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sábado, 9 de mayo de 2015

La poesía que jamás se deja de recitar...



Sintiendo la suavidad de la brisa tocándonos con gracia las mejillas corríamos a pura sonrisa. Entre abedules y campos plagados de crisantemos dejábamos una estela singular, inconfundible, que indicaba el rastro de dos pequeños alegres y vivaces manifestándose ante la espectacularidad de la vida misma. Yo reía y él me miraba de soslayo, con esa complicidad única que tienen los amigos que no llegaron a ser hermanos de sangre pero sí de alma. En ese recorrido interminable entre el vergel ambos dejamos alegrías y momentos únicos de nuestras vidas.
- Eres como un hermano para mí –dijo Ismael mirándome a los ojos, con los suyos cargados de lágrimas.
Así también lo sentía yo. Nos habíamos detenido un instante a recuperar el aire perdido, a dejar descansar por un instante nuestros pulmones extasiados. Luego nos echamos nuevamente a correr. De aquí para allá, sin rumbo, sin un plan preconcebido. 
Seguimos hasta el atardecer, cuando ya los pájaros retornaban al abrigo de la copa de los árboles y el viento se comenzaba a tornar más fresco, escondiéndose del flujo enigmático de la nueva luna. 
Cuando la noche llegó nos sorprendió retornando a paso cansino. En silencio, ambos mirando fijamente el suelo, recorriendo mentalmente aquellos senderos que dibujábamos tal arquitectos de la naturaleza.
Al llegar a casa de Ismael nos despedimos con un abrazo. Seguramente nos volveríamos a ver un día de aquellos, ya no recuerdo cómo fue. Volví a casa entre jirones de nostalgia y alegría. Al llegar mi madre se mecía en su mecedora leyendo un libro. La contemplé por un rato, en silencio, atrapado en esa burbuja única que producen los momentos fantásticos de esta vida. Leía concentrada, cada tanto con alguna muesca de sonrisa en sus labios y un toque picaresco en el rabillo de sus ojos. Quise decirle a viva voz que había sido un día fenomenal, que los prados irradiaban vida, y esa misma vida me sonreía. Sin embargo nada de eso pude siquiera pronunciar. Tan solo me quedé observándola en silencio, retratándola en una imagen imborrable en mi mente, al igual que aquella sonrisa que mi amigo Ismael me había regalado en el prado. 
Aún hoy atesoro esas imágenes. Las guardo para conmigo, así, como aquellos que guardan las imágenes de su vida como una poesía inmortal que jamás deja de recitar su propio corazón…



miércoles, 17 de abril de 2013

Intersecciones






1. La felicidad efímera

Hay un hombre, cuarentón, bien parecido, de voz débil y movimientos corporales pausados, que se sienta al lado de su cama y contempla a su pareja dormir. Lo hace con dulzura observando las facciones del rostro que hace ya cuatro años contempla a diario. Sin embargo no hay mañana que no descubra algo nuevo en ese otro ser que conforma su vida. Piensa: eres única; y con ese pensamiento en su mente, toma el portafolios y sale a la calle cerrando la puerta tras de sí.

 Al llegar a la parada del colectivo ve a una joven escuchando música con auriculares. La joven tararea una canción que él no conoce, no obstante el ritmo le agrada, por eso sonríe, mira al piso, juega con la punta de su zapato en las ranuras de una baldosa, y vuelve a recordar a su pareja. Ahora un nuevo pensamiento lo invade todo: ¿Cuánto durará esta felicidad?, pero de repente el pensamiento se esfuma, el colectivo ha doblado la esquina, las demás personas se aprestan a ascender, él se olvida de todo.


2. Electroshock

El colectivo arranca y avanza raudamente por la calle. Detrás, por la mano derecha, lo sobrepasa una ambulancia. Dentro de ella un médico y una médica van charlando. La médica piensa en cuánto le gusta el médico, pero él no piensa en ella, tiene sus pensamientos sumidos en la depresión de su madre y en los costos fijos del mes para mantenerse. La ambulancia ahora dobla por la avenida principal, cruza un par de bocacalles, y se detiene frente a un viejo edificio. Los médicos tocan el portero, y un anciano los atiende. Enseguida bajan una camilla y suben escaleras arriba. Dentro de un departamento amoblado con viejos muebles y poca luz, una anciana, la madre de la mujer del hombre cuarentón, ha tenido un infarto y se encuentra en trauma. El anciano está pálido, piensa en su hija, la cual duerme, la cual ahora está sola en la casa del hombre cuarentón que se ha marchado a su trabajo.

 Los médicos suben la camilla a la ambulancia. Encienden la sirena y avanzan velozmente por la avenida principal. La médica va con la anciana. Piensa en la muerte y en lo poco de vida que le queda. El médico ahora mimetiza a la anciana con su madre y una extraña opresión se apodera de su pecho.

 Al llegar al hospital ingresan a la anciana a terapia intensiva. Le hacen resucitación cardiopulmonar y electroshock. Inyectan líquidos densos en sus flácidas y transparentes venas. Los médicos y enfermeras se miran. No hay nada por hacer. Se ha ido. En una casa cercana, a pocas cuadras, una joven de repente se despierta, mira la habitación, su pareja se ha ido a trabajar, sin embargo presiente que esa mañana algo ha pasado, tal vez un mal sueño...—se dice y vuelve a dormirse.


3. Miss Libido.

 Una de las enfermeras sale de la terapia y se dirige al sanitario. Se encierra en un baño y se echa a llorar. La muerte de la anciana le hace recordar a su madre fallecida. Se angustia en demasía. Los pensamientos la hacen presa fácil de la situación. Escucha entrar a otras mujeres al sanitario. Hablan de ropa, de zapatos, de hombres. Una le cuenta con lujo de detalles a la otra como ha sido su noche sexual. Le grafica con palabras el modo en que su amante la penetraba y le daba un placer único. Ríen y lo hacen en complicidad. Ahora hablan del amante de la otra. Es casado, y eso, la excita más, lo inescrupuloso la erotiza de sobremanera. La enfermera seca sus lágrimas y ahora sus pensamientos se desvían a las mujeres y sus vidas sexuales. Piensa también en su hombre, el cual ahora mismo estará recorriendo las calles de la ciudad manejando uno de los colectivos de las líneas locales, ¿Me deseará como lo hacía cuando apenas nos casamos? La duda la corroe.

 Las mujeres salen del sanitario tras retocarse el maquillaje. En ese instante la enfermera abre la puerta del baño y las ve. Una de ellas es la médica de la ambulancia.


4. Lonely Boy

 El colectivo se detiene en la parada frente a la playa. El hombre cuarentón baja y se dirige a su puesto de trabajo. El chofer del colectivo lo ve marcharse. Lo reconoce. Hace más de cuatro años ese hombre del portafolio hace el mismo recorrido. Día tras día menos los feriados. Nunca ha fallado. Piensa en la vida del hombre, en su familia, en cómo será estar en sus zapatos. El chofer observa por el espejo retrovisor, aún quedan pasajeros descendiendo. La chica de los auriculares está tomada del pasamano y se mueve rítmicamente al compás de la música que atraviesa sus oídos. Ella piensa en la chica que le gusta y a la cual no se atreve a decirle lo que siente. Toma su iPod, busca canciones, escoge “The Way It Was” de The Killers y vuelve a mirar por la ventanilla. Observa la playa, las gaviotas revoloteando por la explanada, el sol produciendo el brillo sobre el mar, y en el horizonte un par de barcos. Su mirada se queda ahí. Sus pensamientos se concentran en la inmensidad y en el amor que ella misma auto frustra.

 El colectivo arranca y levanta velocidad. El hombre cuarentón se detiene frente al comercio que administra. Abre la puerta, enciende la radio, la cafetera, la computadora y la caja registradora. Ahora el local ha vuelto a la vida. En la radio suena una canción de The Black Keys, “Lonely Boy”, que lo estremece. Baila, se contornea, canta. Por unos minutos se olvida del mundo circundante.

 Afuera el sol es radiante. Será un día pleno en la playa y augura muchas ventas. Su vida no podría ser mejor.


5. Amor y Muerte

 La mujer del hombre cuarentón atiende su teléfono móvil. Una médica con voz suave y pausada le comunica un puñado de palabras que jamás quieren ser escuchadas por nadie. Sus ojos se inundan de lágrimas. Se siente caer en un pozo, hondo, oscuro, húmedo. Piensa en su madre, en que ya no está, en su pobre padre, en el hombre cuarentón que ahora es el amor de su vida y que tampoco está. Su mundo circunscripto parece ahuecarse mientras las paredes se desmoronan y caen al pozo. Sus manos tiemblan. Llora. Grita. No hay Dios que entienda.

 Afuera un barrendero de la empresa de limpieza escucha los gritos y el llanto. Se compunge. Piensa en que alguien la está pasando mal, que el mundo está dado vuelta, que no todo el mundo es feliz. Continúa con su tarea y en su interior una fuerza emerge y le hace esbozar una sonrisa: es feliz con su esposa, y con su hija adolescente, que ahora viaja en un colectivo de la línea local, rumbo a su escuela, y seguramente lleva sus auriculares puestos y va escuchando su música preferida.

 La chica de los auriculares llega a la escuela. Abre su mochila, saca un fibrón, escribe en su banco: Lucía, TE AMO.


6. La Lluvia

 El hombre cuarentón atiende la clientela, despacha mercadería, manipula su rutina. Al mediodía cierra la puerta y se dispone a comer, pero antes, se toma un tiempo y se dirige a la computadora, abre su programa de chat y escribe: ¿Estás?... te extraño En la pantalla una respuesta se manifiesta: Sí… aquí estoy… yo también te extraño y te amo… Mira hacia la playa por una ventana, observa las olas, y se angustia, cae preso de sus propios remordimientos.

 Una médica en la sala de descanso de un hospital cercano sonríe y da diminutos sorbos a una taza de café. Mira la pantalla de su computadora portátil y chatea con varios hombres a la vez. A todos ama, a todos desea, a todos quiere, sin embargo ella no ama, no quiere, pero sí desea, y ese deseo la mantiene hueca, envuelta en una crisálida, carente de todo tipo de sentimientos que la asocien y comuniquen con un verdadero amor.

 La médica enciende la radio y escucha las noticias, dentro de las cuales una la sobresalta: una joven con unos auriculares en su cabeza acaba de suicidarse en una escuela secundaria, pero antes ha escapado de clases, ha dado muerte a sus padres, y a una amiga. Piensa en lo loco que está el mundo y vuelve su concentración a la computadora.

 El mundo parece bullir. Afuera ahora se levantan unos nubarrones grises y oscuros sobre el horizonte. Parece que pronto lloverá. La lluvia que todo lo limpia, que todo lo calma, que arrastra los cambios, que unifica, que acobija a todos debajo de su manto líquido y húmedo.



 Alguien ahora duerme, otros se despiertan, otros tiene sexo, algunos engañan, otros se enamoran, muchos ríen, otros tantos lloran, muchos mueren.




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(Imagen: Timothy Pakron en Tumblr)

viernes, 8 de marzo de 2013

Hombres de Marte






- ¿Alguna vez pensaste en lo psicodélico de esta situación?

- ¡No!

- ¿No?

- ¡No!... ¡en absoluto!

 Un lunar. Un punto. Una rareza en medio de la nada, o mejor dicho, en medio de la vastedad de su piel.

-¡Bailemos!...

-¡Sí!...

Ella baila conmigo... ¿Dónde estoy?... ¿dónde estamos?


Ciudad. Noche urbana. Amo esa sensación. Luces de neón, marquesinas, calle, desconocidos caminantes, van, vienen, claroscuros, travestis, putas, mentirosos, niñas bien, entidades cambiadas, hipocresía, vulgaridad, sinceridad, temores, vulnerabilidad, cosas correctas, egos.

En medio de la noche urbana muchas manos se elevan, tocan las estrellas, admiran la espesura de la oscuridad, temen, ríen, se regocijan, anhelan, pecan, profundizan su agrado por vivir...
¡Desean!

- ¿Estás ahí?

- Sí.

- ¿Qué hacés?...

- Nada...

- Sabés que eso es ambigüo.

- Amo la ambigüedad.

 Ambigüedad: femenino. Posibilidad de que algo pueda entenderse de varios modos o de que admita distintas interpretaciones.


Dentro de esa sensación ella me toma de la mano. Caminamos juntos. Observo sus pies, sus zapatos, la moda, lo contemporáneo. Soy todopoderoso. Ella, una diosa... al menos para mí.


- ¿Estás ahí?

- ¡Sí!


Está ahí.
Apago la luz.
Enciendo el equipo de música. Una luz irrumpe desde los departamentos vecinos (alguien se levanta al baño, pienso).
La tomo por la cintura. Siento su ropa, su cuerpo. Está descalza. Bailamos.

Bailamos.

Subo el volúmen.
Escucho la letra, siento su cuerpo en contra del mío, cierro los ojos. Seguimos bailando...
Es una danza en la oscuridad.


- ¿Estás ahí?

- ¡Sí!

- ¡Abrázame más fuerte!


Estrecho el abrazo. Lo profundizo. Lo venero. Lo atesoro.
¿Alguna vez usted, lector, pensó en lo expresivo de un abrazo?


- Me quedo con vos. Es una noche mágica.

- Hay mil noches mágicas, “Hombre de Marte”.

- ¿”Hombre de Marte”?

- Sos mi “Hombre de Marte”, ¿lo sabías?

- ¡En absoluto! - Pues... deberías saberlo...

- ¿Porqué de “Marte”?

- No lo sé... Creo que imaginarte de un lugar inalcanzable te hace alcanzable...


Me mira. La miro.


- Ese lunar...

- ¡Es mío!

- Lo sé... solo que...

- ¡Solo que es mi secreto!

- ¿Secreto?

- ¡Claro!... Los secretos son armas letales... ¿lo sabías?


 No.


En medio de la espesura nocturna los besos se sienten conocidos, suaves, sensibles. Las armas letales aniquilan.

Me besa. Nos besamos. La noche agudiza.

Mi dedo índice recorre su columna vertebral. Está boca abajo. Siento su piel. En realidad su tibieza.


- ¿Me quieres?... ¿al menos un poco?


Desde un edificio vecino, suena una canción. “Friday I'm In Love”. Cierro los ojos.

Le respondo.


Nos silenciamos.







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(Imagen: http://image.librodearena.com/b/2/1387032/amor-oscuro[1].JPG)

lunes, 24 de septiembre de 2012

Diente de León






"Soy la florecita del diente de león,
parezco en la hierba un pequeño sol.
Me estoy marchitando,
ya me marchité;
me estoy deshojando,
ya me deshojé.
Ahora soy un globo fino y delicado,
ahora soy de encaje, de encaje plateado.
Somos las semillas del diente de león
unas arañitas de raro primor,
que unidas nos puso la mano de Dios.
Ahora viene el viento:

-hermanas, adiós."

Carmen Lyra (Costa Rica)








- ¡Puta! 

 Durante un instante tras escuchar aquella palabra el tiempo pareció detenerse y solo enfoqué mi visión en los labios de mi tía. Tuve piedad de ella, adormecí mi lengua, refrigeré mis nervios, amortigué el impacto de la palabra en mis sienes. Supongo que las enfermedades mentales además de hacer estragos en la memoria y el raciocinio también se divierten destrozando todos los nexos sociales que el individuo tuvo en su vida y que tanto cuidó y veló. En realidad es una perversidad morbosa, que carcome lentamente y expone a quien sufre el mal a ser mutilado y desmembrado sin contemplación por las miradas, opiniones y palabras de los que se sienten alcanzados y dañados. Por eso no abrí los labios, por eso solo me limité a mirar con ojos furibundos a mi tía durante aquel instante que trataba de puta a mi pareja, la cual apenas hacía instantes ella acababa de conocer.

Nos sentamos los tres a la mesa. Mi tía en la cabecera, mi pareja a la izquierda y yo a la derecha. Era hora del mediodía, en pleno mes de septiembre. Ya por la mañana se veía que el día sería caluroso. Algunas personas habían dejado sus abrigos livianos y caminaban por la calle con ropa ligera y de colores suaves. Sin embargo dentro de la casa de mi tía el invierno aun parecía adormilado, perezoso, y sin ganas de irse. Ella tenía puesto un viejo vestido color ocre, con un cuello que sostenía parte de su papada, con unas mangas descoloridas que sostenían los colgajos de sus brazos. Cada vez que la veía enfundada en aquel atuendo pensaba en lo parecido que era a una mortaja fúnebre. Pero enseguida quitaba aquel pensamiento, no era de buena persona pensar así y más de una mujer con demencia senil.

Carraspeé. Intenté cortar el silencio en varias rebanadas. Quise que mi pareja se sintiera por un instante cómoda. Pero no podía borrar los ojos inquisitivos de mi tía. Se movían sagaces, escudriñando milímetro a milímetro la fisonomía de mi compañera. Sentí un calor terrible recorrerme por todo el cuerpo, deseaba abalanzarme por sobre la mesa y tomarla del cuello, presionar fuerte, cerrar con violencia mis manos alrededor de su cuello, ver cómo sus ojos cargados de un odio intolerante y absurdo se iban apagando, dejando éste mundo, volviendo a sus raíces de normalidad. Sin embargo eso era algo imposible, una escenificación mental que ponía paños fríos a mi enojo. Tomé por debajo de la mesa la mano de mi compañera. La acaricié por un instante y ella, tras recibir mi mensaje con claridad, hizo un pequeño gesto, en la comisura de sus labios, una respuesta clara de entendimiento ante la situación embarazosa que nos tocaba vivir.

El almuerzo estuvo bien. Nada de otro mundo. Unas verduras al vapor, carne asada, papas fritas, un poco de vino. Tras comer salimos a caminar por el gran patio, bajo el sol primaveral. Mi pareja y yo íbamos delante, mi tía nos seguía lentamente por detrás, sin quitarnos la vista de encima, regodeándose de la escena que dábamos ante sus ojos, buscando la fisura exacta para meter uno de sus bocadillos y considerarnos dos seres extraños con intenciones de copular y faltarle el respeto. Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a seguirnos por detrás, con sus pequeños pasos y su mirada por momentos perdida. Después de un rato se nos acercó y dijo que descansaría. Así la vimos partir rumbo a su habitación. Finalmente cerró la puerta y encendió la radio. Siempre dormía con la radio a bajo volumen. Solía decir que así era más fácil dormir, pues ella que siempre había viajado en uno de los colectivos más populosos de la ciudad durante casi cuarenta años a su trabajo, había aprendido a dormir de parada, sentada, apoyada, siempre mecida por el murmullo de todos los pasajeros que la rodeaban y el runrún del transporte.

— ¿Crees que me odia?
— No, no es odio. Piensa que ella vive en un mundo distinto al nuestro desde hace muchos años. No sé cómo será el odio en su mundo, pero no creo que sea igual al del nuestro. 

Mi pareja hizo un chasquido con sus dedos. Lo tomé como una aceptación. Aunque creo que ella tenía una idea formada de la situación.

Nos sentamos en un banco de cemento, al final del patio, debajo de un gran fresno. Al principio nos mantuvimos en silencio, luego poco a poco, iniciamos un diálogo. Sentí que el mal trago del almuerzo había pasado. Traté de decir algo que hiciera olvidar aquello, pero no me salía nada. Ella igual sonreía. Era buena señal. Tomé sus manos entre las mías. También sonreí.

— ¿Estás bien? —me preguntó. 

 Asentí. Sí, estaba bien. Me sentía bien. Aunque me dolía lo sucedido. Pero comprendía que no todos los mundos pueden fusionarse. Las colisiones son inevitables. ¿Por qué enojarme con mi tía? No. No podía. Tampoco debía. Sin embargo, era difícil. Nuestra convivencia se había deteriorado durante el pasar de los años. Aquella mujer alegre y vivaz poco a poco había comenzado una transformación lenta y dura, desde lo estético hasta lo mental. Esto último era atroz. Se había derrumbado como un viejo edificio bombardeado en plena guerra. Perforado, lleno de agujeros por donde, dependiendo el día, se filtraba o no un haz de luz. No podía ser duro con ella por más que sus acciones fueran intolerantes. Asentí nuevamente con mi cabeza. Volví a sonreír. La demencia tiene estadíos que suelen dejar perplejos a quienes la observan. Momentos de terrible lucidez, capaz de demostrarle hasta al más cuerdo que el loco es él. Sin embargo, son tantos los claroscuros que terminan eclipsando cualquier punto de fuga que permita, al menos por un instante, pensar en normalidad.

Una brisa proveniente del sur soplaba cargada de olor a glicina. Seguramente de alguna casa vecina.

— ¿En qué piensas? —preguntó mi pareja.
— Pienso en la locura —dije yo. En la locura y en la normalidad. En lo que es y en lo que no es ¿Alguna vez te has cuestionado cuan cuerdos somos?, ¿Será que podemos responder con certeza ese tipo de pregunta?
— Nunca me lo he preguntado. Creo que las personas que se sienten normales no se lo preguntan. Además, ¿por qué habríamos de hacerlo?
— Tal vez… por curiosidad… -respondí. 

 De repente la brisa se convirtió en un viento más fuerte que arrastró unas cuántas nubes blancas y grises en el cielo.

— Lloverá —dije.
— Sí, así parece. Contemplamos el pasar de las nubes en silencio. El fresno se mecía jugando con el viento. 
— ¿Has visto cómo vuelan los dientes de león?
— ¿Dientes de león?
— Sí, mira, esos… —dijo señalando una flor amarilla.
— ¿Esos no son plumeros? —dije yo.
— Reciben muchos nombres, pero por lo general se llaman así, dientes de león.
— ¿Y qué tienen de curioso?
— Mucho —respondió ella. Durante la primavera y el verano su color amarillo intenso adorna de un modo exquisito los campos. Cada vez que veo un campo con dientes de león me sonrío. Me hace sentir que la naturaleza tiene su propia paleta de colores y no es mezquina. En otoño, la flor se seca y se vuelve blanquecina, como si fuera un pedazo de algodón indefenso. Y entonces el viento hace de las suyas. Las arranca y hecha a volar, esparciendo sus semillas, desperdigándolas por donde le baja la gana y así esparciendo la proliferación de más dientes de león. Es una especie de engranaje perfecto, ¿no crees?

Pensé por un momento en lo que me estaba contando. Imaginé un campo lleno de dientes de león azotado por un viento sur como el que soplaba en aquel instante. Miles de semillas esparciéndose por el cielo, decorándolo todo, impregnando de futura esperanza la tierra. Sin duda era un engranaje perfecto.

— Sí, es perfecto —concluí.
— Cuando era niña mi padre me llevaba en el automóvil a recorrer el campo. Él controlaba el ganado, los alambrados, que no faltara agua, que ningún animal estuviera enfermo, que el molino funcionase perfectamente, en realidad que todo estuviera en su sitio y en perfectas condiciones. Y en otoño, uno de los campos vecinos se plagaba de dientes de león secos. Entonces mi padre detenía el automóvil y me hacía bajar. Me tomaba de la mano y nos adentrábamos en ese campo, entre todas las plantas de diente de león. Cortaba uno, lo observaba con detenimiento: “¿no es perfecto?”, solía decir mientras observaba la flor seca. Sí, yo pensaba que era perfecto, así, como mi padre.
— Linda escena —dije yo.
— Sí, pero lo más hermoso era ver cuando él, mi padre, soplaba la flor. Lo hacía con fuerza, poniéndola a pocos centímetros de sus labios. Las semillas salían despedidas por doquier. Flotaban en el aire. En días tormentosos con el cielo gris, parecían puntos blancos luminosos en el cielo. Entonces él las señalaba y me hacía pedir deseos. En realidad yo no pedía nada, solo las miraba flotar y flotar en el viento. Pero creo que él sí lo hacía. Supongo que siempre pedía lo mismo, que el mundo de mamá fuese el mismo que el nuestro. Mi madre sufría de Alzheimer. Poco a poco la enfermedad la había consumido, volviéndola un ser ajeno a nosotros, una extraña en su propia casa y entre nosotros. Sin embargo, tenía momentos de lucidez y nos reconocía, nos sonreía y daba muchos besos a mi padre. El entonces se emocionaba, la tomaba entre sus brazos y casi llorando le decía cuanto la amaba. Lo decía presurosamente, como si cada segundo fuese el momento indicado para que ella perdiera la lucidez y volviera al oscuro mundo de la enfermedad. Entonces la contemplaba con dulzura. No recuerdo haber visto una dulzura igual en los ojos de un hombre. A veces intento buscarla en tus ojos y creo reconocerla. Pero enseguida me detengo, pues siento que no es justo buscar la misma dulzura de los ojos de mi padre en los tuyos. Una vez las semillas de dientes de león se esparcían por el cielo volvíamos a subir al automóvil, en silencio. Mi padre encendía el motor, tomaba el volante con fuerza y se quedaba mirando fijamente el camino, como si de repente todo aquello que deseaba y anhelaba se le representara como un espejismo casi utópico. En ese instante su mirada no era dulce, era triste, como de resignación. Aceleraba y retomábamos camino. Atrás quedaba el campo de dientes de león. Hay momentos que recuerdo cómo todas las flores secas se mecían sincronizadamente al viento. Me veo a mí misma mirando el campo por el espejo trasero del automóvil, pensando en los deseos de mi padre, en su amor por mi madre, en las semillas de las flores volando a cualquier sitio inimaginado transportando esperanzas y deseos.

Tras terminar de hablar mi compañera fijó su mirada en las flores amarillas nacidas en el borde del paredón. El viento sur soplaba con la misma intensidad, meciéndolas. Eran flores jóvenes, vigorosas, con un brillo peculiar. Representaban la fortaleza de la juventud. Pensé en aquel instante el momento justo que ella y yo atravesábamos en nuestras vidas. Éramos jóvenes, nos atraíamos, nos deseábamos, y poco a poco comenzábamos a tejer la telaraña indescifrable del amor ¿Acaso algún día todo aquello se detendría en una nebulosa? No podía saberlo. Tal vez sí... tal vez no.

Decidimos entrar a la casa. La radio sonaba a bajo volumen en la habitación de mi tía.

— Tú tía no ha querido insultarme. Ella no quiere perderte. —dijo mi compañera.
— Pero no es el modo. Duele. Aunque sé que no está en sus cabales —dije.
— Para ella eres como una semilla de diente de león. Piénsalo así. Si la vida sopla fuerte tal vez te lleve lejos, a lugares que ella jamás podría ir y seguirte. Así, su vida se volvería aún más sin sentido. Piénsalo por un instante. Sitúate en su mundo al menos un momento. A veces el viento de la vida sopla tan fuerte como el viento sur. Mece, arranca, eleva y arroja en cualquier dirección. Es una acción violenta, naturalmente violenta. Y cuando sucede, el cambio es bueno pero dramático a la vez. Moviliza. Genera repercusiones, y también pérdidas. No importa si ella me ha llamado puta, lo que importa es el modo en que ella quiere alejarme de ti, como si protegiera lo que ama, lo que teme perder. Hoy seguramente no es el día que ella me aceptará. Tal vez sea mañana, o pasado, o tal vez nunca, no lo sé ¿Acaso importa? Puedes vivir en su mundo y en el mío, así, como mi padre solía habitar en el de él y en el de mi madre. Puedes mirar a tu tía con la dulzura de siempre y a mis ojos con la dulzura del amor entre hombre y mujer. Créeme… se puede.

De ese día recuerdo estar cerrando con llave la puerta de calle de la casa de mi tía y escuchar la radio apagarse. Un silencio quedaba reinante. Tal vez porque ella ya se levantaba, o porque ella nos había escuchado. Nunca lo supe.


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 (Fotografía: http://goo.gl/EHyHB)

lunes, 4 de junio de 2012

El niño espectral



La chimenea más cercana al alfeizar desprende un humo gris, con un dejo de olor a roble quemado. El humo asciende hasta cierta altura de manera recta y luego, por acción de los vientos de julio, se esparce para finalmente desaparecer en todas las direcciones posibles. En la línea del horizonte se logra ver el puerto, lleno de pequeños barcos pescadores que se movilizan como hormigas en las inmediaciones del hormiguero. Los puestos de venta de pescado se han propagado a lo largo del muelle. La clientela es abundante. El puerto tiene vida propia, la ciudad lo ha adoptado como un tentáculo necesario para su crecimiento y su subsistencia. Del otro lado del alfeizar, en el edificio contiguo, hay una ventana abierta. Alguien escucha a Chopin. Un disco compacto, música digitalizada, sonidos ecualizados. La mujer se imagina a una anciana sentada en un sofá pequeño, con la mirada perdida en el puerto, los ojos semicerrados, las manos temblorosas, la mente somnolienta y atrapada por viejos recuerdos. La música seduciendo a la anciana, los años susurrando sus anécdotas en sus oídos, el tiempo detenido en envolventes circulares dentro del departamento. 

La ciudad respira. Es mediatarde. El sol calienta lo justo y necesario haciendo de Julio un mes espléndido para ser vivido. Su madre la había visitado días pasados. Fue de imprevisto, sin aviso alguno. Un buen día alguien golpeaba la puerta y tras abrirla una grata y sofocante sorpresa se producía. Con ella y su séquito de valijas también llegó un gajo de enredadera, de hojas acorazonadas y un color verde vívido. 

— Ponla en agua —dijo su madre.


La mujer lo hizo de inmediato. Un viejo florero de porcelana, el cual servía de lapicero, era el indicado para la nueva habitante del departamento. Luego, el punto a resolver sería el lugar que la planta ocuparía. Tal vez la biblioteca, o mejor el centro de la mesa, o por qué no el alfeizar de la ventana. Allí, en un rincón, finalmente encontró su sitio. Cada mañana al salir el sol la planta parecía alegrar el departamento y a su solitaria habitante. La ciudad parecía contrastar con la planta y viceversa. La joven mujer miraba la planta y el puerto de fondo y sonreía. Había algo cautivador en esa escena. Tal vez la retrotraía a los primeros años de su infancia, sus clases de dibujo y pintura, el olor a las acuarelas, la sensación táctil de las hojas bajo las yemas de sus dedos. No importaba el porqué sino el efecto visual y de beneplácito que aquel retoño de vergel producía en ella. Cada tarde de julio ella se asomaba a la ventana y contemplaba la ciudad. Incrustaba su mirada en el horizonte y divaga en pensamientos embriagados en ensoñaciones de momentos vividos y venideros. Y era en algunos de esos momentos que su visión periférica podía observar al niño. Casi siempre lo veía sobre la cama, o bien en el rincón de la derecha de la ventana. Despeinado, con pantalones cortos, y una mirada triste que observaba melancólicamente hacia el puerto. La mujer sabía perfectamente que las visiones eran un truco pergeñado por su vista y su mente. El niño no existía. No debía de existir. Se criticaba duramente cuando analizaba la posibilidad que el niño fuera real. Se decía para sí misma que bordear los límites de la cordura no era un juego al que debía atreverse a jugar. Entonces él desaparecía y la enredadera pasaba a ocupar toda su atención.


Había sido en otro mes de Julio, de unos cuatro o cinco años atrás, en donde por primera vez había visto al niño. Al principio fue pánico cargado de horror. Sus cuerdas vocales se anudaron, su mano tapó por completo su boca, y sus ojos, desorbitados, observaban perplejamente la figura sentada en el borde de la cama. Tras pestañear, o tal vez por el simple destello de un haz de luz solar, la imagen terminó desvaneciéndose. Sin embargo aquel día siempre quedaría grabado en su memoria, el día que el niño apareció. Las apariciones se hicieron más frecuentes. Siempre eran idénticas, tan solo variaban el lugar dentro de la habitación donde el niño aparecía. En todos los años que llevaba observando al muchacho jamás intentó hablarle, tan solo se limitaba a rezongarle a su conciencia por tenderle trampas tan viles. A medida que el tiempo pasó las visiones fueron lentamente pasando a ser parte de su diario vivir. Entonces comenzó a preguntarse por qué sucedía aquello. Si el niño existiera de verdad, ¡algo totalmente imposible!, tal vez habría tenido una conexión demasiado profunda y fuerte con aquella habitación. Ese pensamiento le causaba escalofríos. No creía en fantasmas, ni en aparecidos, ni mucho menos en almas erráticas y apenadas. Se consideraba una mujer de carácter fuerte y pensamientos claros, que a sus veintinueve años había logrado ganarle varias batallas a la vida y conquistar muchos estados indomables de su psiquis. Pero la visión del niño lograba movilizar mínimamente sus labios y la hacía titubear. El miedo se había convertido con el transcurrir de los años en una profunda ansiedad y gran intriga. Una bola enorme que se acrecentaba alimentada por ese defecto tan humano de la curiosidad por lo desconocido.

Fue su madre quien finalmente echó por tierra todos aquellos años de equilibrio entre lo racional y lo paranormal. Tras levantarse un día durante su estancia vio al niño sentado en la esquina de la cama. El grito emitido fue desgarrador. Hizo que la joven mujer diera un salto de la cama y casi cayera de espaldas al piso. Su madre, con el rostro desencajado por el espanto, mantenía su mirada perdida en un punto de la habitación. Enseguida la mujer joven pensó en el niño.

— ¿Lo ves? —preguntó a su madre.


Ésta con el rostro aún desencajado asintió horrorizada. 


— Sí, sí…
— Madre no te asustes. Es solo un engaño de nuestro subconsciente. No es real.
— ¡Pero allí está!
— No madre, él no esta allí, no es real, es tan solo una patraña de tú mente.

La madre llora. Entiende que su hija sabe lo que ella ve pero lo niega. Lleva sus manos a su cara y lentamente el horror comienza a desdibujarse de sus facciones. La visión ha desaparecido. Al día siguiente empaca y despide con tristeza a su hija sin poder olvidarse de lo sucedido. Durante el regreso a su pueblo los pensamientos de la visión la persiguen, tal como si un fantasma se colara dentro de su maleta, o peor aún, detrás de su espalda. 

El puerto y su vida propia parecen ser parte de la escena diaria de la habitación. Cada día al regreso de su trabajo la mujer abre la ventana y deja entrar el aire cargado de olor a mar, de humedad con salitre. Las luces que los rayos del sol derraman se colan por la ventana, atravesando previamente las hojas de la enredadera, para finalmente estrellarse contra todo objeto que el cuarto posee. El niño en ese mes de julio se ha percatado de la planta. Ahora suele aparecer fugazmente cercano a ella. Lo ha sorprendido varias veces allí, observándola, tocándole sus hojas, mirando a través de ellas los rayos de sol. La joven quiere hablarle, preguntarle si le gusta la planta y la vida que representa. Pero no lo hace. Recuerda que el niño es tan solo un mero producto de su imaginación y una triquiñuela de su visión periférica. Riega la planta, rota la posición de la maceta, limpia sus hojas con un algodón embebido en leche. 

Julio se establece altivo en la ciudad. Incentiva a los cielos a disfrutar de la música de Chopin, contrasta el azul profundo con el gris del humo de las chimeneas, permite que lo sobrenatural juegue y se mimetice con el mundo real. En las horas de la siesta el sol calienta la vida, repta por los edificios llevando su mensaje, haciéndose presente en cada sentido de los seres humanos que, conglomerados en las viejas edificaciones cercanas al puerto, transitan sus días como les es posible. Los rayos solares ingresan a través de la ventana de la habitación y la inundan por completo. Las fosas nasales de la joven se mueven lentamente y acompasadas, su pecho se eleva y luego desciende imperceptiblemente, sus ojos se mantienen cerrados y esclavos del sueño. Un mechón de pelo rojizo cae sobre su frente. El niño lo toca y lo acomoda detrás de su oreja. Esboza una débil sonrisa que parece tener siglos de vida en aquella diminuta boca infantil. El silencio ha formado una burbuja dentro de la habitación. La música de Chopin lo inunda todo, el humo de las chimeneas dibuja figuras fantasmagóricas, y un barco hace sonar su sirena al salir del puerto. La vida y la muerte parecen entremezclarse por las tardes. Ambos mundos se conectan mediante un hilo invisible. La joven parpadea, seguramente está soñando. Abre los ojos y la habitación esta vacía. Suspira hondamente. Observa el puerto a través de la ventana. La planta mueve sus hojas por acción del viento. En la cálida quietud de la habitación presiente que no está sola, que la vida y la muerte son amigas, que su mente puede ser una embustera, y que un niño espectral se ha quedado una vez más a solas jugando con su inconsciente.




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(Imagen: A69 de KooooKooooKooooKoooo, pintor Belga, http://goo.gl/od9VC)   



miércoles, 31 de agosto de 2011

El picaporte



Nunca tuve un reproche para Maya. Al contrario, siempre le dije que sus prendas le quedaban de maravilla y que su perfume, ese que sabía comprar en los libritos de Avon, era exquisito. Pero mentía. Sí, lo reconozco. Mentía. Ella olía a papas fritas, o a fritanga en general. Claro que ese olor característico a cocina de bar de mala muerte no opacaba su belleza. Sus rasgos casi perfectos y su hermosa gracia al sonreír hacían que el olor a fritura opacara a la fragancia de Avon y se convirtiera en un perfecto perfume de Guccio Gucci.

Compartíamos mucho tiempo, juntos. Tal vez más del que dos buenos amigos pueden compartir sin ser pensados en alguna relación extra amistad por las mentes pecaminosas. Sin embargo, y más allá de lo que pudiera pensar algún aturdido, a Maya y a mí no nos interesaba el “qué dirán…” En absoluto. En eso coincidíamos plenamente. Al resto de nuestros compañeros de trabajo le parecía extraña nuestra relación. Nos trataban de fenómenos, o bien nos hacían chistes que en algún punto herían nuestros sentimientos. Supongo que llegué a odiar a varios de ellos por ese motivo. Ninguno podría decirse que sobresalía por ser excelente persona, pero tampoco me enroscaba demasiado en pensamientos belicosos o negativos hacia ellos puesto que de algún modo había aprendido a perdonarlos.

Una tarde de noviembre nos tocó el turno, juntos, a Maya y a mí. Rara vez nos tocaba trabajar juntos, pero cuando sucedía nos encantaba. Con solo mirar la planilla de horarios y ver que ambos estaríamos juntos escribíamos mensajes de texto en nuestros celulares y nos enviábamos la buena nueva. A veces ocurría que los mensajes se cruzaban casi instantáneamente y eso sí que era gracioso. Como decía, esa tarde de noviembre me tocó trabajar en el mismo turno junto a ella. Hacía un par de días que no nos veíamos y resultaba sumamente tentador el reencontrarnos ocho horas en el trabajo para ponernos al corriente de nuestras vidas. Sin embargo aquel día de noviembre por siempre quedaría retenido entre mis redes neuronales. Atrapado, tal como si jamás quisiese irse, y perpetuar por siempre dentro de mi cabeza hasta el último de mis días.

Todo comenzó al abrir el puesto. Hicimos lo normal y rutinario: primero sacamos el cartel con las ofertas del día, luego lavamos el piso, acomodamos las mesas, contamos la plata de la caja registradora, incorporamos los menús a la computadora, llenamos los servilleteros, pusimos flores en los floreros individuales de cada mesa y finalmente encendimos la máquina de hacer café y rociamos el local con desodorante de ambiente. Nada me pareció extraño hasta ese punto; aunque después pensándolo bien sí había algo extraño y era que ella estaba más callada que de costumbre. Si algo tenía Maya era su encantador sentido del humor y su personalidad parlanchina junto a un timbre de voz que tras unos cuantos minutos podía hacerte estallar los tímpanos, o peor, volarte la tapa de los sesos. El silencio prologando, sí, ese era el punto en cuestión que yo noté de raro aquel día…

Tras la primera media hora de estar abierto el local y aún sin clientela a la vista ella se puso a jugar con las teclas de la caja registradora. Nunca lo hacía. A decir verdad jamás mientras habíamos trabajado en conjunto. Sin embargo aquella mañana ella solo parecía tener los sentidos y su atención para la caja registradora, ignorándome totalmente a mí. De buenas a primeras yo había pasado a ser un objeto más del local, tal como los floreros de las mesas, las lamparitas de los plafones o mejor aún, como la caja registradora en sí.

- ¿Te sucede algo, amiga? –pregunté como para romper el hielo.
- ¿A mí? –respondió Maya llevándose la mano al pecho y poniendo cara de incrédula.
- Sí, a vos… ¿o quién más hay en este enooorme local?
- Pues… no… no me pasa nada, ¿Por qué habría de pasarme algo?
- Porque no eres así. Nunca has sido así. Y hoy estás así…
- ¡¿Así cómo?! –exclamó con voz fuerte.
- Así de rara –dije sin inmutarme- Rara en tú quietud, rara en tú silencio, y rara en ese nuevo jueguito que tienes con la máquina registradora, ¿o me vas a decir que siempre juegas con las teclas de la máquina registradora?
- Bueno… sí… tal vez…
- Tal vez… -dije yo.

En ese ínterin un par de clientes entraron al local y se sentaron a las mesas. Cada uno atendió una mesa y servimos a los comensales. Todo en completo silencio y en perfecta sincronización. Me sentía tan extraño junto a Maya aquella mañana. Era como que no fuese ella. Como si de repente un ovni hubiera pasado por su casa, la hubiese abducido y en su reemplazo hubiera dejado a un ser completamente frío y carente de personalidad. Pero no, eso no podría haber sido posible. Era Maya, pero a Maya algo le pasaba y estaba casi seguro que era conmigo.

Tras cobrar las consumiciones a las mesas volvimos a la quietud del principio: ella en la caja registradora y yo a su lado, parado, ahora jugando con un servilletero.

- Sí, puede ser que me pase algo… -comenzó diciendo.

Tras decir aquella frase de manera inesperada moví de arriba hacia abajo lentamente mi cabeza un par de veces. Era, y es, mi modo de asentir cuando me jacto de tener razón en mis pensamientos, o alguien me da la razón. Siempre he tenido ese tipo de reacciones, y por más que algunos que me conocen lo suficiente piensen que es un acto pedante, no, no lo es en absoluto. Es un acto de naturalidad, algo que me nace hacer sin intenciones oscuras ni mucho menos. Al cabo de unos minutos ambos nos miramos y nuestras miradas se quedaron fijas, observándonos el uno al otro, como si en ese acto todo el resto del universo flotara y se mantuviera inmóvil, expectante, al acecho de nuestra reacción.

- ¿Y qué será lo que te pasa? –pregunté con tono suave y casi distraído.
- Es que… ayer alguien me dijo algo y eso que me dijo me resultó bonito y feo a la vez.
- ¿Bonito y feo a la vez? –pregunté confundido.
- Sí, bonito y feo. Pues… me parece bonito porque el dicho en sí es bonito, pero feo porque si fuera realidad a mí no me gustaría.

Sin entender demasiado lo que Maya quería explicarme me centré en enfocar su mirada. Estaba nerviosa. Sus ojos se movían al vaivén de un rock and roll. Por fin dejó de estar frente a la caja registradora y tomándome de la mano me llevó hacia una mesa del local a la cual ambos nos sentamos.

- ¿Qué será eso que te han dicho y tan mal te tiene? –pregunté.
- Es un chico de la universidad. Me gusta. Lo confieso. Sí, me gusta y mucho. Y ayer mientras estudiábamos juntos me tomó de la mano estando dentro de la biblioteca, me miró a los ojos y me dijo: Maya, me gustaría ser el picaporte que abra tú corazón.

Al escuchar aquella frase no pude menos que envidiar a aquel chico. Pero no por habérselo dicho a mi amiga, sino por la belleza de la frase y la aplicación en tal contexto. Siendo hombre no me cabía la menor duda de que ese chico estaba tras mi amiga. Por un instante imaginé a un neardhental con una rústica lanza de madera y punta de piedra intentando dar caza a un bisonte prehistórico. Lo corría por una llanura, a toda prisa, pero el bisonte corría más rápido que él y se escapaba cada vez más, adentrándose más y más en la llanura. Tras volver en mí miré a Maya y la mimeticé con el bisonte.

- Pero es hermoso lo que te dijeron, amiga.
- Lo sé… pero ese no es el punto. El punto es…
- El punto es…
- El punto es que yo no quiero que nadie tenga el picaporte de mi corazón, ¿lo entiendes?
- ¡Pero Maya! –exclamé- ¡es solo una bonita frase cursi!, tan solo eso… Seguramente ese chico que a ti tanto te gusta también le gustas. Es una forma que tenemos los hombres para acercarnos a ustedes, las mujeres.
- A eso lo sé también… pero sentí miedo, e imaginé al chico introduciendo un picaporte en mi pecho y abriéndolo de par en par, adentrándose, mirando mis cosas, mis secretos, mis miedos, manipulando lo que a él no le gustase, intentando acomodar mi interior a su gusto y placer, y terminando por invadirme por completo, despojándome de todo ese revuelto que llevo en el pecho y que es mío, tan solo mío, y me hace única en el universo.

Entonces volví a ver al bisonte ahora más lejos en la llanura, ya casi fusionado con la línea del horizonte.

Pronto llegaron más clientes y ya no fue posible volver a hablar. El día laboral se pasó volando y tan solo nos cruzábamos con Maya de vez en cuando en la caja registradora o en la cocina. Pero ninguno de los dos volvió a tocar el tema.

Al cambiar el turno nos despedimos con un beso y noté en ella cierto mensaje esquivo a volver a hablar del picaporte de su pecho. Me quedé parado en la vereda viendo como ella se dirigía a la parada del colectivo. Como siempre había metido la cabeza entre sus hombros y caminaba mirando el piso, tal como hacen aquellos que viven en sus propios mundos y mantienen ese ecosistema pulido y activo. Comencé a caminar en la misma dirección pero a paso lento. Un colectivo de la línea 8 pasó como un rayo por mi lado y frenó bruscamente en la parada. Maya subió, pagó y se hundió en uno de los asientos libres. Me detuve y vi cómo el colectivo se perdía calles arriba. Inconscientemente me llevé la mano a mi pecho y lo palpé por unos instantes. Busqué algún orificio en él, algo que indicara que podía introducirse en él un picaporte. Pero nada. En mi pecho no había orificios visibles. Supongo que en el pecho de las demás personas tampoco, ¿o sí? Y con un acto inconsciente sonreí, y sonreí más, y comencé a reír como si fuera un poseso. Sí, era risa de felicidad. De una felicidad extraña y que hasta ese momento jamás había contemplado. Una felicidad que nacía del hecho de saber que en mi pecho no tenía un orificio para introducir un picaporte, una felicidad que indicaba que mi interior y mis mundos interiores estaban a resguardo.

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(Imagen: obtenida del buscador de imagenes de Google)

viernes, 1 de julio de 2011

El horizonte de su mundo


Cada mañana una mujer pasa por frente de mi casa. De entre las muchas que observo pasar ella es distinta. Lo ha sido no espontáneamente, sino con el transcurrir del tiempo. Difícil sería que pueda explicar con palabras lo que observo en ella, pero lo intentaré, será un gran esfuerzo.

Sin importar cómo se presente la mañana la mujer camina siempre erguida, pensativa y hasta diría que en un mundo unipersonal, de plano paralelo o distante al real, de aristas borrosas y ficciones que seguramente atrapan su pensamiento. Al verla comienzo a sentir envidia. No sé si es una sana envidia, tal vez tenga cierta dosis de codicia e hipocresía. Envidio verla habitar esos mundos que sus ojos me permiten observar. Envidio esa manera de caminar tan apurada y a la vez displicente que hace que todo mi yo interior se movilice y se agite mi cerebro como si se tratara de la mejor batidora eléctrica del mercado.

Sin embargo jamás me animé a detenerla y hacer que sus ojos y mirada volvieran a este mundo. Cuando se me ha cruzado ese pensamiento lo he pulverizado. No sos quien para hacerle eso, me he dicho en esos momentos. Tal vez sea el ansia de querer sentir, aunque más no sea por un instante, el placer que a ella la conduce por esos laberintos de ensueño en los que parece sumergida.

Mañanas como la de hace dos días se han presentado otras veces. La vi pasar con auriculares en sus oídos. Curiosamente me pregunté ¿qué tipo de música escuchará? No lo sé ¿Habrá música en los mundos donde ella habita? Sí, seguramente que sí, pues ¿no dicen que la música es algo universal? Si lo es, aún en su universo, en su asteroide, en su torre que traspasa las nubes, seguramente hermosas melodías se dejarán oír.

Esta mañana he tomado una decisión. Algo que nunca hice pero que un par de veces tuve ganas de llevar a cabo. La he seguido. Tras verla pasar me puse el sobretodo, tomé el sombrero y me eché a andar, con aire distraído, tras sus pasos. Daba cada paso igual al anterior. Sin alteraciones, sin siquiera producir cambios en el aire que la rodeaba. Me pareció magnífico verla caminar. Una sensación que no se comparaba con la que tenía de ella al verla pasar por frente de mi casa en las mañanas. Apuré el paso y me mantuve así, muy cerca, hasta que finalmente se detuvo. Lo hizo frente a una vidriera de ropa femenina. Noté con qué minuciosidad observaba los maniquíes, las prendas, los pañuelos, los sombreros. Después de todo tienes tu parte humana, dije para mis adentros. Al cabo de un rato posó una de sus manos en el vidrio, como si con esa acción pudiera percibir la textura del vestido azul que estaba detrás. Me pareció una acción tierna, muy tierna. Sentí la sensación de simplicidad elevada a la enésima potencia. Seguramente no era de este mundo aquella acción. Disimuladamente me puse a su lado y curioseé la vidriera. Ella ni se percató de mi presencia, y aunque eso me hizo sentir ignorado por un instante, me permitió contemplarla más de cerca, y ver, con mis dos ojos grandes como medallas, la hipnosis que se estaba llevando a cabo.

Tras un rato de observarla decidí caminar unos pasos más y esperar a que me sobrepasara. No tardó. Fue cosa de minutos. Al pasar a mi lado percibí su perfume y su presencia de tal modo que una acaloramiento juvenil me pasó fugazmente por las venas y todos mis sentidos. Ahora caminaba más aprisa, como si algo urgente la llamara y gritara a dos voces que la necesitaba. No pude darle alcance, quise, pero no pude. Me detuve y la observé perderse en la lejanía de la calle. La perspectiva la fue dibujando cada vez más pequeña hasta que por fin desapareció de mi visión. Me sentí triste en ese instante, sin embargo mientras regresaba a casa pensaba que la tuve tan cerca que casi pude percibir el horizonte de su mundo.

Al llegar me preparé una taza de café y me quedé bebiéndolo a orilla del gran ventanal del comedor. En una de las mesas había un portarretrato, el de mi amada esposa. Lo tomé, pasé mi dedo corazón sobre su rostro, e imaginé en qué mundo ella habitaría ahora. Un par de lágrimas comenzaron a caerme por las mejillas sin que me diera cuenta, pues me dolía bastante el corazón. Eras como ella susurré al aire. Tenías el don de vivir en universos paralelos volví a susurrar. Finalmente posé el portarretrato en la mesa y terminé de beber el café. Salí al invernadero, llené de agua la regadera, comencé a regar las orquídeas y volví a mi mundo.

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(Imagen: http://goo.gl/OuZkw )

martes, 3 de agosto de 2010

El chico que regalaba libros



Hubo un día que regalé mis libros preferidos. Eran tres o cuatro. Llevaban consigo historias que a mí me habían conmovido y que por ende movilizaron mi mente. Ella tenía las manos tibias y la sonrisa cálida. Gracias, dijo mientras observaba las portadas. Esa sonrisa, inmaculada, omnipresente, aún se almacena en mi memoria. Era una sonrisa de satisfacción, de valoración. Sentí que esa persona dueña de aquella sonrisa poseía una inmensa alegría que provenía de tener entre sus manos lo que a mí me gustaba, lo que yo en ese instante le estaba confiando como parte minúscula de mi felicidad personal.

Desde ese día no volví a ver aquellos libros. Ya no. De vez en cuando los observo en estantes o vidrieras de alguna que otra librería, en las mesas de algunos cafés, en las publicidades de alguna que otra web dedicada a la venta de libros por catálogo, pero ya no entre la parva de libros de mi mesa de luz. Sin embargo decidí que así lo prefiero, porque siguen existiendo tal cual eran: bellos, inmensos, míos. Ahora, hablando de un ahora atemporal, seguramente descansan en algún lugar que jamás pensé ni quiero imaginar, pero tal vez alimenten y nutran alguna otra vida, tal como lo hicieron conmigo.

No volví a comprar los libros. De vez en cuando leo alguno de sus párrafos en alguna pantalla digital, pero solo eso. Ella, la chica de los libros, ahora es dueña de esas historias. Yo, el chico que regala libros, es dueño de los recuerdos de una historia.

lunes, 21 de septiembre de 2009

mundos espiralados (15)

Capítulo 15


Después de un par de horas de estar disfrutando en aquel sitio decidimos regresar. Ninguno de los dos volvió a besar al otro ni mucho menos a mencionar el beso que nos dimos; sin embargo ambos sabíamos que existía esa conectividad de la que Isabel había hablado. Caminamos cerca de un kilómetro charlando. Yo manejaba la bicicleta y ella caminaba a mi lado cargando la mochila. El sol lentamente comenzaba a buscar su escondite y el viento había cesado. La tardecita se volvía más y más bella en el valle y de fondo las sierras de Córdoba ponían el toque perfecto para maravillarse del mundo en que vivimos.

- La vida es extraña -me dijo Isabel mirándome- es extraña porque nunca sabes que sucederá mañana o dentro de un par de años. El tiempo la hace extraña. Cuando era más chica hubiera hecho mejor muchas cosas de haber sabido por anticipado adonde estaría un tiempo después en el futuro.

- Pero eso no tiene sentido -interrumpí- si todos supiéramos que pasaría en un par de años seguramente perderíamos el sabor a la vida.
Seguimos caminando un trecho más y noté que Isabel había quedado pensando en mi respuesta.

- ¿Sabes Alan?, en este pueblo las chicas de mi edad tienen el pensamiento que su vida está previamente diseñada. Sus aspiraciones son trabajar y esperar a que un hombre se case con ellas y así pasar al otro nivel, al de señoras casadas, y ahí sí planifican tener hijos y vivir junto a ese hombre hasta su muerte. Pocas chicas solteras hay aquí, casi te diría que me sobran los dedos de una mano para contarlas. Pero yo no pienso así, al contrario, desde siempre choqué con esa manera de ver la vida. Como todo el mundo busco ser feliz, pero si he de casarme desearía hacerlo en el momento justo, cuando sienta que esté lista, y si ese hombre con el cual pretendo casarme siento que no me hace feliz entonces no me casaría, por más que fuese el último hombre en la faz de la Tierra. Tampoco me importaría viajar hasta otro lugar del mundo para estar junto a él, considero que uno puede llegar a hacer muchas locuras cuando se enamora o ama a alguien.

- Supongo que tienes un pensamiento liberal y moderno. Yo pienso como vos. Si encontrase a una chica de la cual me enamorara seguramente pensaría bastante bien la situación de casarme. La seriedad de contraer ese tipo de vínculo es algo que se enseña desde abajo, desde la educación que nuestros padres nos dan; no obstante podemos fallar, de por hecho hoy por hoy son más los que fallan que los que aciertan, aunque también juegan otros factores en ello, tales como el egoísmo y el libre albedrío. Claro que también deberíamos definir que es “fallar”, ¿vos qué pensás?

- Creo que las vidas pueden parecerse pero jamás serían iguales. Hasta por un segundo pueden parecerse pero terminan siempre siendo distintas. Cada vida es un mundo, como dice el dicho popular, y creo que así es. Y el fallar supongo que es parte del juego al que todos nos arriesgamos cuando comenzamos a amar. En realidad, y este es un pensamiento muy mío, amar es como una enfermedad, te arriesgas a que te deje secuelas.


Mientras Isabel me decía aquello me quedé mirándola perdidamente. Cada palabra suya me generaba pensamientos de momentos vividos con mi ex novia. ¡He fallado!, pensé, pero automáticamente quité esa culpa de mi modo de pensar e intenté llevarlo hacia el extremo que Isabel me estaba mostrando, el de las secuelas, el de los mundos individuales, siempre unidos por espirales.

Nos detuvimos un segundo a tomar un poco de agua. Ya el sol estaba por ocultarse definitivamente así que le dije de subirnos a la bicicleta para llegar más rápido a su casa. Nos echamos a andar por el sendero hasta cerca de la casa de mi abuelo y doblamos en dirección contraria para ir hasta su casa. La pequeña casa estaba bellamente enclavada debajo de un cerro. Era pequeña pero pintoresca. La construcción hacía suponer que hacía mucho tiempo había sido construida. El frente estaba flanqueado por hermosos eucaliptos azules de gran altura, tal vez tan viejos como la casa. Apoyé la bicicleta en uno de esos magníficos árboles y acompañé a Isabel hasta la verja de entrada. Volvió a besarme y volví a sentirme flotar. Isabel me producía una sensación que jamás había sentido. Supongo que es similar a describir la sensación de que alguien te tienda la mano cuando estás caído dentro de un pozo oscuro y húmedo y hace horas no ves la luz. Esa mano se extiende cálida y salvadora, permitiéndote liberarte y sentir que súbitamente la felicidad te invade sin siquiera haberlo pensado. Con su mano derecha peinó mi pelo y mientras lo hacía me sonreía. Yo solo me limité a mirarla y sonreírle también. Finalmente volvió a besarme, y todo en absoluto silencio, solo gesticulaciones y el lenguaje mudo de nuestros cuerpos dialogaban aquel atardecer. Tras despedirme volví caminando por el sendero hasta la casa de mi abuelo. Ya era de noche, las primeras estrellas acusaban el descanso del sol.

En el trayecto de regreso ordené mis ideas. Por un lado sentía esa atracción silenciosa y casi mágica de Daniela y por el otro el éxtasis y la belleza de Isabel. Me parecía todo tan loco, tan agarrado de los pelos. Había llegado a aquel sitio con el afán de curarme de desamor, de intentar sanar las heridas que me había producido la separación de mi novia, y sin querer, sin buscarlo, ahora existían dos nuevas personas en mi vida, dos mujeres que por distintas arterias estaban entrando lentamente en mi corazón a través del torrente sanguíneo. Sentía mucho ruido en mi cabeza. Los pensamientos se apelotonaban y nada era claro. Ni siquiera estaba seguro de mis sentimientos ni mis sensaciones por ninguna de las dos. Es que todo era tan vertiginoso y agradable que no había tenido ni un segundo de tiempo para sentarme a pensar que era lo que realmente estaba pasando. A orilla del camino el rocío nocturno comenzaba a descender. El aire puro de las sierras traía consigo olor a hierbas serranas. En el cielo las estrellas ya comenzaban a titilar de manera tímida y lejana. Me sentía a gusto caminando por aquel lugar. Volví a pensar en las palabras de Isabel y sobre cómo cada vida es un mundo diferente. En mi vida justamente en ese instante estaba contemplando el mundo físico donde yo vivía, ese mundo que hacía años no disfrutaba, desde que era niño. A su vez en el otro mundo, el mío, el interior, la noche se había extinguido y un nuevo amanecer comenzaba a asomarse. Por el momento se sentía tibio, agradable, pero brumoso, confuso. Demasiados problemas para mi veintena, pensé que debía tomarme las cosas con calma. Al llegar a la casa abrí la heladera, tomé una lata de cerveza y me senté a sorberla sentado en posición de Buda en la galería. Se me cruzó por la cabeza terminar de leer el Conde de Montecristo pero tenía demasiado ocupada la mente para leer un final sin ponerle la atención que todo final se merece, así que apoyé mi cabeza contra la pared y me quedé a contemplar la copa de los quebrachales cuando tocaban la luna.


Mientras estaba abstraído en aquella visión recordé que quedaban pocos días de vacaciones y que ya debía retornar a la universidad. Pensé en cómo sería reencontrarme con aquel mundo del cual había escapado ¿Cómo miraría a los ojos a mi ex novia?, ¿me cruzaría a ella y al señor mayor de las Bahamas caminando juntos de la mano y besándose?, ¿volvería a tocar el violín con las mismas ganas que siempre lo hacía?, ¿aún existiría la capital de mi provincia en aquel sitio?, muchos interrogantes se me abalanzaban como águilas al acecho en mi mente. Tomé unas cuantas hojas de papel de mi mochila, un bolígrafo y me senté nuevamente en posición budista para escribir lo que me viniera a la mente. Tras unos minutos de titubeo recordé los imanes de la heladera y con qué facilidad formaban palabras, a veces hasta revolviéndolos sin sentido dejaban palabras armadas y a mí en ese momento no se me ocurría ni una sola para empezar mi escrito. Escarbé un poco más en mi interior, revolví, y obtuve una, espiral. Entonces comencé a escribir un cuento breve, uno que involucrara la palabra espiral, tras escribir un par de horas me sentí a gusto con el resultado final. Lo titulé, Mundos Espiralados. Finalmente guardé las hojas con el cuento en la mochila, me lavé los dientes, y me acosté a dormir.


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sábado, 12 de septiembre de 2009

mundos espiralados (12)



Capítulo 12


- Ya es tarde, ¿deseas quedarte a dormir?, hay lugar, tengo un par de frazadas y almohada. Pero si quieres te acompaño hasta tú casa -dije mientras miraba aún arder los leños.
- No quiero incomodarte, creo que ya demasiado has tenido con mi presencia invisible y todo esto que he provocado en tú vida.
- No has provocado nada malo. Todos tenemos momentos de debilidad, de dolor o momentos en donde la vida parece proponerse hacernos pasar por un infierno. Tú decides, si quieres quedarte te quedas, sino te acompaño.
- Me quedaré -dijo resueltamente.

La vi sonreír por primera vez después del sollozo. Me levanté y fui a la cocina a preparar una cena simple. Tomé un par de huevos de la heladera, un trozo de carne y me dispuse a preparar unos bifes de carne con huevos revueltos. No es que sea un gran cocinero pero comidas así de simples las preparo bastante bien. Tomé dos latas de cerveza de la heladera y le convidé una a ella. No quiso, en cambio me pidió una gaseosa. Había comprado gaseosas en lata en el pueblo así que tenía un par. Destapó con suavidad la lata y bebió un sorbo. La contemplé por un instante. Aquella chica tenía mucha suavidad. La forma de agarrar la lata, el movimiento de sus manos y brazos, sus facciones suaves y un tanto europeas. En los días que llevaba en aquel lugar había conocido a dos personas. Una era una mujer bella, Isabel, y la otra una mujer mágica, la chica de la voz. Volví a preparar la cena y prendí la radio a transistores. Pronto la casa se llenó de buena música de los noventa. Siempre me gustó la música de los noventa, creo que tenía la esencia de todo lo que marca una nueva generación; aunque me supongo que eso mismo pensarán todos los que siendo adolescentes grabaron en su memoria la música del momento. Mientras la carne se doraba en la plancha yo bailaba al compás de la música. Por un instante me dejé llevar por la música y me olvidé en donde estaba hasta que al alzar la vista vi que la chica de la voz me estaba mirando con una amplia sonrisa. Estaba parada delante mío, pero del otro lado de la mesada. Tan solo sonreía.

- ¿Te gusta ésta música? -le pregunté.
- Me encanta. Somos contemporáneos así que tal vez tengamos los mismos gustos musicales. Me gusta la música de los noventa.
- Pues a mí también, y mucho.
- Veo. -dijo sonriéndome y dejando una especie de carcajada escueta al aire.
- ¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
- Hmmmmm, digamos que si te digo que no ya lo has hecho, ya me lo has preguntado, así que mi respuesta es que sí, y mi nombre es Daniela.
- ¿Daniela?, bonito nombre. Me gusta.
- ¡Qué coincidencia!, ¡a mí también! -y tras decirme aquello desató una gran carcajada. Por primera vez vi a la chica de la voz, Daniela, feliz.
- ¿Y tú nombre?, creo que ambos teníamos tanto misterio en la forma de conocernos que no tuvimos tiempo de presentarnos.
- Alan, mi nombre es Alan.
- Mucho gusto Alan -dijo mientras extendía la mano para saludarme y darnos un apretón.

Le correspondí el saludo y terminamos riéndonos. Ahora la chica de la voz tenía nombre, un nombre bonito, que me gustaba. Esa noche dejó de ser solitaria para ambos, ahora nos teníamos el uno al otro en el mismo plano del universo, justamente en un mismo punto.

- ¿Sabes Alan?, hay momentos en que me siento terriblemente sola. Comienza de a poco, silenciosamente, es una sensación que va compenetrándose muy lentamente por todo mi cuerpo. Sube desde la punta de mis pies hasta el último de mis pelos. Algo así como si se ramificara por cada uno de mis vasos sanguíneos. La peor parte es cuando toma mi pecho porque ahí siento una verdadera opresión que me produce una terrible angustia. Si estoy acompañada por alguien, y la persona me conoce, sabe que la soledad está comenzando a brotarme. Es curioso porque me sucede aún cuando estoy acompañada por alguien también. Debería de no sucederme en esos casos, pero sucede. Me toma como desprevenida y me sumerge en un océano oscuro, como si estuviera empetrolado, en el cual no puedo nadar ni huir, tan solo debo dejarme a la deriva y que me mesa a su antojo.
- Es raro, pero no creo que sea algo malo. A todas las personas nos suceden cosas que para otros parecerán tonteras o inexplicables. Supongo que cada uno tiene su propia manera de sentir la vida y a su vez la vida tendrá su propio modo de hacerse sentir en cada individuo. -respondí.
- Lo sé, pero últimamente siento que esa soledad está muy metida en mí.
- Tal vez sea por tú separación. Me dijiste que estabas triste y te sentías mal por ello.
- Creo que el sentirme dejada profundizó ese tipo de crisis en mí, sí, supongo que algo de eso tiene que haber potenciado esa sensación.

Corté un bife y probé un pedazo. La carne estaba a punto y ya tenía hambre, mucho hambre.

- ¿Cenamos?, ya está listo.
- Ok -me respondió mientras giraba su mano derecha en su vientre haciendo el gesto de tener mucho hambre.
- Seguimos charlando en la mesa si quieres, me parece interesante lo que estamos hablando.
- Bueno, gracias. Gracias por esta noche y por tomarte tantas molestias.

Asentí con la cabeza. Ella puso la mesa rápidamente y nos sentamos a comer con muchas ganas. Casi no hablamos mientras cenábamos pero las pocas palabras que se soltaron sirvieron para darme cuenta que aquella chica no la estaba pasando bien. Yo pensaba que tan solo mi mundo estaba averiado y en reconstrucción, pero caí en la cuenta que cada mundo tiene sus fisuras y que por ellas se emana dolor también. Tras terminar la cena ella sacó un cigarrillo de una etiqueta que llevaba en su jeans y me convidó. Le negué el convite, pues no tenía ganas de fumar. Lo encendió y subiendo ambas piernas a la silla se quedó contemplándome seriamente detrás del humo del cigarrillo.

En ese momento recordé a mi madre. Cuando era un niño mi madre fumaba, y bastante. Solía quedarse con un cigarrillo encendido entre sus dedos y la mirada perdida en cualquier lado. Nadie la hacía retornar al presente, tan solo ella después de un tiempo justo y medido regresaba, casi cuando la ceniza del cigarrillo llegaba a la unión de sus dedos. A veces, mientras ella quedaba en ese estado casi hipnótico, pensaba en qué mundos mi madre andaría flotando o cuáles serían los pensamientos que la transportaban hasta ellos. En esos momentos yo vivía las primeras experiencias de soledad. Sentía soledad aún estando acompañado por ella. Su ausencia, al tomar ese estado, era similar a desprenderme de su mano y quedarme flotando sin rumbo en el espacio. Al ver a Daniela fumando de ese modo sentí la misma sensación que con mi propia madre, solo que ahora no flotaba en el espacio sino sobre el valle, en las sierras de Córdoba.

-¿Trabajas? -le pregunté.
-Sí, soy traductora de idiomas. En realidad traduzco al inglés. Mi trabajo consiste en traducir textos de abogados o economistas, darles formato, imprimírselos, y finalmente enviárselos por encomienda a sus despachos. Pagan bien, y dicha paga me sirve para vivir bien y darme ciertos gustos.
- ¿Así que traductora de inglés? -dije sorprendido- nunca hubiera acertado que tenías esa profesión, más bien hubiera apostado a secretaria, guía turística o modelo.
- Woowww -exclamó- ¡qué profesiones tan diferentes! -dijo riéndose y colocando su mano izquierda sobre su boca- ¿Y porqué piensas que podía hacer cosas tan distantes entre sí?
- No lo sé, supongo que por distintas facetas de tú personalidad que voy notando. Creo que podrías ser secretaria porque eres intuitiva y atenta, supongo que guía turística porque amas la naturaleza y te gusta el contacto con ella, y modelo porque eres muy bella y tienes un lindo cuerpo.
- Mira tú, nunca me hubiera imaginado nada de eso. Bien dicen que las personas emanamos cosas que muchas veces no logramos ver ni apreciar en su totalidad.
- Y no es un cumplido -aclaré.
- Ya lo sé, no creo que seas un hombre que hace cumplidos a una chica para solo quedar bien con ella.
- No, no soy de ese tipo de hombres.

Dejamos los platos sobre la mesa y nos fuimos a sentar en las escalinatas de la galería. Ya era tarde, probablemente la una de la madrugada. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella casi terminaba su cigarrillo y yo masticaba un caramelo gomita. Había humedad en el aire y eso hacía sentir un poco de frío. Ella frotó con sus manos sus brazos y supe que tenía frío. Me quité mi camisa y la puse sobre sus hombros. Me acerqué a ella, crucé por segunda vez mi brazo derecho sobre su hombro derecho y la arropé en contra de mi cuerpo. Arrojó la colilla del cigarrillo y me abrazó. Toda aquella escena sucedió en silencio, tan solo bajo la mirada lánguida de una luna anaranjada. A veces dos soledades al fusionarse conducen a una nueva historia en la cual la soledad en sí misma carece de contexto, queda de lado, y da paso a la fusión. Una de esas veces fue aquella noche.


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