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martes, 10 de julio de 2018
La buena muerte y otras versiones de la realidad: Una reflexión acerca de la incertidumbre, el miedo y lo sobrenatural.
Durante los últimos días — semanas, meses — he pensado con mucha frecuencia - una obsesiva frecuencia, debería decir - en mi muerte. No la idea metafórica, levemente consoladora de una especie de tránsito de conciencia hacia una dimensión más profunda — o nueva — en la que mi identidad pueda sobrevivir, sino…en la muerte. Ese paso que nos une a todos como un vínculo imposible de romper. Ricos, pobres, intelectuales, ignorantes, hombres y mujeres, desde el más cruel de los dictadores al Sacrosanto corazón de algún virtuoso, todos estamos destinados a un mismo final. A una idea de disolución que parece cumplir un viejo e inexplicable ciclo: provenimos de la nada y vamos a la nada. O mejor dicho, salimos de la oscuridad del caos (esa concepción que es puro azar y que depende de infinitas circunstancias biológicas) para nacer al mundo en espera de la muerte. Camus se reiría de mi Nihilismo, pienso en ocasiones, tendida en mi cama a media noche, mirando la oscuridad ondular entre pequeños fragmentos de luz sobre las paredes y el techo. Pero al final, todos los grandes pensadores pesimistas han tenido razón: la vida es una historia que acaba mal.
Ah, que pesimista, me digo cuando despierto al día siguiente, animada por el amanecer y una taza de café. ¿Todo es tan terrible? No lo sé. En realidad, mi experiencia con la muerte tiene vicios de obsesión, más que cualquier otra cosa. Estoy obsesionada con morir de la misma forma que con vivir, lo cual provoca que entre ambas cosas, exista un puente lleno de interrogantes y acertijos que supongo son los mismos que han atormentado a la mente humana por siglos y milenios. Morir es el único acto sobrenatural al que asistimos. Morir es un silencio y una ausencia inexplicable. La no existencia, el temor a la desaparición definitiva.
Mi psiquiatra suele insistir en que me estoy negando la posibilidad de la esperanza. Que mi obsesión con la muerte — y no con la transcendencia — tiene un origen obvio: es más fácil teorizar sobre la muerte física y olvidar que somos algo más que materia en rápida degeneración. Mi psiquiatra pertenece a la escuela Jungiana y cree de manera casi inocente, que estamos conectados a algo más elocuente y misterioso que un simple entramado de nervios y células. Para ella, el enigma de la existencia no puede concluirse con simple esceptismo.
— Dejas de hacerte preguntas — pondera — y eso es en realidad, es un tipo de muerte. ¿Por qué es tan complicado para ti asimilar que no todo tiene una explicación científica?
Una vez leí que la religión de los Mayas era el tiempo. Que su obsesión por lo cronológico — comprendido como el transcurso de las horas, días, semanas y años — era tan enorme que buena parte de su ciencia y conocimiento lo dedicaron a entender ese elemento tan ambiguo como extraño de la realidad. Lo hicieron además, con enorme fanfarria: toda la arquitectura y arte que los mayas legaron al futuro, está plagado de referencias al transcurrir del tiempo. La Luna, el Sol, la muerte y la vida. Desde su extraño calendario hasta sus misteriosos sistemas de escritura, la cultura completa del pueblo parecía dedicada a meditar sobre cómo nos transformamos o mejor dicho, hacia dónde nos dirigimos. Esa sensación inexplicable del tiempo erosionando nuestro cuerpo y conduciéndonos a la muerte desde el nacimiento.
No es una idea sencilla de asimilar, por supuesto. Nadie quiere pensar en si mismo como vulnerable. En esa mortalidad natural que hace que desde el primer día de tu muerte todo conduzca a un desenlace fatal. Meditamos sobre la muerte como una abstracción, pero en realidad en lo que pensamos es en el miedo. Ese pánico que nos produce la posibilidad de morir, el hecho cierto que ocurrirá. O mejor dicho, la noción clara que a pesar de todos nuestros esfuerzos, la historia de nuestra vida — la consciencia continuada — terminará de una única manera. Cuando lo piensas, resulta amargo. Incluso directamente aterrador. Pero en realidad, ninguno de nosotros deja de pensar jamás en esa posibilidad.
— Todos estamos obsesionados con la muerte — dice mi amigo P., adicto a los deportes extremos, medioambientalista y quizás la persona más feliz que he conocido nunca — aunque nadie lo admita, por supuesto. Pero vamos, la muerte está en todas partes. El miedo, en realidad.
Me acompaña en una caminata por las cercanías de la montaña que rodea a mi ciudad. Me encuentro en una deplorable forma física y camino a tropezones, con dificultades para respirar. Mi amigo me sostiene del brazo y me ayuda a mantener el equilibro, mientras suelta una carcajada.
— Tú no le tienes miedo a la muerte — consigo responder, entre jadeos. Él sacude la cabeza, con una rara expresión grave en su rostro habitualmente risueño.
— Le tengo muchísimo miedo.
— Oye, haces todo para disimularlo — comento; me detengo, tomando ruidosas bocanadas de aire; el corazón me late tan rápido que me produce dolor y de pronto soy muy consciente de mis kilos de más, de mi edad y del hecho que mi cuerpo ya no es tan ágil como solía serlo diez años atrás — . En realidad, a veces pienso que eres la única persona que jamás tiene miedo a nada de entre las que conozco.
P. no responde. Sigue avanzando matorral arriba, saltando de un lado a otro con tanta ligereza que me agota el solo mirarlo. Le sigo unos minutos después, empujando mi cuerpo hacia la pendiente con un esfuerzo de voluntad que no puedo sostener. Pero de alguna manera lo hago y le alcanzo en un pequeño claro curiosamente limpio en mitad del bosque de pinos altísimos. Entre las ramas de los árboles, Caracas tiene un aspecto extraño, como un diorama contrahecho enclavado en medio de un valle despótico.
— No lo disimulo jamás — dice P., como si la conversación no se hubiese detenido en ningún momento — todo lo que hago, pienso, sueño, me esfuerzo es para hacer retroceder ese miedo a la muerte. Ese horror que en ocasiones me hace despertar a media noche temblando de sudor frío. Le tengo tanto miedo a la muerte que vivo lo mejor que puedo.
Me sorprende escucharle decir aquello. Todavía no tengo aliento suficiente para responder, de manera que me limito a pensar en la vida que P. lleva, esa sucesión interminable de pequeñas proezas: Lanzarse en paracaídas, volar en ultraliviano, carreras de motos a toda velocidad, submarinismo, velerismo. Todo tipo de actividades físicas que desafían ciertos límites humanos y que de alguna forma, crean las fronteras de quienes somos. Me sorprende pensar que siempre he creído que para P. se trata de una interpretación sobre el poder del cuerpo y la mente muy saludable, muy poderosa. Pero ahora me habla de la muerte, de los terrores. Del tiempo, pienso de súbito.
— Nunca me imaginé eso — digo por fin, en voz baja y aceptablemente firme — creí que amabas el riesgo por esa capacidad que tiene de recordarnos lo intensa que puede ser la vida.
— Lo hago por eso claro. Pero también, porque cada día despierto pensando si no será el último, sino hoy no…
Se detiene, se seca el sudor de la cara con el dorso de la mano. Me dedica un mirada socarrona, que supongo le despierta mi expresión de sincero asombro.
— ¿Qué? ¿No piensas eso?
— No como lo dices.
— Claro que sí, pero no lo sabes. Todos somos muy conscientes que vamos a morir, pero jamás nos enfrentamos a la idea. De manera que vamos por allí como si fuéramos inmortales, felices y despreocupados.
— Pero ¿de verdad estás tan obsesionado con la muerte? — insisto. Volvemos a caminar. La empinada cuesta se hace casi vertical y me encuentro aferrándome con dedos y pies a los salientes. Rasguñándome la piel para empujarme hacia arriba. Tomo una bocanada de aire, me impulso. Logro avanzar.
P., en cambio, salta y avanza con una facilidad humillante. Lo veo desaparecer monte arriba y me asombra no sólo su fuerza física — la envidio también — sino su inocencia. Sonríe mientras avanza entre tierra mojada, piedras, ramas y frondoso follaje. ¿Y me habla de miedo a la muerte?
— Vas a sufrir un infarto, quédate de pie un minuto.
La ciudad tiene un aspecto diminuto e insignificante desde donde nos encontramos. Tan arriba en la montaña que cuando me siento en el suelo, tengo la sensación que la naturaleza salvaje me engulle, me aísla de todo los sonidos y voces que conozco. A solas. Me quedo pensando en que esa noción sobre la distancia emocional y física, mientras intento recuperar el aliento, empapada en sudor y sucia de tierra.
— Mira, se trata de algo simple — prosigue mi amigo — todos avanzamos a la carrera hacia el futuro. Nos da miedo el tiempo. Y el tiempo es la muerte, si lo miras así. De manera que escribimos, pintamos, queremos ser famosos. Nos ejercitamos para hacernos más fuertes. Todos corremos hacia la vida para no mirar a la muerte.
Me dejo caer en un montón de hojas secas, aun respirando entre estertores. Y pienso, allí, en medio de la soledad de esa montaña agreste y majestuosa, que P. tiene razón. La muerte está allí, desde el principio de la historia humana, sólo que por siglos, ha sido contada a la manera de cada sociedad y cada cultura. Y siempre es el tiempo, me digo contemplando la ciudad empequeñecida por la distancia, la silueta de mi amigo desdibujada entre los troncos de los árboles. Somos tan fugaces, diminutos, triviales en el gran devenir de las cosas. Somos pequeñas explosiones de vida en mitad de un Universo eterno y espléndido. Ese pensamiento puede hacerte sentir pequeño, mínimo, incluso insignificante. Y eso está bien, me digo a pesar del miedo que me produce. Es lo real.
Mi tia L. suele decir que la muerte es un estado de conciencia. Lo dice con toda la libertad que le otorga su mente curiosa y audaz. Según insiste, la vida y la muerte son algo más que una percepción sobre la carne que se deteriora y la mente aterrorizada por la idea. “Sería muy simple de ser así”.
— ¿Y si es así de simple? — le pregunto bebiendo un taza de la olorosa infusión de hojas de naranja que me sirve.
— No lo es — suelta una carcajada — tu lo sabes.
Se refiere a las experiencias “psíquicas” (por llamarlas de algún modo) que ambas hemos vivido. En una ocasión, ambas vimos una silueta tangible y de aspecto real cruzar de un lado a otro de su pequeño apartamento de soltera en el Este de la ciudad. Fue algo tan real que me recuerdo poniéndome en pie con un sobresalto, las manos abiertas de pura inquietud. Una imagen tan real que pude describir el color de la ropa del desconocido, su rostro seco y concentrado. Pero no estaba allí. Jamás pudimos comprender la experiencia.
— Eso no demuestra nada, pudo ser una alucinación — pondero. Tia asiente, con una sonrisa misteriosa.
— ¿Y si no lo es?
Buena pregunta. Lo inexplicable parece una respuesta sugerente a la incertidumbre de la muerte. Todo ese cúmulo de datos sin explicación que se acumulan bajo el nombre de “lo desconocido”. En mi familia abundan relatos escalofriantes: voces sin explicación, casas “embrujadas”, todo tipo de fenómenos a los que nadie puede ofrecer un sentido real. Lo cual es bastante extraño, siendo que la mayoría de mis parientes son científicos que creen en el método científico como lógica última a toda situación. Pero allí continúan las viejas historias sobre la ocasión que mi tío materno escuchó una voz que le gritó a la cara un exaltado “cuidado”, que le hizo retroceder sobresaltado. O la ocasión en mi abuela vio a su difunta madre mirándole desde el jardín de la vieja casa familiar. ¿Se trata de un caso de histeria colectiva? ¿Situaciones de pura estimulación emocional que se manifiestan como leves delirios? Mi psiquiatra pone los ojos en blanco, suelta una carcajada.
— No todo es explicable.
— Eres médico, me deberías decir justo lo contrario.
— La necesidad de dar explicación a todo es una forma de intentar mantener el control. El cuestionamiento es mucho más saludable. ¿Por qué no te haces preguntas en lugar de asumir que tienes las respuestas?
Recuerdo la conversación mientras mi tía me mira con una sonrisa pícara. Me encojo de hombros.
— ¿Debo creer en una trascendencia espiritual por un fenómeno óptico? — le insisto.
— Puede ser que lo que necesites es preguntarte por qué no puedes analizarlo con tu método de costumbre — se encoge de hombros — es de una simplicidad dolorosa.
— Es racional — me defiendo — no puedo tildar de sobrenatural lo que no comprendo.
— Eso tiene una relación directa con algo más duro: tu miedo a la muerte. Temes que no haya nada y es mejor para ti, aferrarte a esa convicción que temer puedas vivir engañada cada día de tu vida.
Suspiro, tomo un poco más de té. El primer trabajo que se publicó alguna vez sobre el tema — el miedo a la muerte occidental, la conciencia de la fragilidad de nuestra especie y como asume eso la historia — lo publicó el historiador francés Philippe Ariès (1914–1984). Primero en un libro extensísimo y críptico llamado Historia de la muerte en occidente y después en una obra incluso mayor, titulada, de manera muy existencialista, El hombre ante la muerte. Por supuesto, no se trata de un tema nuevo, pero sí, de una óptica totalmente novedosa sobre ese terror subyacente a la mortalidad. En ambos trabajos, Ariès analiza y reflexiona sobre cómo la muerte se invisibilizó durante el siglo XX, como se ocultó y se disimuló con una obsesión por la belleza, una rápida carrera tecnológica y médica que vino a subvertir el pensamiento de la mortalidad en una ilusión de eternidad.
Se trata de un planteamiento importante: hasta el siglo XIX la muerte era un acto público, a la vista de cualquiera. Las ejecuciones se llevaban a cabo en plazas públicas, los cuerpos se pudrían ante la muchedumbre. En lo doméstico, las familias enteras velaban el cadáver del pariente difunto. Le vestían, le bañaban, le fotografiaban en un acto ritual tan antiguo como misterioso que parece ser muy similar de cultura en cultura. Pero entonces, la llegada del positivismo, la muerte filosófica de la inocencia sobre la fe y otras tantas ideas mecanicistas, transformaron a la muerte en algo que debía ocultarse. Una transición social que dejó al luto y el duelo convertidos en un mero comportamiento social.
— La muerte no está bien vista — me dice mi psiquiatra cuando le comento lo anterior — nadie quiere pensar en muerte, funerales, sepelios. Eso no existe, por tanto se disimula. Los libros se desbordan de buenos deseos, de mujeres y hombres extraordinarios e inmortales. Es como si la moral no permitiera que la muerte saliera de los límites de lo doméstico. E incluso allí, se esconde también.
En el libro Cementerio de animales, el escritor Stephen King pondera sobre ideas similares. En una novela donde la muerte es un personaje más, King analiza la fobia a la muerte moderna como una mirada cobarde a lo que somos y lo que deseamos ser. Los funerales repletos de comida, como parte de toda una idea pagana sobre la mortalidad y ese terror que inspira la simple idea de la enfermedad y la vejez. Una especie de vergüenza menor.
Esa mentalidad parece estar furiosamente reñida con el concepto del tiempo. Para la mayoría de los medios de comunicación y formas de arte, lo inmediato y lo instantáneo crean una especie de presente continuo que nadie entiende muy bien, pero del que todo disfrutamos. Nadie muere realmente en un mundo obsesionado por la vida. Y cuando lo hace, en medio de toda la cultura que olvida su propia mortalidad, se considera un fracaso o algo peor. Una ausencia que debe trivializarse. En el siglo XX la muerte se volvió tan innombrable, obscena y grosera como en otros lo fue el sexo y la sexualidad.
Para Ariès la muerte es una especie de trámite bochornoso en una sociedad niña. “La muerte en el hospital, erizado de tubos, está a punto de convertirse hoy en una imagen popular más aterradora que el traspasado o el esqueleto de la retórica macabra”, escribió, preocupado y desconcertado por la visión de la muerte de toda una cultura y una generación adolescente. Una idea muy semejante a la expuesta por el antropólogo Geoffrey Gorer (1905–1985), quien también se preocupó por esa cualidad casi dramática de la muerte en un siglo que decidió pensar que la mortalidad era algo irreal. “Hoy en día la muerte y el luto se tratan con el mismo pudor que los impulsos sexuales hace un siglo”, afirmó. En otras palabras, el tabú cambio de rostro. Y también lo hizo la forma como comprendemos nuestros temores y la vulnerabilidad de nuestra naturaleza.
— Quizás por ese motivo, el desnudo ahora es menos tabú que la fotografía de un fallecido — reflexiona mi amigo P., que comienza a caminar de un lado a otro, impaciente por continuar el recorrido. Yo no lo estoy tanto.
— La muerte que es una especie de prejuicio.
— Estamos convencidos que morirse es un tema que se debe tocar en voz baja. Que cuando ocurre, es por un error médico o porque la edad lo hizo inevitable — dice P., que parece ha razonado mucho sobre el tema, lo que me sorprende — pero en realidad, morir es una idea diaria. Es como dices, el tiempo transcurriendo en una única dirección.
En una ocasión leí que la muerte se volvió obscena, tanto como hace cien años lo eran los pechos de una mujer. Y que esa noción sobre lo vergonzoso — lo que debe ocultarse — es una forma de comprender en qué dirección avanza nuestra sociedad.
Continuamos avanzando montaña arriba. Me caigo un par de veces más, lamento haber emprendido el recorrido, siento que literalmente los pulmones me van a estallar. Pero sigo avanzando, claro. No sólo porque no me queda más remedio, sino porque de pronto, siento una furiosa sensación de alegría, como si el irremediable cansancio, el dolor en el flato, las rodillas y piernas tensas, me recordaran que tan viva estoy, que tan fuerte puedo ser.
Como los Mayas, me digo, que llevaban a víctimas al sacrificio para declarar su amor a la vida, o así lo aseguraban. Ese temor a los Dioses que parecía asegurar la prosperidad y la capacidad bélica. Y el tiempo en medio de todo eso. La observación obsesiva de los astros y de las transformaciones. Tratando de entender hacia dónde nos conduce el simple ciclo natural que nos une a todas las cosas.
Qué ocurre cuando formamos parte de esa transición inevitable hacia la caída en el silencio definitivo.
Finalmente, alcanzo el siguiente claro y según P., que me mira con una sonrisa orgullosa, eso es todo un logro para alguien que está en tan terrible condición física como la mía. Me río cuando lo dice y me quedo de pie, balanceándose un poco desorientada y pensando que de pronto, la muerte no puede parecerme más lejana. Soy una mujer joven, aún saludable — eso creo, al menos — y estoy consciente de todas las cosas que me rodean, de mi misma. ¿La muerte es real ahora mismo?
— Siempre lo es — dice P. cuando se lo planteo, con una de sus sonrisas traviesas — mira, la cosa es simple. Ahora el siglo XXI se mira así mismo con inocencia: Hay un montón de películas, series y libros sobre la muerte. Comienza a dejar de ser tabú. O mejor dicho, quiere entenderla. Lo necesita. Lo hace con cierta esperanza que ese conocimiento le brinde paz. Pero no lo logra. Seguimos obsesionados con la juventud — que es una manera de contar el tiempo — y con la vejez. Y con la atemporalidad. Con todas las cosas que evitan la muerte pueda suceder o así lo creemos. Una confesión que aún nos asusta lo suficiente como para mitificarla, temerla, alejarnos de ella.
La escritora Piedad Bonett escribió en el 2013 el libro Lo que no tiene nombre para contar el suicidio de su hijo. Una narración durísima y descarnada sobre una pérdida que no se espera y mucho menos puede predecirse. Padres huérfanos, una soledad absoluta que sustituyó a la muerte. Una visión sobre la destrucción de las esperanzas que pareció concebir a la muerte más allá de la melancolía y el dolor. Un vacío realista, abrumador y angustioso. Antes de ella, en el 2005 la periodista estadounidense Joan Didion público El año del pensamiento mágico en el que narraba el luto por viudez. Y como Bonett mira la muerte como algo de todos los días. Como un proceso equivalente a un pequeño cataclismo que puede ocurrir en cualquier momento. Y de nuevo, habla — aunque no directamente — del tiempo, de esa agonía humana y apabullante que nos deja sin voz y sin forma. Una mirada descarnada a lo que parece ser el núcleo de esa incertidumbre constante: “La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías acaba de repente”. Y es el tiempo y es la muerte. Y es la forma como percibimos ese sufrimiento diario, pequeño y abismal. De todos los días.
Me quedo de pie entre los árboles, pensando en que nunca estaré tan viva como ahora y que quizás, después esa idea me parezca una ilusión y un temor por su simplicidad. Y me hace sonreír esa expectativa, la muerte siempre junto a la vida. La belleza de las pequeñas cosas intrascendentes. El tiempo transcurriendo en una única dirección: la que cuenta mi historia.
Una noción simple de lo que somos y lo que queremos ser. O incluso algo más simple: hacia dónde nos dirigimos en este transitar de ideas que nos permite no enloquecer. Al menos no tanto, me digo, mientras comienzo a descender la montaña a trompicones. Una forma de conservar la esperanza y la fe.
C’est la vie.
martes, 16 de enero de 2018
La incertidumbre, el dolor y lo mortuorio: el más antiguo de todos los temores.
Según los celtas, la muerte es el único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre quizás el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo, la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho que es imposible ignorar a pesar de todos los intentos que hagamos para lograrlo. La muerte, como tal, es un concepto integro, tal vez uno de los pocos por completo absolutos que posee la realidad analizada como forma de comprender la realidad. Recuerdo que cuando era una niña, la primera vez que afronté la idea de la muerte — una de las mejores amigas de mi abuela murió y acudí al funeral de mano de mi madre — no pude entender porque Margarita simplemente dejó de estar en el presente. No lo pensé tal vez con términos tan exactos o complejos, pero sin duda el pensamiento fue que la anciana que me obsequiaba galletas de avena o me cuidaba de vez en cuando, había dejado de “estar”. En el Hoy, en el presente, en el tiempo de todos los días. Y fue esa elemental aceptación, lo que me aterró. El hecho que Margarita ahora solo existiría en lo que yo pudiera recordar de ella, en los pocos objetos que le pertenecían, en las fotografías donde continuaría sonriendo, estática y muda, por muchas décadas más. Fue esa sensación de lo inapelable, lo tajante de la muerte lo que me hizo llorar, lo que me dejó muda y asombrada por días enteros. La sensación de saber que en algún momento, yo también desaparecería de la misma manera, dejaría de “ser”, para solo poder ser recordada.
Vivo en el tercer país más peligroso de Latinoamérica y en la segunda ciudad con mayores asesinatos del mundo. Pensar en la muerte es algo sencillo, recurrente y en ocasiones, natural. En Venezuela, la violencia y el asesinato están en todas partes, pero más allá, la noción de lo mortuorio forma parte de la cultura. Como en buena parte de latinoamérica, supongo. Últimamente, he pensado mucho sobre la muerte. No la muerte de alguien más, o en esa idea abstracta y poco desigual que todos tenemos sobre nuestra mortalidad, sino sobre MI muerte. Es un pensamiento extraño, mucho más nostálgico que aterrorizante y que de alguna manera, me ha brindado toda una nueva perspectiva sobre mi identidad. Porque asumir que morirás — como una idea inevitable más allá del fatalismo y el sentido trágico — reconstruye ciertas ideas en tu mente, te hace más consciente de tus limites físicos y de la indica capacidad de la mente humana para rebelarse a esa posibilidad. Porque morirás, pero ahora mismo estás vivo. O lo que es lo mismo, esa fragilidad hace que asumas el verdadero poder de tu identidad o tu capacidad para comprenderte.
Porque la muerte existe, la muerte está en todas partes. Y no se trata de un pensamiento pesimista, sino de una percepción sobre la fugaz existencia del hombre. Mi abuela solía decir que el mundo contemporáneo había intentado por todos los medios ocultar la muerte, disimularla bajo una percepción de inmortalidad artificial que muy poca gente advertía, pero que sin duda, asumía como real. La muerte, como una imagen en una pantalla de televisión. La muerte, como una imagen idílica. Pero en realidad, sólo había logrado trazar una línea muy dura y evidente entre esa noción sobre lo inevitable y cierta inocencia secular que parecía dotar a la muerte de cierto romanticismo. Un pensamiento que a mi abuela le parecía escalofriante.
— Pasas la vida convencido que no morirás, que siempre serás joven y esbelto, que jamás enfermarás y de pronto…ocurre. Te debilitas, encuentras que en realidad eres tan vulnerable como cualquier otra persona. Y entonces la muerte se te hace real, evidente. Una idea de la que no puedes escapar.
Mi abuela me dijo eso a los catorce años, cuando casi nadie piensa en la muerte y la imagina como una idea tan lejana que resulta inabarcable. Que le ocurre a alguien más. Que quizás — en esas posibilidades difusas y sin sentido de la adolescencia — no te llegue a ocurrir nunca. Recuerdo haberme sentido profundamente incómoda por la reflexión, como si mi abuela hubiera pronunciado una palabra desagradable o expresado en voz alta un pensamiento directamente repulsivo.
— Pero la muerte no es algo de todos los días — repliqué, con las manos húmedas por un sudor nervioso — ocurre cuando ya eres muy viejo e incluso, cuando eres… — Ocurre cuando estás vivo — me interrumpió mi abuela — no se necesita otra cosa que estar vivo para morir. Y eso es lo que esta época tan inocente y tan crédula, oculta.
No me gustó ese pensamiento. ¿A quién podría gustarle? No solamente no me gustó, me apabulló tanto como puede hacerlo una idea nueva que no logras encajar en ningún lugar. Me apresuré a pensar en todo tipo de posibilidades fantásticas y consoladoras: que la muerte le ocurría a gente muy enferma, a la muy vieja, a la que no quería vivir. Eran pensamiento de enorme inocencia, que analizados a la distancia sorprenden por su llaneza. Pero es que para alguien tan joven, la muerte no es solamente la culminación de la vida sino la contradicción a todo lo que cree y supone real. ¿Qué es la muerte para alguien tan joven que el mundo puede sorprenderle? ¿Qué es la mortalidad y la vulnerabilidad física para quien asume que la salud y la fortaleza son naturales y además, irremediables? No es fácil digerir de pronto, que esa sensación física de plenitud y confusión de la juventud puede transformarse en algo más, que sin duda lo hará. Que con el transcurrir de los años, tu cuerpo responderá a un ciclo interminable del que nadie escapa ni tampoco es ajeno. De una visión sobre tu identidad y quien eres, que avanza hacia algo tan duro como insoportable. Porque la muerte es real en la medida que asumes es parte de lo que vives. Porque la muerte es real cuando descubres que está allí, a la periferia. Aunque no lo notes ni tampoco lo pienses con frecuencia. Que es parte de cada paso, cada idea, cada perspectiva. Que forma parte de las posibilidades que atraviesas y ponderas a diario.
Pero como dije, es difícil que una joven de catorce años asuma algo semejante, de manera que no lo comprendí. No quise hacerlo, de hecho. Así de malcriado e irracional como suena. Me negué a seguir conversando sobre el tema con mi abuela y le dejé claro que la muerte, como idea me importaba bien poco. Mucho menos, como realidad física. Ella me dedicó una larga mirada triste y un poco nostálgica.
— Sólo te recomiendo pensarlo de vez en cuando — insistió — no siempre, no por todos los motivos. Pero tener en cuenta que puedes morir, te permite apreciar mejor la vida.
Quizás mi abuela equivocó la formula y el método. O la oportunidad no era la propicia, pero me provocó justamente el efecto contrario a su consejo bien intencionado. El caso es que me rebelé como pude contra ese pensamiento y de pronto, me obsesioné no con la posibilidad de morir, sino con la idea de la muerte, ese paisaje amplio y brumoso que ha atormentado a la humanidad por centurias. Recuerdo que abrumada por esa conversación, decidí que necesitaba saber sobre la muerte para no tener que preocuparme por ella. Una especie de juego de espejos donde se reflejaba, a destiempos y casi por accidente, mi miedo. Esa sensación nítida y recién descubierta de vulnerabilidad que no comprendía muy bien.
Tal vez por ese motivo, me obsesioné con los vampiros. O mejor dicho, con la idea de la inmortalidad, que no es la misma cosa ni se percibe de la misma manera. Recuerdo que comencé a leer todo el material que logré encontrar sobre el tema, pero sin que me fascinara la figura del vampiro como tal — esa encarnación de la maldad absoluta y mística tan cercana a la leyenda — sino de su realidad física. ¿Había inmortales en la tierra? ¿Era posible tal cosa? Me dediqué con ese ahínco de los desesperados, a analizar los cuentos y leyendas folclóricos y encontré que durante largos siglos, la misma idea había obsesionado a filósofos y grandes pensadores por los mismos motivos que a mi. Para empezar, encontré que la noción sobre la inmortalidad relacionada con el vampiro, tenía mucha relación con cierta idea de belleza y sobre todo, supervivencia de la conciencia. Del quienes somos. Desde Egipto (con sus fastuosos rituales funerarios) hasta Roma (que con toda la practicidad del Imperio había asumido que la muerte no era otra cosa que una idea inabarcable) la eternidad — su posibilidad — se transformó no sólo en una aspiración de poder sino en una reflexión sobre la Grandeza. Porque la inmortalidad era el atributo de lo Divino, de lo extraordinario. Premio y consuelo de grandes hazañas, ideas trascendentales que las culturas antiguas analizaron desde lo simple, lo incompleto, lo dolorosamente humano.
Esa era una visión muy juvenil sobre la muerte y la inmortalidad, pensé más de una vez, desalentada y preocupada. No encontré en las antiguas historias sobre vampiros — con sus campesinos mugrientos tropezando en cementerios destartalados — ni en las Grandes y extraordinarias historias de la época victoriana sobre el bebedor de sangre, otra cosa que una sensación de fatalidad. La criatura que nace de la sangre, del dolor y que emerge de la muerte torpe y disminuida. La que avanza, con las manos extendidas, para atrapar a una víctima. ¿Quién quería ser inmortal de esa manera? ¿Quién quería sobrevivir a la muerte para olvidar la vida?
Con Frankenstein de Mary Shelley, me ocurrió algo parecido. Leí el libro, asombrada por esa visión tan fresca e inocente sobre el riesgo moral y de nuevo, me tropecé con un tipo de inmortalidad inquietante, a medias. El monstruo del doctor Victor Frankenstein había sobrevivido a la muerte, pero no a la destrucción, a la idea desconcertante de contravenir la naturaleza a través de un mero deseo de destrucción. Porque el monstruo — con su ignota sensibilidad y desesperado amor a la vida — era la antitésis del vampiro sediento de sangre que solo vivía para matar. El Monstruo de Frankenstein deseaba desesperadamente ser comprendido, mostrar su bondad y su profunda sensibilidad, pero el mundo irracional y hostil no se lo permitía. Una idea romántica donde las haya que parecía enfrentarse directamente contra la noción de la supervivencia de la muerte como la búsqueda de significado. Aún peor, el monstruo de Frankenstein — y para ser justos, también el Drácula de Stoker — estaban desesperadamente solos y aspiraban a la suprema comunión con alguien que pudiera comprender los pesares de la inmortalidad. Pero por supuesto, no llegaban a encontrarlo: Drácula debía conformarse con deambular a solas por la eternidad -en la feliz compañía de tres anodinas y voluptuosas vampiresas — y Frankenstein a exiliarse, huyendo del monstruo humano. Todo muy bello y dolorosamente desgarrador pero como otras tantas, otra fantasía muy humana sobre el dolor y la angustia existencialista. Pero por supuesto, sin ningún tipo de asidero en el mundo real.
Tal vez por ese motivo — y herida por el desengaño — , comencé a obsesionarme con visiones mucho más racionales — y durísimas — sobre la vida y la muerte, lo sagrado y lo divino. Intenté encontrar sentido en las reflexiones densas y complejísimas de Baruch Spinoza sobre Dios (que no sólo me sobrepasaron sino que me dejaron una rarísima sensación de confusión) sino que también, comencé a ponderar cuando entendemos de la muerte en realidad, que tanto asumimos es real esa noción del fin de la existencia. Por entonces tenía unos veintitantos años y de la desesperación infantil, había pasado a algo más amargo duro. Comprender que moriría, antes o después, pero ocurriría.
No es fácil asumir algo así. Sobre todo, cuando todo a tu alrededor, la cultura sólo te muestra la muerte como algo lejano y distante, que apenas forma parte de lo que consideras real. No obstante, ya no lo era tanto: Mi abuela había muerto hacía unos cuantos años ya y su desaparición física, más que cualquier otra cosa, había sacudido por completo esa noción sobre la fragilidad y la mortalidad que por tanto tiempo, había tratado de ignorar. Resultó desgarrador que justamente su muerte — siendo ella quien por primera vez me había mostrado la idea — la que de alguna forma se convirtiera en símbolo de lo que había después de la muerte. Recuerdo con nitidez la sensación de asombro y horror que me produjo el pensamiento que había muerto y sobre todo, lo que podía — o no- ocurrir después. Porque a pesar de cualquier creencia, convicción o esperanza, la realidad de la muerte física resulta tan contundente que no admite aseveración en contra. La muerte está, la muerte es, la muerte es irrevocable. Y ese pensamiento resulta tan doloroso y desgarrador como el hecho de aceptar que te sucederá antes o después.
Recuerdo que esa sensación me atormentó tanto como para causarme un real trastorno físico. Dejé de comer y sentí que la natural tristeza por la muerte de mi abuela, se transformaba en algo más. En una sensación perenne de encontrarme al borde del desastre. Había pasado del terror simple a la muerte a algo más complejo y complicado de aceptar: el hecho que la muerte era un pensamiento incontrolable. La muerte como una idea que planeaba sobre cualquier otra, que se abría espacio entre lo que tenemos y sobre todo, asumimos como la realidad. ¿Cómo se enfrenta cualquiera a esa completa desesperanza? ¿Cómo asumes esa posibilidad como real?
No se trataba además, de una idea que pudiera debatir con alguien más. Todos a mi alrededor estaban muy preocupados por como yo lo había hecho, disimular la existencia de la muerte. Recuerdo que en el Libro “Cementerio de animales”, Stephen King describe la actitud moderna sobre la muerte como “una gran morisqueta sin humor” y transcurrido algunos meses sobre la muerte de mi abuela, comencé a pensar era cierto. No sólo todos huimos de ella — como yo lo había hecho — sino que además, la interpretamos a conveniencia. Después de todo, la muerte es algo que le ocurre a alguien más, que la padece alguien más, que la enfrenta alguien más. Nunca uno mismo.
Probablemente por ese motivo, las reflexiones de Carl Jung sobre la muerte me consolaron como ninguna otra cosa lo había hecho hasta entonces. No sólo porque el psiquiatra parecía comprender el miedo que la muerte puede provocar, sino porque además, la miraba desde un punto de vista que me resultó por completo nuevo.
Para empezar, Jung hablaba sobre un tema al que poca gente le otorgaba sentido: la conciencia. Para el psiquiatra el “Yo” de la personalidad no era una mera idea basada en reacciones cerebrales, sino algo más complicado y relacionado con una identidad concreta que brindaba sentido al “ser”. De hecho, en varias entrevistas, el psiquiatra insistía en que asumir su propia consciencia sobre el hecho de existir, había sido un paso trascendental para comprender el mundo. Con una simplicidad que me desconcertó, en más de una entrevista, Jung aseguraba que la frase más importante de su vida era “yo soy, yo sé que soy”, lo que equivalía a aceptar que la razón humana era algo más que simples recombinaciones de la química cerebral. A partir de allí, su percepción sobre la muerte era por completo nueva.
Según el psiquiatra “Hay partes de la psique que no están limitadas al tiempo y al espacio”, lo que hace que cualquier idea sobre limites, extensión o supervivencia de la muerte, está condicionada a la manera como ese yo superlativo o creativo, se manifiesta. Además para Jung, lo realmente incomprensible de la vida no es la posibilidad de morir, sino el hecho que esa noción — aún no resulta — pueda interponerse o distorsionar lo que creemos sobre lo que la vida puede ser. En otras palabras, esa búsqueda sobre el hecho de concebir a la muerte como una idea, hace que también intentemos hacer lo mismo con el hecho de la existencia, lo cual para el psiquiatra es poco menos que absurdo. “La vida no es una definición por si misma” llegó a decir “sino, una comprensión de lo que puede llegar a ser y su significado”.
Esa idea me sacudió. No sólo porque parecía otorgar sentido a la vida como concepto — y forma de expresión — sino que además, me brindaba las ideas esenciales para soportar la idea caótica de la muerte. De hecho, llegué a la conclusión que había pasado una buena parte de mi vida luchando contra esa idea de la muerte a través del significado, sin saberlo. Gracias a mi necesidad de expresarme, de escribir, de leer, de fotografiar, de soñar, de siempre buscar respuestas a mis preguntas incesantes, a mi curiosidad elemental, había descubierto que la vida podía ser algo más que un conjunto de ideas aparejadas con dificultad sobre lo inevitable de la muerte y si algo mucho más duro y bello: una construcción de la memoria. ¿Era suficiente para soportar el miedo a la muerte? ¿Era suficiente consuelo para continuar?
Resultó que para mi, sí lo era. Cuando un hombre me apuntó a la cara con un arma y estuvo a punto de disparar, me abrumó la idea de la muerte pero me consoló poder expresar en ideas e imágenes ese dolor insoportable, esa posibilidad cierta de perder mi identidad al morir. Me refugié en la escritura, en la lectura, en la escritura, cada vez que la desesperación pareció a punto de abrumarme, de destruirme. Una y otra vez, fue el arte, la conciencia creativa, lo que permitió avanzar a pesar de todo. Lo que me permitió recuperar a medias la esperanzas. Construir una idea que pudiera ser más grande que mi misma, abarcar ese abismo de la muerte a través de algo tan profundo como doloroso: mi propia capacidad para asumir mi existencia. y otorgarle un significado real.
Hablé sobre eso con mi amigo G. unas semanas antes de su muerte. Lo hice, sosteniendo su mano, horrorizada por su fragilidad física y muy consciente de como la enfermedad que padecía estaba a punto de vencerle. No le hablé sobre Cielos ni tampoco esperanzas sagradas, sino sobre esa noción que nacemos y existimos por una razón y por motivo. Gabriel me escuchó, con el rostro convertido en una colección de ángulos, los labios rotos por la fiebre. Me escuchó a pesar de su miedo — que era evidente y profundo — y sobre todo, de su profunda incredulidad. De esa aceptación a ciegas de un final incomprensible.
— Entonces, según el viejo Jung, la muerte es un paso de conciencia — se mofó. Aún tenía fuerzas para el sentido del humor. Y me gustó comprobarlo — como si fuéramos una idea. — ¿No lo somos? — Somos criaturas vivas, simples. Y esa simplicidad también es la muerte. — ¿Cómo lo sabes? — ¿Por qué lo dudas? — Porque ni tu ni yo tenemos la certeza de nada. — De manera que sólo nos queda el significado.
Me dedicó una sonrisa cansada y dura. Pero cuando finalmente me despedí de él — la última de todas las despedidas, pensé con un escalofrío de horror — me dio un abrazo blando, amable. La desesperación continuaba allí, pero también, esa sensación absurda y un poco caótica de hacerse preguntas, de replantearse el absoluto. Lo besé en la frente, me apreté contra él y pensé en todas las cosas que tenían significado en su vida y en la mía. En el hecho que ambos estábamos vivos en aquel momento, a pesar de todo. Que a pesar del horror, ambos aún éramos hijos de la misma agua y del mismo sol.
— Nos vemos por allí — dijo entonces. Contuve las lágrimas. Pensé en el significado de las cosas. Me obligué a sonreír. — Ya sabes donde encontrarme.
A veces pienso en esa conversación mientras miro el cielo nocturno. Sobre todo ahora que llegué a la mitad de mi tercera década de vida y comienzo a tener una conciencia muy clara de mi cuerpo, de mi vulnerabilidad, de la muerte cercana. Y es entonces, cuando el asombro del cielo cuajado de estrellas me supera, me consuela, me abstrae, me regala la posibilidad de creer. A pesar de la conciencia. A pesar de la posibilidad cierta de morir.
¿Eso es suficiente? Me pregunto entonces, con la respiración agitada, los ojos llenos de lágrimas. Supongo que no lo es. Pero en realidad se trata de una idea que se sostiene en mi consciencia. De mi posibilidad de crear. Del significado que intento encontrar en cada elemento que vive en mi mente.
C’est la vie.
miércoles, 27 de enero de 2016
De la incertidumbre a otras ideas: Diez libros sobre experiencias cercanas a la muerte.
Cuando tenía nueve años, pensé por primera vez en la muerte. Lo hice, luego que uno de mis primos menores muriera y el duelo embargara a la familia. De pronto, morir no era algo lejano, una imagen rudimentaria de un suceso que aún no entendía bien, sino un hecho que me ocurriría a mí. Que antes o después, en algún momento, dejaría de existir. Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos, pero si tuve una aterrorizante conciencia sobre mi propia vulnerabilidad, la sensación definitiva y abrumadora que moriría. Un primer atisbo de mi mortalidad.
La idea me aterrorizó. Tanto, como para provocarme pesadillas y terrores nocturnos. Por meses, me abrumaba el temor — real y muy cercano — que la muerte — su realidad física — esperaba por mi a cada momento. Era una idea que me acompañaba a todas partes, en la que no podía dejar de pensar. Eso, a pesar que era tan pequeña como para no comprender bien en que consistía el tránsito de la vida a la muerte y mucho menos, que debía comprender sobre la cualidad inevitable de la muerte. Finalmente, me atreví a preguntar al Sacerdote que confesaba a las monjas del colegio de Religiosas donde estudié, en un intento de calmar la dolorosa angustia que me atormentaba.
— La muerte es un misterio para todas las religiones y creencias — me dijo con su habitual tono amable — no sólo para la Cristiana. La humanidad entera ha intentado explicar por qué morimos y que ocurre una vez que sucede. Para soportar la idea de lo inevitable, para consolarse del miedo.
— ¿Y que cree usted que pasa? — inquirí. Padre Antolin tomó una bocanada de aire, preocupado. A la distancia, me pregunto si intentaba decidir como explicar una idea tan compleja a una niña aterrorizada y menuda que lo miraba expectante. No debió ser sencillo.
— Creo que vamos a algún lugar — no dijo “Cielo” y eso me sorprendió — que ese elemento que nos hace ser quien somos, se desprende del cuerpo y se une a algo más grande. Pero eso lo que “creo”. No lo que “sé”. Son cosas distintas.
Me desinflé de pura decepción. A pesar de mi corta edad, ya sabía que creer y saber eran ideas casi siempre contradictorias. Yo no quería decidir en qué creer, quería saber — con hechos, números, ideas, testimonios, lo que fuera — que ocurría una vez que nuestro cuerpo moría. ¿A dónde íbamos? ¿Sobrevivíamos a la muerte?
Antolín era jesuita y también, ecléctico y un poco científico. Por eso me agradaba tanto. A diferencia del ejército de monjas de la Escuela, solía responder a mis preguntas con enorme inteligencia. Había estado segura que también podría hacerlo con la más inquietante y dolorosa de todas. Cuando no lo logró, sentí una dolorosa frustración. No se lo dije, después de todo, lo había intentado.
— Hija, pero es que nadie sabe realmente que ocurre al morir — me insistió. Me encogí de hombros.
— Bueno, supongo que no hay nada que saber, entonces.
Esa idea también me aterrorizaba. Tendida en mi cama durante las noches, imaginaba un vacío primitivo e infinito, una nada sin nombre a donde iban a parar el alma (espíritu, personalidad) de los difuntos. No era una idea bonita ni poética y a pesar de mi corta edad, comenzaba a entender por qué nadie quería pensarla y preferían hablar sobre Cielos e infiernos. Incluso un castigo eterno era mejor que nada…¿No?
Un par de días después de mi conversación con Antolín, lo vi venir por el patio de recreo con un paquetito entre las manos. Me hizo señas que lo acompañara al fondo del del jardín y me lo entregó con disimulo. Lo sostuve, perpleja.
— ¿Y esto? — era un libro, sin duda. Incluso envuelto en papel de periódico, reconocía la forma del lomo y las páginas ocultas. Antolin me hizo una seña para que lo escondiera. Lo arrojé en mi morral de inmediato.
— Creo que te va a ayudar. O quizás no, pero bueno venga, lo mejor es que tengas toda la información que necesitas a tu disposición.
Me recomendó echarle un vistazo en casa y se alejó con su orondo paso de obeso por el jardín, fingiendo ignorarme. Me quedé desconcertada y curiosa.
Todavía no sé como pude contenerme durante las tres largas horas que restaban para salir de clases y poder abrir el paquete que Antolín me había obsequiado. Sí, era un libro. Pero uno como el que nunca había visto antes.
— Vida después de la vida — leí en voz alta. La portada era la fotografía de un paisaje luminoso y una figura humana a contraluz, avanzando hacia la luz. El autor, Raymond Moody, era un venerable señor de aspecto amable que aparecía retratado en la contraportada. ¿De que iba aquello? Cuando abrí el libro, encontré una nota de Antolín: “Nadie sabe que ocurre, pero al menos, hay gente que espera encontrar respuestas”. El corazón se me aceleró de emoción.
Leí el libro en apenas dos días. Virtualmente, no pude separarme de él hasta la última hoja. Y lo que encontré en él no fueron respuestas — quizás tampoco lo esperaba — sino todo un nuevo panorama sobre la muerte — el hecho físico — que sustituyó el miedo por curiosidad. Lo leí con avidez, sorprendida que nadie me hubiera hablado sobre eso antes — ¿Por qué debían hacerlo, en cualquier caso? pensé después — pero sobre todo, agradecida de encontrar algunas cosas nuevas en qué pensar sobre morir y no sólo ese vacío enorme que tanto me entristecía y me asustaba. Lo que el doctor Moody — su libro — me obsequió, fue una nueva perspectiva sobre un tema muy viejo. Algo sobre lo qué meditar y cuestionarme.
Antolín y yo nunca conversamos al respecto. Sobre el efecto que tuvo sobre mi el libro — el entusiasmo que despertó en mi mente, la necesidad de saber más sobre el tema — ni tampoco creo que él esperara que lo hiciera. Pero lo que descubrí gracias a él es que quizás — y sólo es una posibilidad entre miles, lo admito — hay algo sobre la muerte que aún no descubrimos, que todavía no ha sido respondido. Y la mera disyuntiva consuela mucho más que preciosas ideas poéticas y románticas sobre premios y castigos Divinos. O al menos en mi caso, lo hace, pienso con frecuencia. Me concede la posibilidad de asumir que la muerte no es el final, sino que nosotros — quienes somos — sobrevivimos más allá de cualquier idea que sea parte de nuestro mundo y lo que consideramos nos pertenece. Una posibilidad de esperanza.
Con el transcurrir del tiempo, mi colección de libros sobre el tema ha crecido mucho. También su variedad. Y me anima a continuar leyendo — e investigando — la misma idea que lo hizo a los diez años: la necesidad de comprender mi vida no sólo como un tránsito hacia la muerte sino algo más. ¿Y cuáles serían los libros que me han ayudado a sobrellevar esa fatalidad de la muerte, la idea recurrente? Quizás los siguientes:
Vida después de la vida de Raymond Moody:
Médico psiquiatra y licenciado en filosofía, el libro del doctor Moody es mundialmente conocido por ser la primera aproximación seria y muy cercana al método científico sobre la vida después de la muerte o su posibilidad. Para Moody, las experiencias cercanas a la muerte, son parte de una percepción mental y física que poco o nada tiene que ver con las creencias o la cultura del individuo sino con la comprensión de una experiencia extraordinaria sin precedentes. Su libro, que se convirtió de inmediato en un éxito de librería, fue el primero en analizar el fenómeno desde un punto de vista no dogmático, lo que provocó un fuerte debate religioso y conservador sobre su punto de vista. Acusado de intentar desvirtuar creencias y sobre todo, perspectivas y apostolados religiosos, el Doctor Moody insistió en que la muerte es un hecho físico y cuantificable y que lo que ocurre a continuación, también lo es. Para el psiquiatra, las experiencias relatadas en su libro — todas virtualmente idénticas entre sí, a pesar de provenir de personas de diferentes creencias, lugares y edades — demuestra que hay un componente común (una experiencia única) que construye lo que llamó “la teoría sobre el tránsito de la vida y la muerte”. El trabajo de Raymond Moody aún se considera pionero en el ámbito de la investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte y un inmediato referente al respecto.
Vida después de la Muerte de Elisabeth Kubler Ross:
Para la Doctora Kubler Ross, la investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte, se basa en el método científico, por lo que su libro recoge más de 20.000 experiencias comprobadas de lo que llama “regreso a la vida”. Todos los casos incluyen los mismos elementos y que son de hecho, la base del trabajo de Kubler Ross: hombres y mujeres declarados clínicamente muertos que luego de varios minutos — incluso horas — despiertan o son reanimados. Kubler Ross demuestra no sólo que todos los pacientes entrevistados insisten en ideas y planteamientos comunes, sino que relatan la misma experiencia. En su libro narra los aspectos más importantes sobre el cúmulo de datos que obtuvo durante sus casi veinte años de investigación y además, estructura una teoría sobre lo que ocurre con el espíritu humano una vez ocurrida la muerte física.
Todos somos inmortales del físico Teórico Patrick Druot:
Patrick Druot, Físico teórico de la Universidad de Nancy y Master en física de la Universidad de Columbia, fue el primer científico en dedicar una completa investigación a las regresiones hipnóticas a vidas pasadas. Para Druot, el tema no sólo es una curiosidad en el ámbito psiquiátrico sino un verdadero esquema de comportamiento y percepción sobre la capacidad de la mente humana para reconstruir información sobre si misma. El libro, recopila una ingente cantidad de datos sobre regresiones que intentan demostrar la supervivencia de la conciencia humana después de la muerte y también, una aproximación científica sobre la posibilidad. Además, incluye el planteamiento que las experiencias cercanas a la muerte no son otra cosa que la primera etapa hacia algo más profundo dentro de la percepción de la conciencia del hombre que sobrevive a la muerte física.
Usted ya estuvo aquí de Edith Fiore:
Como el doctor Druot, Edith Fiore (socióloga y psicóloga de la Universidad de Miami) intenta demostrar la idea de la supervivencia de la conciencia humana a su muerte física a través del análisis de experiencias cercanas a la muerte y también, regresiones hipnóticas. En su libro, Fiore analiza las conexiones entre ambas ideas — que para la doctora se complementan entre sí- sino que además, describe su trabajo como terapeuta, en el cual utiliza las regresiones hipnóticas para analizar la psiquis y síntomas de sus pacientes.
Destino de las Almas de Michael Newton:
Para Michael Duff Newton, la supervivencia a la muerte es una idea sólo puede ser comprendida desde el punto de vista científico y jamás el religioso. Doctor en Psicología Consultora, Master certificado en Hipnoterapia y miembro del American Counseling Association Duff Newton teoriza sobre la muerte como un tránsito entre dos dimensiones físicas y también, experiencias sensoriales perfectamente medibles y cuantificables. Además, fue el primero en usar la hipnosis para analizar las experiencias cercanas a la muerte desde un testimonio unificado — desde la muerte física propiamente dicha al “despertar” médico, lo que convierte al hecho de morir en un proceso que puede ser comprendido desde el punto de vista médico.
Un camino hacia la luz en el umbral de la muerte de José Miguel Gaona:
Con prólogo del reconocido Raymond Moody, el libro de Gaona analiza las experiencias cercanas a la muerte sobre el hecho de los elementos idénticos que se repiten en cada una de ellas. Para el autor — Doctor en Medicina (cum laude) en la rama de Psiquiatría por la Universidad Complutense de Madrid — la supervivencia de la conciencia humana a la muerte física no se trata de una experiencia espiritual, sino a todo un compendio de datos médicos y científicos que suministran lo que parece ser una visión muy concreta sobre una experiencia idéntica común en todos los pacientes. En palabras de Gaona «Lo que nos estamos jugando al intentar comprender en qué consisten las ECM no es solo si existe vida más allá de la presente, sino también si podemos entender los complejos modelos de conciencia, incluyendo la percepción sensorial o la memoria, ya que estos procesos podrían estar enfrentados a los conocimientos actuales de la neurofisiología». En otras, la muerte como una estructura de conciencia que conduce a otra en lugar de simplemente un hecho físico cuantificable bajo aspectos médicos concretos.
Morir para ser yo de Anita Moorjani:
Anita Moorjani fue diagnosticada de cáncer terminal. Por meses luchó contra un complicado cuadro clínico, que finalmente la llevó a la muerte. No obstante, Moorjani “regresó” de la experiencia y no sólo recuperó la salud- lo que continúa siendo un misterio médico aún sin respuesta — sino que además, insiste en haber vivido una experiencia más allá el plano físico que permitió su completa curación. Anita no sólo describe una experiencia física y mental luego de su muerte sino también el conocimiento que obtuvo de ella y que ahora intenta transmitir y enseñar como parte de toda una nueva forma de comprender el tránsito entre la vida y la muerte.
La prueba del Cielo de Eben Alexander:
Quizás el libro más controvertido de esta pequeña lista. Eben Alexander III es un neurocirujano estadounidense, profesor de la Escuela de Medicina de Harvard y que luego de sufrir una experiencia cercana a la muerte en el 2008 (o como lo describe Alexander, un “despertar”) contó su experiencia en la que intenta demostrar que lo que vivió, es la prueba definitiva de la existencia de algún tipo de realidad una vez acaecida la muerte física. El médico no sólo describe de manera pormenorizada el grave cuadro médico que le sumió en un coma profundo por más de dos meses sino que insiste en señalar que su cerebro virtualmente “dejó de funcionar”, lo que le permite asegurar que toda su experiencia durante su período de inconsciencia demuestra la existencia de la vida después de la muerte. No obstante, el libro del doctor Alexander ha suscitado encendidos debates en la comunidad científica, además de recibir duras críticas sobre por la poca rigurosidad metodológica del libro. Acusado de falsear datos y ocultar información para el beneficio de la historia que cuenta, Alexander se encuentra en el incómodo terreno del cuestionamiento. A pesar de eso, el autor publicó en el 2014 un segundo libro sobre el tema El mapa del cielo: cómo la ciencia, la religión y la gente común están demostrando el más allá, en el que insiste en la necesidad de analizar las experiencias cercanas a la muerte como elemento científico irrefutable.
Yo vi la Luz de Enrique Vila Lopez:
La obra póstuma, resume más de treinta años de investigación de las denominadas Experiencias Cercanas a la Muerte. Como médico, Vila Lopez ejerció su profesión durante buena parte de su vida en el Hospital Virgen de la Macarena de Sevilla, lo cual le permitió obtener testimonios de primera mano sobre experiencias cercanas a la muerte. Para el doctor Vila Lopez, los testimonios parecían conducir a una idea única: la posibilidad que luego de la muerte física, ocurra un fenómeno muy concreto que asegure la supervivencia de la conciencia humana. Basado en el método científico, Vila Lopez recopiló testimonios y relatos hasta construir un planteamiento muy sólido sobre el hecho de la muerte física y la posterior experiencia sensorial que parece desentrañar una vez acaecida.
“Experiencias Cercanas a la Muerte de Pacientes Hospitalizados en Terapia Intensiva. Un Estudio Clínico de Cinco Años de Penny Sartori:
El libro resume la experiencia durante cinco años de Penny Sartori como enfermera de cuidados intensivos de los hospitales galeses de Singleton y Morriston y tiene la particularidad, de mostrar un punto de vista científico sobre la experiencia del personal médico durante experiencias cercanas a la muerte. Sartori no sólo recopiló testimonios de pacientes terminales y al borde de la muerte, sino incluye los recursos médicos que permitieron no sólo cuantificar la experiencia en términos instrumentales sino también, su personal punto de vista. El libro, escrito para la referencia y uso académico de enfermeras y otro personal médico dentro de la salas de Terapia intensiva, se convirtió de inmediato en un Best seller por su rigurosidad científica y cuidadosa investigación teórica.
A veces pienso que la muerte, es quizás el único hecho sobrenatural al que debe enfrentarse el ser humano. El único que no puede enfrentar realmente por medios científicos y tecnológicos y debido a eso, sólo puede imaginar y adorar con los brillantes colores de la esperanza. No es un pensamiento cómodo, lo admito, tampoco tranquilizador. Pero la muerte, en todo su misterio, quizás es una puerta abierta para cuestionarnos nuestra forma de pensar y ver el mundo, de asumir las ideas que lo crean y lo sostienen. Un reflejo fidedigno de nuestro punto de vista sobre lo desconocido y lo que nos produce terror. Un recorrido por nuestra manera de comprender la incertidumbre. Y quizás por ese motivo, es tan necesario el cuestionamiento, una mirada nueva sobre el tema. O sólo una perspectiva nueva sobre un viejo temor Universal. ¿Pueden ayudar este grupo de libros a eso? No lo sé, pero al menos puede intentar hacerlo.
martes, 13 de mayo de 2014
La radiante belleza de la Oscuridad: Requiem para el silencio.
Una vez que leí que Giger dibujaba lo que soñaba. Con frecuencia, el autor dejó claro que su obra se basaba en un mundo onírico desconcertante y agudo que le llevó años entender y mucho más, plasmar.Una idea un poco escalofriante si miramos sus obras: Bellos espacios lóbregos de monstruos inquietantes. Escenas eróticas con un aire industrial casi sofocante. Pero quizás, el artista nunca fue más sincero que en esa confesión: ya lo decía Goya "El sueño de la razón produce monstruos". Y quizás fue Giger, con su imaginación privilegiada y ese talento suyo para reconstruir el mundo en símbolos exquisitos, el que creó los más bellos, el que dotó de rostro al temor con un pulso elegante y profundamente conmovedor.
Hans Ruidi Giger, fue un artista profundamente desconcertante. Como dibujante, pintor, escultor, diseñador y arquitecto de interiores elaboró un Universo macabro que bebió de las fuentes más diversas: desde el surrealismo más directo - con sus extraordinarias visiones sobre el miedo en estado puro y algo semejante al horror - el ocultismo, la magia y sin duda, su personal consideración sobre la naturaleza humana. Más allá, Giger insistió en su propia versión de la realidad, de un inframundo de belleza radiante que construyó a fuerza de imaginación y esa insistente revisión sobre el imaginario cultural en el que creció. Porque Giger era ante todo transgresor, un constructor de valores estéticos que definió a su medida conceptos tan viejos como lo bello y lo temible en una idea totalmente nueva.
La mayoría del público conoció el trabajo de Giger (Coira, 1940) gracias a su monstruo más emblemático, ese estilizado y letal alienígena que es quizás el verdadero protagonista de la célebre película de Ridley Scott "Aliens". No obstante, el trabajo del artista sobrepasa el imaginario cinematográfico para abarcar la esencia de su propuesta artística: una visión atípica sobre el horror, lo inquietante y lo retorcido. Y es que desde su magnifico La máquina de parir (Tinta sobre transcorp sobre papel sobre madera, 1967) hasta la que se considera su obra máxima "Necronomicón" - origen, de hecho del monstruo Aliens - Giger demostró una manera de reconstruir los conceptos estéticos que asombró y cautivó a toda una generación. Porque Giger no se limitó a elaborar algo nuevo sobre lo viejo, sino que re dimensionó la búsqueda de conceptos sobre lo que consideramos atractivos - y lo que no lo es -a través de esa particularisima estética suya, de esa oscuridad lasciva que sorprendía y desconcertaba a la vez.
A Giger más de una vez se le acuso de repetitivo, tal vez debido a que en esa penumbra mecánica que forma parte de todas sus obras, hay un elemento que parece reflejar una imagen idéntica, una elaboración del concepto muy reconocible. Y sin embargo, Giger se esforzó por conceptualizar el absurdo y lo temible siempre de manera nueva, una reconstrucción de mitos personales a la que dotó cada vez de una estética renovada. Lo hizo desde lo burlesco, desde ese humor sardónico que llenaba cada una de sus pinturas y sus inquietantes esculturas. En una de sus numerosas versiones de una sus piezas más desconcertantes "La Maquina de parir", construye un Universo anómalo, que se alimenta de elementos reconocibles de su obra - la muerte, la vida y la violencia - pero llevados a un extremo de burla paródica que sorprendió a propios y extraños. La obra muestra las entrañas mecánicas de una pistola con tintes orgánicos y en su interior, bebés recién nacidos armados con un visible fusil. Toda una declaración de intenciones de Giger sobre la cultura hipócrita que educa de manera sutil sobre el horror y el temor desde la cuna.
Sin duda, para Giger, lo siniestro era una forma de metáfora poética sobre la fragilidad del hombre, esa vulnerabilidad simple que le inspiró probablemente - por rechazo y contradicción - lo mejor de su obra. Ese complejo mundo biomecánico - termino acuñado por el mismo artista para definir su obra - que concibió a partir de lo obsceno y algo más esencial: la raíz de lo erótico. El artista se esforzó una y otra vez por reflejar sus obsesiones corporales en minuciosas visiones de lo aterrador: lo orgánico transformado, por obra y gracia de su talento, en un elemento artificial y genital.
Y es que lo repitió - y demostró - a lo largo de su vida: El artista era un hombre de obsesiones. De allí que su obra tuviera una personalidad tan marcada, con sus asombrosas reiteraciones que sin embargo, jamás dejó de parecer una visión totalmente nuevo sobre el sexo y la violencia. Al Giger adolescente le obsesionaban las armas “A partir de la pubertad empecé a coleccionar armas como loco, aunque me limitaba a los revólveres. El “Gölischmid”, un hombre mayor al que se tenía por loco y que siempre tenía algo que llevar a la farmacia, me enseñó a reparar armas manuales de fuego. Así es como aprendí a soldar y templar los resortes” (Del libro www HT Giger com, Taschen, 1996 ) y también lo erótico: sobrexcitado y precoz, la lujuría pareció formar parte de su lenguaje creativo desde sus orígenes. El resultado es una insistencia en un tema único, reformulado hasta la saciedad pero jamás repetitivo. Esa extraordinaria conclusión sobre la muerte, la vida, lo artificial y lo doloroso que trasciende la mera concepción de quien se asume creador y evoca algo más profundo: esa identidad espiritual que todo artista muestra - o intenta hacerlo - en su obra.
Seguramente, Giger jamás imaginó la trascendencia que su obra tendría en la estética de cierta visión postmodernista del arte: Giger siempre concibió su expresión estética como inevitable. Idéntica y reconocible, no obstante siempre tuvo la capacidad de sorprender, incluso irritar a un público sorprendido por la profusión de sus paisajes siniestros. Siempre había algo que decir sobre el meta mensaje de un artista que tenía muy claro que sus obras eran un reflejo de su lenguaje, una grotesta burla a lo esencial.
Desde su trabajo con aerógrafo a sus esculturas, la visión de Giger pareció depurarse cada vez más hasta llegar a una elegancia visual que se tomó como una etapa de definitiva madurez en su trabajo, sin que lo fuera. Su versión de los signos zodiacales con esos inquietantes organismos sin cabeza, carentes de rostro y más parecidos a una visión de pesadilla sobre el dolor humano que a una metáfora visual, es probablemente el símbolo de su creciente necesidad por destruir su propio mito. Un pensamiento que haría sonreír al artista con cierto cinismo. Nunca le faltó sentido del humor y quizás es esa burla a lo establecido, a lo que se asume por real, lo que se insiste como bello, el mayor legado de un artista que siempre insistió que su mayor inspiración no era la necesidad del arte sino el dolor de la exclusión.
Larga vida entonces a Giger, al artista obsesivo y sobre todo al pionero, que brindó al arte - y a la estética - una nueva manera de mirarse y lo que es aún más desconcertante, una forma mucho más inquietante de concebirse. Una visión de radiante belleza - y también profundamente dura - sobre lo que somos y más allá, de lo que la aspiración por la trascendencia del espíritu humano puede crear a partir de su inquietantes demonios. O como el mismo Giger diría, obsesionado y ferviente defensor de su lóbrega visión de las cosas "De la oscuridad, hacia la oscuridad más hermosa".
C'est la vie.
martes, 30 de julio de 2013
De la visión de la muerte y otros misterios: Mi visita al Cementerio General del Sur.
Por mucho tiempo, tenía un miedo casi insoportable a la muerte. No sé muy bien que me lo provocaba, pero rozaba los nada deseables límites de la obsesión: no toleraba la idea desde ningún punto de vista. Jamás asistía a velorios, muchos menos sepelios. Evitaba el tema tanto como podía. Para mí, era un tema que no se tocaba, que era incapaz de analizar. Había una fina linea entre lo que creía podía suceder luego de la muerte y lo que había más allá, ese silencio de la definitiva desaparición de lo que consideraba identidad en el olvido. Un silencio eterno. La oscuridad que destruía toda razón, toda belleza, toda idea, toda simple iniciativa humana de vencerla. La caída final.
Probablemente, ese temor inaudito a la muerte me lo provocaba lo poco que sabía sobre la idea: aunque crecí en la tercera ciudad más peligrosa del mundo, la muerte se toca con más dramatismo que incluso reflexión o serenidad. Mi amiga E. suele decir que la cultura occidental le da demasiado importancia a la muerte y creo que tiene razón. Un poco de esa idea egocéntrica sobre nuestra existencia, el excesivo valor que adjudicamos a nuestra Individualidad. Y los ritos mortuorios lo confirman: El sepelio con el ataúd abierto, con el difunto bien visible paa sus deudos. La larga noche en vigilia. Los gritos de dolor, públicos e irreprimibles. La larga ceremonia del sepelio. La costumbre parece insistir más en el dolor que se muestra, que la ausencia que se teme. Muy probablemente, haya sido esa idea del dolor, desgarrado y brutal, lo que me aterraba. Pero más allá de esa emoción desbordada, había una frontera de silencio. Lo que ocurre después, cuando el ataúd se cubre de tierra y los deudos vuelven a sus casas. Ese mutismo de la perdida definitiva. Eso sera para mi infinitamente más destructor que las lágrimas, los gritos agónicos de sufrimiento, las muestras visibles de desesperación. Había algo aterrador en las flores marchitándose. Secándose bajo el sol, o flotando sobre la lluvia. El tiempo transcurriendo hacia el olvido.
Recuerdo haber pensado en todas esas cosas, la tarde en que asistí al sepelio de mi abuela. Traumatizada y abrumada por su muerte, recuerdo haber mirado la placa conmemorativa sin comprender que significaba. Leí su nombre y no lo reconocí. Vi a mi madre llorando, en brazos de su esposo, y fue una escena lejana, que miré entre brumas. Pero lo que me provocó nauseas de verdadera angustia, fue sostener un crisantemo entre las manos. Bajo la lluvia. Los petalos rotos, húmedos. Cuando levanté los ojos y el cielo encapotado ondulo sobre mi, comprendí todo lo que no había logrado digerir durante esos dos días interminables: Abuela formaba parte del pasado. Viviría en mi mente. Ya no formaba parte del tiempo, del que corre hacia adelante. Sentí una frustración estremecedora, un hilo de sufrimiento helado que me dejó sin voz. Comprendí entonces el motivo por el cual la gente coloca lapidas y ramos frondosos de flores en las tumbas. Comprendí el motivo de los rezos, de volver cada cierto tiempo a mirar el nombre de quien amaste escrito sobre marmol. El consuelo de la ausencia, comprender el vacio sin nombre de la muerte, ese que es irrecuperable. Invencible. Que es mucho más real que las débiles promesas de cualquier religión por la vida eterna y Paraísos extraordinarios. La muerte que es un enorme silencio extiendose a todas partes a partir del dolor.
Pensé mucho en eso mientras recorría el Cementerio general del Sur en Caracas. Cámara en mano. La única manera como podría soportar enfrentarme a mis miedos. La única manera tolerable en que podría caminar por esa gran ciudad de la muerte - porque eso es de hecho, el Cementerio general del Sur: Una extensa necropolis - intentando asumir la idea de la ausencia de una forma totalmente nueva. Mire las largas caminerias solitarias, arrasadas por un sentimiento tan antiguo como la mente humana y al cual no pude darle nombre. Pero allí estaba: en los ángeles extraordinarios veteados de Moho, alzando sus alas rotas al cielo azul Caracas. O los Santos piadosos con las manos extendidas, recibiendo al difundo que yace bajo sus pies. Sentí con nitidez esa lucha contra lo definitivo en el enorme Mausoleo de Joaquin Crespo, con su bóveda ribeteada en pan de Oro y sus rejas de metal bruñido. Incluso lo percibí con toda claridad frente a la tumba de la Lina Ron, esa controvertida figura política de la revolución Chavista que ahora yace, en el anonimato del desgarro de la muerte, junto a Armando Reverón, Jorge Rodríguez, Látigo Chávez, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Aquiles Nazoa, Fabricio Ojeda, Miguel Otero Silva, entre tantos otros personajes de la historia reciente y más distante de nuestro país.
Caminé temblando de miedo. Pero de pronto, el miedo se transformó en algo más. Fotografiando, captando ese silencio destruido, esa lejanía ausente de las palabras que dejaron de pronunciarse, de las historias perdidas y rotas, comprendí que el corazón del hombre no comprende por la muerte por su inocencia, por su necesidad insoportable de mirarse así mismo como inmutable. De pie, frente a un hermosisimo ángel de alas delicadas y manos extendidas, aprendí mucho más sobre la muerte que en llanto de los deudos, y el temor de los que recuerdan.
Pensé en esta otra Caracas, la de los muertos, de pie en la zona más alejada, con las cientos de esculturas y cruces a mis pies. Pensé en esta otra ciudad, donde habitan los olvidados. No en vano, el Cementerio ha sido testigo de buena parte de su historia: inaugurado en el año 1876, bajo la presidencia de Antonio Guzmán Blanco, disfrutó del esplendor del miedo y se desplomó en el cinismo de la sin razón. Y ahora solo hay escombros, de gran belleza por supuesto, pero escombros al fin. Quizás un bello cadaver de un sueño de eternidad que nunca llegó a cumplirse. Y quizás, no se cumpla jamás.
¿Quieres visitar el Cementerio General del Sur?
Actualmente, el Municipio Libertador se encuentra organizando una ruta Patrimonial, que permite recorrer a cualquiera que quiera hacerlo, el parque Monumental. La ruta está creada especialmente para recorrer todos los lugares emblemáticos de la estructura de gran riqueza artística que incluye “La Capilla del General Crespo”, panteones como los de El General Isaías Medina Angarita; Monumento de Emilio Fernández; Monumento “Mártires del 27F”, en homenaje a los caídos del 27 de febrero de 1989; Los Caballotes, de los Bomberos, de la Policía Metropolitana, Guardia Nacional y del Instituto de Oficiales retirados de la Fuerza Armada.
La ruta se lleva a cabo todos los Lunes de 9.00 am a 12 pm, en grupos de veinte participantes. La ruta garantiza seguridad e incluirá vigilancia policial durante todo el recorrido. Para unirte, comunicate con la Licenciada Teresa Silva por el número telefónico 04267121146, en horario de oficina. Además, redacta una carta a la atención de Otman Quintero, Gerente de los Cementerios Municipales expresando tu intención de participar.