massobreloslunes: 2023

jueves, 28 de diciembre de 2023

La tarta más fácil del mundo


Hoy nos han invitado a cenar a casa de unos amigos y he hecho la tarta de manzana más fácil del mundo.

La receta la sacó mi madre de nosedónde y se ha convertido en mi nueva favorita porque es rápida, está riquísima y es casi imposible cargársela.

Solo necesitas dos capas de masa de hojaldre, tres manzanas Granny Smith, 100 gramos de azúcar, un par de cucharadas de pan rallado, canela y huevo.

Primero extiendes una capa de hojaldre precocinado con el rodillo para hacerla más finita. Cortas las manzanas en trozos finos. Las mezclas con el azúcar y le echas canela a ojo. 

Espolvoreas pan rallado sobre el hojaldre, extiendes la segunda capa con el rodillo, lo cubres todo con la mezcla de manzana y cierras los bordes. 

Pintas con el huevo y al horno hasta que esté dorada (una media hora a 180 grados, calor arriba y abajo y ventilador). Espolvoreas con canela y azúcar molida y listo.

Está FUCKING DELICIOSA, sobre todo calentita (la puedes recalentar justo antes de comerla). Rob, el anfitrión de la cena de hoy, me ha preguntado dónde la había comprado y no se lo creía cuando le he dicho que la había hecho yo. 

Es una tarta que sabe a algo complejo y difícil y que en realidad es muy simple, y hay tan pocas cosas en la vida que parezcan difíciles y en realidad sean fáciles que merece la pena hacerla aunque solo sea por no perder la esperanza.

Sylvia, la anfitriona, ha empezado cortando trozos pequeños porque habíamos comido mucho. Luego su hija mayor ha tratado de arrancar un segundo pedazo con la mano. Después Sylvia se ha lanzado a por una segunda porción, y estamos hablando de alguien que no compra pan y lo hornea todo usando fruta en vez de azúcar.

Poco a poco, todos hemos ido abalanzándonos sobre la tarta, que desaparecía como los campos de trigo bajo una plaga bíblica de langostas. Ha quedado el último trozo, el de la vergüenza, y mientras bajábamos las escaleras, Pablo ha dicho, melancólico:

—Debería haberme comido el último trozo.

«Podrías hacerla para Fin de Año, ¿no?», me ha pedido Sylvia, así como quien no quiere la cosa. «Si de verdad es casera, haz otra —ha dicho Rob—, y si es de pastelería, dime de cuál, que compre más».

Estaba riquísima. De verdad. De estas veces que te sale una receta perfecta, con las manzanas en su punto de ácidas, ni muy hecha ni muy cruda, con una consistencia impecable. Y consuela hacer algo perfecto, aunque tú quieras que, como decía Felipe el de Mafalda, lo que te salga bien sea la vida.

Me he quedado pensando en que cocinar algo muy bueno es como llevarte a alguien a la cama. Cuando das con ese plato que es el éxito de la fiesta y ves cómo vuelan las porciones, y otros te piden la receta. Cuando ves ir a por otro trozo a la que había dejado el gluten, al que se puso a dieta justo ayer, al que es vegano el 99% del tiempo pero hoy va a hacer la vista gorda.

En esos momentos, sabes que estás toqueteando el sistema límbico de la gente como si te los hubieras ligado en un bar. Que miran a tu plato con las pupilas dilatadas y la boca húmeda de quien quiere hacerte cosas muy sucias. 

Así que quizá cocinar para otros no es generosidad, ni las madres/abuelas cebadoras son esos entes angélicos y desinteresados por quienes las tenemos. Igual es una cuestión de poder: una diabólica exhibición de la capacidad de manipular cerebros ajenos con la combinación adecuada de sabores y texturas.

O quizá solo me pasa a mí. 

PD: La foto es una aleatoria de Google y no se parece en nada a mi tarta. Esta queda más finita y no necesitas hacerle florituras.


martes, 31 de octubre de 2023

Secretos para vender más en Wallapop


A veces me pregunto qué habrá sido de todo lo que vendí en Wallapop antes de que nos mudáramos a Costa Rica.

Hay algo terapéutico en deshacerte de tus posesiones. Es como cortarse el pelo: la libertad súbita de no cargar con ese peso y notar la brisa rozándote la nuca.

Vendí de todo:

El mini-gimnasio casero con el que nos habíamos juntado cuando cerraron los otros: las kettlebells, una espaldera, unas barras de fondos, una cinta de correr.

Los resultados de curarme la depresión pandémica a golpe de tarjeta: una impresora tope de gama, un escritorio, un sillón de masaje. 

Vendí, por fin, el piano y el sueño de tocarlo; la plancha del pelo y la fantasía de ser el tipo de mujer que se plancha el pelo; la réflex y la esperanza de que algún día aprendería a usarla. Vendí hasta el doppler con el que escuchaba el corazón de Alana durante el embarazo, resignada a no necesitarlo de nuevo.

Vendí (y hablo en singular porque muchas cosas también eran de Pablo, pero fui yo la que se encargó de todo) el colchón fabuloso que habíamos comprado meses antes, el sofá no tan fabuloso pero que era lo que había por la falta pandémica de stock, mesitas de noche, la mesa del salón, la silla Aeron de Herman Miller en la que me gasté un pastizal cuando me destrozaba el dolor de caderas.

Se me daba muy bien vender en Wallapop. Los secretos son: pon muchas fotos, da detalles, sé honesto, no muestres necesidad. Como cuando le dije al comprador de la cinta de correr que por menos de ochocientos euros no me compensaba vendérsela y que prefería guardarla en un trastero, o cuando le mandé a la que compró la mesa de centro una imagen de los rayones en la superficie.

Al final, los convencía a todos, y ahora me pregunto qué habrá sido de esos objetos en las casas de sus nuevos dueños. Cada vez que compramos algo estamos apostando: a que seremos capaces de ser el tipo de persona para quien esa compra tiene sentido. 

Así que tengo curiosidad por saber si el que compró la cinta de correr la usa o si es el perchero más caro de la casa. Si el niño cuyos padres condujeron doscientos kilómetros para llevarse el piano sigue con las clases o se ha hartado. Si el que se quedó con la cámara consiguió sacar buenas fotos en la comunión de su hija.

¿Está cómodo el que se llevó la silla Aeron, o al final era demasiado pequeña? ¿Entrena con las kettlebells el que las compró sin tener mucha idea de cómo usarlas? ¿Qué tal duerme en el colchón la pareja que vino a llevárselo porque ella lo quería, aunque él no lo tuviera muy claro?

Me acuerdo, sobre todo, de los que compraron el sofá. Tenían muchos gatos que habían destrozado el anterior, así que les expliqué mi sistema anti-gatos: spray para pis del Mercadona y papel Albal hasta que se resignan a no usarlo como rascador. 

Sin venir a cuento, la madre me enseñó un llavero con la foto de una chica de ojos azules que no tendría más de quince años. «Esta es mi niña», me dijo, mientras miraba trotar a Alana a nuestro alrededor. «También tenía los ojos azules. Se me murió hace un año».

No recuerdo qué contesté. Sí que me acuerdo de pensar que cuando te pasa algo así, cuando te alcanza el horror inimaginable de perder un hijo, se te debe de salir la tristeza como si fueras un colador roto, y por eso acabas contándoselo a la que te va a vender un sofá por Wallapop. O igual no es tristeza: a lo mejor simplemente quieres que tu hija y sus ojos azules vivan un segundo en la imaginación de otros, porque sabes que eres uno de los recipientes que guardan sus recuerdos y quieres derramarte en otros antes de que sea demasiado tarde.

Espero que todos mis objetos hayan encontrado un buen hogar y que todos estén ayudando a sus dueños a ser el tipo de persona que querían ser cuando los compraron. 

O, ¿quién sabe? Quizá lo que me encantaría es que todas esas personas también hayan acabado vendiendo sus posesiones en Wallapop y yéndose de locura a vivir al otro lado del mundo. 

Supongo que lo que de verdad quiero, el mejor deseo que puedo conjurar para toda esa gente que vino a mi casa a llevarse cosas, es: que sepan quiénes son, quién quieren ser y qué necesitan para conseguirlo. Que no carguen con más lastre de la cuenta. Y que se acuerden de apreciar a los que tienen cerca, porque al final la señora del sofá era la única que sabía el secreto de lo que de verdad no puede reemplazarse.

lunes, 2 de octubre de 2023

Recipientes

Últimamente pienso mucho en mi abuela. Tuvo cinco hijos en seis años, y después uno más cinco años después. 

Me gustaría que estuviera viva y con la cabeza en su sitio para preguntarle cómo lo hacía. ¿Cómo te apañas con seis hijos, sin ayuda en casa y SIN LAVADORA? 

Cuando saco este tema, la gente me dice que los padres actuales nos preocupamos demasiado por nuestros hijos y que los de antes simplificaban. 

A ver, que yo soy la madre que más simplifica del mundo. Que yo acuesto a mi hija con la ropa del día siguiente y la baño los días del mes que son número primo. Que jamás he separado la ropa blanca y la última vez que usé una plancha fue en 2013. 

Pero la simplificación, dejadez o llámalo X tiene un límite. No se pueden simplificar los pañales. Si tu hijo se caga, lo tienes que lavar. No se puede simplificar estar sentada dándole de mamar a tu recién nacido; creedme que lo he intentado.

La otra respuesta es que antes se criaba en tribu y la familia ayudaba, pero mis abuelos estaban solos en el Sáhara, donde habían destinado a mi abuelo, que era militar. 

Y la tercera respuesta podría ser que antes se tenían los hijos más jóvenes y les sobraba energía porque ahora estamos todas premenopáusicas. Bueno, pues tampoco, porque a mi abuela casi se le pasa el arroz y tuvo a sus hijos entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco.

Así que me intriga y fascina cómo se las arreglaba y me encantaría poder preguntárselo, pero ya no es posible. Ya se ha ido para siempre, y con ella, con la materia gris de su cerebro convertida en cenizas, se han ido los recuerdos de sus bebés y sus niños pequeños, todas las anécdotas, como dice mi hija Alana cuando me pide que se las cuente.

Pienso en todos esos días y esas horas que pasaron con mi abuela como único testigo consciente, y en cómo han desaparecido, y en que en mi propia cabeza también hay recuerdos que se irán cuando me vaya yo.

Algunos, los más importantes, intento registrarlos: aquí o en el One Line a Day que escribo para cada uno de mis hijos. Aun así, muchos se quedan en el camino y, lo que es peor: ni siquiera sé que se me han olvidado.

Ahora que Atlas es bebé, me vienen a la memoria muchos momentos con Alana bebé que no recordaba: cómo la poníamos a dormir dándole el biberón y luego se nos olvidaba cuando salíamos de puntillas para no despertarla, y la casa acababa llena de biberones a medias con la leche agria. Como abría el cajón de la cómoda donde le cambiaba los pañales para que cayera en él si le daba por rodar mágicamente a las tres semanas.

Al final, en eso nos acabamos convirtiendo todos: en recipientes de recuerdos con un agujero en el fondo. Y algunos de nosotros, envalentonados por la noción ridícula de creernos más interesantes que el resto, nos pasamos la vida intentando vaciarnos en otros recipientes para ver si esos recuerdos duran más.

Tú, que estás leyendo esto ahora, eres uno de mis recipientes. Cuando yo me vaya o los robots dominen Internet, espero que queden algunas de mis historias en tu cabeza. 

Y por eso, más que por comentar, si lo has hecho alguna vez, o por recomendar mi blog a otros: por hacer un hueco a mis recuerdos en tus neuronas, es por lo que más agradecida te estaré siempre. 



martes, 19 de septiembre de 2023

Ese brillo indescriptible


Dice Caitlin Moran en Más que una mujer que ella estaba preparada para parecer vieja, pero no para parecer triste y cansada.

Supongo que nos pasa a todos. Piensas en la versión vieja de ti misma y esperas ser una de esas que salen en los anuncios de crema de belleza o de compresas para la incontiencia: mayor, sí, pero luminosa. Con ojos claros, arrugas de reírte, ropa práctica-pero-estilosa y, por supuesto, delgada.

Leí hace tiempo que cómo envejezcas depende más de tus genes y tu estructura ósea que otra cosa. Desde entonces, supe que yo envejecería mal, porque mis huesos son estrechos y el destino de mi cara es precipitarse sobre ellos y darme aspecto de perro apaleado.

A veces me digo a mí misma: lo que tienes que conseguir es ser feliz. Estar en paz. Cuidarte. Si estás sana, feliz y en paz, envejecerás bien y tu cara seguirá siendo agradable. La realidad es que por las noches me acuesto en la cama y tengo que concentrarme para relajar la tensión que tengo desde las escápulas hasta la coronilla. No soy capaz de descansar la cabeza sobre la almohada.

Así las cosas: ¿cómo voy a envejecer bien? Molinos dice que nosotras las normalitas llevamos mejor lo de cumplir años que las guapas. Yo discrepo. Hasta hace poco, creía que nunca había estado guapa, pero que ahora cambiaban las reglas del juego y, al menos, podía aspirar a estar bien para la edad que tengo.

Sin embargo, me encuentro con que la estructura facial que no me hizo resaltar a los veintitantos no me va a hacer favores a los cuarenta, y con que ahora encima he perdido lo que entonces no sabía que tenía: el luminoso e indescriptible brillo que da ser joven.

Ese brillo solo lo ves cuando cumples años. Te das cuenta de que todas las personas jóvenes, todas, tienen una pátina de luz que ni todas las cremas del mundo pueden reproducir, como si se hubieran frotado la inocencia en la cara. 

Te dan como ternura. Me pasó el otro día comparando las caras de las actrices de Sexo en Nueva York con la versión actual. Si miras solo la de ahora piensas: oye, pues no están mal, se conservan bien, siguen siendo ellas. Pero te vas a los capítulos originales, ves esa frescura de sueño profundo y pocas preocupaciones y te dan ganas de abrazarlas.

Así que tengo treinta y ocho años y no me veo vieja, sino triste y cansada incluso los días en que no estoy triste ni cansada. Y no estoy preparada para ello. Porque, como dice Paul Auster, piensas que no te va a pasar a ti. Que tú te conservas mejor que la media. Que en la reunión del instituto, los demás te van a ver igual que entonces aunque tú a ellos los veas tristes y cansados.

Crees que estás a unas cuantas noches de sueño profundo de recuperar la juventud. A una o dos dietas milagro de que la gente comente lo joven que pareces.

Lo cierto es que, salvo excepciones, todos aparentamos la edad que tenemos, como mínimo. La diferencia está entre aparentar tu edad bien llevada y aparentar tu edad mal llevada, pero es casi imposible parecer de verdad más joven. Incluso las actrices, esas que se gastan una millonada en tratamientos, no parecen casi nunca más jóvenes. Parecen bien conservadas, cuidadas, caras, pero no más jóvenes. Es raro mirarlas, como si nuestro cerebro no supiera interpretar bien lo que pasa con ellas. 

Moran, en su libro, acaba poniéndose bótox. Dice que es como un spa para el rostro y que cuando físicamente no puedes fruncir el ceño, estás más relajada y feliz. Yo estoy más que dispuesta a probarlo en cuanto vivamos un tiempo en una ciudad decente. 

Después de todo, en este momento de mi vida, parece mucho más fácil que conseguir unas cuantas noches de sueño profundo. 




sábado, 9 de septiembre de 2023

La maleta de mi parto




Uno de los peores recuerdos de mi primer parto no es que Pablo se desmayara, o el dolor infernal, o que la niña naciera con dos vueltas de cordón y se la tuvieran que llevar a reanimación.

No: a mí lo que me atormenta es el recuerdo de la maleta.

Que como yo no sabía de qué iba la cosa, había empaquetado todo lo necesario para el parto, el posparto y un breve apocalipsis zombie. Esto, sumado a que Pablo por aquel entonces todavía era vegano, hizo que llegáramos al hospital con una maleta gigante, mochilas, bolsas de plástico repletas de derivados de la soja y una almohada.

Lo que yo no sabía es que en el via crucis del parto iniciado con rotura de bolsa, primero vas a la habitación, sí, pero eso no es un hotel y cuando te mandan al paritario, tienes que dejar la habitación libre.

Así que cuando por fin (POR FIN) me ofrecieron la epidural después de horas de agonizante dolor, ahí que iba yo para el paritorio en una silla de ruedas, gritando como en una sitcom y con Pablo detrás acarreando varias bolsas de equipaje.

Al entrar al paritario, una matrona hizo un comentario sobre los trastos que llevábamos y yo, que soy muy sensible a lo que piense la gente de mí, morí de la humillación.

Total, que para este parto, decidí que no me iba a pasar lo mismo y empleé una cantidad ridícula de energía mental en diseñar dos bolsas de hospital, dos. La primera era la del parto y consistía en una mochila pequeñita y cuqui con lo básico súper básico para parir: cacao para los labios, cepillo de dientes, chanclas, mi adorada máquina TENS y poco más.

(Al final, hasta aquello fue demasiado, porque entre que me pasaron a urgencias y que el niño salió por mi potorro pasaron diez minutos de reloj)

Después tenía la maleta del hospital, con mis camisones monos de lactancia, mi secador de pelo y suficientes compresas de posparto como para contener una inesperada rotura de tuberías. PRO TIP: Nunca se tienen suficientes compresas de posparto.

La idea era: llegar con mi mochila cuqui de parturienta minimalista, expulsar al inquilino y, una vez en la habitación, subir la maleta deluxe como unos auténticos pros del alumbramiento.

Le expliqué el sistema a Pablo con el mismo fervor que se debió de planear el desembarco de Normandía. Tenía que saber dónde estaban la mochila y la maleta, qué había que meter en el último momento, cómo almacenar las jeringuillas de calostro congelado que había extraído por si había que ingresar al niño y, sobre todo, que la maleta se quedaba en el coche hasta que subiéramos a planta.

El problema es que entre nuestra casa y el hospital se me rompió la bolsa, se aceleraron las contracciones y aquello pasó de ir tranquilito a CORREE POR DIOS QUE SE ME SALE EL NIÑO.

Llegamos a Urgencias, me tomaron los datos, me hicieron pasar a la sala de espera, Pablo se fue a aparcar el coche y... subió con la maleta.

Yo lo iba a matar.

Para que os hagáis una idea, había dilatado ya nueve centímetros, soltaba líquido amniótico como el cubo ese de los parques acuáticos que te tira agua encima y, aun así, lo que le dije a Pablo no fue «te quiero, mi amor, vamos a ser padres de nuevo, qué emoción». No: lo que le dije con la voz de la niña de El Exorcista fue:

—Pero ¿se puede saber qué hace aquí la maletaaAAAAAHHH?
—No sé, pensé que hacía falta...
—¡¡NO!! ¡¡No hace falta!! ¡¡Tengo un SISTEMA!

Pablo me miró con cara de no creerse lo que estaba a punto de decir.

—Quieres que... ¿la lleve al coche?
—¡¡¡POR SUPUESTO QUE QUIERO QUE LA LLEVES AL COCHAAAAAAHHHHHHH!!!

Una parte de mi mente me decía: a ver, Marina, que igual tienes al bebé en los próximos cinco minutos y Pablo se lo pierde por estar llevando la maleta. Le dije a esa parte de mi mente que se callara porque yo tenía un SISTEMA y el SISTEMA, mi dignidad y lo que pensaran de mí los profesionales random que asistiera mi parto dependía por completo de que la maleta se quedara en el coche hasta subir a planta.

La gente de la sala de espera flipaba.

Total.

Que Pablo llevó la maleta al coche y, por suerte, volvió antes de que saliera el niño, y todo fue bien, y yo usé mi mochila minimalista para apoyar el brazo cuando estaba intentando que Atlas se me agarrara a la teta.




Y aquí termina la primera historia (que no la última) de la vida de mi hijo sobre algo en lo que invertí una ridícula cantidad de energía emocional y espacio mental para conseguir un resultado que seguramente solo me interesa a mí.

La que le espera.

viernes, 25 de agosto de 2023

La Siesta Unicornio



Cuidar de un recién nacido es duro. Duermes mal, comes como puedes, estás todo el día pegada al niño y si das la teta, entonces el nombre correcto para el asunto es esclavitud.

Pero la Madre Naturaleza es sabia y no quiere que los padres se suiciden en masa, así que nos ha regalado las Siestas Unicornio.

Una Siesta Unicornio es aquella que, por su duración, se distingue de las demás que suele echarse tu hijo.

Es decir, que si tienes una pequeña marmota que duerme por sistema más de hora y media, tu Siesta Unicornio será la que pase de las dos horas y media o tres.

Si, como a mí, te ha tocado un bebé que a los cuarenta y cinco minutos abre el ojo, todo lo que se pase de dos horas es Siesta Unicornio.

(Entre los cuarenta y cinco minutos y las dos horas es Siesta Especial, que se agradece pero no es tan rara como para recibir la Denominación de Origen Unicorneal. 

La SU es como ver un partido de fútbol en el que tu equipo va ganando: te gustaría disfrutarlo, pero te puede la tensión.

Esta tensión va cambiando de forma y motivo y se desarrolla de la siguiente manera:

- Fase 1: dura lo que duran una siesta media de tu hijo. Aquí te pones a hacer las cosas que habías planeado de forma eficiente porque sabes que en breve se te acaba el rollo. Tu nivel de bienestar es el esperable: tienes un respiro, puedes mover los brazos sin que se te caiga nadie y te oyes pensar.

- Fase 2: es la primera extensión de la siesta hasta, digamos, una hora extra. Hasta aquí entra en la categoría de Siesta Especial.

Tú te sientes un poco desorientada porque no habías querido planear por encima de tus posibilidades, pero encuentras algo que hacer y te pones a ello ultra tensa porque no quieres disfrutar demasiado, no vaya a ser que se despierte el bebé y te lo fastidie. 

Aclaración: aunque sea una tarea de la casa, tú la disfrutas, porque casi cualquier cosa (lavar platos con un podcast, cocinar, tender tranquilamente mientras te da el aire) es mejor que cuidar de un niño pequeño. 

Por eso no cuela cuando, por ejemplo, estoy con nuestros dos hijos y Pablo se va a fregar platos con los auriculares en los oídos. Eso es básicamente un spa. Que se lo agradezco y alguien tiene que hacerlo, pero sé perfectamente que la que se está comiendo el marrón soy yo.

- Fase 3: aquí la siesta llega ya a límites apenas explorados en la capacidad de dormir de tu bebé. Cuando se cruza la barrera de las dos horas y media, ya te das cuenta de que estás frente a una Siesta Unicornio y aquí ya sí que no sabes qué hacer. 

¿Es el momento de tomarte un momento para ti? Pero ¿y si cuando te hayas servido tu té y abierto tu libro se despierta el niño? Es cruel para la parte de ti que lleva anulada desde que el bebé nació. Le has mostrado un fragmento de libertad, un bocado del delicioso pastel del placer, y ahora te lo llevas.

Y además, si eres como yo y vives en el drama, empezarás a considerar la posibilidad de que le haya pasado algo al niño.

Y ahí, ¿qué haces?

¿Entras a ver si respira, sabiendo que hay un 99% de posibilidades de que se despierte?

¿Te pones a ver Netflix y a relajarte sabiendo que es posible que TU HIJO HAYA MUERTO?

Al final, te convences a ti misma de que el niño está bien y tratas de hacer algo interesante/divertido.

Por fin, tu bebé se despierta y tú suspiras, aliviada. Pues sí que era una Siesta Unicornio y no la muerte. Pero claro, ahora ya ha terminado. Esas tres gloriosas horas de tiempo libre se han marchado para siempre. Si hubieras sabido que las tenías, te habrías organizado. Lo que pasa es que entonces la maternidad no sería el proceso desquiciante que es.

Y sí: estoy escribiendo este post en una Siesta Unicornio, rezando para que el niño aguante hasta que lo publique y con los dedos agarrotados de tensión.

Mejor lo termino aquí, por lo que pueda pasar. 

sábado, 19 de agosto de 2023

Atlas

Vale, que sí. Que ahora lo veo. Que si escribo una entrada con todas mis paranoias respecto a estar embarazada y luego desaparezco, lo lógico es pensar: «Marina tenía razón y el bebé murió». 

Bueno, pues tranquilidad, que no. El bebé está bien. Nació el 22 de junio, justo en su fecha prevista, en un parto más corto que muchas visitas al baño para hacer un number two. Tiene casi dos meses, está gordito y precioso y es, como un gran porcentaje de bebés de esta edad, molesto pero adorable.

Se llama Atlas, que soy consciente de que es un nombre raro y quizá un poco pretencioso, pero que era el único que nos cuadraba a los tres. Tiene los ojos azules y un antojo en la frente con la forma de Tailandia, que me tuvo preocupadísima las primeras horas tras el parto hasta que múltiples fuentes me aseguraron que se le quitaría. 

Es raro tener un segundo hijo, porque con el primero no tienes con qué compararlo y piensas que eso que sientes esas primeras semanas, el proto-apego inexplicable y las ganas de olerle todo el rato, es amor. Pero luego el bebé crece y poco a poco se va convirtiendo en una personita exquisitamente compleja y luminosa, y te das cuenta de que al bebé no es que no lo quieras ahora, pero esa un amor tan minúsculo en comparación con el tamaño que alcanzará en un tiempo que no sabes muy bien qué hacer con él.

Así que a ratos miro a Atlas desorientada y me pregunto: ¿quién eres tú, bebé? ¿De dónde vienes? Alana ahora me parece inevitable; soy incapaz de imaginar, no ya mi vida sin ella, sino un planeta donde no ha nacido. Atlas, por el contrario, todavía es optativo. Todavía tengo fresco el recuerdo de la vida sin él. Aún es demasiado fino el velo que separa su presencia de la posibilidad de que no hubiera ocurrido nunca.

Lo quiero, claro, y mira que es difícil querer en el posparto. Estoy en esa fase en que desapareces. No eres una persona, no tienes gustos ni aficiones, y tu futuro se difumina porque eres incapaz de imaginarlo. Te conviertes en una incubadora humana y te preguntas por qué nadie te avisó de que los primeros meses de la maternidad se reducen a mantener vivo a tu bebé, un empeño que es una mezcla extraña entre agotador y aburrido. 

Ayer miraba por la ventada y vi un barco cruzando el mar delante de Telendos, la isla que hay frente a la nuestra. «Mira —pensé—, la gente va en barco. La gente entra y sale, y va a restaurantes, y hace planes, y se ducha sin tener que pedir disculpas a su pareja por dejarle cinco minutos con el marrón de la descendencia al completo». Sentí la inmensidad de la pérdida de mí misma, que en realidad no es más que la pérdida del tiempo para hacer las cosas que creo que son yo. 

Lo bueno es que la segunda vez ya sabes que todo pasa. Sabes que poco a poco el niño irá durmiendo, y llegará un punto en que podrás acostarlo temprano y recuperar un poco de espacio. Que dejará el pecho. Que podrá quedarse con otros. Que, poco a poco (y esto es lo más mágico) podrás hacer esas cosas que deseas con ese niño. Y muchas más. Y te abrirá el mundo. Y se convertirá en un chorro de luz cegadora en mitad de tu vida, un cajero automático de ternura del que puedes sacar (casi) siempre que quieras.

Así que me resigno a esta temporal ausencia de Marina y, al mismo tiempo, cuando hoy he podido poner a dormir al enano después de una sesión maratoniana de teta, me he preguntado: «¿qué puedo hacer que sea mío? ¿Qué es solo para mí?».

Y aquí estoy.