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martes, 11 de junio de 2013
La Venezuela del Small Talk y otras desgracias cotidianas.
Una vez leí que los norteamericanos tienen una frase / palabra para definir casi cualquier cosa, incluso las más insustanciales y abstractas. Parece ser cierto. Los orgullosos hijos del tio Sam, llaman "Small Talk" - además de a un lenguaje de programación - a la conversación intrascendente, a esos temas poco profundos de las charlas cortas que usamos para llenar los silencios. En Venezolano castizo, hablar tonterías. Pendejadas, más bien. Esos gringos y sus términos: me gusta saber como llamar a esa conversación con la nada, porque últimamente tengo la sensación que la mayoría de las cosas que habla el Venezolano de a pie, el que me tropiezo en el Metro y el que busca conversación en el ascensor, el dicharachero se resume a esa Small Talk, esa tontería que llena el espacio pero jamás toca la sustancia.
Un pensamiento cruel sin duda, que inquieta. Porque comienzo a preguntarme si estamos intentando ignorar la realidad de esta Venezuela que se nos cae a pedazos mirando hacia otro lado. ¿Alguien podría culparnos? Venezuela se ha convertido en una circunstancia rodeada de caos: desde la economía en debacle, la sociedad dividida, la cultura menospreciada, los servicios públicos colapsados, la administración publica convertida en un partido militante. Para sobrevivir a eso, hay que tener un mínimo de cordura, un poco de cabeza fría o puede llegar a sobrepasarnos, arrojarnos a los nada deseables limites del fanatismo. Eso pienso a veces, pero ¿que ocurre cuando comenzamos a necesitar la evasión a toda hora? ¿Cuando esa habladera de pendejadas sustituye la discusión, la argumentación, la preocupación diaria? ¿Está ocurriendo eso ya en Venezuela? ¿Estamos huyendo, entre carcajadas y superficialidad de lo que realmente ocurre, de esta grieta historia que amenaza con deglutir a Venezuela, con desplomar esa idea de país que aún sobrevive con esfuerzo? Me preocupa pensar que sí. Más bien: me preocupa comprobar que sí.
Estoy junto a un grupo de amigos en un café de un concurrido centro de Caracas. Los escucho reír y bromear sobre la escasez que estamos sufriendo: también lo he hecho claro. Me he reído un poco de la imagen del Venezolano que recorre supermercado tras supermercado intentando encontrar lo que necesita. Me he reído de nuestra desgracia en un par de ocasiones ¿Como evitarlo? El Venezolano es bonachón, el Venezolano tiene un buen humor contagioso. Pero llega un momento, en que la risa acaba. Y me quedo en silencio, abrumada por el pensamiento de lo que estamos viviendo. Un país con una de las mayores reservas de Petróleo del mundo, con los anaqueles vacíos, quebrado, con un aparato productivo destruido a pedazos. Un país donde la administración pública es un monstruo enorme, artificial, ineficiente. Hago un comentario al respecto, preocupada y alguien del grupo me dedica una mirada reprobadora.
- Ya salió esta mujer con el análisis político - comenta. Me quedo asombrada. Los demás hacen un silencio incómodo, muy probablemente pensando lo mismo. ¿Que hago? ¿Sonrío de nuevo? ¿Regreso al Small Talk de la risa, a comentar la última película, el último chisme privado entre el grupo, el color de moda, lo último sobre tecnología? Tengo el impulso de hacerlo. Siento que sería más sencillo, más directo, más cómodo, ignorarlo todo y preocuparme a solas, callarme mis opiniones. Pero no lo hago. Miro directamente mi amiga, a esa a quién leí en su blog lamentándose por el Paro Universitario - es profesora de cátedra en una institución pública - y que ahora me recrimina la "dosis de realidad".
- ¿No te preocupa?
- Claro que sí me preocupa. Y lo sabes. Pero no hace falta hablarlo siempre.
- ¿Por qué no?
- No resuelve nada insistir sobre el tema a toda hora - dice D., médico y que a sus palabras "sobrevive" con un salario irrisorio - de vez en cuando hay que olvidarlo todo.
¿De vez en cuando? ¿Cuando es de vez en cuando? Miro a mi alrededor: una multitud de rostros sonrientes recorren el centro comercial, con los brazos cargados de bolsas de compras recientes. El café donde me encuentro está a reventar también con grupos que rien, beben y comen. Todo tiene un brillo artificial ¿O me lo parece a mi? Incluso yo misma me encuentro aquí, sentada junto a mis amigos de siempre, riendo y merendando, mientras me preocupo por la delincuencia que en apenas diez días de Junio ha dejado 107 victimas, o los digitos de la inflación. ¿Que estamos haciendo? ¿Como estamos afrontando esta crisis sin precedentes en este país adolescente? Recuerdo las protestas, las tibia resistencia. Y siento una frustración enorme e inútil, preguntándome que ocurre con nuestra manera de comprender lo que vivimos, ¿Como lo asumimos? ¿Que necesitamos para comprender su verdadera envergadura? ¿Cuando se rompe esa rutina del todos los días, se desborda la realidad y destruye ese intento de conservar lo cotidiano? Pero la normalidad es tan valiosa, tan necesaria, la construimos incluso sobre las cenizas, en los escombros del momento más trágico. Y el Venezolano es un sobreviviente, eso lo sabemos. Todos hemos aprendido a serlo a medida que el país se ha desfigurado, se ha convertido en una caricatura de si mismo. Y no obstante, ¿A que precio? ¿De la pasividad? ¿De la resignación?
- Olvidarlo todo implica ¿que? ¿No asumir que estamos padeciendo la peor crisis en décadas por desidia? - insisto - ¿Olvidarlo abarca que cosa? ¿Solo preocuparse cuando la situación te afecta?
Un silencio incomodo llena la mesa. J., abogado y desempleado toma nerviosamente un sorbo de café. Hace unos días, conversamos sobre su precaria situación económica, sobre lo preocupado que se encuentra de no lograr encontrar empleo, de los pocos ahorros que está dilapidando durante el paro forzoso. Pero allí esta: con teléfono de última tecnología recién comprado, zapatos costosos y una camisa de moda. Todos llevando las máscaras favoritas, todos sonriendo a pesar de la debacle, a pesar de mirar alrededor con preocupación cada tanto. ¿Por qué nos conformamos? ¿Qué ocurre con nuestra manera de construir una idea de país viable? ¿La abandonamos? ¿Nos conformamos con la que tenemos, a pesar del temor, de la preocupación, de la pobreza en más de un sentido? Cuando me levanto y me despido, incomoda y cansada, nadie me detiene. Alguien comenta en voz baja "hay que calmarse" pero no le respondo. ¿De qué manera debo calmarme? ¿Como ignorar lo que está ocurriendo a mi alrededor? Camino hacia el Metro de Caracas, con la cartera apretada contra el pecho, inquieta, pisando basura, mirando a todos a mi alrededor con cierto aire paranoico. ¿Como puedo dejar de mirar la realidad tan directa, tan cruda que padecemos? ¿Existe una manera de hacerlo?
No lo creo, me digo, mirando los titulares de los periódicos recordándome en rojo y negro lo que vivimos, los rostros cansados de los transeúntes con quienes me tropiezo. Y esta sensación de perenne angustia que me acompaña a todas partes. Esta sensación de preguntarme que ocurre en un país adormecido por la normalidad quebradiza que se inventa para soportar, por esa enorme obra de teatro fatuo que es ahora mismo la Venezuela que intenta sostenerse en dos pies sobre la debacle. Pero comprenderlo, no hace más sencillo asumirlo y continuo debatiéndome entre las dos visiones de país: la aparente y la real, tan dolorosa, tan cruda, tan inevitable.
C'est la vie.
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miércoles, 22 de mayo de 2013
Por tus luchas te definiré: ¿Que te mueve a levantar el puño y luchar? Una reflexión modesta.
No creo sea un secreto para nadie: Me obsesionan las redes sociales. Me maravilla su poder, la contundencia de la inmediatez, la capacidad que tienen para reflejar la cultura en una especie de fotografía del presente. Y es justamente esa reflejo de la sociedad que mediatiza, lo que las hace tan dignas de análisis. Una manera de leer - de manera metafórica y también literal - sobre la opinión popular, sobre como se mira así mismo esa colmena de libres pensadores, opinadores de oficio y de ocasión, críticos espontáneos, deslumbrados por la oportunidad de ser escuchados, que pululan en la red. Y es justamente esa visión tan directa de lo que ocurre en el centro de la sociedad lo que hace las redes sociales y el mundo 2.0 tan digno de observación.
Pensé en todas esas cosas ayer, mientras discutía con un user anónimo en Twitter, que venido sin que nadie supiera de donde, intentó provocarme con una frase de ocasión: "muerete, maldita lesbiana". Al principio, lo tomé como una de esas jugarretas inevitables en un micro mundo tan complejo como la red de microblogging, pero a medida que leía sus respuestas y las otras que llenaban su TimeLine, comencé a preguntarme de qué era sintoma la discusión mal sonante. Revisando el historial de mis mensajes, encontré que el usuario había marcado como favorito un tweet que había escrito un par de días antes, a propósito de la celebración de la lucha contra la homofobia: "¿Solo luchas contra lo que te incomoda? Entonces es hipocresía" y me sorprendió que esa simple frase, hubiera desatado lo que parecía ser una especie de cólera superficial en mi anónimo interlocutor. Leyendo un poco sus comentarios al respecto, encontré cosas como: (SIC ) "Si no eres negro, para que ostias defendeis el racismo?!" o "Los putos se protegen porque los van a matar. Si te gustan las mujeres ¿por qué hacerlo". Y finalmente, el mensaje que me dedicó, tal vez esperando una respuesta a sus propias preguntas o algo más amplio, atacar justo a quien al parecer le había provocado tanta incomodidad. No sabría decirlo.
La cuestión clara, es que el razonamiento de este user anónimo me dejó analizando con mucha preocupación algunas ideas. Porque no se trata solo de la opinión de cualquier voz flotando en el infinito mar de las comunicaciones modernas, sino de un reflejo de esa indeferencia que padecemos a diario a todo nivel social y cultural. Y es que la opinión que insiste "para que intervenir sino te afecta" es probablemente una de esas ideas que aparece de vez en cuando en medio de las crisis, que se hace evidente cuando la ruptura cultural es lo suficientemente fuerte para crear bandos en dispusta. Asombra, que aún en un mundo tan diverso como el nuestro, en una sociedad que aspira a la igualdad y la propugna como ideal, la visión de la lucha por los derechos de todos sea en realidad una búsqueda de la aceptación a nuestros prejuicios, a la particular manera de asumir que nuestra sociedad es dispareja, desigual y la mayor de las veces, injusta. ¿Solo debo luchar contra la homofobia si soy lesbiana? es una opinión común con la que me he tropezado varias veces. ¿Que concluyo sobre ese particular punto de vista? ¿Que debería ser afrodescendiente para opinar sobre el racismo o mujer maltratada para oponerme a la violencia? La inquietante limitación del concepto de libertad e igualdad parece multiplicarse, hacerse más absurdo cada vez ¿Que hace a una lucha justa? ¿que hace una lucha consciente deliberada, necesaria? ¿Lo hace la incomodidad que pueda producirme contra lo que lucho o el hecho que considere que solo aseguraré mis derechos si construyo y apoyo los derechos de todos? La pregunta me obsesiona, me preocupa, está presente a todas horas en mi mente.
Y lo está, porque vivo en Venezuela. En una Venezuela partida a la mitad, dividida en dos visiones confrontadas de un futuro y una concepción de país. Vivo en un país donde el dinero es un colchón confortable para la conciencia social y la lucha política se confunde con agresión. Vivo en un país donde opinar puede ser un delito y disentir, una alternativa peligrosa. De manera que luchar por lo que se considera justo siempre es un riesgo. Uno que se asume sin saber muy bien los alcances, o mejor dicho, sin presumir hasta donde puede llegar esa lucha y cuanto te puede afectar. Me ocurrió este año: recibí una directa amenaza a mi integridad fisica por el delito discreto de haber escrito lo que opinaba sobre una situación puntual de lo que vivimos. Así que, la pregunta inevitable es: ¿Solo por ese motivo debo insistir en una lucha de principios? ¿Solo por que me afectó? ¿Es eso lícito? ¿Es moral esa visión tan limitada de lo que es decidir entre lo que es correcto y lo que es conveniente? No lo creo. Nunca lo creeré.
De manera que continuaré argumentando, discutiendo, luchando desde mi discreta trinchera por lo que creo justo y no por lo que es cómodo. Es la mejor manera de crear el mundo que deseo, el que sueño, en el que espero vivir: construyendolo a partir de mi propia iniciativa.
¿Es una idea ingenua esa? probablemente sí. Y quizás sea buena esa ingenuidad: después de todo las buenas ideas, como los grandes sueños nacen de la inocencia.
C'est la vie.
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