El oído izquierdo de la mujer escuchaba un sonido agudo, que de a ratos parecía lejano, como si debajo de una gruesa capa de cemento corriese un río cuyas aguas parecían correntosas. Mientras más aguzaba el oído más la invadía aquel sonido. El hombre se acomodó en la cama, ella no despegó el oído izquierdo de su pecho. Podía sentir cómo la sangre fluía a través de su corazón mediante los latidos, acompasados, elegantes, muy humanos.
—¿Sabes?, tienes un bonito corazón —dijo la mujer.
—¿Cómo lo sabes?, es imposible que lo sepas.
—Sólo lo sé. Lo he imaginado en mi mente, gracias a tus latidos, al fluir de la sangre en él.
—Pero es solo tu imaginación.
—Sí… ¿crees eso?
Se hizo un silencio.
—Pero mi imaginación me dice que es tal cual, que así es tu corazón, bello.
El hombre sonrió mientras acariciaba la espalda de la mujer. Finalmente se durmió. Ella en cambio siguió despierta un buen rato más, escuchando a través de su pecho el torrente sanguíneo y los latidos del corazón de aquel desconocido.
* * *
Córdoba, septiembre de 1988
Había conocido a Mariela en la primavera de 1988. En aquel entonces yo era un estudiante universitario un tanto taciturno, incapaz de encausar mis estudios y hacerles sentir a mis padres que aquel proyecto de hijo profesional daría sus frutos. Mariela se cruzó en mi vida como una bocanada de aire fresco. Apareció de repente una tarde lluviosa corriendo en medio de una calle céntrica, sosteniendo una carpeta sobre su cabeza con una mano, y con la otra su vestido largo. Fue una aparición angelical: una chica, bonita, de sensuales curvas, en medio de la lluvia, un tanto mojada, riéndose de la situación, y yo, solo, acurrucado debajo de un diminuto alero, esperando que la lluvia amainara.
Fue una coincidencia, de eso ambos siempre estuvimos de acuerdo. Nos miramos, sonreímos, luego reímos, y esa noche estábamos haciendo el amor en mi cama. Siempre me ha carcomido la duda si aquella noche fui un buen amante. No soy de hacerme ese tipo de cuestionamientos, pero esa noche, con Mariela, no sé el por qué, pero esa intriga comenzó a reptar dentro de mí y lentamente me abrasó por completo. He hecho oídos sordos a mí consciencia. Mejor dicho, he enfocado en otra dirección, sin pensar en ello; no obstante, el gusano de la duda siempre ha hecho su trabajo silencioso.
Mientras ella dormía tuve sed. Recuerdo haberme levantado en punta de pie y dirigido a la heladera, tomar un vaso de agua y ponerme a observar el vecindario por la ventana. En el edificio vecino, una pareja tenía sexo. Ventana abierta completamente, sin pudores, sin trabas, ambos se balanceaban libremente y con un frenesí envidiable, engarzando sus cuerpos, dejándolos al libre albedrío del placer. Sentí envidia. Había terminado de tener sexo hacía un par de horas pero aquella escena me turbó de sobremanera. Expuso sobre el tapete de la discusión que mi psiquis lleva con mi interior lo buen o mal amante que había sido esa misma noche.
Al rato la mujer del edificio vecino salió al balcón. Apoyada en la barandilla encendió un cigarrillo y dio un par de pitadas. El humo ascendía lentamente hacia la profundidad de la noche húmeda. Fue en ese instante que miró hacia la ventana de mi departamento. Parecía escudriñarme desde lo lejos, observarme con sigiloso análisis. “Me ha visto”, pensé, pero no estaba del todo seguro. Tal vez había sido un cálculo esbozado presurosamente de mi parte. Seguí observándola, mientras intentaba tranquilizarme. Ella continuaba observándome, o mejor dicho, continuaba observando hacia la ventana de mi departamento. Así nos mantuvimos unos quince minutos, hasta que finalmente se irguió, levantó sus brazos, sus senos apuntaron en mí dirección, y se desperezó, para finalmente perderse en la oscuridad de la habitación. A lo lejos se escuchaba el ulular de una ambulancia. Abajo, en plena calle, un par de adolescentes borrachos reían sin control y cantaban canciones de Virus. Dentro del departamento reinaba el silencio.
—¿Qué haces aquí?
—dijo sorpresivamente Mariela a mis espaldas.
Me volví en seco.
Ahí estaba, desnuda, con su cuerpo fantástico, parada en el umbral de la puerta.
—Nada. Solo pensaba un rato y miraba el vecindario.
—Eres extraño
—dijo ella.
—Sí, lo soy… y a veces de sobremanera…
—Volveré a la cama…
Asentí con una sonrisa y ella dio media vuelta. En un instante se perdió en la penumbra del pasillo. Me quedé un rato más en silencio, agazapado en una silla, observando el vecindario, el balcón del edificio vecino, la oscuridad de la habitación de los amantes, las tinieblas de mi propia incertidumbre.
* * *
El hombre en medio de la madrugada se levantó de la cama y se dirigió a la heladera. Tomó una botella con agua y bebió un sorbo, sintiendo como el líquido frío recorría todo su interior. La mujer desconocida con la cual esa noche había tenido sexo dormía, placenteramente, como si aquel departamento le fuera conocido de siempre y él una persona que conociera de años. Bebió otro trago de agua y guardó la botella en la heladera. No tenía deseo de volver a la cama. En realidad no tenía deseo de volver a ver a esa mujer que había conocido horas antes en una reunión social y a la cual le había propuesto sexo, pensando que ella se negaría y jamás aceptaría. Pero así es la vida: ella aceptó y en la cama le demostró su destreza. Ahora, que ya todo había terminado, él quería deshacerse de ella, pero no sabía cómo.
Volvió a la habitación y observó el desastre: ropa por todos lados, zapatos, almohadones, copas y botellas vacías. Todo era un caos. La noche había sido muy intensa. Sin embargo, él rebuscó en su interior y no encontró rastros de haberla pasado bien. “¿Qué buscas?”, se preguntó mientras se palpaba el pecho. No supo responderse. En realidad si se auto respondía se estaría mintiendo y no quería. Había demasiada soledad en su corazón.
La mujer se despertó de repente y lo contempló, parado en una esquina de la habitación, con la mano en su pecho:
—¿Te sientes bien? —dijo ella.
El hombre asintió y la miró con sus ojos fijamente, ahora cargados de un brillo extraño.
—Pues no lo parece.
—Estoy bien —respondió él.
Ella se tapó con la sábana mientras lo observaba atentamente.
—Si no tienes sueño puedes leer un libro —dijo ella.
—En realidad no me concentraría. Y la verdad que tampoco tengo ganas de leer un libro…
—No es malo leer. Ya sabes, es como volar…
—Lo sé. He “volado” con libros un par de veces… Solo que ahora no tengo ganas de libros.
—¿Y de qué tienes ganas?
—No lo sé.
—Ven… —dijo ella mientras se sentaba en la cama.
El hombre caminó hacia ella y se sentó a su lado.
—Déjame escuchar tu corazón
Él se acomodó mejor en la cama y dejó que ella posara su rostro sobre su pecho.
—¿Qué haces?...
—Escucho tu corazón latir.
—¿Y cómo es eso?
—Es como un río, con torrente, con momentos de más o menos fuerza, que corre atrapado en tus venas, y su caudal es regulado y manipulado por tu corazón.
—¿Y por qué lo haces?
—Me habla sobre ti. Me susurra palabras sueltas mientras la sangre fluye. Me cuenta cosas…
—¡Estás bromeando!, ¡¿cierto?!
—No. Desde niña lo hago. Los corazones me hablan. Es extraño, lo sé. Pero sucede. Los corazones tienen la particularidad de poder hablar, y no todos de escucharlos. Cuando era niña escuchaba el corazón de mis padres. Era un acto hermoso. Luego, ya de adolescente no fue tan placentero. Solía poner mi oído sobre el pecho de mis novios y no me gustaban algunas palabras. Supongo que la hipocresía es algo que hace fuerte a la mentira y el corazón ante eso se limita al silencio.
La mujer se irguió y adoptó una pose distendida en la cama. Era bella, de curvas suaves, voluptuosa, y de un dejo de simpleza asombroso en su desnudez.
—No nos veremos nunca más, ¿cierto? —preguntó él.
—Creo que es lo que quieres y piensas —respondió ella con una tímida y reluciente sonrisa— Las cosas así serán mejores, ¿no crees?
—Pues hasta hace un momento estaba seguro que sí, pero ahora no lo sé.
—No inmiscuyas tu corazón. Piensa que soy como una masa de aire que ocupa un lugar pero que pronto se desvanecerá. Los hombre se acomplejan demasiado cuando una mujer empieza a gustarles un poco más de lo normal.
—No es tan simple —respondió él.
—No dije que lo fuera. Lo superarás.
Resignadamente el hombre miró a los ojos a la mujer y entendió que ella estaba más distante de lo que parecía.
—¿Ves la noche? Ella siempre está allí. Espera su oportunidad y aparece con lentitud tomándolo todo. Ocupa su espacio y se lo hace saber a todos. Luego, se desvanece, dejando paso al día. Mírame, ¿me ves?, yo soy como la noche.
* * *
Córdoba, abril de 1989
Fue un martes el día que dejé de ver a Mariela. Habían pasado unos meses desde el día que nos conocimos y la relación no prosperó. El círculo se cerró abruptamente. Ese martes ella entró al departamento con un aire totalmente distinto. Su rostro y sus gestos lo reflejaban. Dejó su bolso sobre el sofá, abrió la heladera y se sirvió un vaso de jugo de naranjas. No había pronunciado palabra desde que había llegado. Raro en ella. Tras beber se volvió y me miró con una sonrisa, luminosa y displicente.
—Hasta acá llegamos —dijo. No puedo avanzar más. Necesito llegar hasta aquí. Salirme.
Sentí frío. De ese tipo de frío que repta desde la planta de los pies y avanza por el cuerpo doblegándote por completo. No podía pensar. No entendía. Tampoco quería pensar ni entender nada. Su voz sonó blanda y carente de inflexión.
—¿Lo has reflexionado? —pregunté de manera tonta.
—Por más que reflexione nada cambiará —dijo secamente ella.
Pensé que ella tenía razón. Los ciclos cuando finalizan no tienen sano retorno.
—Tu corazón me ha dicho anoche que debemos terminar —dijo Mariela.
—¿Mi corazón? —pregunté atónito— ¡¿cómo que mi corazón te ha dicho que te marches?!
—Sí. Ha sido anoche. Mientras dormías, apoyé mi oreja en tu pecho y escuché el murmullo de tu corazón.
—Me estás tomando el pelo —dije un tanto enojado.
—No. En absoluto. Lo hice, y tu corazón me habló. Dijo que no quería sufrir más, que te evitara dolor, que ya no estabas preparado para un sufrimiento mayor.
No podía creer lo que ella estaba diciendo. Ha decir verdad me parecía todo una verdadera locura. La miré fijamente a los ojos y con una sonrisa de inexplicable incredulidad atisbé a decir una que otra onomatopeya casi en susurros. Mariela se sentó a mi lado. Puso su mano derecha sobre mi pecho y lo acarició con suavidad.
—Él puede hablar y me ha pedido que no te haga daño. Debo marcharme.
—¡En realidad me estás haciendo daño ahora mismo! —exclamé con enojo— ¡¿acaso no lo ves?!
—Sí, claro que lo veo. Pero podría ser peor más adelante.
Se levantó, tomó su bolso y se dirigió a la puerta.
—Tira mis cosas. No necesito nada. Quédate con lo que te haga falta, pero no atesores recuerdos, son dañinos para tu corazón y psiquis. Si fuera tú, tiraría todo lo que te ha unido a mí.
Colgó el bolso en su hombro, abrió la puerta y tras salir la cerró con un golpe seco a sus espaldas. El departamento pareció hundirse en arenas movedizas, y yo con él.
El martes terminó de la peor manera. Los martes venideros fueron iguales durante un tiempo. Nunca más volví a ver a Mariela en mi vida. Parecía como si la faz de la Tierra la hubiera absorbido por completo. Sin embargo, desde aquellos días de abril, he escuchado a mi corazón latir con más atención. Si bien no escucho palabras brotando de él sí siento una tenue voz dentro de mi consciencia que me habla sobre la vida, la muerte y el amor. Intento hacerle caso, intento dialogar con ella (nunca lo logro), y pienso por momentos que esa voz me fue implantada por Mariela en aquellas noches de incertidumbre, en las cuales no me veía a mí mismo sino el rostro de mis miedos interiores. Tal vez ella, en un acto de amor, hizo que mi corazón absorbiera en silencio esa voz durante alguna de las noches que pasamos juntos. Si fue así, si fue ella quien de verdad lo hizo, siempre le estaré agradecido.
Abril de 1989 fue un punto de inflexión en mi vida. Hubo un antes y un después. Aprendí que los corazones pueden hablar en susurros y que hay mujeres que realmente pueden escucharlos…
(Fotografía: http://goo.gl/Fq7sW)