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No caben dudas que la historia es selectiva. Ya sea por injusta, ya sea por exagerada, también puede ser inexacta, Tanta aura romántica que se ha vertido sobre la experiencia de Didí en River Plate puede (ahora que bastante tiempo ha pasado) confundir sobra la dimensión precisa que su aporte tuvo. Contra lo que puede suponerse, Didí no era un Rey mago. No andaba por los pasillos del Monumental encantando a empleados reos con lluvias de estrellas, ni le leía poemas light a los futbolistas rústicos, ni adoctrinaba con florida prosa de romance a las mentalidades pragmáticas. Fue –eso sí- un estricto gerente cumpliendo las precisas órdenes del capataz. Se doblegó por cumplir con la titánica doble labor que le encomendaron: Salir campeón, y de paso, retornar a River a las históricas fuentes que marcaron su camino. ¿Falló?. ¿Lo logró?. Todos tienen una respuesta distinta. Lo cierto es que le dieron licencia para hacer y deshacer en el afán de esta empresa ambiciosa. E hizo y deshizo. Aró y fertilizó un terreno que era un yuyal hasta plantar la semilla del cambio. El tiempo, las incapacidades, las urgencias no le dieron la chance de ver germinar ese retoño.
A grandes rasgos, Brasil le ha dado al juego del fútbol el toque artístico, desinhibido, misterioso, y festivo que lo ha hecho especial entre todos los deportes. El mundo lo conoce con su nombre comercial: Jogo Bonito. Del fondo de esa tradición ancestral vino Didi, nacido como Waldir Pereira, el 8 de octubre de 1928 (fallecido en 2001) en Campos do Goytacazes, ciudad del estado de Río de Janeiro. Se cargó de pergaminos jugando a lo grande con bestias como Garrincha, Vavá, Mario Zagallo o Pelé, y fogueo sus convicciones a fuerza de goles, gambetas, paredes y un respeto supremo por la idea de que la estética y la efectividad debían ir siempre de la mano. Llevó su marca a donde le toque, peleó por imponerla a como de lugar, privilegió el "cómo" al "qué". River Plate le ofreció un tiempo prudencial para hacer tronar su revolución. Sabemos que fracasó en la corta. Tal vez haya vencido en la larga.
La salida de Labruna a mediados de los 70 preanunciaba una anarquía. En ese tiempo el plantel millonario era una convención de caciques que cuidaban con celo su quintita. Tipos de palabra fuerte, muy a menudo propensa a la camarilla. Para reemplazar el carácter encantador de serpientes del feo, había dos opciones: Contratar a un Mariscal plenipotenciario con amianto en las manos para manipular el fierro caliente, o bien, arrimar a Núñez a un paracaidista descontaminado, con la suficiente “inconsciencia” para desinfectar un plantel pasado en su fecha de vencimiento.
Su Perú osado y lujoso del Mundial de México 70 le dio un soberbio cartel de presentación. Didí debutó en River en la provincia de Tucumán. Fue triunfo 2-0 sobre San Martín con goles de Morete y Daniel Onega. Hilvanó 4 victorias seguidas (una de ellas 2-1 ante Boca con 2 pepas de Pinino) y peleó por un pase a semifinales del Nacional, que se tronchó llamativamente con dos derrotas en las últimas jornadas ante Chacarita y Gimnasia de Mendoza. Gradualmente corrió a los capataces de las anteriores campañas (Zurdo López, Chamaco Rodríguez, Pipo Ferreiro, Laucha Recio) para darle paso y continuidad a chicos de la cantera (Alonso, JJ López, Osvaldo Pérez, Morete, Ghiso, Joaquín Martinez, Larraigneé, Pellerano, Marchetti) reseteados bajo el discurso del toque, el juego lindo y la libertad de acción. Su apuesta ganó en frescura y porvenir, pero también en irregularidad e inexperiencia.
Para 1971 la idea ya había perdido algo de consistencia, cosa que se evidenció con las compras de Chirola Pignani, Della Savia y Carlos Bulla. De todos modos, River arrancó el Metropolitano –nuevamente- para la ilusión. Su propuesta cristalina traccionó varias victorias y arrastró enormes multitudes. Un empate insólito ante Boca 3-3 en el arranque de la segunda rueda marcó un click mental que el plantel no pudo superar. Ya con el Nacional de cierre de temporada como objetivo palpable, una repentina huelga de profesionales cortó el mambo de un millonario que venía haciendo los deberes con prolijidad. De esas semanas jugando con la tercera se puede extraer una reliquia de nuestra historia como lo es el 3-1 a Boca en la cancha de Racing. Pero lo cierto es que una vez levantada la medida de los profesionales, el enojo dirigencial obligó a Didí a seguir manteniendo el piberío en Primera. Una serie de derrotas lógicas abortaron cualquier ilusión de título. Ya sin demasiado crédito, el brasileño arrancó 1972 sabiendo que no podía defeccionar. En las primeras 9 fechas recibió tres 0-4 lapidarios y chau. Un concierto de goles del Lobo Fisher y una estruendosa cortina de silbidos marcaron su salida ese 9 de abril de 1972.
Los sucesos posteriores a su salida mejoran notablemente la era de Didí en River. Un tiempo que carga consigo varias victorias morales, el gesto plausible de la buena intención pese a todo, y éxitos simbólicos que han cobrado sentido con el aplacar de las urgencias. Un legado palpable en los conceptos que pibes como Alonso, Juan José López y Mostaza Merlo llevaron durante todas sus carreras. Esas solas circunstancia eximen a Didí de integrar la larga lista de fracasos que colmaron esos años, y lo colocan para siempre dentro de los entrenadores del eje del bien riverplatense.
A grandes rasgos, Brasil le ha dado al juego del fútbol el toque artístico, desinhibido, misterioso, y festivo que lo ha hecho especial entre todos los deportes. El mundo lo conoce con su nombre comercial: Jogo Bonito. Del fondo de esa tradición ancestral vino Didi, nacido como Waldir Pereira, el 8 de octubre de 1928 (fallecido en 2001) en Campos do Goytacazes, ciudad del estado de Río de Janeiro. Se cargó de pergaminos jugando a lo grande con bestias como Garrincha, Vavá, Mario Zagallo o Pelé, y fogueo sus convicciones a fuerza de goles, gambetas, paredes y un respeto supremo por la idea de que la estética y la efectividad debían ir siempre de la mano. Llevó su marca a donde le toque, peleó por imponerla a como de lugar, privilegió el "cómo" al "qué". River Plate le ofreció un tiempo prudencial para hacer tronar su revolución. Sabemos que fracasó en la corta. Tal vez haya vencido en la larga.
La salida de Labruna a mediados de los 70 preanunciaba una anarquía. En ese tiempo el plantel millonario era una convención de caciques que cuidaban con celo su quintita. Tipos de palabra fuerte, muy a menudo propensa a la camarilla. Para reemplazar el carácter encantador de serpientes del feo, había dos opciones: Contratar a un Mariscal plenipotenciario con amianto en las manos para manipular el fierro caliente, o bien, arrimar a Núñez a un paracaidista descontaminado, con la suficiente “inconsciencia” para desinfectar un plantel pasado en su fecha de vencimiento.
Su Perú osado y lujoso del Mundial de México 70 le dio un soberbio cartel de presentación. Didí debutó en River en la provincia de Tucumán. Fue triunfo 2-0 sobre San Martín con goles de Morete y Daniel Onega. Hilvanó 4 victorias seguidas (una de ellas 2-1 ante Boca con 2 pepas de Pinino) y peleó por un pase a semifinales del Nacional, que se tronchó llamativamente con dos derrotas en las últimas jornadas ante Chacarita y Gimnasia de Mendoza. Gradualmente corrió a los capataces de las anteriores campañas (Zurdo López, Chamaco Rodríguez, Pipo Ferreiro, Laucha Recio) para darle paso y continuidad a chicos de la cantera (Alonso, JJ López, Osvaldo Pérez, Morete, Ghiso, Joaquín Martinez, Larraigneé, Pellerano, Marchetti) reseteados bajo el discurso del toque, el juego lindo y la libertad de acción. Su apuesta ganó en frescura y porvenir, pero también en irregularidad e inexperiencia.
Para 1971 la idea ya había perdido algo de consistencia, cosa que se evidenció con las compras de Chirola Pignani, Della Savia y Carlos Bulla. De todos modos, River arrancó el Metropolitano –nuevamente- para la ilusión. Su propuesta cristalina traccionó varias victorias y arrastró enormes multitudes. Un empate insólito ante Boca 3-3 en el arranque de la segunda rueda marcó un click mental que el plantel no pudo superar. Ya con el Nacional de cierre de temporada como objetivo palpable, una repentina huelga de profesionales cortó el mambo de un millonario que venía haciendo los deberes con prolijidad. De esas semanas jugando con la tercera se puede extraer una reliquia de nuestra historia como lo es el 3-1 a Boca en la cancha de Racing. Pero lo cierto es que una vez levantada la medida de los profesionales, el enojo dirigencial obligó a Didí a seguir manteniendo el piberío en Primera. Una serie de derrotas lógicas abortaron cualquier ilusión de título. Ya sin demasiado crédito, el brasileño arrancó 1972 sabiendo que no podía defeccionar. En las primeras 9 fechas recibió tres 0-4 lapidarios y chau. Un concierto de goles del Lobo Fisher y una estruendosa cortina de silbidos marcaron su salida ese 9 de abril de 1972.
Los sucesos posteriores a su salida mejoran notablemente la era de Didí en River. Un tiempo que carga consigo varias victorias morales, el gesto plausible de la buena intención pese a todo, y éxitos simbólicos que han cobrado sentido con el aplacar de las urgencias. Un legado palpable en los conceptos que pibes como Alonso, Juan José López y Mostaza Merlo llevaron durante todas sus carreras. Esas solas circunstancia eximen a Didí de integrar la larga lista de fracasos que colmaron esos años, y lo colocan para siempre dentro de los entrenadores del eje del bien riverplatense.