Las coordenadas de "El mapa y el territorio", última y magnífica novela, de Michel Houllebecq, son
las mismas que las de sus predecesoras. Un personaje solitario, la muerte (por
voluntad propia), la enfermedad, la
decrepitud del ser humano, la Francia en la que vive y la que cree que vendrá, el
sexo (esta vez menos), la búsqueda de la verdad
y el dinero. Como siempre, no teme a expresarse, no teme a hablar con su voz,
no quiere agradar ni ser correcto, no pretende ser el nuero perfecto. Habla para adultos y no para adolescentes disminuidos.
Así como un fino
fajador del peso Welter nos suelta combinaciones poderosas, uno-dos, de jab y
de recto, al hígado y a la barbilla, golpes severos que no tumban pero si
debilitan el paso, que hacen temblar las rodillas:
“Es curioso, podría
creerse que la necesidad de expresarse, de dejar huella en el mundo, es una
fuerza poderosa; y, sin embargo, por lo general, no basta. Lo que mejor
funciona, lo que empuja la gente con la mayor violencia a superarse sigue
siendo la pura y simple necesidad de dinero.”
“Ser artista, en su
opinión, era ante todo ser alguien sometido.
Sometido a mensajes misteriosos, imprevisibles, que a falta de algo mejor y en
ausencia de toda creencia religiosa había de calificar de intuiciones.”
Pero Houllebecq
tenía preparada una pequeña sorpresita, un giro, una bofetadita, Houllebecq se
sitúa a si mismo como un personaje del libro. No el personaje principal, no la
voz que nos narra la historia. Es un personaje importante pero secundario.
Houllebecq se describe como un viejo extraño, borracho y bipolar, que alterna
el éxtasis por los embutidos con la depresión profunda. Un tipo que da pena.
Así, dice:
“Lo que más me
gusta ahora es el final del mes de diciembre. Entonces me puedo poner el
pijama, tomar mis somníferos y meterme en la cama con una botella de vino y un
buen libro. Vivo así desde hace años. El sol sale a las nueve; bueno, entre que
te lavas y te tomas un café es casi mediodía, me quedan cuatro horas de luz que
aguantar, normalmente lo consigo sin grandes agobios. Pero en primavera es
insoportable, las puestas de sol son interminables y espléndidas, es como una
puta ópera, hay continuamente colores nuevos, resplandores nuevos, una vez
intenté quedarme aquí toda la primavera y pensé que me moría, cada noche estaba
al borde del suicidio con este crepúsculo que no termina nunca.”
Un imbécil que se
cree su propio papel, como le hace ver otro personaje.
Houllebecq siendo un "loco excéntrico"
Sin duda la Mejor
novela (si, mejor que "Las partículas elementales" o "Ampliación del campo de batalla") de Houllebecq. Llena de una inteligencia propia de los tiempos, con
reflexiones inquietantes, con verdades incómodas. Con preguntas razonables que
No nos queremos hacer. ¿Cómo cuáles? dice, algún escéptico, pues como esta
reflexión sobre la obsolescencia programada, sobre otro tipo de obsolescencia
mucho más peligrosa y que pasa de puntillas, la obsolescencia cultural:
“También nosotros
somos productos – continuo- productos culturales. Nosotros también llegaremos a
la obsolescencia. El funcionamiento del mecanismo es idéntico, con la salvedad
de que no existe, en general, mejora técnica o funcional evidente; solo
subsiste la exigencia de novedad en estado puro.”
Damien Hirst, el rey de la cultura con obsolescencia programada
Y sobre el final,
como sin querer, como ese te quiero que solo nos atrevemos a pronunciar en el
último momento, en la puerta de embarque cuando ya todo es inevitable y ella se
va lejos, en ese instante, morir matando se dice a si mismo el viejo borracho,
el puto francés, y nos suelta, la que tal vez, pero solo tal vez, sea la clave:
“Y él pensaba en
verdad que había sido, la mayoría del tiempo, un policía honorable, en todo
caso un policía obstinado, y la obstinación es quizá en definitiva la única
cualidad humana valiosa no solo en la profesión policial sino al menos en todas
las que tienen que ver con el concepto de verdad.”
Todas las citas son de "El Mapa y el Territorio" de Editorial Anagrama.