No es personal, sólo negocios.
Apenas se divisa un torreón desde la carretera. Una mansión más como las que bordean la costa este de Sicilia a la altura de Fiumefreddo: altos muros de piedra, abundante y selvática vegetación, ventanas clausuradas, desconchones y esa triste decrepitud del abandono. Nada parece indicar que exista vida en el interior de la fortaleza que se llama ostentosamente Castello degli Schiavi. Me acerco a la puerta de hierro e intento atisbar algo del interior: un ángulo de tierra, una pared, unas macetas apiladas y un ojo inquieto y azul que coincide con el mío. Después del sobresalto inicial pregunto al ojo si se puede visitar el castello. Me responde que no, que es una propiedad privada y que sólo con cita previa y pago de 25 euros.
Insisto. Sólo el jardín, un vistacito nada más. La puerta se abre ante un camino de tierra y el lateral de una robusta construcción de piedra grisácea. La emoción empieza a ganarme pero un hombrecillo delgado, de pelo canoso y mirada acuosa, persiste en su negativa con amabilidad férrea. Balbuceo súplicas, lamentos, el hombrecillo afloja, acepta hacer una excepción, rebajarme el precio si entro en ese momento pues tiene una visita concertada para una media hora más tarde. Dudo. Adesso o mai, signora, me conmina con impaciencia. Detrás de mí aparece un italiano con una pareja de alemanes que está visitando villas para celebrar su boda. Demasiado remolino en la puerta, demasiado lío. El hombrecillo me sujeta del brazo y tira de mí, del italiano y de los alemanes hacia dentro.
Y allí estoy, sin acabar de creérmelo, en la casa que don Tomasino le dejó a Michael Corleone cuando tuvo que huir de América, la casa en la que Apollonia saltó por los aires, la casa en la que se pacta una traición. La casa con cuya imagen se cierra la trilogía irrepetible de Coppola.
El propietario del ojo y de la villa resulta ser el barón Franco Platania, descendiente de los Borghese romanos y emparentado con los duques de Orleans y Dos Sicilias. Con toda esa gente deambulando por su jardín el barón se mueve nervioso de un lado a otro. Abre la capilla y me explica la estructura, el siginificado de los cuadros, de los símbolos masónicos que adornan las paredes para desaparecer después entre el grupo de alemanes y explicarles cuántas mesas pueden instalarse cómodamente en el patio central.
En el sótano al que nos hace descender se guardan arcones, panoplias, tapices, reproducciones de antiguos mapas de Sicilia, cuadros de sus antepasados. Responde con interés a mis preguntas, acogiéndose a la sombra de una grandeza perdida hace ya demasiado tiempo. La visita continua en el piso de arriba. El barón enciende y apaga luces, habla con unos y otros siempre con una cordialidad apresurada y nerviosa. Una alfombra roja se extiende a través de varios salones repletos de porcelanas, libros, muebles antiguos y fotografías de Al Pacino. Todo tiene un aire ajado y polvoriento.
Sentados en un salón que parece algo más privado, el barón nos enseña primero un vídeo del Padrino con las escenas cuidadosamente seleccionadas, después un vídeo promocional de la villa engalanada para una recepción. Los alemanes parecen satisfechos, hacen sus cuentas y se marchan. El barón disculpa su ausencia y los acompaña a la salida. Hace rato que me parece estar dentro de un sueño, así que no me sorprendo demasiado al verme de pronto allí sentada, en el sillón de un barón siciliano, ni me sorprende que se disculpe, ni me sorprende la visión de aquellas paredes, de aquel jardín con el pozo, ni estar dentro de las tripas de un mito.
Le pido permiso para hacer alguna fotografía cuando regresa de despedir a los alemanes y no sólo acepta presuroso, sino que me arrebata la cámara y me arrastra de un lado a otro de la casa y el jardín colocándome en el ángulo exacto desde el que se grabó ésta o aquella escena: el balcón desde el que Michael observa los pinitos al volante de su flamante esposa, la escalera por la que baja antes de darse cuenta de que ya es demasiado tarde para la inocente Apollonia, la silla en la que al fin descansará para siempre el anciano padrino…
El barón insiste en enseñarme algunas fotografías de la troupe Coppola que guarda en una especie de bodega. Son imágenes del rodaje, hechas por él mismo, donde se le puede ver al lado del director y los actores, todos en situación más o menos distendida. Qui lasciavano tutto l'atrezzo mentre giravano dice señalando una habitación contigua. Posso? pregunto con el corazón a mil por hora. Prego, signora… y el barón me franquea el paso con un gesto amplio de su brazo. Ahora sí que tengo miedo a despertar. Allí, apilados de cualquier manera, están los restos que nadie quiso llevarse: la silla de ruedas de don Tomasino, el banquito en el que se sentaron Michael y Vicenzo, dos escopetas, una bicicleta oxidada, cámaras viejas, más y más fotografías…
Pero suena el despertador. Alguien ha llamado al timbre de
la puerta y una mujer gorda y desaliñada se asoma al balcón. Franco, hanno suonato! le grita con voz
ronca . El barón corre al encuentro de sus visitantes oficiales a los que abre
la verja de la entrada principal para volver volando hasta la puerta lateral en
la que yo le espero. Saco un billete que recoge con aristocrática avidez
mientras aprieta mi mano entre las suyas y sonríe con cierto orgullo. Me
pregunto si será suficiente dinero o si será excesivo el gasto. En el camino de
vuelta, con esa especie de resaca que supone vivir situaciones irrepetibles,
recuerdo una de las frases que me dijo el barón antes de entrar: "Si el Padrino
significa algo para usted, esta visita merece la pena, de lo contrario, sólo es
una casa más". Supongo que la
humilde sabiduría del barón podemos aplicarla a casi todas las situaciones de
la vida.
Siempre merece la pena.