La receta la sacó mi madre de nosedónde y se ha convertido en mi nueva favorita porque es rápida, está riquísima y es casi imposible cargársela.
Solo necesitas dos capas de masa de hojaldre, tres manzanas Granny Smith, 100 gramos de azúcar, un par de cucharadas de pan rallado, canela y huevo.
Primero extiendes una capa de hojaldre precocinado con el rodillo para hacerla más finita. Cortas las manzanas en trozos finos. Las mezclas con el azúcar y le echas canela a ojo.
Espolvoreas pan rallado sobre el hojaldre, extiendes la segunda capa con el rodillo, lo cubres todo con la mezcla de manzana y cierras los bordes.
Pintas con el huevo y al horno hasta que esté dorada (una media hora a 180 grados, calor arriba y abajo y ventilador). Espolvoreas con canela y azúcar molida y listo.
Está FUCKING DELICIOSA, sobre todo calentita (la puedes recalentar justo antes de comerla). Rob, el anfitrión de la cena de hoy, me ha preguntado dónde la había comprado y no se lo creía cuando le he dicho que la había hecho yo.
Es una tarta que sabe a algo complejo y difícil y que en realidad es muy simple, y hay tan pocas cosas en la vida que parezcan difíciles y en realidad sean fáciles que merece la pena hacerla aunque solo sea por no perder la esperanza.
Sylvia, la anfitriona, ha empezado cortando trozos pequeños porque habíamos comido mucho. Luego su hija mayor ha tratado de arrancar un segundo pedazo con la mano. Después Sylvia se ha lanzado a por una segunda porción, y estamos hablando de alguien que no compra pan y lo hornea todo usando fruta en vez de azúcar.
Poco a poco, todos hemos ido abalanzándonos sobre la tarta, que desaparecía como los campos de trigo bajo una plaga bíblica de langostas. Ha quedado el último trozo, el de la vergüenza, y mientras bajábamos las escaleras, Pablo ha dicho, melancólico:
—Debería haberme comido el último trozo.
«Podrías hacerla para Fin de Año, ¿no?», me ha pedido Sylvia, así como quien no quiere la cosa. «Si de verdad es casera, haz otra —ha dicho Rob—, y si es de pastelería, dime de cuál, que compre más».
Estaba riquísima. De verdad. De estas veces que te sale una receta perfecta, con las manzanas en su punto de ácidas, ni muy hecha ni muy cruda, con una consistencia impecable. Y consuela hacer algo perfecto, aunque tú quieras que, como decía Felipe el de Mafalda, lo que te salga bien sea la vida.
Me he quedado pensando en que cocinar algo muy bueno es como llevarte a alguien a la cama. Cuando das con ese plato que es el éxito de la fiesta y ves cómo vuelan las porciones, y otros te piden la receta. Cuando ves ir a por otro trozo a la que había dejado el gluten, al que se puso a dieta justo ayer, al que es vegano el 99% del tiempo pero hoy va a hacer la vista gorda.
En esos momentos, sabes que estás toqueteando el sistema límbico de la gente como si te los hubieras ligado en un bar. Que miran a tu plato con las pupilas dilatadas y la boca húmeda de quien quiere hacerte cosas muy sucias.
Así que quizá cocinar para otros no es generosidad, ni las madres/abuelas cebadoras son esos entes angélicos y desinteresados por quienes las tenemos. Igual es una cuestión de poder: una diabólica exhibición de la capacidad de manipular cerebros ajenos con la combinación adecuada de sabores y texturas.
O quizá solo me pasa a mí.
PD: La foto es una aleatoria de Google y no se parece en nada a mi tarta. Esta queda más finita y no necesitas hacerle florituras.