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martes, 1 de julio de 2014
Del color de la camiseta a otras ideas absurdas sobre regionalismo.
La discusión comenzó por un comentario trivial. Alguien del grupo con quien almorzaba, comentó en voz alta que "Suarez ( Luis Suarez, jugador de la oncena uruguaya y sancionado por conducta antideportiva) era un chivo expiatorio del odio mundial contra los latinoamericanos". Nadie comentó gran cosa, mientras algunos sonidos incómodos recorrían la mesa. Hubo carraspeos, intercambio de miradas, sonido de sillas. Me mordí los labios para no contestar la respuesta que inmediatamente se me ocurrió.
- Aunque nadie duda que la FIFA sea corrupta, tampoco es menos cierto que Suarez se comportó como un loco - dijo entonces J., amante de fútbol de vieja data y que como otros, se había sorprendido por el comportamiento del jugador Uruguayo. El que había hecho el comentario en primer lugar, soltó una carcajada seca, burlona.
- No puedes negar que aquí el tema es de nacionalidad - insistió - han existido cientos de faltas más graves que nadie sancionó. ¿Y ahora le aplican toda la mano dura a Suarez? ¿No es eso evidentemente una agresión contra la camiseta?
- ¿Suarez mordió o no mordió al jugador italiano? - intervine. Sí, no pude contenerme.
- Eso es otra cosa.
- ¿Cómo que otra cosa? ¿No hablamos sobre una sanción por comportamiento antideportivo?
- Hablamos que es exagerada, que no se la merecía.
- ¿Qué se merecía?
- Se merecía un castigo, pero no la humillación publica.
- ¿No es bastante grave morder a alguien por un impulso?
El del comentario me miró, francamente furioso. Pero yo esperé. Quería escuchar su respuesta. Durante los últimos días, la discusión sobre lo ocurrido con Suarez (Quien había mordido a un jugador del equipo contrario por tercera vez en su carrera deportiva) había llenado los titulares de toda la prensa especializada en el tema. Para algunos, la FIFA había actuado como una institución corrupta, tendenciosa y movida por intereses turbios. Para otros, la sentencia era necesaria pero excesiva. Para los menos, la actuación de Suarez era inaceptable, no importa en qué contexto se le ubicara y bajo qué discusión se le interpretara. El caso es que, lo que había comenzado siendo un debate sobre la actuación de un jugador había terminado convirtiéndose en una discusión donde se mezclaban temas políticos, culturales e incluso, la extracción social de Suarez. Incluso Pepe Mujica, presidente de Uruguay, había hecho unos cuantos comentarios al respecto, solidarizandose de manera automática con el jugador. De hecho, la raíz del problema parecía ser esa: la ciega y determinada solidaridad de los Uruguayos y en general, los latinoamericanos con Suarez, ignorando lo realmente importante en lo ocurrido: el grave suceso que había desencadenado el posterior castigo.
Y es que Fútbol en latinoamérica, además de un deporte, es una pasión y la mayoría de las veces, una obsesión. Un sentido de la identidad tan arraigado que en algunos países, parece formar parte fundamental del gentilicio. Para buena parte de los países del hemisferio, el fútbol forma parte de esa capacidad de entender sus valores nacionales, su lenguaje no sólo deportivo sino cultural. Allí es donde surge no sólo un fanátismo que en épocas mundialistas raya en lo desconcertante, sino esa defensa a ultranza de la camiseta sobre la razón.
Por supuesto qué, lo ocurrido con Suarez no pudo ocurrir en peor momento. Uruguay había comenzado con buen pie un Mundial donde no parecía tenerlas todas consigo y había sorprendido a propios y extraños con una actuación irregular pero en sostenido crecimiento. Además, el goleador Suarez parecía representar esa idea sobre el resurgimiento de la pasión gaucha por el balonpié: lesionado en la rodilla pocos meses antes del mundial, su recuperación había mantenido en vilo a toda la fanaticada uruguaya. Su mera participación en el torneo se tomó como un símbolo de la fuerza del equipo y más aún, sus posibilidades de alzar la copa mundialista.
De manera que su caída en desgracia, había tenido una considerable repercusión en el ánimo Uruguayo. No eran pocos los que aseguraban que la ausencia del jugador había supuesto un blanco lamentable que el equipo no había podido superar de cara a su actuación frente al equipo colombiano. En Uruguay, además, la sentencia de la FIFA cayó como un balde agua fría: el nacionalismo y la furia se mezcló con una amarga decepción que convirtió a Suarez en el simbolo de la frustración no sólo de la fanaticada futbolística sino del país entero.
Aún así, lo sorprendente fue que la actitud uruguaya con respecto a lo ocurrido con el jugador, pareciera afectar a no sólo a todos a los sureños, sino a buena parte de latinoamerica. De todos los países del contienente, se alzaron voces condenando la actuación de la FIFA, su malicia para "ajusticiar" a Suarez por su "humildad" o "nacionalidad". Incluso el Presidente Venezolano Nicolas Maduro insistió que la FIFA había sancionado a Suarez por "eliminar a uno de los grandes del fútbol" y añadió "le inventaron un expediente", lo que parece sugerir que al menos para Maduro, la decisión de la FIFA es una retaliación "social" contra Suarez, el hombre, no el jugador.
- Estamos hablando de una sanción que cercena el derecho de Suarez a trabajar - insistió el del comentario - una sanción que además afectó a su equipo. ¿Cómo te puede parecer justo? ¿Cómo te puede parecer que sea justo joder a un jugador sólo por una picardia?
Parpadeé, aturdida. Había escuchado comentarios semejantes con respecto a la actuación de Suarez, pero la palabra "picardía" resumía esa opinión histórica que revalida - y otorga un cierto sentido de identidad - a esa tradicional travesura latinoamericana. Y mientras que en Europa se discute sobre el peso y la importancia de la sanción (debate en el cual ha insistido incluso el jugador italiano Giorgio Chiellini, victima de la mordida de Suarez) en nuestros países se continúa mirando la actuación del Uruguayo como parte de la idiosincrasia nativa, la expresión de esa identidad continental que apoya un tipo de comportamiento muy común en nuestras respectivas culturas. Y es que la trampa, la zancadilla, la viveza en esta latinoamerica profundamente infantil, es parte de esa expresión del gentilicio abstracto, de lo que sabemos es incorrecto pero consideramos admisible. Si Suarez mordió o no mordió a Chiellini, no parece ser el problema: el hecho es que Suarez es un símbolo de esa fanatismo ciego de nuestras tierras. De ese apasionamiento que enturbia lo racional y lo convierte quizás en una expresión nacionalista que carece de sentido y razón.
- Hablamos de una conducta antideportiva, de un tipo de comportamiento que puede incluso resultar peligroso en el futuro - comenté. Varios de los reunidos me miraron entre sorprendidos y risueños. Alguien hizo una mueca de incredulidad. Alguien sonrío, casi con cansancio.
- ¿No estás exagerando? - me preguntó el sonriente - ¿Es peligroso por tener un tipo de reacción poco inusual?
Pensé en lo que había leído sobre Suarez hasta el momento: su comportamiento errático, la reincidencia sistemática en un comportamiento que a pesar de haberle acarreado varios castigos en su historial deportivo, seguía cometiendo cada tanto. Aún más, me pregunté cual podría ser la reacción de los complacientes oyentes de la conversación, si la discusión con respecto a Suarez, no pareciera estar directamente relacionada con el color de su camiseta, su extracción social - tema que el Presidente Pepe Mujica también utilizó para rebatir la sanción - e incluso, el mero hecho que la actuación de Suarez había sido parte de lo que se insistía en llamar "El calor del momento". Porque sin duda, el centro de toda la discusión - la local y la continental - sobre Suarez, parecía obviar lo realmente evidente en medio de la confrontación dialéctica: Que Suarez de hecho, si cometió una falta grave y no por primera vez y que la consecuencia inmediata era una sanción a la medida de lo ocurrido. ¿Que tanto se miraba la sanción de Suarez como una retaliación étnica, social, incluso nacional? A la vista de los comentarios, era bastante evidente que era la opinión sostenida.
El deporte como una expresión de la identidad nacional, y por supuesto, de sus inmediatas distorsiones. Y quizás esa sea la disyuntiva a la que debe enfrentarse todo evento deportivo mundial: ¿Qué tanto representa para los nacionales de los equipos que representan? ¿Cual es el limite entre el nacionalismo y el mero espíritu deportivo? Y más allá ¿Cuando el nacionalismo contamina el espíritu deportivo para construir algo más confuso y quizás peligroso?
De la identidad nacional al patrioterismo: El deporte como metáfora.
No podría de donde surgió o cual es el origen exacto del término “pastelero” para denominar al fanático futbolista que apoya un equipo diferente al de su país de origen. Lo que si puedo decir, es que durante los últimos días se ha hecho lamentablemente común para denominar no sólo al que comete la osadía de apoyar un equipo deportivo foráneo, sino para re definir — y yo diría restringir — la idea esencial de cualquier torneo deportivo que se precie: La comunión y generalización del planteamiento del espectáculo deportivo como una forma de unión e integración entre culturas.
No obstante, en una especie de revival de un nacionalismo insulso y lo que es aún peor, que declara que la identidad nacional debe limitarse a elementos muy concretos, “el pastelerismo” insiste en que cualquier fanático deportivo debe restringir su apoyo exclusivamente a los Atletas a los que les unen raíces étnicas. E incluso, esa desconcertante reconstrucción sobre lo que es el fanatismo y el apoyo deportivo, parece limitarse mucho más, cuando se mira a través del estrecho punto de vista del chovinismo.
Según esta teoria del “pastelerismo” la cosa es así: Durante un evento deportivo SOLO y únicamente se debe apoyar al equipo con el cual tenga algún tipo de vinculo étnico o algo tan difuso, como un antecedente genético. Así de absurdo como parece la propuesta, se insiste con frecuencia. Además, ese apoyo debe brindarse de manera privada, discreta para no molestar la susceptibilidad del “orgullo nacional” que condena sin reservas cualquier tipo de inclinación deportiva que no complazca y promueva el inmediato nacionalismo, ahora en su versión sobre la cancha deportiva. Porque al parecer, el deporte no tiene relación con la afinidad que pueda tenerse por un estilo de juego o la manera que el fanático circunstancial tenga de entender el fútbol. O incluso por la destreza de un equipo o incluso, la simpatía que despierte algún jugador. Ninguno de esos planteamientos puede esgrimirse porque SOLO se apoyar a los que complazcan la limitadísima visión ajena sobre lo que es el deporte y así no lastimar su nacionalismo añejo.
Eso, en un país, donde la mayoría disfruta — e imita, casi por asimilación — de costumbres extranjeros, que satisface un desmedido apetito consumista mal disimulado a través del ilimitado mercado comercial exterior. AÚN MÁS, en un país donde las marcas de diversas latitudes dominan el panorama comercial, donde la gran mayoría de los productos que se consumen y son los preferidos de buena parte de la población, forman parte de consorcios internacionales. Donde cualquier artículo importando disfruta de una considerable aceptación, donde llevar la gorra de un equipo de Baseball foráneo se considera un gesto a la moda. En otras palabras, en una sociedad que se acostumbró y asume que más allá de la frontera, hay vida, variedad, intercambio, cultura, interés en común. Una comunidad globalizada que interactúa entre sí para crear una visión plural del presente inmediato. Lo que supongo deja chovinismo recalentado con un mal sabor de boca.
Más aún, en un país cuya selección NO FUE AL MUNDIAL, y por tanto, no hay “pastelerismo” posible.
Pero vayamos más allá del ámbito deportivo, del fanátismo espontaneo y predecible que provoca cualquier evento de factura mundial. Hablemos de quienes preferimos comidas internacionales a las nacionales. A los lectores que admiran escritores más allá de sus compatriotas. De los que disfrutan de la cultura y expresiones artísticas que no se limitan a sus fronteras físicas y territoriales. ¿También se les llamará “pasteleros”? ¿Se les exigirá celebrar el gentilicio limitándo su admiración y curiosidad a lo obvio, a lo inmediato?
Y por supuesto, no se trata de denigrar o menospreciar lo nacional en beneficio de lo foráneo, sino de asumir que el Nacionalismo — entendido como esa imposición del gentilicio — es solo una restricción intelectual, que define un tipo de ciudadano aislado y segmentado de cualquier influencia, que se limita a la simplicidad de lo obvio para comprender el mundo. Una idea que en lo particular me desconcierta y más aún, me preocupa, por el hecho que define a un tipo de pensamiento donde la obligación moral sustituye cualquier apreciación intelectual.
Pues, con toda sinceridad, me niego a restringir mi libertad de pensamiento sólo por el hecho que alguien más encuentra “ridículo” la manera como expreso mi admiración, fanatismo, simpatía o incluso simplemente predilección sin sentido. Estoy bastante harta del tema de seguir los linea de pensamiento de esa fracción de la población que sigue con esa “identidad” nacional que menosprecia cualquier tipo de expresión individual que no se alinee con lo obvio.
Y que buena oportunidad un evento deportivo Mundial de dejar bien claro que las restricciones patrioteras deberían quedarse en ese nicho de las ideas absurdas.
Lo dicho, con el mismo derecho que estos nuevos “integristas” se ríen del pastelerismo, yo me río de esa visión del mundo cuadrada y que parece resumirse a unas cuantas ideas simples sin mayor resolución.
La discusión de sobremesa durante mi accidentado almuerzo no terminó bien, como era de esperarse. El tema de Suarez agrió los animos y para cuando nos despedimos, la mayoría se encontraba bastante incómoda por el giro que había tomado la discusión: de una visión general sobre un hecho puntual deportivo a una verdadera discusión sobre la política y el deporte. Más tarde, mi amigo J. comentaría que el deporte no solo despierta ese tipo de desmedidas reacciones emocionales, sino que construye una idea de lo nacional tan sencilla como inexacta.
- De pronto la camisa del equipo lo es todo, representa todo y lamenta todo - me dijo. En la Plaza donde nos encontrábamos, un grupo de niños jugaban fútbol con una vieja pelota deshilachada. La imagen tenía algo de idílica y hasta absurda. Todos llevaban camisetas desteñidas de diferentes equipos, y cuando alguien marcó un gol en la improvisada arquería de cartón, unos saltaron, otros se quejaron y al final rieron por una especie de chiste general que divirtió a todos. Y es que al final de cualquier disertación sobre el deporte, una sola idea sobrevive incólume: el deporte es una expresión de pura sencillez emocional. Una mezcla de esa insistente naturaleza competitiva del hombre y algo tan simple como la necesidad de confrontar y triunfar.
C'est la vie.
jueves, 12 de junio de 2014
La pasión y la alegría: La pelota rueda por el mundo.
Hace cuatro años, celebré el triunfo de la selección española con una emoción que difícilmente puedo explicar. Lo hice a la manera del discreta del que no es fanático del deporte pero que le emociona por las mismas razones simples que lo disfruta de vez en cuando. En mi caso, la razón fue tan intima como inocente: mi abuelo, quién falleció sin haber visto a la oncena roja triunfar, lo habría hecho a gritos, con su infaltable gorra de pana entre las manos. Emocionado quizás hasta las lágrimas por el que llamaba con absoluta devoción, el deporte dorado.
Siempre me gustó ese término. Lo escuché por primera vez siendo muy niña, cuando mi abuelo intentó explicarme los rudimentos del fútbol. Era su nieta más joven y quizás la única a quién le sorprendía su pasión por el balonpié. Genaro era un fanático de corazón, de los que ya no quedan muchos. Tenía un conocimiento enciclopédico sobre el deporte Rey. Conocía de memoria cada partido histórico, los nombres de ese panteón de honor de los jugadores. Con paciencia, pasó buena parte de mi niñez tratando de enseñarme todo lo que sabía sobre el tema. Tengo una imagen suya, quizás la más antigua que puedo recordar de él, hablándome sobre sus partidos favoritos y yo escuchándole, asombrada por su emoción, ese entusiasmo casi infantil por el espectáculo que transcurría en la cancha. Porque en casa de mis abuelos, el Fútbol no era sólo un deporte: era parte de la historia familiar, una anécdota mil veces contadas con idéntico ardor. Sobre todo para Genaro, que vaso de vino en mano — siempre tinto, siempre comprado especialmente para la ocasión — disfrutaba del espectáculo con un alegría incomparable, como de niño. Tal vez por ese motivo, siempre le acompañé con gusto en esas interminables tardes de domingo, sentados juntos frente al televisor. El mundo doméstico parecía detenerse, la respiración contenida ante la visión de un jugador corriendo con la pelota entre los pies. Que sencillo parecía entonces, y que significativo. Porque más que el espectáculo televisivo entre jugadores, aprendí sobre ese entusiasmo del deporte, esa profunda e inocente felicidad del fanático de corazón.
“Es el deporte dorado” insistía mi abuelo “nada como el fútbol para unir en algarabía. Nada como un buen juego para recordarnos que siempre somos niños cualquiera sea tu edad”. Y lo decía con total convencimiento, con los puños en alto, sonriendo con una franqueza juvenil que siempre me conmovió. Crecí con la convicción que el Fútbol era un motivo para soñar, ese espectáculo de habilidad y emoción que cautiva por inmediato, por mostrar un tipo de fortaleza casi primitiva. Una lucha entre rivales irreales, esa batalla entre habilidad y tenacidad que parece cautivar la imaginación de este mundo descreído, de esta cultura cínica que no parece recordar con frecuencia esa inocencia de la rivalidad cómplice.
El mundo desde la perspectiva de la curva del balón.
Durante años, mi abuelo espero con la fe del buen creyente, y la esperanza de un ferviente admirador, que la selección Española, la tradicional “Furia Roja”, ganara la copa del Mundo. Lo hizo, a pesar de los traspiés del equipo, que la posibilidad parecía cada vez más remota. En más de una ocasión discutimos, cuando intenté explicarle que la “roja”, con todo y su abolengo de buen fútbol Europeo, tenía las estadísticas y posibilidades en contra. Ofendido y enfurecido, mi abuelo se negó a escuchar.
- La roja lo hará — me insistió con frecuencia — solo necesita un poco de fe, coño. Como todas las buenas cosas. Hay que confiar, para crear. Nada nace solo. Hay que tener esperanza.
No me atreví a contradecirle. Desde su lecho de enfermo, cada vez más pálido y consumido, abuelo continuaba teniendo esa insolencia irritante de la primera juventud. Lo cubrí con la cobija, apretando sus manos. Tan delgadas, callosas. Y recordé como siempre, las tardes de domingo, sentados solo nosotros, disfrutando del partido de fútbol. No importaba quien jugara, no tenía mucha importancia quien golpeara la pelota. Lo realmente importante era la emoción, ese asombro por la habilidad. El deporte que vive, que hace sufrir. La emoción en el espíritu invencible del buen creyente.
Entonces mi abuelo comenzó a olvidar. No sólo las tardes de domingo, sino incluso su propio nombre. El Alzheimer le redujo al silencio, a las manos extendidas y abiertas sobre las rodillas, el cuerpo encorvado. Sentada a su lado, continúe leyéndole sus noticias favoritas: el fútbol siempre fue un consuelo. Nunca supe si me escuchaba, allí encorvado y con la mirada fija hacia la incertidumbre. Pero yo seguí leyéndole los resultados de los partidos, recordandole el nombre de sus jugadores favoritos. De vez en cuando, sonreía. Quizás no a mi, sino a esas tardes de puños levantados, del grito de emoción para celebrar el gol. El pequeño espectáculo de luces sepultado en algún lugar de su memoria.
Mucho tiempo después, en su ausencia, le recordé inquebrantable. Nos recordé a ambos, el anciano y la niña, sentados frente a la pantalla del televisor, riendo y gritando. Le recordé mientras caminábamos por una Caracas muy lejana e inocente, escuchándole hablar de futbol “Ya verás, solo es cuestión de tiempo. La roja se lo trae a casa. Ya lo verás”. Más de una vez, sonreí entre lágrimas, mirando su vieja camiseta de fanático. La querida “Roja” como la promesa más vieja, la que nunca se cumplió.
El mundial del 2010 fue el primero que disfruté sin mi abuelo. Me senté a solas, con una atención casi obsesiva para seguir el trayecto accidentado de “la Roja”, que empezó con el traspiés de una derrota sorpresiva frente a Suiza. Inquieta, miré la fotografía de mi abuela y casi mentalmente imaginé nuestra conversación: “Te lo dije, la Roja avanza contra la corriente. ¿Has visto lo que hizo Puyol? Que si no es por Casillas”. Él sonreiría, con la gorra de pana entre las manos, sacudiendo la cabeza. “El deporte es fe, hija. Levanta el puño por La Roja”.
Ah, Genaro. Esa inocencia. ¿Quién soy yo para contradecirte? Lo imaginé, a mi lado, mientras miraba de pie los juegos, confundida entre las multitudes que se apretaban contra las pantallas de televisión. Grité, por él y por mi, cada gol, cada avance. Con los puños apretados y el corazón latiéndome muy rápido, me sentí niña de nuevo. Y de pronto, el fútbol me demostró que las posibilidades se cruzan solas, que se construyen a diario. Que la esperanza es una sonrisa, una pequeña emoción privada. Cuando “La Roja” levantó la copa, finalmente campeona, lloré. Lo hice llevando la camisa de la selección, con una extrañísima sensación de alegría compartida. Grité a todo pulmón por una celebración que sé en alguna parte, mi abuelo compartió conmigo.
Hoy sonrío, escuchando las discusiones, la pasión, de nuevo esa alegría que inevitable que parece despertar cualquier evento deportivo. Y aunque espero en alguna oportunidad llevar con enorme orgullo la franela Vino Tinto Venezolaba y gritar Gol hasta quedarme sin voz por mi País, hoy llevaré la camisa de la Roja, enviando un silencioso mensaje al infinito.
C’est la vie.
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