massobreloslunes: No me puedo creer que no tuviera etiqueta de Sexo
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jueves, 28 de diciembre de 2023

La tarta más fácil del mundo


Hoy nos han invitado a cenar a casa de unos amigos y he hecho la tarta de manzana más fácil del mundo.

La receta la sacó mi madre de nosedónde y se ha convertido en mi nueva favorita porque es rápida, está riquísima y es casi imposible cargársela.

Solo necesitas dos capas de masa de hojaldre, tres manzanas Granny Smith, 100 gramos de azúcar, un par de cucharadas de pan rallado, canela y huevo.

Primero extiendes una capa de hojaldre precocinado con el rodillo para hacerla más finita. Cortas las manzanas en trozos finos. Las mezclas con el azúcar y le echas canela a ojo. 

Espolvoreas pan rallado sobre el hojaldre, extiendes la segunda capa con el rodillo, lo cubres todo con la mezcla de manzana y cierras los bordes. 

Pintas con el huevo y al horno hasta que esté dorada (una media hora a 180 grados, calor arriba y abajo y ventilador). Espolvoreas con canela y azúcar molida y listo.

Está FUCKING DELICIOSA, sobre todo calentita (la puedes recalentar justo antes de comerla). Rob, el anfitrión de la cena de hoy, me ha preguntado dónde la había comprado y no se lo creía cuando le he dicho que la había hecho yo. 

Es una tarta que sabe a algo complejo y difícil y que en realidad es muy simple, y hay tan pocas cosas en la vida que parezcan difíciles y en realidad sean fáciles que merece la pena hacerla aunque solo sea por no perder la esperanza.

Sylvia, la anfitriona, ha empezado cortando trozos pequeños porque habíamos comido mucho. Luego su hija mayor ha tratado de arrancar un segundo pedazo con la mano. Después Sylvia se ha lanzado a por una segunda porción, y estamos hablando de alguien que no compra pan y lo hornea todo usando fruta en vez de azúcar.

Poco a poco, todos hemos ido abalanzándonos sobre la tarta, que desaparecía como los campos de trigo bajo una plaga bíblica de langostas. Ha quedado el último trozo, el de la vergüenza, y mientras bajábamos las escaleras, Pablo ha dicho, melancólico:

—Debería haberme comido el último trozo.

«Podrías hacerla para Fin de Año, ¿no?», me ha pedido Sylvia, así como quien no quiere la cosa. «Si de verdad es casera, haz otra —ha dicho Rob—, y si es de pastelería, dime de cuál, que compre más».

Estaba riquísima. De verdad. De estas veces que te sale una receta perfecta, con las manzanas en su punto de ácidas, ni muy hecha ni muy cruda, con una consistencia impecable. Y consuela hacer algo perfecto, aunque tú quieras que, como decía Felipe el de Mafalda, lo que te salga bien sea la vida.

Me he quedado pensando en que cocinar algo muy bueno es como llevarte a alguien a la cama. Cuando das con ese plato que es el éxito de la fiesta y ves cómo vuelan las porciones, y otros te piden la receta. Cuando ves ir a por otro trozo a la que había dejado el gluten, al que se puso a dieta justo ayer, al que es vegano el 99% del tiempo pero hoy va a hacer la vista gorda.

En esos momentos, sabes que estás toqueteando el sistema límbico de la gente como si te los hubieras ligado en un bar. Que miran a tu plato con las pupilas dilatadas y la boca húmeda de quien quiere hacerte cosas muy sucias. 

Así que quizá cocinar para otros no es generosidad, ni las madres/abuelas cebadoras son esos entes angélicos y desinteresados por quienes las tenemos. Igual es una cuestión de poder: una diabólica exhibición de la capacidad de manipular cerebros ajenos con la combinación adecuada de sabores y texturas.

O quizá solo me pasa a mí. 

PD: La foto es una aleatoria de Google y no se parece en nada a mi tarta. Esta queda más finita y no necesitas hacerle florituras.


martes, 19 de febrero de 2013

Amor

- ¿Qué te pongo?
- Condones.

La farmacéutica levantó un poco las cejas. Estaba más acostumbrada al "preservativos" o al "unacajadepreservativosporfavor", todo así junto, muy rápido, como quien pide droga. El chico sonreía ampliamente.
- Eh... vale, muy bien. ¿de qué tipo?
- De los mejores.
- ¿Cómo que de los mejores?
- Pues eso - asintió con la cabeza -. De los mejores que tengas. Quiero condones del taco.

La farmacéutica resopló. Miró al chico con más atención: no tendría más de dieciocho o diecinueve años, y llevaba una gorra y una sudadera ancha.
- Es que lo de los mejores pues... depende de lo que a ti te guste.
- A ver, se supone que usted entiende de esto. ¿Cuáles son los de marca?

Este se cree que está comprando vaqueros, pensó ella.
- Las marcas son más o menos iguales. Todas las que tenemos aquí cumplen con los controles de sanidad y seguridad.
- Eso está bien, que no quiero que se pinchen.
- A ver - se dio la vuelta y empezó a tirar cajas sobre el mostrador con cierta brusquedad -. Tenemos estriados. Tenemos ultrafinos. Tenemos de los que retrasan la eyaculación.
- ¿Tardas más en correrte? Hala, ¿y eso cómo lo hacen?
- Le ponen alguna sustancia, un anestésico suave, si no me equivoco.
- ¿Y que se me duerma la polla? Yo paso.
 - A ver, no es que se te duerma del todo - estudia una carrera para esto, se dijo -, pero si no te gustan, te puedes llevar otros.
- Pero es que yo quiero los mejores. Los mejores-mejores, no sé si me entiendes.

Sonó el pitido que indicaba que alguien acababa de entrar a la farmacia. Era un chico también joven, pero menos: un treintañero con aspecto despistado y gafas de pasta.
- Si yo te entiendo, pero te digo que eso es una cuestión de gustos. Llévate los más caros.
- ¿Y cuáles son los más caros?
- A ver... ocho con cuarenta... diez con veinticinco... estos. Los del anestésico.
- Ni de coña.

El chico se volvió hacia el treintañero, que miraba la colección de preservativos sobre el mostrador intentando enterarse de qué iba la cosa.
- ¿Tú qué crees? ¿Cuáles son los mejores?
- Pues...yo qué sé... depende de los gustos.
- ¿Verdad? - la farmacéutica asintió - ¡eso le he dicho yo!

El chico se quedó en silencio. Pasó la mano por los envoltorios de colores, levantó las cajas, las giró en sus manos.
- Es que ella es La Mejor.

 La farmacéutica y el treintañero pudieron escuchar las mayúsculas.
- Me llevo estos - el chaval agarró la caja de ultrasensibles.

La farmacéutica los envolvió en papel con el logotipo de la farmacia, pensando que la serpiente y la copa nunca se habían visto en una parecida. Le observaron marchar con los Mejores Condones en la mano, casi saltando por la acera.
- Las hay con suerte - dijo el treintañero, subiéndose las gafas con el índice.

Ella tardó un par de segundos en contestar.
- Sí, la verdad. Las hay con suerte.

Y se apresuró a guardar de nuevo todas las cajas de preservativos mientras pensaba en el amor, esa mala hierba.

lunes, 21 de enero de 2013

La postura del loto

- Así que nos sentamos todas en la posición del loto - dice el profesor -. Quien no pueda ponerse en loto completo, que cruce una sola pierna.

Carolina cruza las dos. Siempre ha sido muy flexible. Le hace gracia ese "todas", y mira al único alumno masculino de la clase: Jonathan, un colombiano la mar de majo que se pasa todo el rato hablando de su novia de ultramar, en un intento desesperado (piensa Carolina) por demostrar su homosexualidad.

Se siente sudorosa y cansada. Quedan diez minutos para que acabe la clase y no se ha relajado ni un poco. Todas cierran los ojos, y ella pasea la vista por el círculo de señoras extrañamente sentadas. Alguna gruñe al notar la tensión en las rodillas. Carolina piensa que vaya pandilla de inadaptadas son todas, obligadas a que alguien les diga cómo relajarse y cómo estar presentes. Piensa que tiene que correr después del trabajo para llegar a la clase, y que tiene que correr al salir de clase para no perder el último autobús, así que se pregunta si no estará anulando con tanta carrera el efecto supuestamente beneficioso del yoga.
- Ahora quiero que visualicéis una escena - dice el profesor -. Debe ser una escena que tenga que ver con lo que os ha traído a estar hoy aquí. A tomar la decisión de inscribiros en esta clase.

Carolina no sabe si ha entendido bien las instrucciones, pero le tiran los muslos en la posición del loto y, sin darse cuenta, ya está pensando en Jaime. No tiene nada que ver con lo que le ha llevado a estar en esta clase, pero todo aquello le aburre tanto, le aburren tan inmensamente la docena de señoras perimenopáusicas que intentan escapar de la frustración retorciéndose los cartílagos, que decide que al menos se dará el capricho de fantasear. Y fantasea. Recuerda la última vez que estuvieron juntos. Les recuerda sentados en el sofá uno junto a otro, viendo una película, los calcetines de ella sobre el regazo de él.

 - Visualizad bien la escena - insiste el profesor -. Imaginad todos los detalles.

Ella piensa en la cara de Jaime cuando empezó a frotarle los talones en la entrepierna, y su eterno "no creo que esto sea una buena idea", y ella contestando que todavía estaba a tiempo de levantarse e irse. Después se recuerda incorporándose sobre él, recorriéndole el perfil de la cara con el índice mientras él cerraba los ojos y alzaba la cabeza, mientras la película seguía sonando sin que nadie la escuchara.
- Pensad en todos los que están presentes en la escena, si es que hay otras personas además de vosotras.

Carolina piensa que eran dos, tres si contamos el televisor, y que a pesar de la resistencia inicial tampoco es que él tardara mucho en quitarse la camiseta y los pantalones de chándal o en sacarle a ella el vestido por encima de la cabeza. Después se recrea despacio mientras el profesor dice nosequé chorrada de acompasar la respiración y ella se da cuenta de que todo eso le da tan igual que no estaría allí si ahora mismo pudiera teletransportarse otra vez a la cama de Jaime.
- Permaneced presentes en la escena, totalmente presentes.

Ella sabe que no habría podido estar más presente aunque quisiera y que casi se le secan los ojos de tanto abrirlos. Que cada vez que puede hundir los dedos en la carne magra de Jaime, que le puede recorrer con la lengua los huesos de las caderas, que puede mirarle con los ojos muy abiertos mientras él se mueve sobre ella, no hay ni una célula de su cuerpo que no sea consciente de su presencia.
- Ahora, preguntaos cuál es vuestra intención. Qué intención tenéis en ese momento. Qué os ha llevado hasta donde estáis.

"Mi intención, querido, es que este hombre haga conmigo lo que quiera durante lo que me queda de vida", piensa Carolina, y se le escapa una sonrisa mientras piensa en las escenas anodinas de la cabeza de todas esas perimenopáusicas y en cómo ella se está escapando a su oasis particular, a su spa mental donde Jaime no puede irse a ningún lado una vez hayan terminado.

El profesor hace sonar la campanilla, les dice que reorienten su atención al exterior y les pregunta qué tal la experiencia. Ellas (y Jonathan) descruzan las piernas despacio, quejándose de las artritis y las condromalacias, y comienzan a andar hacia el vestuario.

Y Carolina se siente casi bien, casi contenta, casi nada frustrada por pasarse las tardes en clase de yoga y las noches sola comiendo verdura frente al televisor, y podría irse así con esa sensación tan agradable, de no ser porque, en ese momento, Puri, la más perimenopáusica de todas, la que se pasa la vida comentando los precios de la colección fitness del Decathlón, yergue la cabeza, sonríe y dice, dirigiéndose a todas y a ninguna al mismo tiempo:
 - Que levante la mano la que no estaba pensando en sexo.

martes, 30 de octubre de 2012

La actividad anteriormente conocida como sexo

En primer lugar, os tengo que anticipar que más os vale no perderos la entrada de mañana. Noviembre va a ser un mes muy especial y quiero que todos seáis parte de ello.

En segundo lugar,  voy a contestar al MIR, que hace un par de días me preguntaba, si no le entendí yo mal, cuál era mi intento de opinión no sesgada sobre el sexo.

A ver. El sexo es una cosa rara. Pensadlo. Ves a alguien del otro género o del tuyo, según te mole la carne o el pescado. Sientes una sensación muy potente en diversas partes de tu cuerpo: el corazón te late más rápido, se te dilatan las pupilas, la sangre acude a tus labios y a tus genitales. Estás lo que comúnmente se conoce como cachondo/a. Si la cosa va bien, y aquí permitidme que me salte la fase social del asunto, pasaréis a frotar vuestros labios y lenguas y a tocaros el cuerpo. Después se quita uno la ropa y se siguen tocando los cuerpos. Luego se introducen unas partes en otras y se frota uno sin parar hasta el orgasmo. Ojo, que el orgasmo es algo estupendo. A mí casi se me olvida de una vez para otra lo estupendo que es, y vuelvo a pensar: joder, qué bien diseñado está esto.

En medio de ese intercambio, nuestro cerebro se monta un fiestón neurológico de proporciones épicas. Chorreamos dopamina, oxitocina, endorfinas y no me preguntéis que más, porque no lo recuerdo. A nivel conductual, podemos reaccionar de distintas formas. Hay quien tras terminar se abraza como un osito y quien se levanta a fumarse un cigarro y/o a comprobar el condón en el lavabo. En el momento en que el sexo se acaba, el cerebro toma otra vez el control y juzga lo que hemos hecho. Empieza a barruntar las consecuencias que el frotamiento de genitales va a tener en su vida.

Si me preguntáis ahora, os diré que en los últimos (dejad que lo piense) cinco o seis años, el sexo no me ha traído más que problemas. Si me preguntáis también si, no obstante, me apetece tener sexo, la respuesta es que sí. Claro. Mi cuerpo lo sabe.

En cualquier caso, si pienso en cuál sería la postura que me gustaría adoptar ahora respecto al sexo (jijiji, he dicho postura), os diría que querría ser capaz de observarlo como lo que verdaderamente es. Una sensación maravillosa, sí, pero finita. Acotada en el tiempo. Y, sobre todo, vinculada a otro ser humano. Tú no puedes dejar que otra persona meta trozos de su cuerpo dentro del tuyo o incorpore a los tuyos sus fluidos y seguir como si nada. El sexo es intimidad, y debería ir acompañado de la intimidad que merece. Eso es así.

Me gustaría que la próxima persona con la que tenga sexo me importara.

Por último, quiero compartir con vosotros un pensamiento que he tenido últimamente y que creo que debería popularizarse. Creo que las personas que han tenido sexo juntas deberían seguir unas reglas de cortesía mutua durante el resto de la vida. En plan: responderse siempre los whassap y tratarse en general con cariño. Creo que darse esa intimidad merece un respeto mutuo vitalicio. Nadie te verá nunca tan vulnerable como desnudo y entregado, y eso debería tenerse en cuenta para contactos posteriores. Pero esta idea mía, como la de los semáforos de disponibilidad sexual, caerá en el olvido y no podrá hacer de este un mundo mejor.

Hale, buenas noches. E insisto: atentos al post de mañana.

PD: Besitos, MIR.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Rubifén

Aquella noche había fiesta en casa del Berni, porque los padres se habían ido de crucero a los fiordos noruegos. No me sorprendió ver aparecer a Francesca del brazo del Alber. "Mirad a quién me he encontrado en la heladería", dijo él.

Se veía venir desde el día anterior, cuando el Alber había tirado la pelota de palas en la toalla de la guiri guapa que se bronceaba a solas. Entonces, como siempre, me había preguntado qué se sentiría al ser él. Levantarse por la mañana, mirarse en el espejo y ver lo que veía el Alber cada día: los abdominales marcados, el pelo revuelto, la sonrisa traviesa, los ojos verdes y estrechos. El Chino, le llamábamos de pequeños, pero resultó que aquellos ojos oblicuos a las tías les encantaban. "Tiene mirada de niño, ¿no te das cuenta?", me había explicado una de sus trescientas amantes, mientras yo contenía las ganas de preguntarle si le iba la pederastia.

No es que me gustara la italiana, aunque tenía cierta cualidad serena que me atraía y, sobre todo, unas teta gloriosas asomando debajo del bikini. Simplemente, me jodía aquel guión y el papel que me había tocado en él. Durante todo el verano el Alber había sido el guapo y yo el tímido. Francesca era la guapa. Yo sabía que el guapo se liaba con la guapa, pero que en una peli al final a la guapa le habría gustado más el tímido. En una realidad más compasiva, al menos, habría tenido una amiga menos guapa que se habría enrollado con el tímido. Aquella realidad, sin embargo, era cruda: a la guapa le gustaba inequívocamente el guapo y, además, viajaba sola.

Cuando el Alber me ofreció la pastilla yo ni lo pensé. ¿Qué es?, pregunté justo después de metérmela en la boca. Rubifén, me explicó. Se lo dan a los niños para que estudien mejor. Es como las anfetas, pero más barato. Cojonudo, dije. La fiesta seguía en su apogeo, pero  nosotros tres habíamos coincidido en el porche: ellos dos acurrucados en un columpio colgante, yo en una silla de mimbre de jardín. Francesca se levantó para ir al baño.
- ¿Qué te parece? Está buena, ¿verdad?
- ¿La italiana o la pastilla?
- Anda, Fer, no me jodas.
- Sí, sí, está muy buena. Todas están muy buenas.
- Las italianas están bien. No son como las brasileñas, claro. Ninguna es como las brasileñas. Ya te lo he contado, ¿verdad? Lo del ocho.
- Sí, me lo has contado.
- Es una cosa que aprenden allí, no sé de quién. Igual se lo enseñan las madres, a saber, que allí están todos salidos. Se te colocan encima y...
- Que sí, joder, Alber, que me has contando lo del ocho mil veces.

El Alber se rió. Una risa franca, sonora, casi tan infantil como sus ojos rasgados. Francesca apareció por detrás de la puerta corrediza del porche. Yo empezaba a notar el efecto de la pirula. Era como diez cafés mezclados con la voz de tu madre diciéndote que todo va a salir bien, mezclado con una brasileña cachonda que te ha prometido hacerte el ocho apenas pongas los pies en el dormitorio. El Alber sonreía y Francesca le buscaba el cuello con los labios. Apuesto a que ella también ha tomado, pensé, y después me di media vuelta porque tenía clarísimo que quería bailar.

Pasaron las horas y me acosté porque tenía que acostarme. Todo el mundo había empezado a subir por las escaleras en dirección a la enorme buhardilla acristalada y, sin saber bien cómo, me vi tumbado junto a la pared sobre una mezcla indistinguible de cojines, colchonetas y toallas de playa. Me quedé un rato observando el cielo a través de los cristales. Todo era cojonudo. Yo era uno con el universo. No tenía ningún sueño, pero todas y cada una de esas estrellas era una galaxia entera en sí misma, y yo podía pasarme toda la noche mirando esas galaxias, y eso me hacía feliz. Las conversaciones se fueron apagando, y un rato después todos dormían o fingían dormir. Un par de figuras se hicieron un hueco a mi lado. Giré la cabeza y no podría decir que me sorprendí cuando vi que eran Francesca y el Albert. "Ciao, Fer", soltó ella, y se quedó tumbada bocarriba en silencio, con los ojos cerrados, sonriendo como si se estuviera contando un chiste. Un momento después se giró y empecé a escuchar sonidos acuáticos: el Alber haciéndole a la italiana una endoscopia lingual con todas las de la ley.

No me molestó. Yo era uno con el universo, recordadlo, y aquello era amor, joder, aquello eran mi amigo y una italiana que estaba buenísima dándose amor. El universo tenía sus razones para haberle dado al Alber los ojitos rasgados y los abdominales, y en aquel momento sentía como si tumbado junto a él y a Francesca les estuviera protegiendo. Era un ángel de la guarda

Ella se giró hacia mí con los ojos cerrados. Sí que se han hartado pronto, me dije, pero entonces vi cómo extendía una pierna morena encima del cojín que nos separaba y escuché el roce de la ropa y pensé: joder, y luego ya no pensé nada. Mi cerebro había perdido toda capacidad para el pensamiento discursivo. Entendía de una forma intuitiva y directa que el Alber se estaba follando a la italiana ahí, a medio metro de mi cara. Le levantó la camiseta y apareció una teta que casi dejó oír un "boing", como los del porno manga. Yo estaba tan absorto en esa teta, en la rodilla moviéndose sobre el cojín, en la sonrisa de placidez bajo los ojos cerrados, que me costó un rato darme cuenta de que el Alber me miraba. Estaba concentrado y serio, pero no había ninguna duda: me miraba, y los ojos verdes le brillaban en la oscuridad. Mi capacidad de reflexión seguía detenida, así que yo también le miré muy fijamente, casi esperando una telepatía del follar que me revelara un significado secreto en mitad del silencio nocturno.

Entonces mi mano derecha comenzó a levitar. Lo juro, yo no tuve nada que ver: miré casi divertido cómo viajaba hasta mi polla y empezaba a tocarla, arriba y abajo, arriba y abajo al ritmo de las tetas de Francesca. Ella abrió un momento los ojos y observó cómo me la cascaba con la mirada perdida. El Alber seguía mirándome fijamente a la cara hasta que cerró fuerte los párpados y ahogó una exclamación; se había corrido, y yo tuve que parar un segundo para tomar aire. Todo se quedó quieto, con el Alber respirando fuerte y la italiana tendida, inerte, como muerta. Entonces él la agarró del hombro y la cadera y la giró en un movimiento diestro como una maniobra de salvamento. Todavía tenía bajadas las bragas del bikini.

No hizo falta mucho más. Un toque de barbilla del Alber, un levísimo alzar de cadera de la italiana y, igual que antes había levitado mi mano, ahora mi polla se encaminaba hacia ella como teledirigida. Me corrí mucho antes de lo que habría querido y mucho después de lo que las circunstancias habrían hecho prever. Ni tan mal.

Y bueno, podría haber quedado así la historia, podría ser un mero relato sórdido y drogadicto de un trío o, más bien, de un sexo por turnos. Me habría quedado satisfecho después de correrme con la italiana, porque además creo que ella también se corrió, tocándose por delante con mano experta. Habría quedado satisfecho, ya te digo, y habría dormido como un bendito a pesar del Rubifén, mientras ella se acurrucaba entre los dos, con las estrellas sobre mi cabeza y pensando que era uno con el universo, si no fuera por él. Si no fuera por una media sonrisa que no acababa de entender muy bien. Si no fuera por sus ojos verdes, abiertos frente a mí mucho rato después de que Francesca se hubiera dormido.

domingo, 13 de mayo de 2012

El moreno con nombre de moreno

Moreno, tu nombre significa oscuro. Lo sabes, ¿no? Todos sabemos el significado de nuestro nombre, aunque sólo sea por los típicos llaveros que encuentra uno en los expositores de las tiendas de regalos. El mío significa "perteneciente o relativo al mar", por cierto; mira tú qué original. El caso es que no deja de tener cierta poesía que te llames así, y en eso pienso mientras me digo que hay que ver los morenos, que os carga el diablo, que no sé qué os dan para que esa piel aceitunada y esos ojos oscuros me perturben tanto. Te voy a contar una cosa, y te la voy a contar mientras te miro de reojo desde lejos, y mientras me presento porque nos han sentado en la misma mesa, y mientras hablamos del estilo rimbombante con que han escrito los nombres de los platos en el menú de la boda. Voy a contarte que hay muchas maneras de encontrarse con la gente. Charlando, leyendo, escribiendo. Muchas formas de contactar y muchas cosas que pueden tenerse en común; por eso te pregunto si escalas y me dices que sí, pero que hay otras cosas de la montaña que te gusta más hacer, y por eso me explicas que viviste unos meses en San Fernando y que Cádiz estaría mejor si no fuera por el viento. Pero sobre todo, moreno, te quiero explicar que la piel es un idioma por sí mismo, un idioma independiente con sus propias normas de ortografía y gramática, y esto lo pienso en cuanto me tocas como por casualidad el hombro descubierto cuando nos encontramos en la barra libre. Lo pienso cuando te pongo la mano sobre el brazo y cuando nos sentamos muslo con muslo y cuando, después de vacilarme un poco ("qué haces aquí sentada, podrías estar con cualquier otro") y sin saber muy bien con qué excusa nos estamos comiendo la boca y tú besas bien, mordiendo un poco, como a mí me gusta, abriendo la boca lo justo, llevando enseguida las manos a donde hay que llevarlas.

La piel, moreno, no entiende de horas ni de edades, no entiende de cuánto hace que nos conocemos o de todas esas cosas que podríamos o no tener en común, y cuando nos escapamos orilla abajo y se queda la música de la fiesta sonando al fondo estamos suspendidos en una franja horaria que no pertenece a ningún huso. La piel no sabe que seguramente no vamos a volver a vernos porque tú te vas en unas horas y yo en unos días, ni que yo a veces soy un desastre y tú tendrás tus neuras que no conozco; ahora mismo sólo entiende de cremalleras que se bajan, vestidos que se suben y labios y mordiscos y dedos y arañazos precipitados uno sobre otro con una urgencia que es difícil explicarse. La piel es piel y no hay que darle más vueltas a eso, y le importan cosas como lo bien que hueles y lo bien que sabes; mejor, incluso, que los platos complicados del menú de la cena. Y no sé qué va a pasar mañana, cuando volvamos al mundo de las palabras y de la resaca y de dormir tres horas y de joder yo no quiero ir a ver a mi abuela con este sol y este mal cuerpo que tengo, pero ya se verá. Sé, como ya te he explicado, que lo que hablamos esta noche, en este momento, es el idioma de la piel, que está al margen de cualquier otra cosa.

Y ese idioma, moreno, resulta que lo hablas la mar de bien.

lunes, 6 de febrero de 2012

Sexcritura

Tengo un problema con escribir sobre sexo. Un problema grave. Ayer leí la última entrada de Rorschach y bueno, porque estaba de guardia, que si no me voy por ahí a violar incautos. Qué calentón más malo y más gratuito. Así que quería escribir algo no parecido, sino simplemente digamos sexual. Por el placer de hacerlo: por describir guarradas, que no es ni la mitad de divertido que hacer guarradas pero podría tener su punto.

Entonces llegamos al tema. Que no me gustan las palabras que hablan de sexo. Que no me gusta decir coño ni tetas ni polla: me parece malsonante. Acabo con eufemismos y rebordes anatómicos: escote, sexo, pubis, humedad, erección, y al final aquello parece una novela rosa mala de esas con fotos en las portadas. Y va, yo quiero escribir sobre follar a saco, es decir, con todas las letras. Sobre comer pollas mirando a los ojos y disfrutando del sabor salado del glande sobre tu lengua; sobre ponerse a cuatro patas y gritar sigue, sigue, más fuerte, así, sigue, sin que te importe un carajo que te escuchen los vecinos. Sobre tíos que son capaces de hablarte, de decir las palabras justas en el tono adecuado, de decir, por ejemplo, "pero cómo me la puedes poner tan dura" o "joder, qué coño tan mojado" y que no suene forzado y que te ponga tan, tan cachonda que no puedes respirar. O quiero escribir sobre que te empotren, que te empotren de verdad: comidas de coño, maniobras manuales extrañas, esforzados acariciamientos de pezones; nada de eso se puede comparar con que un tío sepa empotrarte. Que te agarre fuerte de las caderas, te mire a los ojos, te la meta con decisión y sepa llevar el ritmo. Y que te haga sentir que bueno, que tú también participas, claro; que estáis follando los dos o incluso que estáis haciendo el amor. Pero que él tiene un control que tú le has cedido porque no te importa, porque te gusta: te gusta dejarte hacer en estos momentos, que él te diga con el cuerpo "ahora mismo eres mía y esto es lo que hay".

Peor bueno, yo qué sé, escribir sobre todo eso, describirlo así con detalle como en los relatos eróticos que me gustaba leer a mí cuando tenía menos edad y más necesidad de porno, me produce una mezcla rara entre pudor y grima. El sexo es una de las pocas cosas que me parece que quedan muy, muy lejos de la literatura. El resto de la vida se puede condensar y expresar bien con palabras y, de hecho, muchos momentos que en la realidad son una puta mierda, o anodinos sin más, escritos sobre papel parecen intensos e interesantes. Pero el sexo no. El sexo me resulta muy, muy indescriptible. Cómo vas a describir lo que sientes cuando un tío se coloca bajo tus piernas, te mira a los ojos y te susurra "Dios, estoy temblando", o cuando te rodea con el brazo mientras te folla y después se corre gritando y casi llorando y te mira con los ojos muy abiertos, y se te queda abatido en su cara en tu cuello, diciendo que te quiere, pronunciando tu nombre.

Ojalá follar bien fuera sólo follar bien, así como una cosa mecánica, técnica, que pudiera aprenderse y mejorarse. Pero hay un punto de intimidad profunda, de conexión intensa y presente que, sencillamente, no puede escribirse. Hay tantos momentos de asombro y agradecimiento en el buen sexo, una voluntad intensa e inútil de aferrarse a las sensaciones o de querer morirse justo en ese momento. La mezcla extraña entre placer y dolor. La adoración contenida de un cuerpo y una mente que te gustan de verdad.

(Va, de verdad, necesito un novio. O un amante. O algo. Que escribiendo se puede sublimar prácticamente todo menos eso. Que escribir sobre sexo es lo más parecido a un polvo a medias que se puede experimentar estando solo)

domingo, 22 de enero de 2012

La manzana de Eva



Está pintándose las uñas de los pies en el sofá mientras él trabaja con el ordenador. Se ha separado los dedos con bolitas de algodón y desplaza despacio el pincel mojado de rojo: una, dos, y procura no respirar para no salirse, tres, cuatro, cinco, y extiende el pie primoroso y recién arreglado para que se seque al aire. Él ni siquiera levanta los ojos del escritorio. Ojalá fuera un fetichista, piensa ella; ojalá ver sus pies pintados bastara para inspirarle un deseo tan irrefrenable como para tumbarla sobre el sofá y arrancarle la ropa. Pero de momento está trabajando y no parece que vaya a parar en un buen rato.

Se levanta del sofá, caminando con los talones para no estropearse las uñas, y va a la cocina.
- ¿Quieres un café? - pregunta.
- Bueno.
- Te lo pongo caliente - dice ella, y pronuncia un poco más fuerte la palabra "caliente", para ver si así consigue inspirar alguna asociación en su cerebro. Pero es una tontería y sabe que no funcionará, así que lo hace casi a modo de chiste privado.

Se desplaza torpemente por la cocina, llena la cafetera de agua, vierte el café molido formando una montañita y lo pone al fuego.
- Que luego nos podíamos dar una ducha, ¿te apetece? - exclama en dirección a la salita.
- Te la puedes ir dando tú si quieres. Yo me ducharé luego en casa.
- Ya, pero - ella se muerde los labios. Ya se está odiando por decir esto y, de hecho, se plantea no decir nada, pero al final no se puede contener - yo me refería a una ducha los dos, tú y yo juntos. Nunca nos hemos duchado juntos.
- Tu baño es muy pequeño.

Ella se inclina por encima de la barra americana y le toca los hombros, pero él no se vuelve.
- Podemos apretarnos un poco.
- Que no, lo digo en serio... que nos vamos a clavar el grifo en los riñones.

Procura sonreír, se encoge de hombros y aparta del fuego la cafetera, que lleva unos segundos silbando bajito. Ya está, ya está, se arrulla como una niña pequeña. Basta. Stop. Esto no puede seguir así. Que te busque él. Se propone la distancia como un reto. Sirve las dos tazas, zambulle en la suya una pastilla de sacarina y coge el azucarero.

Cualquiera diría que ni siquiera viene a follar, piensa mientras se bebe la taza mirando la parte trasera del portátil. Ni siquiera soy su amante. Soy su secretaria. O ni eso, porque si fuera su secretaria estaría ayudándole, y en cambio lo único que hago es estar aquí. Soy una recepcionista que abre la puerta, vigila la entrada y trae café.
- Está rico - musita él, distraído.

Ella no entiende por qué no puede trabajar en casa y venir cuando lo tenga terminado, para poder pasar directamente a la parte divertida. Cuando él no está y ella tiene todo el tiempo del mundo para pensar en ese momento, le imagina llamando al timbre un par de veces potentes, sostenidas, y a ella abriendo con las uñas ya pintadas y un look de estar por casa estudiado pero informal: pantalón muy corto, camiseta con un tirante un poco bajado, el pelo recogido encima de la nuca. Él la mira con urgencia, empieza a besarla en la puerta, continúa por el pasillo, se dejan caer en la cama enfermos de pasión.

Pero nunca sucede así: él llega, llama a la puerta y ella aún no se ha pintado las uñas porque quiere tener algo con lo que entretenerse mientras él trabaja.

Termina el café, se levanta y se mete en la ducha, sola. Cierra la puerta con pestillo, como si fuera ella quien quiere ducharse sola.

Debajo del grifo, con el agua muy caliente, intenta pensar. Debería decirle que se vaya a casa con La Perfecta Lucía a trabajar. Que seguro que ella hace el café igual de bueno. Es curioso, pero una de las cosas por las que le da rabia todo esto es por su piso: un piso de chica, pequeño, coqueto, con las paredes lila. Tiene las estanterías cubiertas de libros interesantes, portafotos con fotos bonitas y divertidas de ella con sus amigos, con sus sobrinos, posando sola. Ha colgado poesías en la nevera y la cama está cubierta de cojines mullidos: es un piso que él debería apreciar, observando los libros, echándose sobre los cojines y follándosela con desesperación bajo la mirada atenta de las fotos, y en cambio ahí está. Bebiéndose el café en una preciosa tacita de vaca y concentradísimo en su hoja de cálculo.

Sabe que nadie entiende lo suyo con él, y ni siquiera ella misma lo entiende mucho. Se supone que los casados se portan mejor con la amante. Se supone que el amantismo es una isla de placer donde todo se olvida, se apartan los quehaceres cotidianos y la única preocupación es fingir el amor con el mayor acierto posible.

Se pone mascarilla de melocotón en el pelo, se frota bien el cuerpo con su gel de vainilla favorito. Se rasura las piernas un poco porque sí, ya que al vello apenas le ha dado tiempo a crecer desde que se enteró de que él vendría. Sale, se seca el pelo despacio, se enrolla la toalla en torno al cuerpo. Cruza la salita en dirección a su habitación, y en lugar de sentirse seductora y hermosa, es como si con la toalla estuviera justificando su desinterés hacia él. Como si todo su cuerpo encogido dijera: lo entiendo, entiendo que no me desees y lo siento mucho.

Va al cuarto, se viste y se queda mirándole sentado en la cama. Lo peor de todo es que es tan guapo. Observa la mandíbula ancha, la piel morena y el pelo muy oscuro y un poco rizado, los ojos color miel concentrados en la pantalla, la camisa arrugada y remangada en torno a los codos. Y ella está justo enfrente, sentada con su pijama y con la entrepierna humedeciéndose de forma irremediable mientras él teclea.

Se levanta, se acerca a él y ya se está odiando otra vez por lo que va a hacer, pero el deseo es más fuerte que todo, más poderoso. Se acerca por detrás y le da un beso suave en la mejilla.
- Pequeña... - murmura él, pero no en tono cariñoso, sino un poco severo, alargando la segunda e, como un padre que regaña a su hijo cuando está siendo travieso.
- Qué pasa - ella le besa en la sien, la coronilla, la nuca.
- Pequeña...

Sube un poco la intensidad de los besos, le pasa una mano por el cuello y la otra por la cintura. A partir de aquí ya sabe que no tiene el control. Ya no importa la de veces que él la llame Pequeña; tendrá que reducirla a la fuerza si quiere que pare. Empieza a morder suavemente y él deja quietas las manos sobre el teclado.
- Eres mala.
- No soy mala.

No soy mala, se repite. Soy buena. Esto es bueno. ¿Por qué no está entendiendo que esto es bueno? Mete una mano bajo el cuello de la camisa y le acaricia el vello suave del pecho, y con la otra saca el faldón de los pantalones y le araña el vientre. Él deja caer los brazos a los lados. Ella le muerde más fuerte en la nuca, y después baja la mano y toca la línea del pubis, clavando un poco la punta de los dedos.
- Cómo eres, joder, cómo eres - dice él, y parece casi enfadado, pero a ella le da exactamente igual -. Que no soy de piedra.

Por fin, y era lo que ella estaba esperando, se da la vuelta y le busca los labios. Coge su mano y se la lleva a la entrepierna, y a ella, como siempre, notar su erección le parece un milagro. Nunca se puede creer que sean sus caricias las que se la están poniendo tan dura. Él se levanta ("ven para acá, que no te voy a quitar ni el pijama", le dice) y la lleva a la cama casi arrastrando.

Ni siquiera folla bien, piensa a veces, en otros momentos, cuando le recuerda a solas en la cama e intenta averiguar, como una detective de los sentimientos, por qué y para qué está pasando esto. No se recrea en el sexo. No le van los preliminares largos, ni se preocupa excesivamente por ella. Toca lo justo y en los puntos básicos pero, sobre todo, se deja hacer. Le gusta tumbarse boca arriba y que sea ella quien le toque. Besa con brevedad, como con miedo: se acerca y se aleja enseguida, alternativamente, sin querer pasar más de dos segundos con las bocas pegadas.

Pero lo peor de todo es que a ella le da igual. Que no necesita preliminares, porque para cuando él decide metérsela ella está todo lo mojada y caliente que puede estar una persona. Entonces es cuando él sí se coloca encima, la agarra de las caderas y se la folla, tal cual; no hacen el amor, no follan los dos a la vez: él se la folla a ella con la misma determinación disciplinada con que se dedica al Excel. La mira con fuerza. Entonces ella se aplica con tal intensidad a vivir esos momentos, los momentos lúcidos y vibrantes en los que él está ahí partiéndola en dos, que le parece que le van a restar días de vida por el ímpetu que le está poniendo a estos minutos. Ella sólo quiere quedarse para siempre en este instante en que sabe que él está ahí y en ningún otro lugar. Le ve deshacerse en el orgasmo, abrir más los ojos, asombrado, gritar un poco, y le sorprende y enternece esa vulnerabilidad extrema que nos inunda cuando nos corremos. Saber que en ese momento de puro presente él no tiene otro remedio que pensar en ella la excita tanto que no le resulta difícil correrse a ella también.

Después, mientras él va al baño y ella se envuelve en el edredón, aterida de frío, piensa que desde la primera vez que se acostaron su vida nunca volvió a ser igual, y seguramente no vuelva a serlo nunca. Porque se masturba pensando en su cara. No en su polla ni en su culo ni en la imagen de él comiéndole el coño, no; se excita pensando en la expresión de su cara. Porque ahora entiende que no hay un sexo mejor que el que supone la única oportunidad de que esa persona esté verdaderamente contigo. Cuando si se va de tu cama lo has perdido del todo, y cuando incluso mientras estáis allí el hilo que os une es tan frágil, tan perecedero, que tú te conviertes en una muñeca colocada de miedo como de una droga dura.

Mi vida no va a volver a ser la misma, nunca, se dice, y cierra los ojos mientras se pregunta si él dormirá un rato al otro lado de la cama o se irá a casa para no llegar demasiado tarde. No va a ser la misma, pero ya hace tiempo que eso no le importa mucho. De alguna forma sabe que si una se ve tocada por esa totalidad está maldita y, sin embargo, en medio de esa maldición se siente afortunada. Bendecida, aunque expulsada de algún paraíso anodino y extraño al que ni siquiera sabía que pertenecía. A eso debió de referirse Dios con el tema de la manzana. Y mientras la satisfacción física la va adormeciendo suavemente, piensa que le da igual. Que merece la pena, todo. Por haber conocido esto, por este momento, por esto.



La fotografía es de Gerardo M. Chinchilla (www.gmchinchilla.com). Si eres tú y quieres que la retire, por favor, avísame.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Baños

Le propongo los baños árabes porque tengo frío y porque es la única manera que se me ocurre de mirarle mucho rato (casi) desnudo. Lo justifico porque estamos cansados, hace ya tiempo que se hizo de noche y no hay muchas otras formas de pasar el tiempo en la ciudad helada. Vamos en ropa interior, porque a ninguno se nos ha ocurrido traernos bañadores en diciembre. Menos mal que los dos somos fans de la sencillez, así que él lleva unos boxer negros elásticos y ajustados y yo llevo sujetador y bragas negras. Podría pasar por un bikini, quiero pensar.

Es curioso cómo en verano andamos paseándonos por ahí con toda la carne al aire, pero cuando nos acostumbramos a sentir la piel bajo las capas de ropa, despojarnos de ellas se convierte en una provocación abierta. Así que cuando salimos de los vestuarios y nos encontramos en el pasillo, nos miramos con curiosidad y sonreímos un poco. El suelo está caliente y todo huele a incienso dulzón y un poco a cloro. La música relajante no es demasiado cutre, así que me siento casi digna cuando atravieso la cortinilla que da entrada al recinto de baños y le noto a él pisándome los talones.

Nada de líos raros, establecimos antes de venir. Sin confusiones. Somos amigos, punto; amigos que van a pasar un fin de semana juntos a una ciudad desconocida. Yo le deseo de forma digamos inofensiva, como se desea a Brad Pitt o al marido de tu hermana: con la resignación tranquila de lo imposible. Ahora mismo, en realidad, sólo quiero meterme en el agua.

Hay varias piscinas con diferentes grados de calor y, en el centro, una de agua fría que corre desde una pequeña cascada. Se trata de ir alternando temperaturas, nos ha contado la señora de la recepción mientras nos daba las llaves de la taquilla. Es bueno para la circulación. Así que empezamos en una piscina templada y rectangular. No tiene mucha altura: la justa para que él tenga que agacharse bastante para mojarse el pelo y después salga del agua como un diosecillo moreno y guapo que me sonríe tras las pestañas mojadas. Y su sonrisa me destruye, pero yo aguanto y también me agacho, y me echo la melena mojada hacia atrás pensando que a lo mejor, si me concentro mucho mucho, puedo convertirme en una diosa sexy y atractiva de esas que salen en los anuncios de perfume.

Porque a él no le gusto. Si algo tengo claro en esta noche de invierno, en este viaje improvisado en el que nos hemos embarcado, es que a él no le gusto. Porque sólo me dice "estás guapa" a veces, cuando me he cambiado el peinado o cuando me pongo falda, pero utiliza el verbo estar y no el verbo ser, y eso, unido al tono casi de sorpresa con que lo dice, me convencen de que no le gusto. No pasa nada. Ningún planeta se ha acabado por eso.

Vamos a la piscina fría. Nos reímos mientras competimos por ver quién tarda menos en ser capaz de meterse en el agua helada, y al final gano yo, que soy tan estoica en el amor como en la temperatura. Él baja los ojos hasta mi sujetador, "¿tienes frío o te alegras de verme?", bromea. "No me hagas mirarte los gayumbos", sigo yo la broma, y salgo corriendo del agua para volver al calor. Esta vez nos metemos en la segunda piscina, un poco más caliente que la primera, y el contacto con la piel fría después del último baño hace que un cosquilleo ingrávido me envuelva el cuerpo. Siento como si mi piel se dilatara y me dejo flotar en la superficie del agua.

Él está sentado en una esquina. Me coloco enfrente. "Ponte a mi lado, ¿no?", me dice, y de repente se enciende una alarma en mi cerebro. Ponte a mi lado. Porque yo no le gusto y lo sé, y no sé si quiero ponerme a su lado porque con el pelo mojado está tan guapo que no puedo respirar. Porque sus ojos claros me miran desde encima de su sonrisa golfa y le brillan en las pupilas los anzuelos que podría clavarme si quisiera.

Así que me evado, sonrío, me levanto, me voy de nuevo a la piscina fría y después a la tercera más caliente, que me sigue pareciendo agradable porque me encanta el agua ardiendo. Ahora es él quien se sienta a mi lado, charlamos un poco, nos quedamos en silencio. Me mira, y no quiero decir que sus ojos se cargan de significado porque me parece una mierda de expresión, un topicazo, pero es así. Y entonces yo comprendo que quizá no le guste, pero que en este momento, en este lugar, no sé si por el aumento de circulación de las dos aguas o por el pelo mojado o por el conjunto bragas y sujetador con relleno, le gusto. Y eso me aterra.

Piscina fría, piscina caliente y él ya empieza a decir que tiene un poco demasiado calor, y yo no sé cómo interpretarlo. Porque esta vez se sienta a mi lado, pero a mi lado de verdad, con una porción considerable de su muslo tocando mi muslo, de su brazo tocando mi brazo. Entra otra pareja y se meten en la primera piscina. Yo miro al frente muy seria, él sonríe, me aparta con la mano el pelo de la cara, y entonces es cuando yo no puedo creer a la voz que sale de mi boca y dice no, de verdad, no, dijimos que amigos, no estropeemos las cosas, de verdad, no. Y entonces él se queda muy serio, y a mí se me ocurre que la única forma de que no me siga es mudarme a la última piscina, la más caliente de todas, y eso hago, no sin antes meterme en el agua fría por razones que a estas alturas son bastante obvias.

Pero me sigue, y aunque frunce el ceño al meterse en el agua ardiendo, vuelve a acercarse a mí. Esta vez su cuerpo no toca el mío y sigue sin sonreír. Yo le miro interrogante, sin atreverme a preguntar si se ha enfadado. No quiero empezar una retahíla de explicaciones, así que bajo un poco el culo, apoyo la cabeza en el borde y cierro los ojos.

Entonces siento su mano en mi estómago, y para cuando abro los ojos y le miro ya es demasiado tarde. Porque me atraviesa serio con sus ojos mientras sus manos juegan con mi ombligo y con mi vientre. Su mano grande, que cubre entera casi toda mi cintura y que es morena, nudosa y muy suave. Intento sonreír, preguntarle qué hace, pero se me mueren las palabras a mitad de camino y miro al frente, porque de repente ya no siento nada en ninguna parte: sólo el burbujeo en la superficie de la piel y en la tripa una bomba, una araña, una serpiente gigante.

Su mano baja, cruza la frontera de las bragas, explora y se hunde entre los pequeños montículos de carne. Yo cierro los ojos, suspiro y me deslizo un poco más en el banco, abriendo las piernas. Porque no es que quiera o que ni quiera: es que sé que en este momento no tengo opción, que podría derrumbarse el techo, que la pareja de la piscina uno podría sentarse ahora mismo en nuestra piscina y yo seguiría sin más opciones que quedarme ahí quieta, con las piernas abiertas y los ojos cerrados. Sigue moviendo despacio los dedos y se mantiene lo bastante alejado de mí como para que su mano sea lo único que me toca. Y me mira, me mira, me sigue mirando, lo noto a través de mis ojos cerrados como el calorcillo persistente de un flexo. Sus dedos se introducen y salen, escarban, dan vueltas con suavidad y yo no puedo creerme que esto esté pasando, y querría girarme y comerle esos labios oscuros que tiene, la frontera dudosa de su sonrisa, pero simplemente no puedo, porque él está serio, tan serio...

Y mientras sigue moviendo los dedos en círculo, abro los ojos, giro la cabeza y veo sus ojos helados clavados en mí, su cara sin un atisbo de sonrisa. Y no son sus dedos diestros los que hacen que al final yo me disuelva en un orgasmo incrédulo y acuático: es eso, es la seriedad que ha tatuado en su cara, la importancia abismal con que me mira.