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miércoles, 15 de enero de 2014

La puerta




a D...




Tal vez, en la lejanía, cuando ya los años suavicen y el tiempo haga una costura perfecta de la herida, D podrá volver a sonreír. No se habla de una sonrisa cualquiera, no, se habla de esa sonrisa perdida en esos días en los que el sol parecía brillar más que de costumbre, el cielo tener más colorido y los objetos mundanos parecerse a bellas obras de orfebrería fina. Esa lejanía algún día será un presente, un momento palpable, único, bien recibido, que hará volver todo a esa normalidad anhelada y urgida. Ahí, en ese instante único en el universo, seguramente D volverá a sonreír con plenitud.

D recuerda y sufre. A veces los recuerdos tienen ese tipo de estela que tras pasar por nuestra memoria hunde un filo invisible y tajea interiormente con saña. Sin embargo, en los recuerdos de D no hay dolor sino sonrisas, sonidos, y palabras de amor. El sufrimiento que lo corroe es por lo que pudo ser y no fue. Es por el análisis hipotético de lo no vivido y planeado. D sufre y por consiguiente quienes lo quieren sufren. Es una ley transitiva de la cual nadie en este mundo puede escaparse.

El día que D cerró la puerta fue un día cualquiera para el mundo en sí. Un avión hacía su vuelo rutinario a la India, un jardinero cortaba el césped en una casa de veraneo, un anciano moría en una cama de hospital, y un niño lloraba su primer diente caído. Ese día, intenso y único para él, no lo era para el resto. La puerta cerrada por D no poseía picaporte ni llave. Era inviolable. Detrás quedaba todo aprisionado, apretado, imposible de volver a tocar y percibir.

La lejanía anhelada hoy parece imposible de pensarla en su gran magnitud. Solo es un esbozo de deseo urgente cargado de bocanadas de aire. D lo sabe. En realidad él siempre supo que sería así. Se dice que el amor es efímero pero en realidad es un viejo cliché que contemporáneamente está demasiado desgastado. Es un vintage de uso fácil y superfluo. El amor no es efímero, el amor es único, irrepetible, y también irreparable. D lo sabe. En realidad lo siente siempre así: cada vez que un amor muere el duelo inicia tras cerrarse la puerta.



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(Imagen: http://goo.gl/1ZJ2Pj)

miércoles, 17 de abril de 2013

Intersecciones






1. La felicidad efímera

Hay un hombre, cuarentón, bien parecido, de voz débil y movimientos corporales pausados, que se sienta al lado de su cama y contempla a su pareja dormir. Lo hace con dulzura observando las facciones del rostro que hace ya cuatro años contempla a diario. Sin embargo no hay mañana que no descubra algo nuevo en ese otro ser que conforma su vida. Piensa: eres única; y con ese pensamiento en su mente, toma el portafolios y sale a la calle cerrando la puerta tras de sí.

 Al llegar a la parada del colectivo ve a una joven escuchando música con auriculares. La joven tararea una canción que él no conoce, no obstante el ritmo le agrada, por eso sonríe, mira al piso, juega con la punta de su zapato en las ranuras de una baldosa, y vuelve a recordar a su pareja. Ahora un nuevo pensamiento lo invade todo: ¿Cuánto durará esta felicidad?, pero de repente el pensamiento se esfuma, el colectivo ha doblado la esquina, las demás personas se aprestan a ascender, él se olvida de todo.


2. Electroshock

El colectivo arranca y avanza raudamente por la calle. Detrás, por la mano derecha, lo sobrepasa una ambulancia. Dentro de ella un médico y una médica van charlando. La médica piensa en cuánto le gusta el médico, pero él no piensa en ella, tiene sus pensamientos sumidos en la depresión de su madre y en los costos fijos del mes para mantenerse. La ambulancia ahora dobla por la avenida principal, cruza un par de bocacalles, y se detiene frente a un viejo edificio. Los médicos tocan el portero, y un anciano los atiende. Enseguida bajan una camilla y suben escaleras arriba. Dentro de un departamento amoblado con viejos muebles y poca luz, una anciana, la madre de la mujer del hombre cuarentón, ha tenido un infarto y se encuentra en trauma. El anciano está pálido, piensa en su hija, la cual duerme, la cual ahora está sola en la casa del hombre cuarentón que se ha marchado a su trabajo.

 Los médicos suben la camilla a la ambulancia. Encienden la sirena y avanzan velozmente por la avenida principal. La médica va con la anciana. Piensa en la muerte y en lo poco de vida que le queda. El médico ahora mimetiza a la anciana con su madre y una extraña opresión se apodera de su pecho.

 Al llegar al hospital ingresan a la anciana a terapia intensiva. Le hacen resucitación cardiopulmonar y electroshock. Inyectan líquidos densos en sus flácidas y transparentes venas. Los médicos y enfermeras se miran. No hay nada por hacer. Se ha ido. En una casa cercana, a pocas cuadras, una joven de repente se despierta, mira la habitación, su pareja se ha ido a trabajar, sin embargo presiente que esa mañana algo ha pasado, tal vez un mal sueño...—se dice y vuelve a dormirse.


3. Miss Libido.

 Una de las enfermeras sale de la terapia y se dirige al sanitario. Se encierra en un baño y se echa a llorar. La muerte de la anciana le hace recordar a su madre fallecida. Se angustia en demasía. Los pensamientos la hacen presa fácil de la situación. Escucha entrar a otras mujeres al sanitario. Hablan de ropa, de zapatos, de hombres. Una le cuenta con lujo de detalles a la otra como ha sido su noche sexual. Le grafica con palabras el modo en que su amante la penetraba y le daba un placer único. Ríen y lo hacen en complicidad. Ahora hablan del amante de la otra. Es casado, y eso, la excita más, lo inescrupuloso la erotiza de sobremanera. La enfermera seca sus lágrimas y ahora sus pensamientos se desvían a las mujeres y sus vidas sexuales. Piensa también en su hombre, el cual ahora mismo estará recorriendo las calles de la ciudad manejando uno de los colectivos de las líneas locales, ¿Me deseará como lo hacía cuando apenas nos casamos? La duda la corroe.

 Las mujeres salen del sanitario tras retocarse el maquillaje. En ese instante la enfermera abre la puerta del baño y las ve. Una de ellas es la médica de la ambulancia.


4. Lonely Boy

 El colectivo se detiene en la parada frente a la playa. El hombre cuarentón baja y se dirige a su puesto de trabajo. El chofer del colectivo lo ve marcharse. Lo reconoce. Hace más de cuatro años ese hombre del portafolio hace el mismo recorrido. Día tras día menos los feriados. Nunca ha fallado. Piensa en la vida del hombre, en su familia, en cómo será estar en sus zapatos. El chofer observa por el espejo retrovisor, aún quedan pasajeros descendiendo. La chica de los auriculares está tomada del pasamano y se mueve rítmicamente al compás de la música que atraviesa sus oídos. Ella piensa en la chica que le gusta y a la cual no se atreve a decirle lo que siente. Toma su iPod, busca canciones, escoge “The Way It Was” de The Killers y vuelve a mirar por la ventanilla. Observa la playa, las gaviotas revoloteando por la explanada, el sol produciendo el brillo sobre el mar, y en el horizonte un par de barcos. Su mirada se queda ahí. Sus pensamientos se concentran en la inmensidad y en el amor que ella misma auto frustra.

 El colectivo arranca y levanta velocidad. El hombre cuarentón se detiene frente al comercio que administra. Abre la puerta, enciende la radio, la cafetera, la computadora y la caja registradora. Ahora el local ha vuelto a la vida. En la radio suena una canción de The Black Keys, “Lonely Boy”, que lo estremece. Baila, se contornea, canta. Por unos minutos se olvida del mundo circundante.

 Afuera el sol es radiante. Será un día pleno en la playa y augura muchas ventas. Su vida no podría ser mejor.


5. Amor y Muerte

 La mujer del hombre cuarentón atiende su teléfono móvil. Una médica con voz suave y pausada le comunica un puñado de palabras que jamás quieren ser escuchadas por nadie. Sus ojos se inundan de lágrimas. Se siente caer en un pozo, hondo, oscuro, húmedo. Piensa en su madre, en que ya no está, en su pobre padre, en el hombre cuarentón que ahora es el amor de su vida y que tampoco está. Su mundo circunscripto parece ahuecarse mientras las paredes se desmoronan y caen al pozo. Sus manos tiemblan. Llora. Grita. No hay Dios que entienda.

 Afuera un barrendero de la empresa de limpieza escucha los gritos y el llanto. Se compunge. Piensa en que alguien la está pasando mal, que el mundo está dado vuelta, que no todo el mundo es feliz. Continúa con su tarea y en su interior una fuerza emerge y le hace esbozar una sonrisa: es feliz con su esposa, y con su hija adolescente, que ahora viaja en un colectivo de la línea local, rumbo a su escuela, y seguramente lleva sus auriculares puestos y va escuchando su música preferida.

 La chica de los auriculares llega a la escuela. Abre su mochila, saca un fibrón, escribe en su banco: Lucía, TE AMO.


6. La Lluvia

 El hombre cuarentón atiende la clientela, despacha mercadería, manipula su rutina. Al mediodía cierra la puerta y se dispone a comer, pero antes, se toma un tiempo y se dirige a la computadora, abre su programa de chat y escribe: ¿Estás?... te extraño En la pantalla una respuesta se manifiesta: Sí… aquí estoy… yo también te extraño y te amo… Mira hacia la playa por una ventana, observa las olas, y se angustia, cae preso de sus propios remordimientos.

 Una médica en la sala de descanso de un hospital cercano sonríe y da diminutos sorbos a una taza de café. Mira la pantalla de su computadora portátil y chatea con varios hombres a la vez. A todos ama, a todos desea, a todos quiere, sin embargo ella no ama, no quiere, pero sí desea, y ese deseo la mantiene hueca, envuelta en una crisálida, carente de todo tipo de sentimientos que la asocien y comuniquen con un verdadero amor.

 La médica enciende la radio y escucha las noticias, dentro de las cuales una la sobresalta: una joven con unos auriculares en su cabeza acaba de suicidarse en una escuela secundaria, pero antes ha escapado de clases, ha dado muerte a sus padres, y a una amiga. Piensa en lo loco que está el mundo y vuelve su concentración a la computadora.

 El mundo parece bullir. Afuera ahora se levantan unos nubarrones grises y oscuros sobre el horizonte. Parece que pronto lloverá. La lluvia que todo lo limpia, que todo lo calma, que arrastra los cambios, que unifica, que acobija a todos debajo de su manto líquido y húmedo.



 Alguien ahora duerme, otros se despiertan, otros tiene sexo, algunos engañan, otros se enamoran, muchos ríen, otros tantos lloran, muchos mueren.




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(Imagen: Timothy Pakron en Tumblr)

miércoles, 27 de marzo de 2013

Todos los corazones de algún modo hablan





El oído izquierdo de la mujer escuchaba un sonido agudo, que de a ratos parecía lejano, como si debajo de una gruesa capa de cemento corriese un río cuyas aguas parecían correntosas. Mientras más aguzaba el oído más la invadía aquel sonido. El hombre se acomodó en la cama, ella no despegó el oído izquierdo de su pecho. Podía sentir cómo la sangre fluía a través de su corazón mediante los latidos, acompasados, elegantes, muy humanos.

¿Sabes?, tienes un bonito corazón dijo la mujer.
¿Cómo lo sabes?, es imposible que lo sepas.
Sólo lo sé. Lo he imaginado en mi mente, gracias a tus latidos, al fluir de la sangre en él.
Pero es solo tu imaginación.
Sí… ¿crees eso?

Se hizo un silencio.

Pero mi imaginación me dice que es tal cual, que así es tu corazón, bello.

El hombre sonrió mientras acariciaba la espalda de la mujer. Finalmente se durmió. Ella en cambio siguió despierta un buen rato más, escuchando a través de su pecho el torrente sanguíneo y los latidos del corazón de aquel desconocido.


* * *


Córdoba, septiembre de 1988


Había conocido a Mariela en la primavera de 1988. En aquel entonces yo era un estudiante universitario un tanto taciturno, incapaz de encausar mis estudios y hacerles sentir a mis padres que aquel proyecto de hijo profesional daría sus frutos. Mariela se cruzó en mi vida como una bocanada de aire fresco. Apareció de repente una tarde lluviosa corriendo en medio de una calle céntrica, sosteniendo una carpeta sobre su cabeza con una mano, y con la otra su vestido largo. Fue una aparición angelical: una chica, bonita, de sensuales curvas, en medio de la lluvia, un tanto mojada, riéndose de la situación, y yo, solo, acurrucado debajo de un diminuto alero, esperando que la lluvia amainara.

Fue una coincidencia, de eso ambos siempre estuvimos de acuerdo. Nos miramos, sonreímos, luego reímos, y esa noche estábamos haciendo el amor en mi cama. Siempre me ha carcomido la duda si aquella noche fui un buen amante. No soy de hacerme ese tipo de cuestionamientos, pero esa noche, con Mariela, no sé el por qué, pero esa intriga comenzó a reptar dentro de mí y lentamente me abrasó por completo. He hecho oídos sordos a mí consciencia. Mejor dicho, he enfocado en otra dirección, sin pensar en ello; no obstante, el gusano de la duda siempre ha hecho su trabajo silencioso.

Mientras ella dormía tuve sed. Recuerdo haberme levantado en punta de pie y dirigido a la heladera, tomar un vaso de agua y ponerme a observar el vecindario por la ventana. En el edificio vecino, una pareja tenía sexo. Ventana abierta completamente, sin pudores, sin trabas, ambos se balanceaban libremente y con un frenesí envidiable, engarzando sus cuerpos, dejándolos al libre albedrío del placer. Sentí envidia. Había terminado de tener sexo hacía un par de horas pero aquella escena me turbó de sobremanera. Expuso sobre el tapete de la discusión que mi psiquis lleva con mi interior lo buen o mal amante que había sido esa misma noche.

Al rato la mujer del edificio vecino salió al balcón. Apoyada en la barandilla encendió un cigarrillo y dio un par de pitadas. El humo ascendía lentamente hacia la profundidad de la noche húmeda. Fue en ese instante que miró hacia la ventana de mi departamento. Parecía escudriñarme desde lo lejos, observarme con sigiloso análisis. “Me ha visto”, pensé, pero no estaba del todo seguro. Tal vez había sido un cálculo esbozado presurosamente de mi parte. Seguí observándola, mientras intentaba tranquilizarme. Ella continuaba observándome, o mejor dicho, continuaba observando hacia la ventana de mi departamento. Así nos mantuvimos unos quince minutos, hasta que finalmente se irguió, levantó sus brazos, sus senos apuntaron en mí dirección, y se desperezó, para finalmente perderse en la oscuridad de la habitación. A lo lejos se escuchaba el ulular de una ambulancia. Abajo, en plena calle, un par de adolescentes borrachos reían sin control y cantaban canciones de Virus. Dentro del departamento reinaba el silencio.

¿Qué haces aquí? dijo sorpresivamente Mariela a mis espaldas.

Me volví en seco.

Ahí estaba, desnuda, con su cuerpo fantástico, parada en el umbral de la puerta.

Nada. Solo pensaba un rato y miraba el vecindario.
Eres extraño dijo ella.
Sí, lo soy… y a veces de sobremanera…
Volveré a la cama…

Asentí con una sonrisa y ella dio media vuelta. En un instante se perdió en la penumbra del pasillo. Me quedé un rato más en silencio, agazapado en una silla, observando el vecindario, el balcón del edificio vecino, la oscuridad de la habitación de los amantes, las tinieblas de mi propia incertidumbre.


* * *


El hombre en medio de la madrugada se levantó de la cama y se dirigió a la heladera. Tomó una botella con agua y bebió un sorbo, sintiendo como el líquido frío recorría todo su interior. La mujer desconocida con la cual esa noche había tenido sexo dormía, placenteramente, como si aquel departamento le fuera conocido de siempre y él una persona que conociera de años. Bebió otro trago de agua y guardó la botella en la heladera. No tenía deseo de volver a la cama. En realidad no tenía deseo de volver a ver a esa mujer que había conocido horas antes en una reunión social y a la cual le había propuesto sexo, pensando que ella se negaría y jamás aceptaría. Pero así es la vida: ella aceptó y en la cama le demostró su destreza. Ahora, que ya todo había terminado, él quería deshacerse de ella, pero no sabía cómo.

Volvió a la habitación y observó el desastre: ropa por todos lados, zapatos, almohadones, copas y botellas vacías. Todo era un caos. La noche había sido muy intensa. Sin embargo, él rebuscó en su interior y no encontró rastros de haberla pasado bien. “¿Qué buscas?”, se preguntó mientras se palpaba el pecho. No supo responderse. En realidad si se auto respondía se estaría mintiendo y no quería. Había demasiada soledad en su corazón.

La mujer se despertó de repente y lo contempló, parado en una esquina de la habitación, con la mano en su pecho:

¿Te sientes bien? dijo ella.

El hombre asintió y la miró con sus ojos fijamente, ahora cargados de un brillo extraño.

Pues no lo parece.
Estoy bien respondió él.

Ella se tapó con la sábana mientras lo observaba atentamente.

Si no tienes sueño puedes leer un libro dijo ella.
En realidad no me concentraría. Y la verdad que tampoco tengo ganas de leer un libro…
No es malo leer. Ya sabes, es como volar…
Lo sé. He “volado” con libros un par de veces… Solo que ahora no tengo ganas de libros.
¿Y de qué tienes ganas?
No lo sé.
Ven… dijo ella mientras se sentaba en la cama.

El hombre caminó hacia ella y se sentó a su lado.

Déjame escuchar tu corazón

Él se acomodó mejor en la cama y dejó que ella posara su rostro sobre su pecho.

¿Qué haces?...
Escucho tu corazón latir.
¿Y cómo es eso?
Es como un río, con torrente, con momentos de más o menos fuerza, que corre atrapado en tus venas, y su caudal es regulado y manipulado por tu corazón.
¿Y por qué lo haces?
Me habla sobre ti. Me susurra palabras sueltas mientras la sangre fluye. Me cuenta cosas…
¡Estás bromeando!, ¡¿cierto?!
No. Desde niña lo hago. Los corazones me hablan. Es extraño, lo sé. Pero sucede. Los corazones tienen la particularidad de poder hablar, y no todos de escucharlos. Cuando era niña escuchaba el corazón de mis padres. Era un acto hermoso. Luego, ya de adolescente no fue tan placentero. Solía poner mi oído sobre el pecho de mis novios y no me gustaban algunas palabras. Supongo que la hipocresía es algo que hace fuerte a la mentira y el corazón ante eso se limita al silencio.

La mujer se irguió y adoptó una pose distendida en la cama. Era bella, de curvas suaves, voluptuosa, y de un dejo de simpleza asombroso en su desnudez.

No nos veremos nunca más, ¿cierto? preguntó él.
Creo que es lo que quieres y piensas respondió ella con una tímida y reluciente sonrisa Las cosas así serán mejores, ¿no crees?
Pues hasta hace un momento estaba seguro que sí, pero ahora no lo sé.
No inmiscuyas tu corazón. Piensa que soy como una masa de aire que ocupa un lugar pero que pronto se desvanecerá. Los hombre se acomplejan demasiado cuando una mujer empieza a gustarles un poco más de lo normal.
No es tan simple respondió él.
No dije que lo fuera. Lo superarás.

Resignadamente el hombre miró a los ojos a la mujer y entendió que ella estaba más distante de lo que parecía.

¿Ves la noche? Ella siempre está allí. Espera su oportunidad y aparece con lentitud tomándolo todo. Ocupa su espacio y se lo hace saber a todos. Luego, se desvanece, dejando paso al día. Mírame, ¿me ves?, yo soy como la noche.


* * *


Córdoba, abril de 1989


Fue un martes el día que dejé de ver a Mariela. Habían pasado unos meses desde el día que nos conocimos y la relación no prosperó. El círculo se cerró abruptamente. Ese martes ella entró al departamento con un aire totalmente distinto. Su rostro y sus gestos lo reflejaban. Dejó su bolso sobre el sofá, abrió la heladera y se sirvió un vaso de jugo de naranjas. No había pronunciado palabra desde que había llegado. Raro en ella. Tras beber se volvió y me miró con una sonrisa, luminosa y displicente.

Hasta acá llegamos dijo. No puedo avanzar más. Necesito llegar hasta aquí. Salirme.

Sentí frío. De ese tipo de frío que repta desde la planta de los pies y avanza por el cuerpo doblegándote por completo. No podía pensar. No entendía. Tampoco quería pensar ni entender nada. Su voz sonó blanda y carente de inflexión.

¿Lo has reflexionado? pregunté de manera tonta.
Por más que reflexione nada cambiará dijo secamente ella.

Pensé que ella tenía razón. Los ciclos cuando finalizan no tienen sano retorno.

Tu corazón me ha dicho anoche que debemos terminar dijo Mariela.
¿Mi corazón? pregunté atónito ¡¿cómo que mi corazón te ha dicho que te marches?!
Sí. Ha sido anoche. Mientras dormías, apoyé mi oreja en tu pecho y escuché el murmullo de tu corazón.
Me estás tomando el pelo dije un tanto enojado.
No. En absoluto. Lo hice, y tu corazón me habló. Dijo que no quería sufrir más, que te evitara dolor, que ya no estabas preparado para un sufrimiento mayor.

No podía creer lo que ella estaba diciendo. Ha decir verdad me parecía todo una verdadera locura. La miré fijamente a los ojos y con una sonrisa de inexplicable incredulidad atisbé a decir una que otra onomatopeya casi en susurros. Mariela se sentó a mi lado. Puso su mano derecha sobre mi pecho y lo acarició con suavidad.

Él puede hablar y me ha pedido que no te haga daño. Debo marcharme.
¡En realidad me estás haciendo daño ahora mismo! exclamé con enojo ¡¿acaso no lo ves?!
Sí, claro que lo veo. Pero podría ser peor más adelante.

Se levantó, tomó su bolso y se dirigió a la puerta.

Tira mis cosas. No necesito nada. Quédate con lo que te haga falta, pero no atesores recuerdos, son dañinos para tu corazón y psiquis. Si fuera tú, tiraría todo lo que te ha unido a mí.

Colgó el bolso en su hombro, abrió la puerta y tras salir la cerró con un golpe seco a sus espaldas. El departamento pareció hundirse en arenas movedizas, y yo con él.

El martes terminó de la peor manera. Los martes venideros fueron iguales durante un tiempo. Nunca más volví a ver a Mariela en mi vida. Parecía como si la faz de la Tierra la hubiera absorbido por completo. Sin embargo, desde aquellos días de abril, he escuchado a mi corazón latir con más atención. Si bien no escucho palabras brotando de él sí siento una tenue voz dentro de mi consciencia que me habla sobre la vida, la muerte y el amor. Intento hacerle caso, intento dialogar  con ella (nunca lo logro), y pienso por momentos que esa voz me fue implantada por Mariela en aquellas noches de incertidumbre, en las cuales no me veía a mí mismo sino el rostro de mis miedos interiores. Tal vez ella, en un acto de amor, hizo que mi corazón absorbiera en silencio esa voz durante alguna de las noches que pasamos juntos. Si fue así, si fue ella quien de verdad lo hizo, siempre le estaré agradecido.

Abril de 1989 fue un punto de inflexión en mi vida. Hubo un antes y un después. Aprendí que los corazones pueden hablar en susurros y que hay mujeres que realmente pueden escucharlos…




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(Fotografía: http://goo.gl/Fq7sW)

miércoles, 20 de marzo de 2013

La delicada forma de destruir un mundo





La madrugada 


Cuando sonó el teléfono eran casi las dos de la madrugada. Natalia tenía los ojos bien abiertos, sin nada de sueño. Tomó el celular, miró la pantalla, y antes de leer supuso quien era. Sí, era Maximiliano.

- ¿Estás? –decía el mensaje. 

Natalia dudó. ¿Respondo?, ¿no respondo?, ¡¿qué carajos hago?!, se cuestionó. 

A veces en cuestiones de segundos nos jugamos la vida (o al menos aristas importantes de ella). 

- Hola… sí, estoy…
- ¿Dormías?
- Sí.
- Perdón…
- No importa… ya está… ya me despertaste…
- Quiero verte.
- ¡¿Ahora?!, ¡¿estás loco?!
- ¡Sí, ahora!... ¿por qué no puede ser ahora?
- ¡Porque son las dos de la madrugada!
- ¡¿Acaso ahora te regís por el tiempo?!
- ¡NO!, ¡por el sentido común!

La línea se silenció.

- ¿Voy?
- No…
- ¿Segura?...

Entonces fue que Natalia miró su interior y dialogó con sus deseos más íntimos. Dejó transcurrir los minutos, los segundos, el tiempo en sí… 


El amanecer


Pierna sobre pierna, piel sobre piel. Un débil rayo de sol se filtraba por un agujero en la persiana de la habitación. Maximiliano dormía, profundamente. Natalia no. Ella observaba el techo y a su vez sentía la piel de él sobre su cuerpo. Recorría con la mirada el dibujo que el haz de luz solar formaba en la pared. Un pequeño círculo irregular, de un amarillo tenue y pálido. ¿Qué hice?, se dijo. Su pregunta encerraba una masa comprimida de estados que estaba a punto de estallar, pero que no lo hacían porque ella evitaba la detonación. El hombre que estaba a su lado había disfrutado de una noche placentera de sexo, en la cual ella había sido su objeto sexual, su tibio y pequeño objeto. ¿Me quieres?, pensó para sí. La respuesta jamás llegaría.


Media mañana, paredes blancas


Por la ventana abierta entraba el cálido aire de marzo. Inestable, cargado de humedad y frescor. Afuera, al otro lado de la calle, la vida, tal como siempre, sin ningún rasgo que hiciera parecer que se hubiese alterado. Sin embargo dentro de la habitación las paredes blancas resaltaban el silencio, lo hacían exasperante, casi intolerable. Maximiliano había partido temprano, con un beso, un “chau, nos vemos”, y con él se había llevado la música invisible del bienestar sexual y el placer fugaz.

Natalia encendió su notebook y se conectó a su “otra vida”, la vida en la cual ella sabía que había algo más que paredes blancas asfixiantes y un amante sin amor (“cogientes”, como ahora le dicen en la contemporaneidad).

Allí estaba “él”.


Delicadeza


Hay un sutil toque en la mejilla que tan solo la mano del enamorado puede dar. Una sutil recepción que tan solo la mejilla de la enamorada puede percibir. Así fue como Natalia y ese ser virtual con el cual se comunicaba a través de su notebook podía tocarse. Había delicadeza. Sin embargo, la delicadeza es frágil… como el pétalo de una débil flor.

Él supo que algo andaba mal, que algo se había roto para siempre, pero no sabía qué, ni tampoco podía explicárselo.

Ella, con sus ojos llenos de secretos, no supo decirle la verdad. O en realidad no quiso.

Entonces fue el tiempo, cizañero y tirano, el que se encargó de quitar el velo, esta vez sin delicadeza, dejando caer al suelo la porcelana frágil de los sentimientos para que se rompiera en miles de pedazos minúsculos, imposibles de unir, imposibles de volver a regenerar.


Olvido


- ¿Estás? –dijo Maximiliano.
- Sí, estoy –dijo Natalia.
- No quise molestarte… son casi las tres de la madrugada…
- No… no me molestás… -dijo ella con los ojos rojos por el llanto.
- ¿Voy?

Otra vez el silencio fue nuevamente la respuesta.
A lo lejos, en una casa vecina, un trasnochado escuchaba a Alex Hwang haciendo un cover de Damien Rice...






(Fotografía: http://goo.gl/lcZea)

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ciego, sordo y mudo

Hace un tiempo, varios años quizá, alguien me conoció. Solíamos coincidir en un mismo lugar: la casa de su abuela. La casa era pequeña, toda pintada de rosa, con un patio amplio en donde las hortalizas y las plantas de flores ocupaban casi toda la extensión. Al fondo, en los últimos metros, se encontraba el gallinero el cual no poseía ni una gallina, pues había pasado a ser los aposentos de un viejo perro que ya hasta se había olvidado ladrar. Una enorme palmera, traída vaya a saber de dónde por el abuelo ya fallecido, reinaba en medio del gallinero y servía como pedestal para los gorriones y las urracas que se posaban en sus hojas. Una enorme parra se recostaba majestuosa unos cuantos metros alrededor del primer patio, el que era inmediato a la salida de la cocina de la casa, y cubría, de manera tupida, todo cuanto bajo ella se encontraba evitando así el más mínimo rastro de sol. No daba buenas uvas, pues eran ácidas y desabridas, pero al verlas colgadas y transparentes ante los rayos de sol que penetraban al atardecer por los laterales permitían que uno se imaginara dentro de una vid, con una brisa caliente dándole en el rostro y disfrutando de los aires puros de las montañas.

Coincidíamos en épocas difíciles. Fueron momentos en que ella, la chica que me conoció, solo podía verme algunos días de la semana. El tiempo no parecía encogerse, al contrario, solo parecía estirarse y languidecer durante esa espera. Sin embargo cada vez que nos veíamos sonreíamos. Olvidábamos toda la lentitud con la cual el tiempo había amasijado la espera y disfrutábamos a pleno el momento. Nos sentábamos bajo la parra, tomábamos mate, y casi no charlábamos… solo nos reíamos, nos mirábamos, nos observábamos con detenimiento como si fuera la primera vez en la vida que nos hubiésemos visto. Al fondo del terreno, debajo del gran árbol, un mar de pájaros dejaba escuchar su trinar. Era como un coro que cantaba de fondo. Como si cómplices de nuestras miradas ellos nos hicieran saber que eran testigos también.

Un día de esos en los cuales nos encontrábamos algo pareció distinto. La observé inquieta, un tanto distraída. Esquivaba mis miradas. La abuela, pava y mate en mano, se acercó a charlar. Así pasó el tiempo, no mucho, tal vez más de la media hora. El sol aún era abrasador y los pájaros del fondo trinaban y jugaban de rama en rama. Tuve una increíble sensación. Pensé que ella ya no deseaba encontrarse conmigo. Como si algo de repente la hubiera hecho cambiar de parecer. Tal vez algo se desmoronó en su interior, pensé. No lo sabía a ciencia cierta. La contemplé durante largo rato y no podía deducir porqué aquella tarde estaba distinta a todas. Empecé a imaginar mil cosas, pero enseguida desistí. Concluí que era una manera cruel de dañarme e imaginar situaciones que tal vez eran totalmente lejanas a la realidad. Contemplé su cuerpo, sus expresiones, el modo en el que su abuela nos cebaba mates, el movimiento de las hojas de la parra por causa del viento, lo traslúcido de los racimos que colgaban. Pero nada me daba un indicio de lo que sucedía.

Yo la continuaba mirando en silencio. Así permanecí hasta que su abuela nos dejó solos y ella se levantó a fumar un cigarrillo. El humo se alzaba recto entre sus dedos, llegaba hasta las hojas de la parra y escapaba por entre las hendijas como podía. Sentí lo que de ella emanaba. No era calor, ni era tristeza. Tampoco nerviosismo. No. Era algo distinto. Angustia, tal vez. Impotencia, o algo por el estilo. Al menos eso fue lo que me pareció. Permanecía como equilibrándose sobre la delgada cuerda que divide el silencio del habla. Yo entendía su equilibrio pero no podía mantenerme ausente ni hacer la vista gorda. Ella recompuso su rostro, tiró la colilla de cigarrillo al piso y me miró fijamente. Eran casi las siete de la tarde y el sol ya tomaba un color anaranjado.

- ¿Caminamos? –me preguntó.

Asentí.

Salimos de la casa bajando las diminutas escaleras que la separaban de la vereda. Caminamos rumbo a las vías del tren. Unos pocos vagones se hallaban dispersos y cercanos a la sala de máquinas. Las vías, como hilos arrojados al azar, parecían dorarse bajo el sol del atardecer. Caminábamos silenciosamente. Yo tenía miedo. Un miedo vergonzoso, un miedo incapaz de hacerse cargo de la situación. Solo podía observarla de soslayo. Nada más que eso. Al llegar a las vías ella detuvo su andar. Quedamos cada uno parado sobre uno de los rieles. Ahora, mirándonos frente a frente, el silencio parecía más abrasador que el sol de la siesta. Deduje que ella no encontraba las palabras, que no sabía cómo empezar a hablar. Yo tampoco lo sabía, pero lo peor es que tampoco quería hacerlo.

Respiró largo tiempo, breve y acompasadamente. Ahora ya no se escuchaba el canto de los pájaros ni tampoco podía observarse los rayos de sol filtrarse a través de los racimos de uva. El viento parecía haber desaparecido. Era otro escenario. Uno al que no había asistido nunca y me resultaba por demás extraño y horroroso. En él me perdía y sentía que cada minuto de tiempo que pasaba quería escaparme, salir corriendo de aquel sitio o bien despertarme, porque después de todo deseaba que aquello fuera una pesadilla y que antes que se volviera terrorífica mis ojos se abrieran de una vez por todas.

- Acércate –dijo haciéndome una seña. Yo me acerqué. Avancé un paso y quedé parado en medio de la vía. Podía observar el brillo de sus ojos y el nerviosismo brotar por sus labios.
- ¿Sabes? –dije como trizando el momento- estos son ese tipo de momentos en los cuales quisiera ser sordo. Tal vez ciego, y no sé si mudo –dije.

Entonces rompió a llorar. Lloraba parada sobre el riel, rígida, totalmente compenetrada en el llanto. Deseaba abrazarla, contenerla, decirle que yo estaba ahí y que no estaba sola, pero como si estuviese clavado al piso no pude mover ni un milímetro de mi humanidad.

Ya el sol se ponía casi completamente. A los lejos, a un par de cuadras de las vías, podía observarse como los automovilistas comenzaban a dejar sus trabajos y se movilizaban en caravana rumbo a sus hogares. Algunos a ver a sus familias, otros tal vez a compenetrarse con la misma rutina tediosa del día a día y otros a reencontrarse con la soledad. De algún modo quería evadirme del momento que estaba viviendo frente a la chica. Deseaba que mi cerebro divagara, que se focalizara en cualquier punto que hiciera posible un minuto de distracción y que ello rompiera el momento, que lo echara todo a por tierra y que, tal como lo hace el oleaje, de pronto todo volviera a la calma. Sin embargo los minutos pasaron y lo que solo calmó fue su llanto. Tras pasarse sus manos por el rostro y quitarse las lágrimas volvió a enfocarse en mí con sus ojos color cielo.

- Debo irme. Ya no viviré más aquí.

Era la frase más corta que había escuchado y la que tal vez, a esa edad que estaba transitando, había hecho daño en mí. Las preguntas fueron tejiéndose una tras otra hasta abrumar por completo mi cabeza. Sin embargo no pude hacer ninguna. Seguí estático, aferrado al piso. De repente tuve también ganas de llorar. La separatidad era algo que jamás había experimentado en la vida. Jamás se había cruzado por mi mente el ya no percibir los momentos debajo de la parra a la hora del mate, nuestras miradas cómplices, los besos robados, las caricias fomentadas por la libido en tiempos veraniegos. Me quité del cuello un crucifijo con su cadena y se la entregué a ella en silencio. Ella rompía a llorar nuevamente ante tal acción pero ahora lo hacía mucho más fuerte. De algún modo ambos sabíamos que aquello era una despedida y demasiado larga.

- ¿Adónde irás? –pregunté. Ella nuevamente quitaba las lágrimas de su rostro con la mano.
- Estudiaré en la capital. Echaré de menos todo esto pero mucho más el no vernos. Pero no puedo frenarlo. Me es imposible.
- Lo sé.

Su padre y su madre de algún modo regían su destino. Así como ciertos planetas modifican los cursos de otros objetos celestes el de ella era también modificado por sus padres. Algo a lo que yo no podía hacer frente pues me superaba. Sentí que un gusto amargo y caliente ascendía desde mi estómago. Tuve nauseas. Deseaba correr. Correr y no volver. La tomé de las manos y la atraje contra mi cuerpo y nos fundimos en un abrazo prolongado en un nuevo anochecer. La sala de máquinas había encendido sus luces, una locomotora comenzaba a maniobrar disponiéndose a emprender un viaje. Permanecimos abrazados un buen rato. Nos besamos. Besos diminutos sellaban nuestros labios, nos despedían en silencio, y nos iban permitiendo memorizar la tibieza de nuestra piel, el sabor de los labios, y nuestro propio olor de adolescentes enamorados. La locomotora rugió con su sirena unas cuantas veces. Nos alejamos entonces de las vías y nos sentamos en un banco, cercano al rosedal.


El cielo nocturno poseía pocas estrellas. Seguramente era una de esas constelaciones que simulan cierta soledad. La chica reposó su cabeza contra el banco y no pude menos que observarla. Cada tanto dejaba escapar alguna que otra lágrima. Había cruzado sus brazos en jarra y sus facciones expresaban el rictus de la pérdida. Me sentí vacío por primera vez en mi vida. Desbordado por una impotencia que se volvió opresiva con el transcurrir del tiempo. Tomé sus manos y la abracé. Nos quedamos así de compenetrados en el más completo silencio. Aún hoy, después de muchos pero muchos años, siento la tibieza de aquel abrazo.

- ¿Volveremos a estar juntos algún día? –preguntó ante mi oído.

Aún hoy la respuesta espera. Justo en aquel instante me volví sordo, ciego y mudo; tan solo me dejaba caer en un abismo infinito del cual no podía evadirme.


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jueves, 26 de agosto de 2010

En la oscuridad


¿
Qué sientes al cerrar los ojos?, ¿te consideras poderoso?”
“Podría responderte fácilmente esas preguntas –respondí sin abrir los ojos- pero te burlarías de mi respuesta. No cualquiera es capaz de entender la simpleza de las cosas ¿Acaso tú sí? Si así fuera te respondería con gusto y quitaría esa duda que te corroe como la herrumbre al metal. Pero considero que eres como los otros, esos que aun teniendo sus grandes ojos completamente abiertos jamás ven más allá del horizonte de sus narices, esos que en tono de burla muestran sus encías y presionan sus vientres voluminosos que se distorsionan al retumbar las carcajadas que emiten basándose en su ignorancia. No creas que no desee decirte como me siento. Me haría muy feliz hacerlo, pero no puedo. Pecaría si lo hiciera.”
“¿Quieres que te lo suplique?, lo haré si lo deseas porque nada me persigue más que saber en qué radica el poder de tú paz al cerrar los ojos”
“Puedo responderte con facilidad si quiero”
“Entonces hazlo. Deja de jugar conmigo”
“No juego, solo tengo miedo a que rías con locura”
“Te prometo que no lo haré”
“Entonces te lo diré: mi poder reside en una mujer.”
“¿Una mujer?”
“Sí. Y tú la conoces. Sabes quién es.”
“Creo que puedo matarte si es el nombre que imagino.”
“También lo creo. No obstante matarás mi cuerpo, sepultarás mi osamenta, pero jamás matarás lo que mis ojos ven cuando se cierran. Eso es imposible de matar. En ese lugar que veo tú no estás. No existes allí.”
“Por más que te mate jamás te mataría del todo. Ahora lo entiendo.”
“Así es”
“Quisiera odiarte. Y a ella. Pero no puedo. Quisiera tú poder… Te envidio…”
“No me envidies. Solo permítete amar.”

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(Imagen: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjxeSI-SAHloKv8DloB2DRuH85qb8iDwWNkP5bBDQd0-dqm8OziwrsM77LM2Z5lAsgaiTLFsialg9VzYZ0HAdfNJCzkRFFUV4wsCmEpJQGkQ6MEVi7DqZCsZQ-tvkCx6AvznzuKq7fZF1c/s200/alban.jpg )

martes, 3 de agosto de 2010

El chico que regalaba libros



Hubo un día que regalé mis libros preferidos. Eran tres o cuatro. Llevaban consigo historias que a mí me habían conmovido y que por ende movilizaron mi mente. Ella tenía las manos tibias y la sonrisa cálida. Gracias, dijo mientras observaba las portadas. Esa sonrisa, inmaculada, omnipresente, aún se almacena en mi memoria. Era una sonrisa de satisfacción, de valoración. Sentí que esa persona dueña de aquella sonrisa poseía una inmensa alegría que provenía de tener entre sus manos lo que a mí me gustaba, lo que yo en ese instante le estaba confiando como parte minúscula de mi felicidad personal.

Desde ese día no volví a ver aquellos libros. Ya no. De vez en cuando los observo en estantes o vidrieras de alguna que otra librería, en las mesas de algunos cafés, en las publicidades de alguna que otra web dedicada a la venta de libros por catálogo, pero ya no entre la parva de libros de mi mesa de luz. Sin embargo decidí que así lo prefiero, porque siguen existiendo tal cual eran: bellos, inmensos, míos. Ahora, hablando de un ahora atemporal, seguramente descansan en algún lugar que jamás pensé ni quiero imaginar, pero tal vez alimenten y nutran alguna otra vida, tal como lo hicieron conmigo.

No volví a comprar los libros. De vez en cuando leo alguno de sus párrafos en alguna pantalla digital, pero solo eso. Ella, la chica de los libros, ahora es dueña de esas historias. Yo, el chico que regala libros, es dueño de los recuerdos de una historia.

lunes, 24 de agosto de 2009

mundos espiralados (5)


Capítulo 5


Estando mi novia en las Bahamas conoció a un hombre. Era mayor que ella. Su madre se perdía en el casino a jugar a las máquinas tragamonedas y ella se echaba a andar solitariamente por la playa hasta que el atardecer la sorprendiera. Entonces pasaba a buscar a su madre por el casino y ambas se iban al hotel a ducharse, cambiarse y luego salir a cenar mariscos en algún hotel anclado en la playa. Aquel hombre la encontró en uno de esos restaurantes, y el flechazo fue instantáneo. Supongo que en ese momento yo no existí en la nebulosa de sus pensamientos. No sé porqué pasan ese tipo de cosas pero sé que suceden. No la culpo, tal vez algún día me suceda lo mismo; no obstante saberlo fue duro. Al principio ella se sintió extremadamente rara, tan rara que hasta desconfiaba de ser ella misma. En cambio él estaba seguro de sí y atraído por la belleza natural de ella se le acercó en un momento que su madre había abandonado su asiento para ir al toilette. Lo que sobrevino después fue el clásico coqueteo, la primera cita y el primer encuentro sexual. Todo pasó aceleradamente, en cuestión de los escasos días de una semana. Sin embargo fue suficiente para que ella tambaleara en sentimientos hacia mí tal como lo hace una alta torre ante un terremoto.

El día de su llegada al aeropuerto fui a buscarla. Previamente compré dos pequeños ramos de flores en una florería ambulante y una bolsita de caramelos gomita. A ella le gustaban ese tipo de caramelos, aunque más que gustarle le encantaban. Quince minutos antes de la llegada de su vuelo llegué al aeropuerto. Me senté en un asiento mientras miraba cómo los paneles de arribos y partidas cambiaban locamente sus letras y números como algo mecánico y rutinario. ¿Partiremos algún día así para nunca volver?, me pregunté en ese momento. Supuse que sí, entonces dejé de observar los paneles para enfocarme en un par de ancianas que tristemente miraban hacia el vidrio que daba a las pistas de aterrizaje. Se las veía solitarias y perdidas. Tras contemplarlas durante un breve momento me sentí profundamente triste. Había algo aquel día en el aeropuerto que enrarecía el aire. Todas aquellas cosas que había observado desde mi llegada a él me hicieron sentir que ese enrarecimiento traería noticias, tal vez no tan felices.

Apenas cruzó la puerta de arribo miré la expresión de sus ojos. Calculé unos diez mil kilómetros de distancia entre sus pupilas y las mías, después me di cuenta que su corazón aún distaba más del mío que aquella distancia. Nos dimos un beso escueto y frío, besé a su madre en la mejilla y cargué con el equipaje. Obsequié un ramo de flores a cada una, y a ella le puse la bolsita con caramelos en el bolsillo de su sobretodo. Solo me agradeció con una mueca desganada en su boca. Algo andaba mal, lo percibía. Camino a su casa cruzamos un par de frases, todas estériles. Su madre hablaba como desaforada con el taxista sobre la belleza de Bahamas y sobre lo bien que la habían pasado. Por un instante me sentí en una playa de aquella isla bajo un sol abrasador, recibiendo masajes íntimos por una mujer curvilínea de grandes pechos y manos suaves. El taxi estacionó y ayudé a bajar el equipaje. Tras entrar su madre a la casa mi novia aguardó un instante y quedándose parada en las escalinatas de la entrada dándome la espalda susurró que debíamos hablar. Eso me dio mala espina. Sentí un leve ardor recorrer mis venas, algo así como cuando te pinchas con algún espino venenoso. Tras darme la espalda unos segundos volteó con la misma mirada fría y distante del aeropuerto. Ya no eran diez mil kilómetros, ahora eran años luz.

- No sé como decirte lo que tengo que decirte pero debo hacerlo, sino me sentiría mal por mí y por ti. Supongo que hace tiempo las cosas no vienen bien entre nosotros, no sabría decirte qué pero algo empezó a cambiar en mi interior y de a poco me cubrió por completo. –me dijo sin quitarme la mirada penetrante que apuntaba directamente a mis ojos- Eso mismo que me cubrió de a poco se apoderó de mí y mis sentimientos han cambiado.
- Tampoco sé que decirte. No me toma de sorpresa esto que me dices pero tampoco te diré que me siento cómodo con la situación.
- Me lo supongo.
- Sí, es la verdad. Sé que las cosas entre ambos no venían bien, pero créeme que tenía esperanzas de que saliéramos a flote.
- He conocido a alguien en Bahamas.

Entonces sentí frío en mi cara, tal vez fue el aire fresco de la tarde, pero creo que también pudo haber sido el tenor helado de aquella frase.

- ¿Alguien?
- Sí, alguien. Un hombre.
- ¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?, me imagino que tras esta semana de vacaciones has conocido a muchas personas.
- No, es que lo he conocido de otra manera. Hicimos el amor.

Y ahí finalmente sentí que el veneno del espino llegó a mi corazón y un infarto comenzaba a rajármelo. Se produjo un silencio bastante amplio tras aquella confirmación. Pocas veces en mi vida había sentido aquella sensación de pánico. Deseaba con todas mis fuerzas que los superhéroes existieran y que alguno medio alocado llegara volando y me rescatara de aquel instante en que sentía desvanecerme. Pero eso no sucedió. Los superhéroes descansaban plácidamente en las páginas de los cómics y yo seguía allí, frente a la que había sido mi novia, contemplando su expresión fría tras haberme dicho que se había acostado con otro hombre y que yo ya no era parte del plan de su vida.

Antes de cerrar la puerta de la casa arrojó el ramo de flores que le había obsequiado a la basura. Las gerberas se veían tristes en el cesto. Supongo que junto a ellas el amor que nos teníamos quedó también en el fondo de aquel tacho, flotando, sobre un mar espeso y negro.

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miércoles, 19 de agosto de 2009

mundos espiralados (4)


Capítulo 4


Mi novia estaba esperándome en la puerta de entrada de la universidad. Llevaba puesto auricular y movía pegadizamente su pie izquierdo, seguramente al ritmo de la música que estaba escuchando. Apenas la vi pensé que algo entre nosotros había cambiado. Que la vida que veníamos llevando como novios desde hacía tiempo se había transfigurado ante nuestros ojos y no nos dimos cuenta. Al menos yo no lo hice. Pero algo me decía que ella sí y por eso esas claras señales que me mostraba.

- Hola, ¿hace mucho me esperas?
- No, hace un rato nomás.
- Ok. ¿Entramos?
- No, hoy no quiero asistir a clases.
- ¿No quieres?, ¡pero si hoy tenemos clases de literatura!, tú amas la literatura. –dije completamente sorprendido.
- Sí, sí, ya sé que amo la literatura. Pero hoy particularmente no la amo. Hoy no tengo ganas de literatura. Hoy tengo ganas de vagar. ¿Quieres acompañarme? –me preguntó con una mirada escurridiza y escudriñadora a la cual no pude negarme
- Sí, vamos. No vendría mal vagar un poco por ahí –respondí.

Y así nos largamos del lugar sin tener un rumbo fijo y sin saber a ciencia cierta el porqué de aquella loca decisión.

Los automóviles pasaban por la ruta a alta velocidad y tras perderse en el horizonte el zumbido de su paso iba tras ellos, tal como una sombra desesperada en busca de su dueño. Mi novia caminaba a mi lado en silencio. Llevaba una mochila con sus libros y útiles y un cigarrillo encendido en su mano derecha. Los auriculares le colgaban del cuello y pegaban pequeños saltitos cada vez que ella daba un paso. Me pareció verla caminar en otro mundo, tal vez en la luna. Nos sentamos debajo de un árbol en un claro, a orilla de la ruta. El sol estaba tibio y la mañana muy agradable. Nos apoyamos contra un árbol casi espalda con espalda y dejamos que el sol nos calentara el rostro. Mientras tenía mis ojos cerrados todo se volvió color anaranjado. Después pasó al rojo y finalmente se mezcló con el negro. A lo lejos se escuchaban gorriones revoloteando entre las ramas de los árboles. Cada tanto un automóvil o camión pasaba por la ruta a toda velocidad interrumpiendo aquel coro natural y silvestre que se hacía sentir en aquella desolación.

- ¿Sabes?, -le dije- he estado pensando en los últimos días sobre aquello que me dijiste de no tener el mismo peso. Yo también he notado que algo cambió entre nosotros. Creo que en definitiva a eso te referías, ¿no es así?
- Algo por el estilo –me contestó mientras seguía con su cara hundida en los rayos del sol.
- Pues si es así no tengo idea de cómo mejorarlo o cómo salir de ello –repuse.
- No es algo que tenga una solución fácil y práctica –me dijo.
- No, no lo es.
- Claro que no. ¿Me responderías una pregunta de corazón?
- Por supuesto, siempre he sido franco contigo y aún sigo intentándolo día a día. ¿Qué quieres saber?
- ¿Has pensado alguna vez en casarte conmigo?, ¿alguna vez te has imaginado casado, con hijos y viviendo en familia?, ¿me imaginas embarazada y siendo tú esposa?
Ante tales preguntas sentí que el sol me quemaba toda la cara y mi temperatura corporal se elevó de sobremanera.
- ¡Cómo te pones!, así, de repente, te sales con estas preguntas –dije para zafar de la situación.
- Es que por mí me gustaría casarme contigo pronto –me dijo ahora sí mirándome a los ojos. El sol parecía traspasar sus ojos celestes y hacerlos aún más claros. Si no hubiera sido por aquella charla tediosa y cargada de preguntas pegajosas hubiera afirmado que estaba charlando con un ángel.
- A decir verdad no me lo he planteado.

Después de aquel día empezamos a vernos distanciadamente. Ninguno de los dos preguntaba nada ni mucho menos se reprochaba algo. Esa distancia que poco a poco abría un abismo entre ambos se fue imponiendo hasta hacernos ver como dos completos desconocidos. Esa tarde al volver a mi casa me puse a tocar el violín. Hacerlo me relajaba y me permitía descargar las tensiones. Por la noche decidí escribirles una carta a mis padres. Tomé una hoja A4, un bolígrafo y comencé a escribir. Al cabo de los primeros renglones hice un bollo el papel y lo arrojé a la basura. Mis manos parecían haberse olvidado de escribir. Encendí la notebook, abrí el Word y escribí, “Queridos padres…”.

Tras finalizar la carta a mis padres grabé el archivo escrito en el procesador de textos y lo imprimí. En pocos minutos quedó redactada una prolija y perfecta carta para enviarles a mis padres por la mañana siguiente. Hablaba de cómo me iba en la universidad, de cómo me iba la vida viviéndola en soltería y preguntándoles sobre cómo estaban y de cuánto los echaba de menos. Desde siempre me he considerado un hombre bastante sentimentalista. A pesar de siempre haberme sentido orgulloso de haber vivido solo desde el día que decidí marcharme de mi casa natal para estudiar en la gran ciudad, pero también echaba de menos a mis padres. Sin embargo, la vida de soltero se me daba bien y no la pasaba para nada mal. Durante casi un mes no nos vimos con mi novia. Una mañana de martes el cartero dejó una postal en mi buzón de correos. Yo lo vi echarla desde la ventana y también lo vi irse a toda prisa en su bicicleta. La postal era de las islas Bahamas. Me sorprendió, pero mucho más me sorprendió saber que era de mi novia. En breve contaba que había ido por una semana en un viaje de descanso acompañando a su madre. Se habían tomado un crucero que había zarpado desde un puerto de la Capital Federal y que durante diez días las llevaba a conocer distintos puntos turísticos. Tras leer aquello me sonreí. La imaginé con una bikini diminuta caminando por una playa solitaria con su piel bronceada, sus curvas doradas y su celeste mirada perdida en el mar. Hasta me pareció escuchar a una caracola desde la postal. Por un instante pensé que si ella me quería erradicar completamente de su vida jamás me hubiera mandado la tarjeta, así que guardé la misma y me tiré en el sofá a mirar televisión.

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domingo, 9 de agosto de 2009

mundos espiralados (2)

Capítulo 2


La pared de su cuarto tenía un empapelado un tanto extravagante. Era toda celeste, de un celeste claro, y cada diez centímetros había un dibujo de un ramo de rosas contorneado, totalmente blanco. Al mirarlo de cerca se podía apreciar la perfección del dibujo, pero si te alejabas un par de pasos aquella pared parecía un campo de algodón. Ese efecto visual me gustaba, y mucho. Cuando estábamos en su cuarto, fumando o tan solo explorando nuestra sexualidad, solía pararme desnudo en el centro de él y dar un paso adelante y uno hacia atrás. Lo hacía repetidamente y según la velocidad que le imponía al movimiento era el efecto visual que causaba en mi cerebro. Aquellas anécdotas tontas de mi vida junto a ella son realmente pinceladas de una gran relación. Como si fueran viejas polaroids amarillentas que aún hoy las mantengo en mi mente y las saco a relucir sin un porqué para sonreírme o entristecerme.

Nací en el otoño de 1972, ella en el invierno de 1971. O sea que durante casi un año estuvo viviendo en éste mundo sin que yo aún existiera. Muchas veces me pregunté eso estando a su lado. Una vez estábamos en un cine, ella plenamente concentrada mirando la película. Entonces me dispuse a observarla de reojo. Era increíble ver cómo vivía intensamente cada escena. Sin mirar la pantalla sabía qué tipo de escena era la interpretada, todo lo delataba su rostro. Tenía una expresividad contagiosa. En momentos como esos yo pensaba cuán diferente éramos aún habiendo nacido con tan poco tiempo de diferencia. Hubiera sido lo mismo si nacíamos hasta con un segundo de diferencia, si hasta los gemelos o mellizos son completamente distintos aún naciendo casi al mismo tiempo. Esa desigualdad muchas veces se convertía en una polaridad extrema. El sabernos a veces muy distantes por ser tan distintos hacía que nos resultáramos atractivos el uno para el otro. Principalmente me atraían dos cosas de ella, una, el lóbulo de su oreja, y la otra, la tibieza que transmitía a todo mi cuerpo cuando me tomaba de la mano.

Al día siguiente de haber escuchado la canción que la hacía sentir en otro planeta quedamos de juntarnos en el grupo de ayuda comunitaria al cual pertenecíamos. Hacía un par de años nos habíamos anotado voluntariamente a un grupo que ayudaba a los indigentes que deambulaban taciturnos por la calle. Noche de por medio íbamos por la calle reclutando personas hambrientas y con frío para cobijarlas en un albergue municipal o bien conducirlas a un centro comunitario para que comieran y pudieran asearse. Participar con ella de aquel tipo de acciones era sumamente gratificante. Llegó pasado el mediodía. Yo me encontraba haciendo un recuento de comestibles para dejar listas las raciones para que los cocineros del turno noche preparan la cena. Entró despacio, casi arrastrando sus pies, y se sentó en una esquina del recinto, a orillas de un gran ventanal. Del otro lado del vidrio una mariposa revoloteaba queriendo colarse por él. Ella no acusó recibo del revoloteo del insecto. Tras ver aquella escena supe que algo no andaba bien. Dejé la planilla con las anotaciones y me senté a su lado. Intenté saludarla pero había algo flotando a su alrededor que me ató la lengua con un nudo casi imposible de desatar. Así que permanecí en silencio a la espera de algún tipo de señal que emanara de su interior. A lo lejos, tras el ventanal, se podía ver el extenso y frondoso jardín del centro comunitario. De los abedules bandadas de gorriones se lanzaban hacia el piso como si estuviesen jugando a las escondidas. A la mariposa que revoloteaba contra el vidrio se le unieron otras, más coloridas, y todas parecían flotar delante de sus ojos para llamarle la atención, pero era en vano, ella parecía no estar en éste mundo.

- He intentado saludarte pero no he podido. Desde que has llegado te has quedado callada en éste rincón. ¿Te pasa algo? –pregunté en voz baja.
- ¿Te acuerdas de ayer, de la canción, de nuestra charla? –me respondió.
- Sí, claro. Pues bueno, esa charla me ha estado dando vueltas por la cabeza toda la noche. He pensado mucho sobre lo que siento por ti –en ese instante tragué saliva pues presentí que algo no andaba bien- y qué es lo que realmente me demuestras que sientes por mí.
- ¿Y a qué conclusión has llegado? –pregunté nerviosamente.
- Que estamos con distinto peso.
- ¿Cómo es eso?, no te entiendo.
- Ufff, me es difícil explicártelo.
- Pues inténtalo.
- Es como estar en el remanso de un río y arrojar piedras. Tiras una y sientes que el sonido te indica una profundidad cercana y tiras otra y la sientes caer más hondo, como que esa piedra llega hasta una fosa abisal. ¿Entiendes?
- Un poco. Creo que intentas decirme que nuestro sentimiento está un tanto desequilibrado, que uno pone más que el otro. ¿Es así?
- Sí. Eso mismo. No puedo decirte cual es la piedra que cae más hondo o la que se queda más superficialmente. Creo que a veces soy yo la que está casi al borde de la superficie y tú el que caes a la fosa; y en otros momentos es totalmente al revés. Ese desequilibrio ha desnudado muchos sentimientos encontrados dentro de mí.

El ruido de una cacerola cayendo al piso nos sobresaltó a ambos y dio por concluida la conversación. Metí las manos dentro de los bolsillos de mi jeans y salí al patio a tomar aire puro. Ella se quedó en la ventana. La mariposa seguía golpeándose sin sentido contra el vidrio. Tras verla chocar tantas veces insistentemente pensé en cuan reiterativos somos muchas veces con cosas que no tienen resolución. Abrí un atado de cigarrillos y me fumé uno.




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lunes, 22 de junio de 2009

Susukis (4)



Parte 4.


Al despertar por la mañana el techo blanco de la habitación del hotel se parecía a una sábana arrugada y sucia. Sin moverme contemplé aquella habitación. Hacía frío y me encontraba aún más frío sintiendo la soledad que poco a poco en la madrugada se había colado dentro de mí. Esa mañana fui a trabajar a la empresa como si en mi vida personal nada anormal hubiera pasado. Las horas transcurrieron lentas y pegajosas mientras mi cerebro se parecía a una esponja hinchada de tanto pensar y presionarse. Decidí volver al mismo bar donde había conocido a Izumi aquel día. Me volví a sentar en la misma mesa, junto al vidrio. No había casi nadie en el local. Tomé un café, luego otro. Una mujer negra con un cartel de Greenpeace se movía de esquina a esquina en señal de alguna protesta. Unos pequeños copos de nieve comenzaron a caer. Algunos quedaban sujetos al vidrio y se disolvían a la vista en el instante, otros se posaban delicadamente en todos los objetos y cosas que encontraban en la intemperie de la calle. Los copos me hicieron recordar las hojas de los árboles de papel de los cuales Izumi me habló aquel día en el mismo bar. Sonreí, luego me entristecí. En tan poco tiempo mi vida había dado tantos vuelcos que yo no me reconocía a mí mismo. Pensé por un instante que mi verdadero yo interior había tomado completo control de mi cuerpo y se había materializado. Esa sensación me horrorizaba, pero después de todo no era algo tan loco de pensar. Mi vida parecía una verdadera comedia, un humor negro la recorría, una tragedia griega le quedaba algo corta de mangas. Un par de jóvenes entraron al bar y colocaron una moneda en la máquina de música. Una canción de U2 impregnó el lugar. Me dejé llevar por el sonido, la voz de Bono, y la soledad del lugar. Arrollé bolitas de papel con las servilletas mientras seguía mirando el ir y venir de la mujer negra por la vereda de enfrente. El cartel de Greenpeace hablaba de parar, de basta ya, de cambiar el rumbo. Órdenes. Mandatos. Correcciones. Eso necesitaba yo. Eso necesitaba mi vida. Tal vez aquella mujer también portaba un mensaje para mí, uno nunca sabe como la vida puede expresarse ni de qué manera.

Los días pasaron sin nada que alterara su tranquilo curso. En la empresa todo seguía tranquilo. De vez en cuando algún que otro cimbronazo pero nada de otro mundo. Entonces me dediqué a meditar. Una tarde cuando todo el mundo abandonó la sección me acomodé en mi sillón junto al enorme ventanal. Abrí el portafolio y saqué la carta de Izumi, la misma carta que Inés me había entregado y había leído a vuelo de pájaro. Atardecía, estaba nublado y frío. Con las últimas luces solares releí la carta palabra por palabra. Busqué mensajes ocultos, busqué alguna señal que me delatara el paradero de Izumi o algún indicio de lo que ella realmente sentía y me quería expresar en aquellas pocas frases, pero no encontré nada. Por un instante me imaginé a Izumi escribiéndola de madrugada a la luz de una lámpara en la soledad de su casa. Palpé la viscosidad de su dolor, el calor de sus pensamientos y logré saborear apenas la amargura de su tristeza y un dejo de amor imposible. Por primera vez, aunque sea en pensamientos, había logrado salir de mí mismo y me había compenetrado en una imagen volátil de Izumi. Recliné el sillón y poniendo la carta sobre mi pecho perdí mi mirada en el cielo gris pintarrajeado de anaranjado. Mis pensamientos se elevaron hasta ese cielo increíble y me quedé ahí, suspendido, extraído de mi propia consciencia. Al bajar, al regresar a mi cuerpo material, observé la foto de Inés y las niñas que aún se encontraba en un portarretratos sobre mi escritorio. Parpadeé un par de veces y sentí como un puñado de lágrimas comenzaron a caer por mis pómulos. Se sentían heladas, dañinas. Inmediatamente me las sequé. No di tiempo a nada, mucho menos a expresar el dolor interno. Aún la ambigüedad flotaba dentro de mí, aún no podía sacarme a Izumi de la cabeza y eso suponía una profunda traición hacia el amor de Inés, si aún existía amor en ella hacia mí, claro estaba.

Fue entonces que recordé una tarde de playa cuando era adolescente. Esa imagen se posó rápidamente en mí tal como si quisiera mostrarme que aquello que había sentido volvía a repetirse. Era verano y yo había salido a caminar por la playa con mi novia de aquel entonces. Caminábamos de la mano sin reparar en nada. La tarde estaba tormentosa y el cielo se mostraba amenazante. Tan amenazante que en un momento titubeamos de ir. En mitad del camino se largó una intensa lluvia y el oleaje comenzó a moverse bruscamente. Corrimos para lograr guarecernos. Sin embargo una ola se levantó delante de nosotros y amenazó con taparnos y robarnos de la playa. La ola era enorme, casi gigantesca.
Corrimos.
La ola pasó por encima nuestro como una sombra omnipotente con una ambiciosa voracidad. Fue la primera vez en mi vida que tuve miedo y la sensación de morir. Esa nueva sensación que recorrió el interior de mi cuerpo dotó de información a mi interior. Le explicó el sabor de la muerte, las consecuencias del miedo, las consecuencias de nuestros actos. Al caer contra la playa la ola nos castigó duro. Nos esparció a ambos unos cuantos metros tierra adentro. Nos repusimos a los pocos días de las magulladuras y los dolores, sin embargo no volvimos a ser los mismos. Invisiblemente aquella ola nos había abofeteado de tal manera que nuestros interiores cambiaron. Al poco tiempo me separé de aquella novia, pero cada vez que nos volvíamos a cruzar en la vida recordábamos la ola y lo que sentimos en aquel instante.


Al año de estar separados Inés empezó a salir con otro hombre. Un arquitecto recibido en la universidad local. Enterarme de aquella noticia me tomó desprevenido y provocó una herida de machismo dentro de mí. No había sutura posible pero tampoco yo era quién para reprocharle a Inés y mucho menos truncarle su felicidad. A los seis meses de salir con aquel hombre me pidió el divorcio. Nos divorciamos una mañana de junio mientras las golondrinas retornaban a la ciudad. Al salir del juzgado nos despedimos con un beso en la mejilla y nos contemplamos por un instante sin decir palabra alguna. Ni la tibieza del sol nos calentaba el alma. En ese momento, mientras la miraba, pensé cómo las decisiones en una vida escriben nuestro destino. En milésimas de segundos pasaron momentos de felicidad vividos con ella como si fueran polaroids abarrotados en una caja de zapatos. Tuve la intención de tomarlas con mis manos y guardarlas en el bolsillo pero fue solo un impulso pues todo flotaba en mi imaginación. Por un momento sentí la misma sensación de aquella ola sobre mí. El miedo, el desasosiego y la invasión de una tristeza aplastante recorriéndome por completo el cuerpo. Se marchó con él. Se la veía feliz. Coloqué la carpeta con los papeles del divorcio debajo de mi brazo y me eché a caminar sin rumbo. Ahora el frío se me colaba por los huesos, entraba por mi nariz, recorría mis pulmones, los abrasaba y helaba mi corazón.

Al tiempo del divorcio recibí una encomienda por correo. Fue una mañana soleada. Llevé la caja a la cocina mientras tomaba un café. Mientras rompía los hilos que la envolvían sentí una leve sensación inquietante. Abrí la caja. Dentro estaban las fotografías de mis hijas y de mi vida con Inés. Me tiré sobre el sofá a repasarlas una por una. Sin poder medirlo, mis manos temblaban. Afuera de a poco el cielo comenzaba a nublarse. La luz amarillenta del sol pasó a ser una luz blanca filtrada a través de nubarrones semi grises. Todo alrededor comenzó a matizarse de una manera distinta y un sinsabor de a poco fue apoderándose de mí. Mis niñas naciendo, corriendo, jugueteando. Mis niñas en época de vacaciones, en sus primeros pasos de vida, mis niñas con sus primeros uniformes escolares. Inés y yo en el día de nuestro casamiento. Nuestra luna de miel. Nuestras fotografías de reuniones con amigos. Nuestras fotografías desnudos en una cama. Todo ahora era mío. Sólo mío. El tiempo feliz ahora estaba atrapado en aquellos papeles. Irremediablemente ya nada podía cambiar. Un día, tras conocer a una mujer, eché ciertos dados al viento y ellos decidieron mi suerte y con ellos yo mismo mi destino. Con el pasar del tiempo había ido logrando darle forma a un entendimiento razonable sobre mis actos, había intentado esculpir mi culpa en todo aquel asunto y en qué lugar de mi vida encajaba cada personaje al cual yo había agraciado o perjudicado. Sin embargo, ninguna conclusión me llenó, y muchos menos me hacían feliz.

Acomodé las fotografías por orden cronológico dentro de la caja y con ella apoyada en mi vientre perdí mi mirada por el ventanal observando como el cielo se convertía en una nebulosa grisácea sin forma. Las yemas de mis dedos me hablaban de la aspereza de los bordes de la caja y de la suavidad de los lomos de las fotografías. Hipnotizado en aquellos pensamientos el sonido del teléfono con una llamada entrante me rescató.

- Hable… -dije con una voz lastimosa.
- Hola…
- ¿Sí, quién habla? – pregunté sin siquiera pensar.
- Yo, Izumi.

La imagen de susukis meciéndose bajo aquel cielo gris se dibujó en mi mente.

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SIA, "Breathe Me", del albúm "Colour The Small One"