda probabilidad, provienen de los numerosos viajes que el escritor realizó a lo largo de su vida. Para Irving el pueblo de Sleepy Hollow es otro personaje dentro de la obra, con sus momentos luminosos y otros sencillamente aterradora, extendiéndose alrededor de las ideas como un espacio necesario para comprender lo que se cuenta. El escritor logra no sólo incorporar elementos de la novela costumbrista — con sus descripciones elementales sobre campos y posadas — sino que dota al pueblo de una personalidad real, que se sostiene con una enorme facilidad y consistencia a través de la narración.

Incluso el conflicto de la novela — esa aparente comedia de equivocaciones entre Katrina Van Tassel, hija del un rico labrador y objeto del deseo de Ichabod y Brom Van Brunt, su rival — parece ocultar algo mucho más lóbrego e inquietante de lo que puede suponerse a primera vista. Para el escritor, el terror tiene muchas formas de expresarse…y si duda el humor es una muy poco habitual. Y es esa salvedad, lo que hace probablemente tan curioso esta recreación del género escrita por Washington Irving. Porque con una asombrosa capacidad para la ironía y la sátira, el autor convierte lo que podría ser un relato folletinesco y hasta ridículo en una entretenida parodia de los relatos populares de miedo y fantasía. En realidad, la novela de Washington tiene muy poco de terrorífica y si mucho de irónica, una visión definitivamente burlona del miedo, la superstición y la necesidad de la mente humana de crear sus propios monstruos. Con su Ichabod Crane torpe y su historia de amor contrariada por Katrina, el autor juega con los elementos tradicionales hasta brindar una perspectiva totalmente al relato tradicional de terror, a esa búsqueda de elementos de lo fantástico y lo onírico que el género del terror intenta conjugar.

Muy probablemente, sea esa característica de desenfado y burla lo que haga que la obra de Washington Irving haya envejecido con muchas más dignidad que otros relatos de terror de su época. Con su estilo ligero y su buen uso de la ironía refinada, parece abandonar esa retórica recargada que condenó al olvido a otros relatos contemporáneos y brinda al lector una rara oportunidad de conocer esa otra perspectiva del terror o mejor dicho, de la naturaleza humana.

No obstante, esa aparente talante desenfadado de la novela, se transforma en algo más: poco a poco Irving construye una mirada sobre el terror tan genuina que sorprende por impecable y aguda. Lo que parecía una mirada burlona a lo que produce el miedo — o puede producirlo — se convierte en el miedo mismo, con sus narraciones de leyendas sobre cortejos fúnebres, lamentos en los bosques, apariciones de mujeres misteriosas y por supuesto, la leyenda favorita del pequeño pueblo, el Jinete Sin Cabeza, el centro mismo de los terrores sutiles de un pueblo aparentemente crédulo.

Es entonces cuando la habilidad de Irving para crear ambientes dota a la novela de una peculiar viveza: el giro argumental que sostiene la historia ocurre con tanta facilidad y sobre todo, fuerza que no sólo brinda todo un nuevo cariz a la hasta entonces, divertida narración, sino que crea una nueva dimensión del terror. ¿Que infunde miedo? ¿Lo que tememos? ¿Lo que ocurre? ¿O esa misteriosa combinación entre lo que imaginamos y lo que ocurre en los límites de lo que asumimos real? Con una enorme habilidad y buen pulso, Irving dibuja un paisaje donde el terror se combina con una percepción muy fresca sobre lo que asumimos puede ser temible. Y lo hace sin dejar a un lado esa convicción tan evidente suya que en medio de la normalidad, puede abrigar lo terrorífico o lo que es quizás lo mismo: lo terrorífico se disfraza con enorme frecuencia de lo que consideramos habitual.

Al final, ese plácido Sleepy Hollow, con sus paisajes idílicos y somnolientos, rodeado de misterios y pequeños silencios, parece describir mejor que cualquier otra cosa, ese terror que el mundo moderno comprende tan bien: esa claroscuro entre lo que asumimos real, lo que puede no serlo y más allá, lo que resulta terrorífico por el mero hecho de existir en nuestra imaginación. Una imagen insistente sobre lo que somos y más allá, de lo que asumimos puede ser lo real. Un interminable juego de espejos.

El terror y lo cotidiano: La mirada escondida entre las sombras.
Shirley Jackson fue quizás la autora estadounidense que mejor conjugó la idea de la casa tenebrosa, el terror y el hecho mágico del cuento terrorífico en una única percepción sobre el bien y el mal. Jackson estaba obsesionada por la maldad y el misterio de una forma profunda y original que le permitió crear una percepción sobre el miedo que hasta entonces, había resultado desconocida para la literatura norteamericana. De origen, Jackson pareció encarnar la mitología del hecho inquietante: Era una mujer tenebrosa, rodeada de una extraña historia personal que la hacía tan desconcertante como cualquiera de sus personajes. Callada, distante, con un extraño y cínico sentido del humor, Jackson se alejaba por completo de la noción de la mujer sumisa de la década de los cincuenta, que causaba sorpresa y sobre todo, una profunda incomodidad. Según sus propias palabras y los testimonios de quienes le frecuentaban — un selecto grupo de amistades que conservó durante toda su vida — Shirley era una mujer “siniestra”. Lo decían sus compañeros de The New Yorker — en donde fue colaboradora por más de dos décadas — y también, quienes la conocieron en la revista “Woman’s Day” que jamás sospecharon que la mujer que escribía divertidos artículos sobre su vida cotidiana — sus pequeños desastres hogareños, sus problemas para encontrar la casa ideal en North Bennington, en Vermont e incluso lo raro que resultaba su matrimonio con otro escritor — también podía escribir sobre el horror, la muerte y lo desconocido con una prosa tan precisa como la que usaba para describir simpáticos dilemas provincianos. El contraste resultó casi aterrador para la mayoría de quienes le rodeaban. De súbito, la pálida mujer de antojos no parecía tan inofensiva ni tan corriente como la mayoría había supuesto.

Esa ambigua percepción sobre Jackson se mantendría por el resto de su vida. Sobre todo, luego que Jackson se convirtiera en el símbolo de la mujer norteamericana de clase media gracias a sus artículos: muchas lectoras se veían reflejadas en la placidez doméstica de sus relatos — En 1952 se publicarían con el titulo Life Among The Savages — y sobre todo, en su particular sentido del humor para sobrellevar las mínimas desgracias cotidianas. Jackson era capaz no sólo de narrar lo que ocurría en los suburbios norteamericanos sino que además, lo hacía con sensibilidad, buen gusto y elegancia. Para mediados de 1947, la escritora era una pequeña celebridad literaria y sus artículos gozaban de la lealtad de un nutrido grupo de lectores que le seguían de publicación en publicación. A la vista de sus fanáticos, Jackson era un ama de casa modélica con enorme talento para la escritura.

Entonces, en 1948 se publicó el cuento “La Lotería” y Jackson rompió el delicado equilibrio entre su engañosa imagen pública y su ambición literaria. Para entonces, ya la escritora había publicado la siniestra novela “The Road Through The Wall” y algunos otros relatos, pero “La Lotería” fue un golpe de efecto de profundo significado que devastó la trivial noción que hasta entonces se tenía sobre el trabajo de la escritora. El cuento no sólo es una magnífica obra de terror, sino que además analiza el género desde una perspectiva novedosa que desconcierta por su dureza. Jackson crea un ambiente malsano y espeluznante basado en los detalles y con la misma placidez de sus narraciones domésticas. Además, la historia construye una inesperada dimensión macabra de lo que horroriza. Se trata de un miedo primitivo y casi doloroso que sorprende por su efectividad. Un cuento de horror folk que desde su engañosa apariencia de vulgaridad cotidiana, logra el efecto inmediato de horror puro. A primera vista, no hay nada destacable ni especialmente peligroso en el pueblo pequeño y tranquilo que describe la escritora. Hay una atmósfera cotidiana en las charlas triviales de los personajes, incluso en el inocente sentido del humor con que bromean entre sí. Pero de súbito, toda la narración toma un arco retorcido que es quizás, el rasgo más duro de asimilar de la narración. El horror y lo siniestro llega como una ola, atraviesa el paisaje y lo transforma en una oda a lo temible, lo que se esconde debajo de la máscara corriente que todos llevamos en alguna oportunidad. Con “La Lotería” Jackson incursiona en una nueva dimensión de lo terrorífico y lo hace con un pulso que sorprende por su eficacia. Una obra maestra de enorme alcance literario que prácticamente de la noche a la mañana, la convirtió en una de las escritoras más importantes de su generación.

La reacción no se hizo esperar: con su estilo brutal y explícito, “La Lotería” aterrorizó al público devoto de Jackson y convirtió la admiración en una ola de indignación sin precedentes. The New Yorker recibió todo tipo de cartas y reclamos de lectores, que acusaban a la escritora de “causar el pánico” y “de grotesca”. Jackson no sólo no respondió directamente a la polémica, sino que además pareció encontrar humorístico la cólera que provocó la mera insinuación del horror en medio de la normalidad. En el artículo que Jackson escribió sobre el escándalo que provocó la publicación del cuento «Biografía de una historia», la escritora incluye fragmentos de las cartas que recibió pero también, usa el paralelismo del linchamiento público que padeció durante varias semanas para demostrar que el terror descrito en el cuento no es otra cosa que una metáfora. Con una escalofriante frialdad, Jackson logró crear un duro paralelismo entre “La Lotería” y lo que estaba ocurriendo bajo el ojo ciego de la sociedad estadounidense. El país se encontraba en plena caza de brujas política y en los albores de la Guerra Fría. La violencia verbal y la acusaciones estaban en todas partes y de pronto, el pequeño pueblo imaginado por la escritora — y sus secretos — no parecían tan lejos de la realidad.

De hecho, toda la obra de Shirley Jackson tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea. Cada una de sus obras se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para la autora, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes.

En una ocasión, Shirley Jackson dijo que sus monstruos siempre sonreían. Que habitaban en las relaciones de familia, en los círculos de amistades, en los polvorientos rincones de las casas que la escritora imaginaba como una visión del miedo y la belleza. Sus criaturas son hombres, mujeres y niños, la mayoría de aspecto agradable, con un retorcido sentido del humor y una conciencia de sí mismos que sorprende por su agudeza. Y entre toda esa placidez burguesa, habita un dolor y una maldad de enorme densidad. Capas tras capa de sufrimientos, frustraciones y temores convertidos en una oscuridad plausible y conmovedora.

Se suele insistir que las mujeres son el motor esencial de toda la obra de Jackson. No obstante, no se trata de una predilección de género o una opinión de la escritora sobre lo femenino, sino algo mucho más orgánico y complejo. Las mujeres en la obra de la escritora son elementos imprevisibles que transforman la narración en un recorrido sorprendente y lleno de matices. Las describe llena de delirios, angustias y debilidades. Pero también, tan poderosas, inquietantes y macabras que ese simple giro de la manera como el género percibe a lo femenino, dota a sus obras de un elemento incontrolable. Las mujeres de Jackson son fuerzas de la naturaleza, incógnitas y reflejos de lo incierto y lo tenebroso. Al contraste, muestra a lo masculino desde lo previsible. Simplificaciones casi maliciosas que logran crear una rara tensión insólita al fondo de cada narración.

El monstruo de sonrisa sangrienta: El miedo y la inquietud convertidos en mitología.
Para Stephen King, la normalidad es una gran simulación. El escritor es capaz de describir el ocio y detalles en apariencia insustanciales, para elaborar algo mucho más complejo y violento. En todas las novelas de King, el suspense es una criatura extraña, ambivalente y casi corriente, sostenido sobre esa pasividad insistente que convierte la incertidumbre en algo por completo nuevo. Una irrupción en la irrealidad que se manifiesta como un gran estallido sensorial. Lo anormal que crea y medita sobre lo fundamental de lo consideramos real. Como escritor King intenta reelaborar las reglas del miedo y lo hace con una precisa construcción de ideas: Ninguno de los libros de King carece de un poderoso, profundo e incluso conmovedor elemento humano. Todos los monstruos de King se miran al espejo y se sobresaltan con la imagen que les devuelve el espejo — como ese tétrico vecino de Salem’s Lot encerrado en un ático, incapaz de afrontar la raíz de su nueva naturaleza — o Christine, convertida en vehículo de venganza y nuevos vicios. En cada una de sus obras, lo que aterroriza se esconde bajo el tejido de la realidad, conspira para aparecer y desaparecer entre paisajes tan rutinarios que resultan incluso vulgares. Con la misma capacidad para el desencanto de Shirley Jackson para el tema común y los pequeños horrores alambicados en lo desconocido íntimo, King se supera a sí mismo y elabora un lenguaje poderoso para hablar de algo tan antiguo como evidente: el mal aciago, elemental, poderoso, convertido en símil de la naturaleza humana.

Para King el terror es indivisible de lo evidente y palpable. King encuentra una manera concreta, realista y práctica de describir sucesos imposibles, que crea una inmediata complicidad con el lector. Para King, lo imposible y maravilloso forma parte de un sustrato de la realidad misma, lo que le permite convertir a cualquier narración en una reflexión sobre el mundo como mirada elocuente sobre la identidad y la individualidad. Cada novela de King tiene la elocuente capacidad de narrar hechos de naturaleza violenta y sobrenatural desde un ángulo cotidiano: asesinatos cometidos por hombres y mujeres corrientes, monstruos que habitan pueblos de aspecto anodino, violentas visiones sobre la naturaleza humana disimulados en el cariz de lo obvio y lo natural. Para King, el terror nace de la capacidad del hombre para temerse a sí mismo — la cualidad monstruosa confundida con el temor subyacente que reelabora una idea de lo habitual — y también, para encontrar en lo desconocido, una mirada hacia lo inquietante como terreno fértil de la fantasía colectiva. El bien y el mal para Stephen King forman parte de una dimensión de enorme peso real: tal vez por ese motivo sus personajes hacen frecuentes referencias a la cultura pop y de hecho, es uno de los pocos escritores de terror que crea dimensiones del género para sostener sus historias. Con frecuencia, las situaciones que describe están profundamente relacionadas con pulsiones primitivas, reconstruidas desde un cariz diáfano y pulcro. Pero debajo de esa apariencia inofensiva, el terror palpita como una transgresión a las leyes de la realidad. Una proeza argumental que el escritor construye desde lo notoriamente obvio hacia algo más inquietante, profundo y enrevesado. La raíz de un mal primigenio que parece palpitar en cada una de sus novelas como un dimensión invisible en la que el terror es una forma de expresión de ideas tan antiguas como la humanidad misma.

Tal vez ese es el motivo por el cual, todas las novelas de King tiene una cierta percepción de lo inevitable que las hace familiares, unidas por un hilo conductor que desarrolla un sustrato coherente entre todas. Incluso antes que King decidiera darle sentido y forma a la idea con la saga “The Dark Tower” y crear un universo metaficcional de enorme complejidad, sus narraciones parecían analizar temas semejantes pero a través de una serie de matices retorcidos y de enorme valor argumental. Eso, a pesar de su aire localista — tan norteamericano — que en ocasiones convierte la narración — cualquiera de ellas — en una asimilada reflexión sobre la cultura y su trasfondo sobre lo que crea y sustenta el miedo. Por supuesto, King es un buen hijo de la norteamérica saludable y progresista, lo que hace que sus novelas estén plagadas de banderas de la Unión, discos de vinilo, celebraciones del cuatro de Julio y grandes nociones sobre la sensibilidad del país. Pero es justo ese elemento doméstico y costumbrista, lo que permite a King desarrollar un escenario bajo el cual subsiste el miedo como elemento real. La oscuridad bajo la oscuridad. Los terrores siniestros escondidos bajo una pulcra postal de lo inevitable, obsoleto y venial.

King creó toda una nueva mitología del terror, basada esencialmente en el mal absoluto y encarnado bajo una percepción de la identidad cultural. El mal en las novelas de Stephen King es tradicional pero también, extrañamente relacionado con los miedos que se transforman en nuevas versiones de la realidad. King tomó los temores de la infancia, las supersticiones colectivas, la vulnerabilidad de la comprensión del miedo como una parte indivisible de la mente humana y la desarrolló como un ente individual capaz de sostener un sentido de la vulnerabilidad completamente nuevo. Y quizás, ese sea su mayor mérito como autor.

Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido, o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia o incluso, la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante, esa predilección por intentar explicarnos por qué sentimos miedo — o que nos lo provoca — lo que hace que nadie sepa muy bien a que teme, pero sabe que lo experimenta. No es casual, por tanto, que oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad. Una idea tan infantil como quizás inexplicable.

De manera que ese gusto por el terror, tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo: el temor como emblema y símbolo, el temor como metalenguaje de nuestra visión del mundo. Es de hecho, bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Del terror a los pequeños espacios oscuros de la imaginación: ¿Qué nos aterroriza en una época de luces?





Desperté sobresaltada. En la oscuridad, el sonido continuaba escuchándose con toda claridad: Una especie de aleteo cada vez más fuerte, pendular, como si lo que lo provocara se moviera en un espacio muy reducido. El sonido decreció un par de veces, para hacerse de nuevo muy fuerte.  Me quedé sentada sobre la cama, aturdida por una sensación de irrealidad: eran las cuatro de la mañana y el mero hecho de no encontrar explicación al bullicio - que continuaba escuchando con toda claridad - me paralizó de un miedo muy nítido y casi infantil. De pronto, la casa volvió a quedarse en silencio. Temblando de pánico, no me atreví a moverme por algunos minutos pero el sonido no se repitió de nuevo. Un escalofrío helado me recorrió la espalda y los antebrazos.

Me llevó mucho esfuerzo decidirme a dar una vuelta por la casa. Lo hice aferrada por el método poco ortodoxo de encender todas las luces y hacer el mayor escándalo posible. Abrí puertas, probé ventanas, revisé esquinas y espacios silenciosos. Mi gato me acompañó en el recorrido, pegado a mi talones y para mayor inri, maullando de vez en cuando a esquinas vacías.  Al final, tuve que admitir que no sabía que había provocado el sonido y mucho menos, por qué se había detenido. Aturdida y agotada, permanecí sentada un buen rato junto a la ventana de mi pequeño salón hasta que amaneció. Sólo entonces me atreví a regresar a mi habitación, mirando los primeros resplandores del sol iluminando los rincones. El miedo se volvió algo más, una amarga sensación de confusión y después cierta irritación sin sentido. ¿Qué me había aterrorizado tanto? ¿Qué me había provocado aquella sensación insuperable de encontrarme indefensa? Al cabo, lo que más me molestaba era haber perdido el control de mis nervios, de sentir que el miedo era algo tan real y visceral que me llevó esfuerzos pensar con claridad. Me recordé de niña, cuando sufría un pánico ciego a la oscuridad. Y me sorprendió que la sensación fuera la misma: un miedo pulido, purificado por una inocencia casi elemental.

Cuando llamé a mi amigo Luis (no es su nombre real), ingeniero y que más de una vez ha recibido mis llamadas por motivos semejantes, río de buen humor. No llegó a burlarse de mi tono titubeante y mi estrafalaria descripción de mi caminata nocturna pero si pareció, lo cual le agradecí. Me escuchó con paciencia y prometió pasar por mi apartamento apenas pudiera para revisar un poco lo que suele llamar "las condiciones físicas" del lugar y descubrir si mi extraño episodio tenía alguna explicación natural. Le agradecí casi con excesivo entusiasmo y rió de nuevo.

- A menos que hayas recibido la visita de algún visitante misterioso... - no completó la insinuación, aunque por su tono conspirador imaginé trataba de burlarse de mi nerviosismo. Le tomé la palabra sin darme por aludida y prometí esperarlo la tarde de ese mismo día.


Durante años, Luis se ha dedicado por hobbie y quizás por mera curiosidad a revisar lo que llama "escenarios del miedo". El nombre no es casual: cada cierto tiempo, alguno de nuestros conocidos y amigos, le telefonea para explicarle de un ruido inexplicable que escucha a media noche, algún fenómeno sin sentido que ocurre en los momentos más inesperados, ráfagas de calor o frío que parecen indicar que algún fenómeno más allá de lo explicable está ocurriendo en el lugar donde trabaja o vive. Y lo que comenzó siendo un pasatiempo de fin de semana, se convirtió con los años en un hábito que le ha demostrado a Luis - y quizás a todos los que conocemos su dedicación a un problema poco usual - que el miedo, el terror a lo sobrenatural y sobre todo, lo que nos hace vulnerable, es uno de esos temas fascinantes de los que no se ha escrito lo suficiente. Cuando le comento que escribiré mi experiencia con su particular punto de vista sobre el pánico, lo desconocido y lo que nos asusta, me dedica uno de sus gestos humoristicos.

- ¿A quién le puede interesar una cosa tan básica como lo hago? - me pregunta con toda sinceridad. Ahora soy yo la que le dedica un guiño divertido.
- Creeme, no es nada básico.

Y es que el miedo y el terror son sentimientos tan profundos como Universales. A pesar del iluminado mundo moderno que heredamos de generaciones supersticiosas, el miedo continúa siendo parte de un instinto primitivo que forma parte de nuestra vida, aunque no lo sepamos. O como comenta Luis, que ha dedicado al tema sus buenas horas de investigación: "El miedo es básico y sin matiz. Tienes miedo aunque no sepas exactamente por qué. Es un instinto insuperable".

Cuando Luis llega a mi casa, trae un pequeño maletin de Lona consigo. Lo he visto varias veces y su lo sencillo de su contenido me impresiona: una potente linterna, dos destornilladores, un martillo, un grabador digital. Lo deja todo sobre mi pequeña mesa de comedor. Pienso que es un equipo extraño para alguien que dice intentar definir algo tan abstracto y complejo sobre el miedo. La primera vez que le pregunté sobre sus herramientas, Luis me explicó que con el tiempo descubrió que lo que nos aterroriza en realidad es lo desconocido, más que lo que amenazante.

- Lo que amenaza, es algo concreto. Lo que nos atemoriza, es una idea confusa, imprecisa. Puede ser cualquier cosa - me explica - y eso es aún peor que un peligro real.

En una ocasión me contó que la primera vez que llevó a cabo lo que llama "su raro oficio", fue en la enorme casona de su madre. La vieja casa - que había pertenecido a su familia por generaciones - había sido remodelada y reconstruída a medida que el tiempo transcurrió y la propiedad pareció crecer para acoger a los hijos y después, incluso a los nietos. Con sus cuatro habitaciones, patio trasero y amplio jardin, la casa siempre fue un lugar hermoso y un poco desordenado sin mayor atractivo hasta que comenzaron a ocurrir una serie de pequeños desastres doméstico.

- Mi mamá encontraba la puerta abierta cuando la había cerrado dos veces, las luces fallaban, en una ocasión el techo cedió en un lado de la terraza y por último, comenzó a percibirse un olor putrefacto y desargadable - me contó en su oportunidad - mi mamá llamó a una amiga que le aseguró había "algo viviendo". Quemaron incienso, pero los terrores nocturnos continuaron, hasta que decidí revisar.

Luis paso días recorriendo la casa con linterna en mano y un par de destornilladores. Al principio, se sobresaltó cuando escuchó el sonido real de algo moviendose en la oscuridad, o encontrar abierta la puerta que había cerrado a presión dos veces. Pero poco después, descubrió que los fenómenos parecían tener cierto ritmo e incluso, una frecuencia muy exacta que no parecía exactamente sobrenatural. Y no lo era: se trataba de algo tan simple que cuando lo descubrió, Luis convocó a la familia para mostrar el origen del trastorno que había aterrorizado a la familia durante meses.

- Este es el fantasma - anunció mostrando una pared medio ladeada al fondo del patio - de aquí viene todo el problema.

Resultó que una de las paredes medianeras de la casa había cedido debido a la presión de la sucesión de nuevas construcciones que tenía que soportar. El peso la hizo hundirse en su lecho de concreto agujerado y humedecido por años de humedad y ladeó una de las columnas principales unos cuantos centímetros. Los suficientes, por cierto, para provocar que un tabique presionara la instalación eléctrica y creara el desperfecto que producía los ocasiones problemas eléctricos. Me cuenta que su madre lo miró esceptica.

- ¿Y la puerta que se abre? - insistió - eso no tiene nada que ver con eso.

Por si cierto que si lo tenía: la presión de una de la columna desnivelada, había logrado descolocar tabiques y cabillas interiores, por lo que la puerta, que se hinchaba y se desinchaba por los intervalos de calor y humedad del clima, se abría y se cerraba por efecto de un simple fenómeno físico. El temido olor putefracto - que la amiga de la madre de Luis había llamado "obra de un espíritu" - no era otra cosa que un montón de yeso enmohecido que comenzaba a desmoronarse a trozos. Unas semanas después, Luis y un grupo de albañiles reparó los desperfectos de la casa. Nunca más volvieron a escucharse sonidos extraños o inquietantes.

- Desde allí me pregunté cuantas de las cosas que nos atemorizan e inquietan, son  en realidad pequeñas situaciones fuera de nuestro control y conocimiento - me explicó la primera vez que me contó sobre su curioso pasatiempo - me pregunté que hace que esencialmente tengas miedo ¿Lo que no comprendes? ¿Lo que no puedes ver? ¿Lo que no puedes controlar? ¿O la mayoría de las veces se trata de tus propias asociaciones libres creando un escenario aterrador?

En esa ocasión, la idea me hizo sonreír. Como amante de las películas de terror, más de una vez me había sobresaltado sucesos que inmediatamente relacioné con mis escenas favoritas de films que consideraba particularmente inquietantes. Puertas abiertas que se cerraban con un sonoro portazo sin que nadie las tocara, una sombra fugitiva al final de un pasillo, un susurro inexplicable en medio de la noche. Me intrigó preguntarme si lo que me aterrorizaba no era mi propia percepción de lo que creía ver o escuchar, antes de lo que realmente lo producía o incluso el hecho mismo. Me irritó un poco la idea de un razonamiento tan básico sobre un tema tan complejo.

- Pero no todo es tan sencillo - le dije - es decir ¿Cómo puedes estar tan convencido que el miedo es sólo nuestra reacción a la incertidumbre?
- No lo estoy - me respondió entonces - pero es una de los motivos por los que sueles aterrorizarte, lo sepas o no.

Pensé en esa idea mientras recorríamos mi pequeño apartamento con lentitud. Luis probó a abrir y cerrar puertas, gavetas. Golpeó con suavidad las paredes. Escucho atentamente el sonido de aparatos eléctricos, apoyó la mano sobre la madera de muebles y sillas. En una ocasión leí que el miedo es un instinto salvaje, una de las tantas maneras como tu mente y tu sistema nervioso te protege de lo que ocurre a tu alrededor, del peligro real que te rodea. De hecho, la teoría se encuentra tan extendida, que muchos científicos consideran que el miedo es un arma de defensa muy eficaz contra los riesgos potencialmente mortales. Esa parte antigua del cerebro que se relaciona con nuestras funciones más primitivas reacciona como un mecanismo inmediato que nos hace despertar de cierta indiferencia cotidiana para convertirnos, virtualmente, en un organismo que intenta mantenerse a salvo. Desde el torrente de hormonas recorriendo nuestro sistema sanguíneo hasta la agudización de los sentidos, el miedo es el arma con que la naturaleza nos dotó para enfrentarnos a un mundo plagado de riesgos.

- Además, es un sistema codificado que te permite tomar una serie de precauciones para salvaguardar tu seguridad - me dice Luis. Prueba los tornillos de un anaquel, sacude con cierta violencia las puertas abiertas de un viejo archivo. Revisa las tablas de madera de la biblioteca - al final el miedo es un instinto muy valioso y necesario, aunque lo olvidemos de vez en cuando.

En una ocasión, caminaba por una calle de mi ciudad, cuando un hombre de aspecto dudoso se detuvo a mi lado. Me dio una mirada larga y un poco inquietante. El miedo me recorrió como un latigazo de energía, pero por alguna razón, contuve mi inmediata instinto de alejarme y continúe de pie a su lado, tachándome de irracional y paranoica. El hombre no dejó de mirarme hasta que finalmente cruzó la calle. Con el corazón latiéndome lo miré alejarse, sin saber que me había provocado tanto terror. El hombre no había hecho ningún gesto amenazante y se había mantenido a una distancia más o menos segura desde donde me encontraba. Un rato después, mientras entraba a una de las Estaciones de Metro cercanas, escuché gritos y alboroto: una chica había sufrido un asalto unos cuantos metros más allá. Cuando uno de los testigos describió a gritos al atracador, me recorrió un escalofrío cuando reconocí al hombre que había visto antes.

- El ser humano es el único mamífero que se resiste a escuchar su instinto de autopreservación - me dice Luis, con una pequeña carcajada. Nos encontramos en mi baño y lleva largo rato abriendo y cerrando las llaves de agua, probando las puertas, la manera como funciona el inodoro - cualquier otro animal lo obedece ciegamente. El hombre aprendió a reprimirse hasta controlarlo. Y tal vez por ese motivo, ahora no puede reconocerlo ni tampoco comprenderlo a cabalidad. Pero el miedo es la forma como tu cuerpo te señala el riesgo. Escucharlo, la mayoría de las veces es sano.

Recuerdo todas las historias sobre la cobardía y la valentía que he escuchado. Pareciera que la especie humana se mira así misma como cierta autosuficiencia y arrogancia, y el miedo representa una debilidad que no es completamente admisible en nuestra manera de comprender el mundo. Luis se encoge de hombros, como si el tema le trajera sin cuidado.

- No hay valientes ni cobardes. Hay diferentes reacciones a un mismo estimulo - me dice - por ese motivo escucho a todos los que me llaman con igual respeto. Si algo te produjo temor es real. Es real para ti y te produjo un tipo de reacción coherente, física y evidente. ¿Que le llamas fantasma? ¿Que le llamas sonido inexplicable? Eso ya forma parte de tu manera de razonar y comprender tus propias reacciones, pero eso no es malo ni bueno. Es simplemente una opinión. Lo real, lo incontestable es el miedo.

Súbitamente, el mismo sonido que me aterrorizó la noche anterior me sobresalta. Carece de la nota desconcertante y un poco espeluznante que tenía en mitad de la noche: Es un sonido mecánico, repetitivo, que se repiquetea en el baño como un eco desordenado.  Miro a Luis que inclinado sobre el tubo de respiración del baño sonríe triunfante. El sonido parece provenir directamente de la rejilla de la respirador.

- Ya encontré a tu fantasma - me dice entre risas - es aterrorizante.

Me muestra un puñado de revistas húmedas y destrozadas que al parecer, cayeron desde algún piso vecino por el ducto de cemento. Las hojas se enredaron en las aspas del pequeño ventilador del conducto y cuando este empezó a funcionar a mitad de la noche en su acostumbrado ritmo, produjo el curioso sonido que tanto me aterrorizó. Desconcertada, pienso de nuevo en la escena nocturna, en la sensación de vulnerabilidad. En la forma como logró no sólo que me sintiera débil y abrumada, sino en esa profunda angustia que me mantuvo despierta. Luis me escucha con una expresión comprensiva.

- El miedo no se controla y esa es otra de sus características. El es tan natural, espontáneo y potente como una crisis de carcajadas y lágrimas - me comenta - te aturde y luego te prepara para una lucha imaginaria. ¿Cómo explicas un proceso físico tan complejo? No tengo dudas que durante siglos, lo que creo a los fantasmas fue el temor. Así de simple como suena: lo que recordamos al día siguiente es el pánico incontrolable, esa blanca sensación de angustia que nos sofoca.

La idea me deja un poco preocupada. Miro a Luis que limpia las astas del ventilador con un paño seco. Todo parece tan evidente bajo la luz del sol, tan concreto. ¿Tan simple es nuestro temor? ¿Nuestra necesidad de comprendernos como un organismo vivo que necesita auto preservarse? Luis se encoje de hombros cuando se lo pregunto.

- Seguro que no - dice. Se inclina. Coloca de nuevo el pequeño artefacto. Cuando se enciende el sonido que produce es el conocido zumbido al que nunca había notado estaba acostumbrada - pero sin duda, es el nudo angular de todo lo demás. Pregúntate. ¿Que te produce realmente el miedo? ¿Que hace que seas más consciente de tu cuerpo, tus capacidades y debilidades cuando lo sientes? Allí están todas las respuestas.

Me lo pregunto esa noche, en la oscuridad. El silencio me envuelve, pesado y casi sofocante. Tengo los músculos en tensión porque a pesar de la experiencia diurna, recuerdo con excesiva claridad el miedo que sentí antes, ese rastro primitivo y desconcertante que me deja sin voz. Cuando comienzo a dormirme, tengo las manas aferradas a las sábanas. Y me pregunto entre dormida y despierta, que ocurre más allá, que nos provoca esta sensación de confusión, el miedo en estado puro, la simple desazón. No lo sé y tampoco lo sabré un poco después cuando me despierte en mitad de la noche, los ojos muy abiertos en la oscuridad sin saber que me ha despertado. Tal vez vez el miedo en estado puro - lo natural y primitivo de sentirlo - sea una parte de nuestra propia humanidad.

C'est la vie.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Del miedo y otros dolores: Caracas, quiero vivirte, no sobrevivirte.





Cuando pensé en escribir algo sobre el miedo, la primera idea que tuve fue redactar algo edificante, hermoso y esperanzador: la manera de vencerlo quizás, el miedo como una manera de superar nuestras propias limitaciones. Pero a medida que leía sobre el tema y lo analizaba con la franqueza de quien desea mirar más allá de sus propios prejuicios, consideré esa aproximación hipócrita. Poco realista. Al menos, como lo creo, lo veo y lo cuestiono, mi manera de analizar la idea. Así que decidí que para hablar de miedo, tenía que asumir que siempre lo siento, y por una razón bastante amplia: vivo en Caracas.

No puedo decirlo de otra forma: tengo miedo de la ciudad donde nací. Es un pensamiento duro, doloroso pero el más sincero que puedo expresar. Caracas me produce temor, uno muy profundo y angustioso. Me acostumbré a tener miedo y lo que creo que es peor, no soy la única. El miedo se ha convertido en una parte de la visión que tenemos sobre la ciudad, sobre nuestra manera de vivirla, crearla y construirla, en nuestra imaginación y en el ámbito de lo real. Y como duele, tener tanto miedo del lugar donde naciste y creciste. Como hiere sentir esta sensación de zozobra irreprimible, esta sensación de peligro que te acompaña a los mismos lugares donde reíste, donde miraste el cielo para crear, los que te vieron crecer. El miedo, como un acompañante silencioso, en todas partes, en todos los momentos. Miedo a lo que pueda ocurrirte, miedo a lo imponderable, lo que no puedes controlar. Lo que temes ocurra por un descuido, lo que ocurre a pesar de todas las precauciones. Porque en Caracas, el miedo es parte de lo cotidiano, un elemento más del todo los días, una manera de comprender tu manera de vivir. Que duro, es asumir eso, cuando entiendes que el miedo te sofoca, que el miedo es irreprimible, que es parte de todo y de cada cosa que ocurre  a tu alrededor. Y cuando duele, no poder evitarlo, cuando lastima asumir que el miedo está y no se ira, que el miedo crea su propia cultura, el miedo es una parte de tu manera de vivir.

Mi amigo E. sonríe cuando le digo todo esto. Como buen optimista, está convencido que el miedo es derrotable. Y no dudo que lo sea, asumo: en otras circunstancias, bajo otras ideas. Yo misma lo intento a diario, para poder construir un equilibrio precario entre lo que quiero vivir y este temor que me acompaña a todas partes. Pero para E. esa idea del miedo como un todo ineludible, es excesiva.

- El temor es un síntoma de tu incapacidad para manejar lo que te rodea - me explica - el miedo es una reacción natural de protección. Pero no es inevitable ni necesario.

- El miedo en Caracas es natural - comento - lo siento a todas horas y por razones que me sobrepasan. No hablamos del miedo como una condición o un pensamiento abstracto. Hablamos del miedo como una situación real. No puedo ignorarlo, aunque quiera. Y desearía hacerlo. Pero...

No quiero hacerlo, pienso. Pero no se lo digo. No sé como explicarle que el miedo es parte de esta sociedad de ciudadanos confusos, temerosos del todo y de lo que pueda ocurrir. En mi caso, es un tema casi obsesivo: temo cada cosa que pueda ocurrir, desde el asalto casual hasta el incidente en plena calle que pueda provocar cualquier situación peligrosa. Una red intrincada de pequeñas circunstancias donde el único elemento común parece ser mi temor a la violencia. Siempre la violencia. La temo cuando voy en un transporte público, cuando uso el servicio de Metro, cuando camino por la calle, cuando conduzco en una avenida transitada. Porque la violencia en Venezuela es parte de lo habitual, estemos conscientes o no de ella. Es parte de lo que comprendemos, de lo que asumimos como parte de una idea de ciudad. Pero no sé como explicarle eso a E. con su alegría de hombre que construye su propia visión de esta ciudad complicada y dura. No sé como explicarle el temor del sobreviviente, de la victima - me han asaltado en tres ocasiones - o simplemente, de quien se acostumbró al miedo para comprender a Caracas, como circunstancia y posibilidad.

- El miedo es optativo - dice entonces, con toda la convicción del que cree y confía en sus palabras - existe, nadie lo duda. Es parte de lo que asumes como real, como la esperanza. Pero entre ambas cosas, existe una decisión consciente de crear y construir cosas, de evitar que el miedo te detenga. Siempre se puede sentir miedo, claro. Pero vencerlo es una perspectiva personal.

Un pensamiento muy idealista, claro. Lo analizo mientras camino por una calle concurrida, rodeada de Caraqueños malhumorados y apresurados. Todos caminan con los brazos apretados contra el cuerpo, la mirada huidiza, el sentimiento de ser un extraño en medio de su propia idea del mundo. Yo también me siento así: a pesar de la conversación con E., de su alegría contagiosa, no puedo abandonar esa sensación de desamparo y vulnerabilidad que me provoca vivir en una ciudad violenta. Y quisiera hacerlo: lo he intentado por todos los medios que conozco durante este año. He escrito sobre Caracas hasta el cansancio, la he recorrido a pie, cámara en mano, enfrentándome a mi propio temor para captar en imágenes lo que amo de ella. De alguna manera, encontré mi propia historia en sus calles y avenidas descuidadas. Y aún así, continúo padeciendola, con esa sensación de amagura del que se siente desengañado, quizás traicionado en su inocencia. Porque a Caracas la quise muchísimo, mi ciudad fue mi primera inspiración, mi primera forma de comprenderme como parte de la historia. ¿Y ahora me hieres? ¿Me quitas el gentilicio con miedo? ¿Como puedo perdonartelo?

Mi amiga L. es la caraqueña esencial: No solo ama a Caracas de todas las maneras que alguien puede querer a una ciudad como está, sino que además, la mira como parte de si misma. Un trozo intricando de su memoria y su manera de concebirse como mujer y talentosa. Sus mejores textos siempre se los dedicó a esta Caracas maltrecha, a esta Caracas sufiriente y violenta, a esta ciudad femenina y agresiva que le brinda sentido a una parte suya muy profunda. Pero desde hace unos meses, L. no escribe sobre Caracas y la ausencia es notoria, el silencio es doloroso. Hace unos días, cenamos juntas le pregunté que había sucedido. Callada y seria, no me contestó de inmediato.

- Extraño tu Caracas - insistí - ¿Que ocurrió que ya no me hablas de ella?
- Estoy furiosa con Caracas - respondió L. furiosa. Me sorprendió esa furia, las lágrimas en los ojos, la emoción que le coloreó la piel - Caracas fue mi mejor amiga, mi madre, mi reflejo. Pero ahora, le temo. No puedo soportar tenerle miedo. No puedo comprender como es temerle a un lugar que quieres tanto.

Apretó los labios. Desvió la mirada. Y noté en L., en esa frescura suya de artista que se crea y se construye a diario una grieta, una muy dolorosa y visible. La de la decepción. Cuanto la comprendí. Cuanto sentí ese sentimiento de desazón y de perdida de esta Caracas entre rejas, de esta Caracas del disparo y la sangre, de los gritos y el temor. Quise decirle algo, quizá repetirle las palabras de mi amigo E., pero preferí no hacerlo. Me pareció irrespetuoso hablar de esperanza y de la moralidad del miedo a ese dolor de L., esa angustia tan duro de asumir y comprender tu propia incertidumbre. De manera que me callé otra vez, saboreando un sorbo del jugo de fresas que me bebia y que me supo amargo, a tristeza, diluido en esa angustia diminuta que L. y yo compartiamos.

Y es que este miedo es ineludible. Un miedo que tiene tantas aristas que no puedes evitarlo, te lo tropiezas en todas partes. El miedo que cambia tu vida y rutinas. El miedo que te hace sentir una inquietud que te rompe las ideas, al que te enfrentas a ciegas, con la necesidad de comprenderte a pesar y quizás debido a eso que te aplasta un poco cada día. Este miedo que sientes de pie en la calle, de los rostros ajenos, del desconocido que te mira, de la mujer que te roza, incluso del niño de mejillas sucias que te tropieza de pronto. Este miedo, tan sofocante, que te acompaña aunque no lo quieras mirar, aunque lo ignores, aunque aprietes los dientes y camines por la calle intentando no escucharlo. Pero allí esta, una y otra vez el miedo: una parte de esta identidad de ciudad, del gentilicio lleno de costuras mal cosida. El miedo de las historias que te cuentan, el temor al futuro que se desdibuja, se cae a pedazos. Este miedo que no te abandona y con el que luchas a diario. Esa sensación casi frágil de no reconocerte en la angustia, de no querer hacerlo. ¿Donde estás Caracas? ¿La que te recuerdo? ¿La que forma parte de mi mente? ¿Donde estás cuando intento reconocerte en la que eres ahora, densa y ruinosa? ¿Donde estás tu, la hermosa, la dura y la furiosa en esta simplemente destrozada por el temor? No quiero mirarte así y sin embargo, lo hago. Lo necesito, para comprender a través de ti.

Del miedo se habla mucho pero pocas veces, lo asumimos como propio. Pienso en eso, sentada en el Calvario, mirando a Caracas a mis pies, silenciosa y casi simple en su belleza desordenada. Tan lejana. Eres mia como tu eres parte de mi historia. Estamos unidas Caracas, por esta visión del mundo que alguna vez fue nuestra. ¿Eso es suficiente? me pregunto mientras levanto la cámara. Te miro a través del visor, el lente encuentra lo más bello de ti, lo enfoca lentamente. Y apareces Caracas, la de los sueños. Apareces lentamente, en tus edificios y calles, en el caos, en el cielo azul radiante que se abre y se mezcla con el olor a calor de voz y tiempo. Eres tu Caracas, a través del espejismo de la imagen, distorsionada y perenne. Eres tu, Caracas, la imagen que forma parte del tiempo en mi memoria, de todas las cosas pequeñas y dulces que recuerdo de ti. Y aún eres mía, en este miedo, en esta sensación de perdida, en esta decepción. Cuando tomo la fotografía estoy llorando y no sé por qué. Quizás por desamparo o simplemente, por amor.

Y regreso al miedo. Quería escribir sobre eso y terminé escribiendo sobre Caracas. Tal vez, ahora mismo, ambas cosas se confunden en mi imaginación.

C'est la vie.

domingo, 1 de septiembre de 2013

De la Guerra y otros demonios Universales: Siria bajo fuego cruzado






Guerra es una palabra que siempre me ha producido escalofríos. Al escucharla, de inmediato imagino campos arrasados por el fuego, cadáveres tendidos de un lado a otro, soldados cadavéricos avanzando a ciegas en medio de la pesadilla. Pero incluso, la imagen es muy idílica y antigua para expresar el verdadero horror de la destrucción sistemática de territorios y vidas humanas que el hombre lleva a cabo por las ideas más difusas, por las razones más elementales. Y es que la guerra es la mayor expresión de la vanidad humana, de esa que supone que provocar la muerte puede brindar sentido a un ideal que no se sostiene por sí mismo. Enarbole la bandera de la ideología, la política o la religión, la muerte siempre será la muerte y tiene el mismo sentido en cualquier idioma e interpretación. La guerra es solo la justificación al dominio de la violencia, de los intereses en disputa y al menosprecio de cualquier ideal real.

Mi abuelo sabía mucho sobre eso. Sobrevivió a la Guerra Civil Española huyendo a Venezuela, dejando atrás un país devastado por el dolor y la pobreza. Hablaba muy poco sobre el tema, pero cuando lo hacia, sus palabras mostraban ese lado de la Guerra que nunca podría explicar un libro o una imagen. Hablaba de noches de terror escuchando el sonido de bombas, el miedo puro que flotaba en el olor de la metralla, la perdida de toda esperanza. Eran relatos mínimos, inquietantes, pero que describían con vivida crudeza lo que realmente significa la guerra, más allá de los análisis de las páginas de la historia.

- El tiempo que transcurre durante la guerra, es distinto a cualquier otro - me contaba mi abuelo, sentados ambos en la bonito salón de mi abuela. Todo parecía muy lejano, en ese sopor de las tardes caraqueñas, rodeadas de luz y del olor de los árboles de mango - no sabes cuando terminará o si sobrevivirás. Todo lo vives con mayor intensidad, estás muy consciente de la muerte. Olvidas el sentido natural de la vida.

No respondí, sobresaltada. Intenté imaginar como sería vivir con la consciencia que podrías morir en cualquier momento. Y no es que no la tengamos todos a diario: la muerte es una certeza de lo rutinario, es parte de la historia del hombre en todo momento y lugar. Pero resulta muy distinto cuando esa consciencia sobrepasa esa sutil visión de la muerte inconclusa, abstracta y se hace real. Se hace inmediata. Con los ojos de la imaginación, vi a mi abuelo, muy joven, delgado y pálido, caminando por una España remota, inquietante. Hambriento, temeroso. La guerra en todas partes: en la mujer que le vende el pan, viuda. El hombre que camina cojeando por la calle, cubierto de harapos, el rostro cubierto de sangre. El militar de uniforme que le echa una mirada torva y maliciosa, el arma apoyada en la cadera, la sonrisa de suficiencia. Parpadeo, angustiada.

- La vida tiene un curso natural - continuó mi abuelo - y la guerra lo pervierte. Porque todo se relaciona con la muerte. Nadie sobrevive a una guerra sin perder parte de si mismo, sin el espíritu roto. La guerra no conoce de victoria, porque cada acto está bañado en sangre y muerte.

Nunca olvidé esas palabras. De hecho, las recuerdo ahora, mientras escucho al Presidente de EEUU Barak Obama, explicando sobre su decisión de intervenir militarmente en el conflicto Sirio. Y de nuevo, me recorre el mismo sobresalto que sentí de niña ante la idea de la muerte como política, la guerra como una forma de expresión de la cultura occidental. Siento también miedo, porque como adulta, comprendo con muchísima más claridad que la guerra no es un fenómeno aislado, que tampoco es una imagen en la pantalla de la televisión o un titular noticioso que puedo pasar por alto. La guerra es real, es la destrucción de cualquier valor o idea que intente sostenerla y más allá, destroza esa misma voluntad de quién la declara de hacer justicia. Porque la justicia tinta en sangre no es otra cosa que una declaración que solo la muerte puede justificar la opinión política e ideológica de quien la declara, quien la fomenta y nunca parece incluir o mucho menos lamentar, el sufrimiento de quien la padece.

Un mundo convulso: Lo bélico como expresión de una idea común.

La guerra - como idea - siempre ha sido controversial. En una ocasión, sostuve una larga e incómoda discusión con un profesor de historia que me insistió en que había guerras justas. Cuando le respondí que pensaba que solo había guerras inevitables, me miró furioso.

- La Segunda Guerra Mundial fue una necesidad. ¿Imaginas el mundo ahora de no haberse llevado a cabo? - dijo. La respuesta me sacudió. Más tarde, cuando le hice el mismo planteamiento a mi profesor de Lógica, un  sacerdote jesuita muy cínico, soltó una carcajada seca.

- Las guerras siempre parecerán necesarias, justas, santas y salvadoras - dijo, mientras caminábamos juntos por el campus de la Universidad - es muy sencillo asumir que la violencia es la solución inmediata. Y de hecho lo es: con la muerte no hay medias tintas ni respuestas. La segunda Guerra fue el menor de los males en un mundo que se caía a pedazos, un mundo que ignoró el peligro real el suficiente tiempo como justificar las armas y la agresión. La guerra no es inocente. La guerra representa un interés mayor y casi siempre muy concreto, que beneficia a cualquiera de las partes en disputa.

Una idea muy cínica, la verdad, pero que con el correr del tiempo terminé aceptando como cierta. Porque una guerra siempre será una confrontación de intereses, más que de ideologías. Ninguna guerra se declara si alguno de los contiendes tiene algo que perder. Ambas partes tendrás siempre algo que ganar, una victoria territorial o comercial, disfrazada de algún ideal difuso que no justifica la muerte y desolación que provoca la escena bélica. Pero, la guerra continúa siendo una opción, continúa mirándose como una solución real en medio de un mundo convulso y cada vez más frágil en sus convicciones.

En ocasiones, tengo la impresión que he vivido durante toda mi vida en una guerra no declarada: desde la extraña guerra del Golfo, que miré desde las pantallas de televisión como un aterrador espectador, hasta las tragedias étnicas de Bosnia Herzegovina y Kosovo hasta llegar a las intervenciones militares estadounidenses, la guerra parece estar en todas partes, convalidar su existencia por el mero hecho de cumplir una función concreta de un mundo donde la política de salón no negocia vidas, sino poder. He escuchado declaraciones de guerra absurdos, leído el testimonio de victimas desconsoladas, exigiendo paz. Pero el mundo no está preparado para ofrecer una visión pacifista de si mismo: continúa comprendiéndose desde la agresión, desde la visión más dura de su propia interpretación de la violencia.

El rostro de Barak Obama tiene una expresión tensa, preocupada. No es para menos, pienso. Asume la responsabilidad por un conflicto bélico inútil y carente de verdadero objetivo.  Frente a las cámaras de televisión, explica a los ciudadanos que gobierna y al mundo que su país tiene la intención de intervenir en el conflicto Sirio. Lo escucho entre incrédula y furiosa. Durante casi dos años, el pueblo sirio se ha enfrentado a la lucha encarnizada de una guerra civil sin limites claros, sin ganadores y vencedores. Solo muerte, solo el desolado panorama del poder intentando vender a la resistencia y más allá un cumulo de intereses en disputa que parecen inevitables. Porque nadie entiende muy bien que ocurre en Siria, como nación o circunstancia: No hay buenos o malos, tampoco asesinos o victimas. Hay una población enfrentándose a intereses que le superan, que les atañe de manera tangencial. Pero la lucha continúa, la lucha se extiende en todas direcciones de un país divido y herido por la violencia. Los rebeldes atacan, toman posiciones, declaran triunfos precarios. El gobierno se defiende, apela al nacionalismo, se arropa en el clamor popular de defender un gentilicio que parecer fragmentarse en dolor y muerte. Y en medio de ambos extremo, el pueblo libio padece, sufre, muere. Las victimas se cuentan a millones, la tragedia humanitaria aumenta de manera exponencial. Y sin embargo, la solución es más violencia, es la cruda realidad de la muerte por la muerte. Sangre para bendecir el ideal.

Como mucha otra gente, vi las imágenes de lo que supuestamente ocurrió en Ghouta ( un área cercana a Damasco controlada por los rebeldes ) y sentí terror y furia. Cientos de cadaveres envueltos en sábanas blancas, con el rostro retorcido por un dolor que los llevó a la muerte. También vi un vídeo, de un hombre que intentaba despertar a su hijo, muerto dos o tres horas antes por el ataque químico que sufrió la población. Y sentí la necesidad que ocurriera algo que detuviera la masacre, detener al gobierno Sirio, el Villano de la partida y devolver la paz a un país que lo reclama desde hace casi dos años. Un pensamiento tan ingenuo como inútil, por supuesto.

Y es que el conflicto en Siria es tan confuso e indescifrable para el mundo Occidental que lo  intenta comprender como un enfrentamiento heroico entre dos extremos lo resume a limites peligrosos. Siria es un territorio inestable y no solamente por el enfrentamiento de una guerra civil nacida en los albores de la llamada "Primavera Árabe" sino que además, rodeada como país de una circunstancia religiosa e ideológica lo bastante peculiar como para que pueda influir en el conflicto frontera adentro. Hablamos que de triunfar los rebeldes - con o sin apoyo de una Intervención militar de EEUU - Siria deberá decidir cual identidad deberá asumir: una democracia sin base popular en un país quebrado por un conflicto fratricida o convertirse en una teocracia como varios de sus vecinos, bajo el liderazgo de clérigos ultra conservadores. De manera que la misma opción de la guerra, solo desvirtúa cualquier aspiración pacifica: las aristas del conflicto son tan numerosas como peligrosas y amenazan  no solo al pueblo sirio sino a la frágil estabilidad del Medio Oriente.

Pero por ahora, la pugna continua debatiéndose en un juego de poderes que poco o nada tiene que ver con la realidad del país: Putin se enfrenta a EEUU por inercia política, aunque su oposición es todo lo hipócrita que puede ser de un líder que sabe que la Guerra reditúa y que el beneficio económico puede privilegiar a su país a largo plazo. A su vez, Obama insiste en el inquietante papel de obligar a su país a intervenir en un conflicto que no le atañe ni tampoco tendrá otro beneficio que disponer de otra pieza de poder en el complejo panorama internacional. Aún así, insiste en maniobrar con la suficiente mano izquierda como para evitar ser acusado de promotor de un nuevo conflicto bélico de impronta americana. Su decisión de aguardar la decisión del Congreso y el Informe de la ONU sobre las armas químicas, hacen suponer que intenta, en lo posible, revestir de un lustre de cierta legalidad una decisión inaudita. La pregunta inmediata que cualquiera se formula es quizás la que no tenga respuesta inmediata ¿Qué ocurrirá si el Congreso le niega la autorización? ¿Que camino tomará este Obama que intenta aplastar un conflicto bélico con otro?

Entre tanto, el mundo se preocupa a su manera maniquea y parcial: se llevan a cabo protestas para evitar "la muerte de Inocentes" en un país que padece desde hace más de dos años una guerra Civil tinta en sangre. Hablamos de casi un millón de victimas debido a los enfrentamientos o ataques del Gobierno de Assad o los Rebeldes en armas, hablamos de un pueblo que padece los rigores de la guerra antes que el supuesto ataque de armas Químicas se hiciera noticia mundial, la justificación que necesitaban los observadores para declarar un estado de emergencia que durante dos años ha sumido en muerte y destrucción al país. Se preguntaba Ilya U. Topper en su interesante artículo "Siria se va al diablo" si existen "muertos buenos o malos, unos más valiosos que otros según el interés que satisfagan" y el mero cuestionamiento es inquietante, perverso. Porque esta guerra vendida como salvadora no es más que una necesidad del mundo que es testigo de una confrontación que no comprende, de minimizar el daño, de nombrar buenos o malos, vencedores o vencidos a conveniencia. Y mientras tanto, las victimas continúan cayendo, la muerte se multiplica, la idea de la violencia parece cada vez más válida, plausible a pesar de la evidencia en contra.

Lo peor de todo la visión del futuro panorama bélico es que nos atenemos a las nociones del bien y el mal que hace de la guerra una idea necesaria: El uso de armas químicas en Siria transgredió una límite imaginario que provocó la inmediata reacción mundial. ¿Por qué? La noticia no es nueva para nadie:  El Gobierno de Assad posee un respetable contingente de armas químicas, distribuidas a lo largo y ancho de Siria y durante los largos meses de la guerra civil que azota el país, las ha utilizado en menor o en mayor medida. De manera que la hipocresía del discurso que convalida la guerra no puede ser más notorio: las armas Químicas utilizadas en Ghouta justifican el ataque, solo por el hecho que la noticia trascendió fronteras, llegó en un momento político conveniente para las potencias mundiales que miraban de reojo la interminable confrontación. Y se me ocurren muchas más preguntas ¿Es tan torpe el gobierno de Assad como para utilizar su arsenal de armas químicas contra una población Civil luego de la llega del equipo de inspectores de armas químicas a Damasco? ¿Cual sería la posición estadounidense y del mundo si se llegase a demostrar que el ataque de armas químicas fue perpetrado por los rebeldes?  Más preocupante aún es la certeza que el ataque a Siria estaba decidido desde hace un buen tiempo y el ataque con armas químicas resultó la excusa perfecta. Me pregunto varias cosas ¿Quien vendió armas químicas a Siria? De pertenecer al gobierno Sirio ¿Qué país se responsabiliza por un desmán que condenó a la población a sufrir el ataque más artero imaginable? Otra cosa más: si las armas quimicas pertenecen a los rebeldes - como sugiere una versión que he escuchado varias veces - de nuevo, insisto: ¿Quién se las procuró? La respuesta a todas esta serie de interrogantes podrían definir un panorama más claro sobre lo que está ocurriendo frontera adentro del país. Pero no las tenemos, de manera que cualquier conclusión es inexacta.

Peor aún:  Putin se opone al ataque mientras Obama insiste en llevarlo a cabo aún sin el informe de la ONU que podría aclarar la situación. Ambos defienden intereses económicos ( un oleoducto con Irán y la vía directa de compra de petróleo ) por lo que la decisión no provendrá de la protección del pueblo Sirio, sino al beneficio y rentabilidad de esta guerra.

De manera que, el panorama no puede ser más lamentable: Dos gigantes se pelean por una zona franca, sin importarle sus habitantes. Una terrible perspectiva para las victimas de una guerra interminable.


Apago el televisor antes que la locución del presidente Obama acabe. En el silencio que viene luego, imagino el sonido de bombas y gritos, el terror convertido en una escena fragmentada de horror. Siento miedo, uno muy profundo y crudo, pero también una desolación abrumadora, la sensación que el mundo está muy cerca de expresar de nuevo el poco valor a la vida y a las verdaderas ideas - esas, que sobreviven sin sangre - que padece nuestra cultura, nuestra herencia cultural. Y me pregunto, si en esta ocasión, habrá un último momento de sensatez, de comprensión del poder destructivo de una guerra y su legado de muerte. O si solamente ocurrirá lo inevitable, en un ciclo con olor a sangre y sin ningún otro sentido que el dolor.

La posible respuesta me produce una profunda desazón.


Para leer: 

Para comprender con mucha más claridad el conflicto Sirio y sus posibles implicaciones, recomiendo leer los siguientes artículos:

El estupendo análisis de Jon Lee Anderson: "Siria, Assad y la historia de las armas químicas" http://prodavinci.com/2013/08/23/actualidad/siria-assad-y-la-historia-de-las-armas-quimicas-por-jon-lee-anderson/

La opinión del Periodista radicado en Estambul y analista de la situación del medio Oriente Ilya U. Topper: "Siria se va al infierno":  http://msur.es/2013/08/29/topper-siria-diablo/2/

martes, 13 de agosto de 2013

La risa del Venezolano: La bufonada más peligrosa.





Voy en un autobús y alguien se sube, sudoroso y pálido, contando a quien quiera escucharlo, que casi lo asaltan en plena calle. Lo cuenta a gritos, temblando. Y todos los pasajeros lo escuchamos asustados e inquietos. Entonces,  un hombre que lleva una camisa de la VinoTinto comenta:

- ¡Pana! ¡Pero alegrate! ¡Al menos no te robaron el cabello!

Todo el mundo ríe, a carcajadas. Menos yo, que miro la escena entre fascinada y confusa.  Los chistes van y vienen, las risas se contagian, pero a mi todo aquello me inquieta, me produce escalofríos. Cuando me bajo del vehículo, ya la historia del robo se olvidó y todos comentan entre campechanos y ufanos, la fortuna que tuvo el hombre que sufrió el atraco de seguir con vida y poderla contar. "Y hasta reírse", comenta alguien. Como si eso estuviera bien, como si la risa transformara el desastre en otra cosa. Y quizás si lo hace: lo hace ceguera, lo hace resignación.

Estamos mal, pero vamos bien. 

Decía el psicólogo Axel Capriles en su libro "La Fantasia de Juan Bimba" que venezolano padece de lo que denomina cheverismo: esa "desconexión con lo trágico" que es una forma de "relacionarnos con la vida y sus aspectos duros" muy propia de nuestra idiosincracia. Y es que nosotros, los Venezolanos sobrevivientes a a todos nuestros pesares, nos reímos mucho. Nos reímos de la inflación e inventamos chistes ingeniosos sobre el tema. Bromeamos sobre el caos político, nos esmeramos en demostrar siempre que nos podemos reír de casi cualquier cosa.  Que nadie dude que somos el tercer país feliz del mundo, a pesar de no tener motivos y que nuestro estilo de vida se precipite cada vez con mayor rapidez a niveles desconocidos, que cada día nos sorprenda el nivel de mezquindad de una sociedad agónica. Eso no importa: lo realmente necesario es sonreir y mirar hacia otro lado. Protegernos del desastre como podemos, a carcajadas y a burlas. Porque el Venezolano es "feliz", aunque esa felicidad deje un mal sabor de boca la mayoría de las veces y lo que es peor, te recuerde que a la ligera nos tomamos la pequeña tragedia diaria. El temor a reconocer que la Venezuela que heredamos, que construimos, son trozos desiguales de una idea de país caduca, agónica. Pero eso no importa a nadie: en realidad dejó de importar desde el momento en que el ciudadano común encontró que la risa fácil es la excusa perfecta para olvidar lo que se padece. Y como lo disfruta. Como ejerce ese derecho a reir a pesar de cualquier cosa.

Alguien me diría ( y seguramente me lo dirán ): "pero es que no está mal reir, el Venezolano es así". Claro que no está mal por supuesto.  Lo que me inquieta es que esa actitud, me remite de inmediato a otra anécdota, que leí hace unos años en el libro Treblinka del escritor Steiner Jean Francois. La historia, que cuenta con espeluznantes detalles la vida en el campo de exterminio Treblinka de la Alemania Nazi, narra la vida cotidiana de la comunidad judia y recuerda, que el Ghetto de Varvosia, siempre se preocupara estar de buen humor. La sonrisa para hacer retroceder el desastre, para sobrevivir. Recuerdo sobre todo, la historia de una anciana que contaba los chistes que los futuros prisioneros se hacían con respecto al futuro: "Si nos llevan a Treblinka, espérame en la jabonera" era el chisme más popular y que hacia inmediata referencia a las sospechas de los bárbaricos métodos nazis para exterminio. Y todos reían, acurrucados en sus casas, temblando de miedo pero consolados a medias por la capacidad de reir. ¿Es el mismo buen humor del Venezolano? ¿del que sobrevive a la desgracia diaria con burlas y carcajadas? Sí, comos nos reímos, como padecemos de nuestra propia frivolidad.

Y el país continúa sacudiéndose de un lado a otro en el absurdo: comentaba hace poco Freddy Guevara en su magnifico artículo El absurdo: un país publicado en Pro DaVinci, que los últimos catorce años "han representado casi de forma teatral la hipérbole del absurdo". Y es verdad. Este es un país donde la normalidad es una pieza rara y escasa. Lo fortuito es parte de la idiosincrasia, la improvisación una manera de perpetuar esa idea de nación que construimos a trompadas, de mala gana, sin la mínima disciplina que permita comprendernos como un legado histórico. Y es que el absurdo es parte de lo que asumimos como país, de lo que se entiende con toda naturalidad como "normalidad". En Venezuela no hay limite para lo aceptable y lo que no lo es. La resignación es una moneda común, es un requisito de gentilicio. La teología del flojo, como diría uno de mis profesores Universitarios. Yo lo llamo, con algo menos de delicadeza, la ceguera del pendejo.

Así intenta construirse esta Venezuela doliente del siglo XXI. Una obra de teatro barata, un melodrama superficial sin son ni ton. La ignorancia nos agrede, la indolencia nos acosa, pero para eso: ¡Hay buen humor de sobra! Así avanzamos en este presente lleno de grietas,  a trompicones y sacudones, cuidando que el pie no se nos hunda en el lodazal del pensamiento ideológico basura, de la lucha política cuarteada por la frivolidad. Y vamos todos juntos en el mismo Barco de los locos, como diría, Sebastian Brant. Este el país donde un concurso de belleza provoca más revuelo que una Universidad cerrada. Este es un país donde la viveza y el abuso se alaba y la ética es motivo también de burla. Y aquí seguimos,  unidos en el desastre.  Nos une lo poco que nos asombra lo ridículo, lo destructivo, lo que está convirtiendo al país en una especie del paisaje del caos de lo impensable: lo asumimos como parte de lo cotidiano. De manera que no nos extraña que el Presidente en funciones admita dormir en un mausoleo, sea aconsejado por pajaritos, se hable de una "invasión gringa" y sigamos vendiendo petróleo a EEUU a un precio altísimo, roben cabello en plena calle y toda esa colección de locuras que cada día leemos y olvidamos de inmediato. A veces pienso que ya no nos une, la risa sino el hecho de haber aceptado, para mal o para bien, que Venezuela es un experimento fallido y peor aún, un intento de revolución ideológica que no llega ni a panfleto. Este es un país donde lo surreal se acepta de buena gana, se admite con tranquilidad. Y después, se hace un chiste para amenizar.

Este es un país donde todo se justifica invocando la belleza del paisaje, del privilegio de haber nacido en tierra de Gracia. Olvidemos los asesinatos, entonces, los 443 muertos de Julio y la cifra que aún se completa de agosto. Vamos a mirar todos el Ávila, sin pestañar. Vamos a intentar que no nos llegue el ruido del caos, del corneteo del tráfico caótico, los gritos de las victimas del hampa, los insultos y el malestar de la escasez. Mejor nos vamos a la Playa para celebrar las aguas azules y más calientes del mundo, pero no miremos el caos que se nos viene encima a diario, que golpea el bolsillo, que duele en el alma. No, eso no se mira, de eso, uno se ríe.

Pobre Venezuela. Pero aún peor: Pobre Venezolano que se mira así mismo con tanta necedad.

Hace poco, caminaba por el pasillo del centro comercial con el cabello suelto. Una anciana me miró y de inmediato se me acercó, tomándome del brazo con esa confianza de la edad y la experiencia.

- Hija recójase la melena, que uno no sabe lo que pueda pasarle - me recomendó.

Para complacerla - y quizás por inquietud real - me recogí el cabello y ella me lo agradeció, con una expresión preocupada que me conmovió. La vi alejarse, pensando en el mensaje que había recibido hacia unas cuantas horas a través del servicio de mensajería Whatsapp, donde alguien se burlaba del Robo de Cabello, bromeando e invitando a reirse un poco del tema. Y la sensación de realidad de nuevo me golpeó, me hizo preguntarme que asume el Venezolano por país, como maneja e interpreta la idea de la debacle social y moral que estamos padeciendo, que miramos por el rabillo del ojo quizás para hacerla más soportable. Continúe mi paseo, con el cabello bien apretado y una amarga sensación de angustia llenándome la boca. Y es que esta Venezuela del siglo XXI, esta sobreviviente a revoluciones y a la indiferencia ciudadana ya no sabe como dejar de sonreír, de esbozar esa mueca dura y sin alegría que ingenuamente confundimos con buen humor.

C'est la vie.

Para escuchar: Una canción que resume todo lo anterior, de la interprete Sela

De Donde Vengo

lunes, 22 de julio de 2013

La Violencia y el temor: La cultura de la violación.





Hace unos días encontré, escondida entre la multitud de titulares de actualidad, la siguiente noticia: Mujer noruega violada en Dubai es condenada a prisión "por tener sexo fuera del matrimonio".  Me apresuré a leer la nota y al cabo de varios minutos, estaba lo suficientemente asqueada por para querer arrojar el periódico al suelo y gritar de cólera. Y no solo por lo que contaba la noticia - que ya sería suficiente - sino por sus implicaciones: al buscar la información vía web, encontré una serie de comentarios en foros y diversos blogs, donde justificaba la medida aduciendo que la Cultura Musulmana es por completo distinta a la Occidental, y por tanto, debíamos asumir que "sus decisiones legales no siempre serían comprensibles". Peor aún, dos anónimos usuarios de una página de noticias, insistían que la victima "probablemente se buscó la agresión, si las autoridades no encontraron una prueba para sustentar la acusación de violación". No sé que me produjo más terror: la idea que buena parte del mundo asume que una agresión sexual puede ser justificada o que aún hoy, la violencia sexual sea un delito donde la victima deba asumir que no se creerá en su palabra, hasta que se demuestre lo que padeció. Una idea preocupante, cuando no escalofriante.

La noticia - y todas las ideas al respecto - me hicieron comenzar una pequeña investigación. Y lo que encontré no solo asombra sino que además inquieta, porque demuestra que la sociedad y la cultura asume que la Violencia sexual  es un delito de interpretaciones, una contraposición entre la versión del atacante y la victima. Aún peor, existe toda Una Cultura de la Violación que fomenta la idea que la mujer puede provocar un ataque y que además, el agresor simplemente responde a un impulso primario imposible de contener y que la mujer debe procurar no despertar. No deja de preocupar, que esa visión  de la violación como una provocación de la Victima, esté tan extendida como para que distorsionar la interpretación de un hecho de violencia semejante: La agresión como excusa y más aún, como inevitable.


La cultura de la Violación:

La palabra "Violación" asusta a mucha gente: se pronuncia en voz baja, produce incomodad. Y tal vez debido esa percepción del miedo, es que se intenta atenuar, justificar, interpretar. Porque una violación parece menos terrible, menos cercana, si podemos entender que ocurrió, si somos capaces de asumir que pudo haberse evitado, que no es un acto de violencia gratuita, cruel y sin sentido. Por ese motivo, para mucha gente, una violación es un hecho sin matices, directo y evidente: la violación solo ocurre si el caso es extremo y demostrable. Que no quede duda, pues, que la victima fue maltratada, coaccionada, herida, violentada, aterrorizada. Solo así, la sociedad baja la cabeza, asiente con preocupación y murmura muy preocupada sobre lo salvaje del agresor, sobre el castigo que merece por haber cometido un crimen. Quizás por desconocer las numerosas posibilidades que supone un acto de violencia semejante, el ciudadano de a pie, siempre condenará una violación si puede asumirla como inevitable. ¿Pero que ocurre si la violación es algo más que una paliza y sexo forzado? ¿Que ocurre con las violaciones que no implican violencia física directa? ¿Que pasa con las mujeres violadas que no gritan, que no pueden defenderse, sino que aceptan, aterrorizadas y sumisas, un hecho de violencia que las supera? ¿Existe un perfil que haga válida o creíble una violación? ¿Cuando la violencia es menos o más directa? ¿Cuando el miedo es más destructor? ¿Que ocurre con la mujer abusada por el esposo? ¿Que pasa con la mujer que bebió y llevaba una falda corta? ¿Es menos violento y devastador el abuso sexual por que la mujer no gritó ni golpeó a su agresor? Es un pensamiento inquietante, porque asume la idea que existe violaciones "reales" y las que no lo son tanto. ¿Una cita que salió mal quizás?  Las que la victima soportó la violencia sexual por miedo, por angustia, por no tener otra posibilidad. La mujer que cree que es normal que el sexo sea violento, crudo. Las niñas que son obligadas a contraer matrimonio aún con muñecas en los brazos. ¿Es menos violento el sexo no consensuado si la victima no puede o no sabe como defenderse? ¿es menos cruel una agresión sexual por que la victima vestía de una manera especifica? ¿A donde conducen todas estas interpretaciones y justificaciones sobre la posibilidad de la violencia sexual? Un pensamiento inquietante, por donde se le mire.

Más angustioso aún, es que parte del debate sobre la violencia sexual parece insistir en restar responsabilidad al agresor, en cuestionamientos como los siguientes: ¿Cuando una violación deja de ser violación? ¿Cuando una violación es menos grave? ¿Cuando es provocada? ¿Qué ocurre si la victima propició el ataque? Son planteamientos que forman parte de lo se conoce como "Cultura de la Violación" y que insiste, en que una victima de violencia sexual pudo propiciar de alguna manera el ataque que padece. O que la violación es un término lo suficientemente ambiguo - o que puede serlo - como para que se dude sobre que pudo provocarla o que tanto pudo hacer la victima para evitarla. Encontré, incluso, una lista muy inquietante que define la Cultura de la Violación en una serie de ideas que propician la visión de la violencia sexual como un delito donde la victima puede tener responsabilidad en lo que ocurre:

La Cultura de la Violación es aquella que: 

La que favorece la violencia sexual.
La que ve la violencia como algo sexy y el sexo como algo violento.
La que usa la violación como arma (guerras, etc.).
La que culpa a la víctima.
La que exige que sean las mujeres las que prevengan la violación.
La que dicta que sólo un tipo de gente viola y sólo un tipo de gente es violada.
La que dice que las prostitutas o las esposas no pueden ser violadas.
La que defiende que es normal que “los hombres se comporten como hombres”, es decir, que es normal que no puedan / quieran controlar sus impulsos sexuales.
La que dice que si te violan “de verdad” tu reacción tiene que ser siempre la misma (no se admite que algunas mujeres se avergüencen, otras huyan, otras denuncien, otras se callen…).
La que favorece que no se hable de la violación.
La que condona los “piropos” ofensivos.
La que se niega a ver la diferencia entre persuasión y coherción.
La que excusa la violencia con alcohol o drogas.
La que se ríe con los chistes sobre violencia sexual.
La que dice que los que denuncian la violencia son demasiado sensibles y no que los que la perpetran no lo son lo suficiente.

( Fuente: Feminismo vivo ~ Ladran, luego cabalgamos )

¿Te sorprende lo que sugiere la lista anterior? A mi también. No obstante, son ideas bastante extendidas, con las que sueles tropezar quizás con demasiada frecuencia. ¿Cuantas veces no se insiste en que la victima pudo haber evitado la violación cambiando su manera de vestir? ¿Cuantas veces no se sugiere que la victima incitó al violador por su manera de hablar, de bailar o cuanto pudo beber antes de la agresión? ¿Cuantas ocasiones la victima debe demostrar que a pesar de su edad o lo que pudo hacer fue victima de la violencia? Son ideas culturales que parecen sostenerse sobre el estereotipo del instinto "irreprimible del macho" y la cualidad "tentadora" de la mujer. Y de nuevo, la gran pregunta que me hago es ¿Por qué un crimen de violencia sexual debe ser analizado como culpa y responsabilidad? ¿Que hace que un delito sexual sea menos absoluto, menos evidente? ¿Se debe a que la victima debe demostrar su miedo y angustia? ¿Hacerlo bien visible? ¿Y si no lo hace: es menos grave, más angustioso, menos doloroso?


La violación, la culpa y la responsabilidad en Venezuela.

Cuando cursaba el tercer año de mi licenciatura en Derecho, uno de mis profesores me envió junto  de compañeros, a una de las subdelegaciones de la antigua Policia Técnica Judicial - actualmente Cuerpo de Investigaciones científicas,  penales y criminalisticas -. La intención era que, como futuros abogados, conocieramos de primera mano como era el ambiente judicial del país. Fue la primera vez en que comprendí que era una violación, como crimen y como realidad, y más allá, la postura del sistema legal Venezolano al respecto.

Nos organizaron por turnos: cumplíamos funciones de pasante y algo menos que un aprendiz burocrático. En mi caso, trabajaba transcribiendo expedientes de los diferentes casos que llegaban a diario a la oficina, y una que otra vez, acompaña al oficial de guardia para atender a los denunciantes. Así conocí de primera mano, el caso de una de las tantas victimas que padecen violencia sexual en el país, y que son ignoradas por el sistema judicial Venezolano.

La muchacha llegó por su propio pie. No estaba golpeada, al menos de manera visible. Tenía la ropa limpia y ordenada. Cuando se sentó en la silla frente al escritorio del oficial de guardia, parecía inquieta, pero no asustada.

- Quiero denunciar una violación - dijo en un hilo de voz. Me encontraba a unos metros de distancia y levanté la cabeza, sobresaltada. El oficial, en cambio, no levantó la cabeza para mirarla. Tomó el cuaderno de novedades y lo abrió con un gesto perezoso.

Le hizo las preguntas de rigor en un tono duro, directo. Las mujer las respondió todas. Las manos apretadas sobre las rodillas. Los hombros encorvados. La observé con disimulo: era una chica joven y atractiva, de unos veintitantos. No lloraba. Pero cuando el agente le preguntó que había ocurrido, contrajo el rostro.

- Estábamos en una fiesta - contó - tomamos juntos. Me ofreció llevarme a mi casa. Pero me llevó a un callejón cercano. Estacionó el carro y empezó a tocarme. Grité, pero no me soltó.  Me arrancó la ropa a golpes y me...violó.

Apretó los labios. De pie, medio escondida entre los archivos, sentí miedo. Por lo que contaba, por ella, por mi. Recordé todas las veces que en la Universidad, un compañero que apenas conocía me había llevado a mi casa. Intenté imaginar el pánico de la muchacha, el horror, sus gritos. No me atreví a hacerlo.

El agente escribió todo. No levantó la cabeza para mirarla mientras lo hacia. Cuando lo hizo, arrojó el lápiz sobre el escritorio.

- ¿Lo conocía? - le preguntó. En el mismo tono duro e indiferente de antes. La chica se encogió un poco, como si las palabras la aplastaran.
- Sí, es un muchacho del trabajo.
- ¿Había hablado con él antes?
- Varias veces...pero...
- ¿Por qué se fue en el automóvil con él?
- Le estoy diciendo, lo conocía.
- ¿Le gustaba?
- No...pero...
- ¿Bebió?
- Un poco, unas cervezas...pero...
- ¿Hace cuanto ocurrió el delito?
- El sábado, hace cuatro días.
- ¿Por qué vino hoy?
- Tenía...tengo miedo.

Cuando ella comenzó a llorar, el oficial simplemente se levantó del escritorio. Creí que buscaría un vaso de agua para extenderselo o le daría una servilleta para se limpiara la cara. Pero simplemente se levantó y se fue. La dejó llorando a solas, con los hombros encorvados. Temblando de un miedo, a solas en medio de aquella oficina árida y helada, escandalosa.

Se sobresaltó cuando me incliné hacia ella. Le extendí uno de mis pañuelos y me senté a su lado. No sabía que decir, ni como empezar a calcular la magnitud de la angustia y el miedo que me transmitía su historia. Por entonces, yo era una chica de diecisiete años, que sintió miedo ante esa otra visión del sexo, de las imágenes que evocaba las pocas palabras de la muchacha, el llanto nervioso que la sacudía, los rasguños y las marcas violáceas en sus brazos, que me mostró sin dejar de llorar.

- Le dije que lo denunciaría - tartamudeó. Me dedicó una mirada extraviada y me pregunté si me veía a mí o  a lo que le había ocurrido - me empujó a patadas fuera del automóvil. Me dijo que nadie me creería. Y es verdad.
- Yo te creo - dije en voz baja. Pero ella no me escuchó. No esperó que le entregara la hoja oficial con su denuncia. Con los brazos apretados contra el pecho y paso rápido, salió de la oficina. La miré alejarse calle abajo, confundida entre la multitud. Doblé su denuncia y la archivé, aunque sabía que carecía de valor legal alguno. La muchacha no había llegado siquiera a firmar la hoja.

Cuando le hablé a mi profesor sobre la escena, no se sorprendió. Nos encontrábamos en el campus de la Universidad. Intenté explicarle el miedo de la muchacha, la humillación de las preguntas, la indiferencia del oficial. Pero no pude. Él asintió, sin embargo, captando lo esencial.

- Venezuela es un país donde el machismo incide en la formulación e interpretación de las leyes - dijo - una Violación en Venezuela solo es creíble, si eres una niña o estás muy lastimada. El oficial de policía intentará comprobar si te defendiste, si hiciste todo lo que pudiste para evitarlo. Y no siempre todo es tan sencillo. Una violación es un acto de violencia que no siempre es visible.
- ¡Pero eso es una idea horrible! - le reclamé. El miedo volvió. Esta vez más fuerte, más inquietante del que había sentido en la oficina de la policía: comprendí la real vulnerabilidad, la visión limitada de la ley que se supone debía proteger a la mujer de una agresión semejante  - Es como si la ley culpara a la mujer por no poder evitar la violación.
- Básicamente, en Venezuela es ese el pensamiento - suspiró. Me agradaba mucho aquel hombre de rostro arrugado y barba blanca: sus clases eran mis preferidas. Hablaba de justicia y de paz, cosas que yo podía entender. No obstante, en ese momento, me inquietó su resignación - en Venezuela la mujer debe demostrar fue violada para que la ley pueda creerle. De no ser así, se supondrá lo provocó.

La idea me produjo pánico pero aún peor, una sensación de profunda indefensión. Porque comprendí que en Venezuela,  la violación no es solo un acto de violencia, es una opinión social: una interpretación del papel de la victima dentro de la agresión que puede convertirla en provocadora. De hecho, hace unos cuantos años, el entonces gobernador del estado Carabobo Luis Felipe Acosta Carléz causó polémica por colocar en distintos puntos de la ciudad de Valencia, una serie de Vallas donde podía leerse: "Incitar al sexo genera violaciones". En la valla además, podía verse la fotografía de mujeres en Bikini, tomando el sol, en una clara demostración que en Venezuela - al menos en opinión de la Gobernación - el cuerpo de la mujer puede provocar un delito sexual.

Pienso en todas estas cosas mientras camino por la calle: Un grupo de niñas de colegio con una falda muy corta pasa corriendo a mi lado y se suben en desorden a un transporte público. Un hombre se detiene para mirarlas, sobre todo a una de ellas, que insiste en saltar en un pie. La falda se sube un poco sobre el muslo, mostrando piel y quizá un poco de intimidad. El hombre sigue mirándola. De hecho, se detiene, un poco asombrado. Y de pronto, siento miedo. Una extraña sensación de zozobra, por la mirada del desconocido - que puede significar cualquier cosa - y la muchacha, en su vulnerabilidad, en convertirse en objeto sexual solo por ser joven y hermosa, solo por provocar casi de manera juguetona. O tal vez ni siquiera se trate de eso, pienso, aún de pie, inmóvil en medio en la calle. El autobús se aleja entre el tráfico de la ciudad, envuelto en humo y el hombre sigue caminando, el rostro enrojecido, los ojos brillantes. Tal vez se trate de esa idea de la mujer como victima, o de la conciencia de la feminidad sumisa, resignada, pero el pensamiento de la agresión consensuada - si es que eso existe - parece formar parte de esa gran imaginaria del macho latinoamericano, de la sociedad hostil, que aún padecemos en latinoamerica, y quizás, forma parte de la sociedad Occidental.

Un pensamiento que me provoca - ¿y como evitarlo? - un enorme temor. La mujer al margen de la sociedad, la mujer en medio de un debate intelectual que no termina de completarse jamás.

C'est la vie.

Para leer: 

Les recomiendo tres artículos que me dieron mucho en que pensar:

En Feminismo vivo: http://feminismovivo.wordpress.com//?s=Cultura+de+la+violaci%C3%B3n&search=Ir
En Planeta Urbe: http://www.planetaurbe.com/cultura-de-violacion-te-la-explicamos-con-manzanitas-fotos/
En ProDavinci: http://prodavinci.com/blogs/tres-rounds-a-proposito-de-la-violencia-domestica-por-naky-soto/