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sábado, 9 de mayo de 2015

La poesía que jamás se deja de recitar...



Sintiendo la suavidad de la brisa tocándonos con gracia las mejillas corríamos a pura sonrisa. Entre abedules y campos plagados de crisantemos dejábamos una estela singular, inconfundible, que indicaba el rastro de dos pequeños alegres y vivaces manifestándose ante la espectacularidad de la vida misma. Yo reía y él me miraba de soslayo, con esa complicidad única que tienen los amigos que no llegaron a ser hermanos de sangre pero sí de alma. En ese recorrido interminable entre el vergel ambos dejamos alegrías y momentos únicos de nuestras vidas.
- Eres como un hermano para mí –dijo Ismael mirándome a los ojos, con los suyos cargados de lágrimas.
Así también lo sentía yo. Nos habíamos detenido un instante a recuperar el aire perdido, a dejar descansar por un instante nuestros pulmones extasiados. Luego nos echamos nuevamente a correr. De aquí para allá, sin rumbo, sin un plan preconcebido. 
Seguimos hasta el atardecer, cuando ya los pájaros retornaban al abrigo de la copa de los árboles y el viento se comenzaba a tornar más fresco, escondiéndose del flujo enigmático de la nueva luna. 
Cuando la noche llegó nos sorprendió retornando a paso cansino. En silencio, ambos mirando fijamente el suelo, recorriendo mentalmente aquellos senderos que dibujábamos tal arquitectos de la naturaleza.
Al llegar a casa de Ismael nos despedimos con un abrazo. Seguramente nos volveríamos a ver un día de aquellos, ya no recuerdo cómo fue. Volví a casa entre jirones de nostalgia y alegría. Al llegar mi madre se mecía en su mecedora leyendo un libro. La contemplé por un rato, en silencio, atrapado en esa burbuja única que producen los momentos fantásticos de esta vida. Leía concentrada, cada tanto con alguna muesca de sonrisa en sus labios y un toque picaresco en el rabillo de sus ojos. Quise decirle a viva voz que había sido un día fenomenal, que los prados irradiaban vida, y esa misma vida me sonreía. Sin embargo nada de eso pude siquiera pronunciar. Tan solo me quedé observándola en silencio, retratándola en una imagen imborrable en mi mente, al igual que aquella sonrisa que mi amigo Ismael me había regalado en el prado. 
Aún hoy atesoro esas imágenes. Las guardo para conmigo, así, como aquellos que guardan las imágenes de su vida como una poesía inmortal que jamás deja de recitar su propio corazón…



domingo, 29 de diciembre de 2013

Soledad



Caminaron hasta el sendero que conducía a la granja. Apenas lo divisaron él le soltó la mano y ella sintió, en viva piel, el frío de la soledad. Se preguntó, en ese instante, si así siempre habría sido esa sensación horrible de perder a alg
uien, más no quiso sentir más, ni tampoco mirarlo a los ojos. Él, acercándose a su oído, susurró palabras que hieren solo corazones. Finalmente se marchó, dejándola allí, en la linde de lo que fue y lo que no, totalmente desesperanzada y devastada.

Ella comenzó a caminar. Lo hizo con extrema lentitud. De repente, como si una mano invisible la tomara de su hombro y frenara, se detuvo, se quitó los zapatos y se acostó sobre la hierba, justo al lado del sendero. Arriba, las copas de los árboles parecían hablar un idioma distinto a la superficie, los pájaros trinaban y danzaban en libertad, el sol brillaba con altivez, y el cielo, como un lienzo celeste gigantesco, parecía hacerse completamente elástico refractando todas las bondades de aquello que cobijaba.

Ya no volverá, se dijo, y sin titubeo alguno hundió la daga. Sus ojos, siguiendo la trayectoria de las palomas y los petirrojos que surcaban el cielo, se humedecieron de lágrimas y su corazón se estrujó de amor. Finalmente suspiró con mucho sentimiento y luego se dejó morir.


Miguel Luis Aguilera ©

sábado, 28 de diciembre de 2013

Impulso

A veces miramos cosas que están allí, que estuvieron allí desde hace tiempo y que permanecerán allí aún después de nuestra muerte. Da tristeza en algún punto ese pensamiento, pero a la vez también complace: esas cosas se perpetúan, inclusive tras nuestra muerte. Ese fue el pensamiento del escritor fantasma. Él sentía cierto consuelo al pensar de ese modo. Figúrate —solía decirme— las cosas están allí, inmóviles, tal como las tazas, los cuadros, la mesa, las patas de la cama, todo aletargado en el tiempo, en un sueño profundo del que nadie las molesta. Pienso que así quedaran mis textos hasta que alguien, un buen día, con flojera o sin ella, por curiosidad aunque más no sea, los tomará y leerá al menos un párrafo ¿Te imaginas?, ¡sería maravilloso!… Creo… ¡No!, ¡no!, ¡estoy seguro!, por eso escribo…

Lo que pudo ser y terminó no siendo

Ha sido en una de esas noches de agosto cuando ha sucedido el gran cambio. Así lo notó él. Ella en cambio desde el principio supo que aquella relación, prohibida y furtiva, dejaría en ambos grandes y profundas marcas. Él primero notó la tibieza de las manos de ella sobre su pecho. Era una tibieza distinta, casi desconocida. Muy distinta a otras. La tomó para sí, la atesoró en su memoria. Era como si ella con sus dedos escribiera con gracia notas en su pecho. Notas invisibles, mensajes a posteridad... marcas. Luego fue ella quien percibió el beneplácito de la recepción de aquella piel masculina enamorada. Sin embargo ninguno abrió la boca, ni movió sus labios para intentar decir algo que intensificara más el momento y terminara de unirlos.

Pronto se durmieron. El amanecer se mostró con un enorme sol anaranjado que con un baño de luz lo iluminó todo dentro de la habitación. Él dormía del lado derecho y ella del izquierdo. En medio nada. Sábanas, vacío. La noche había desaparecido, y consigo se había llevado la última posibilidad de unir a dos personas. No quedaba nada. Se había hecho todo lo cósmicamente posible.

Tras despertar se sonrieron. Años después volvieron a sonreír, cada uno por su lado, en ocasiones distintas, con un dejo de melancolía y el fuerte sinsabor de lo que pudo ser y terminó no siendo. 

Festín

Hay un buitre que revolotea sobre el cadáver de mi enemigo. Lo observo desde hace horas. Gira y gira incesantemente en la altitud celeste. Supongo que observa con sigilo la putrefacción de la carne y espera el momento adecuado para abalanzarse. Lo que la bestia ignora es que esa carne está impregnada de malicia y codicia. Supongo no le importa, ¿qué saben las aves carroñeras de eso?, ¿acaso les importa?

El buitre sigue su perímetro circular. Lo hará hasta que algo en su interior lo haga parar y abalanzarse de una vez. Yo me apresuraré a tomar la mejor ubicación para no perderme nada. Observaré todo con lujo de detalle. Cada pedazo de carne picoteado, cada trozo de tendones sangrantes, cada pecado arrancado, todo será un verdadero festín para mis ojos vengativos. 

Él lo sabe

Pienso en la inmensidad de ese bosque que a diario se muestra frente al ventanal de mi habitación. Es una inmensidad queda, que reposa silenciosa acunando a todo ser que la habita. Por momentos, mientras la observo con mi rostro pegado al vidrio, siento nacer el deseo de adentrarme en ella, de recorrerla, observarla con sigilo, escudriñar cada uno de sus rincones. Pero se me es negado. La muralla de la ciudad es tan alta. Yo soy tan diminuta. No hay posibilidad alguna que seres como yo puedan ir hacia la inmensidad del bosque. Tan solo podemos habitar lo que el mundo deja de este lado de la muralla, en donde las sombras y los grises dominan y hacen su tertulia.

Quiero, necesito, son palabras que me son siempre negadas. Aquí se prohíbe todo impulso expansivo. Solo nos resta soñar con el rostro pegado al vidrio del ventanal. Es entonces, cuando miro hacia la inmensidad, que suelo preguntarme si habrá otras como yo que desean y anhelan la libertad. La muralla es tan infinita, nos limita tanto… Tan solo la gran puerta situada en medio de ella es capaz de permitirnos llegar al bosque, pero es imposible. El bosque lo sabe. Los que habitan en él también. Supongo que nos observamos mutuamente: nosotros anhelando adentrarnos en la vastedad y ellos intentando explicarse por qué hay mundos tan carcelarios.