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jueves, 6 de agosto de 2015

La necesidad del tornado



Es ese sonido casi imperceptible de la hora de la siesta el que suele volverse ensordecedor. Inicia con lentitud y va in crescendo lentamente, minuto a minuto, apoderándose de cada uno de mis sentidos hasta alojarse, compungido y hecho un ovillo, en un rincón recóndito e inexplorado de mi cabeza. 
Allí, en soledad, habita día tras día, justo en esa franja horaria en la que ya es habitué que transite sin que yo logre impedírselo.

Es extraño. Demasiado. Nos reconocemos inmediatamente. Él toma posesión de su rincón y yo le veo acurrucarse y permanecer inmóvil, casi eternamente, y no hago nada para evitarlo.

Dentro de la casa todos siguen su ritmo cotidiano y viven sus vidas con la misma lividez de siempre. La extraña persona que cuida de la abuela realiza sus tareas de manera sincrónica, con una perfección envidiable. Lo hace en completa mudez, casi inexpresivamente. En cambio la abuela habla y gesticula, y lo hace con ese énfasis que caracteriza su modo de ser y la hace una mujer única en los más de noventa años que vive en este mundo. El resto, mis hermanos y padres, entran y salen a sus mundos colindantes sin dejar demasiado rastro en la casa. No necesitan hacerlo, tan sólo se aseguran que el oleaje que producen al entrar y salir no sea demasiado intenso y provoque movilizar objetos o vidas que acarreen consecuencias.

Así, en esa serenidad de paisaje diario, el sonido pasa inadvertido y sólo tiende, casi involuntariamente, a observarme de soslayo y gesticular con cierta cadencia, con ese maldito gesto que tienen aquellos que perciben las miserias humanas en el ser de los necios.

No me permito nunca mostrarme tal cual soy frente a él. Tampoco lo hago con mi familia. Atesoro muy dentro de mí ese toque peculiar que me hace distinto e irrepetible. Soy como un objeto valioso que guarda su magia y poderío debajo de capas y más capas de polvo. Intento ser así desde niño… y el sonido lo sabe.

A veces siento el deseo y la necesidad que ese sonido tan extraño y vivaz sea un poderoso tornado que levante demasiada polvareda en mi interior. Y que lo haga con brío. De manera alocada, inyectándome esa energía vital que reconozco haber perdido en mi adolescencia y no vuelto a recuperar jamás. Sin embargo no sucede. Se comporta como una brisa adormecedora que una vez instalado en su rincón me adormece por completo y me invita a  profundas introspecciones y a repasar con lentitud disímiles momentos de mi vida. 

Jamás lograré escapar de él. Es algo que seguramente debe ser así y ambos lo sabemos. Cada vez que cruzamos nuestras miradas silenciosamente lo reconocemos. Ni él puede dejar de habitar dentro de mí, ni yo evitarlo. Esa simbiosis se produce desde que tengo uso de razón. Es una de las genialidades de mi propia existencia. Un ecosistema que mantiene un equilibrio frágil y demasiado perverso para mi propia psiquis.

Más de una vez desearía no escucharlo y quitarlo de mi cabeza. Arrancarme tal vez mis oídos o cercenar mis tímpanos. Pero sería en vano, pues es un sonido inaudible, de esos que se cuelan a través de las invisibles arterias de la mente y se manifiesta siempre de un modo teatral y casi tragicómico en todos los sentidos.

La abuela duerme con su boca abierta y realiza profundas inhalaciones. La enfermera se ha ido, ha cumplido con su tarea. La casa está en silencio. Todos están en sus labores lo más alejados posibles de este lugar en el mundo. Es la hora de la siesta y el sonido está aquí, acaba de entrar una vez más, y se lo ve fulgurante y a la vez esquivo. Me ha visto, me lo hace saber. Yo asiento. Lo hago de un modo que significa asentir pero en nuestro idioma, no en el del resto de las personas. Intento despejarme y tomo asiento a la sombra del pino del fondo del patio. Allí permanezco al resguardo de densas nubes que lentamente cubren el cielo y avecinan una lluvia en breve. No hay señales de tornados. Tal vez llegue algún fuerte viento antes de que la lluvia caiga y sea capaz de modificar al sonido y quitarlo de su esquinero. Si así fuere habrá disfrute de mi parte. Una sonrisa plena, un cerrar de ojos y un danzar alegre debajo de la lluvia fría que contagie a todas mis extremidades y permita que la alegría brindada por un instante de cordura tome posesión completa de mi ser.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Cielos



Especialmente en los días de primavera, cuando la cálida brisa se percibía con todos los sentidos durante los atardeceres, el joven Joaquín Espinilla caminaba rumbo a los límites de la ciudad con un único fin: recostarse sobre el pasto, en completa soledad, y observar el peculiar encanto que dejan ver la luna y el sol cuando intercambian posiciones. Llevaba haciéndolo durante años, desde su niñez. Había empezado en el patio de su casa natal cuando su abuela materna solía observar el atardecer sentada en una silla mecedora, balanceándose al compás de un tarareo lánguido de un viejo tango de Gardel. Fue ella quien con sus miradas perdidas en los matices celestiales contagió lentamente los sentidos de su nieto y plantó en él la semilla de la admiración por tan bellos momentos. Con el paso de los años su mismo nieto recordaría esos atardeceres con un enorme beneplácito, sintiéndose contenido por una atmósfera única que su propio cerebro y mente producían tras avivar esos recuerdos.
La vieja, con sus manos temblorosas y surcadas por arrugas que hablaban de otros tiempos, solía sobresaltarse cuando su nieto la observaba en silencio.
—Joaquín, ¿qué haces allí?...
Y el niño sólo se limitaba a mover su cabeza en signo de asentimiento, sin pronunciar palabra alguna, sorprendido, y con mucha vergüenza, con la culpa a flor de piel por haber invadido de algún modo la comunión ininteligible entre el cielo y su propia abuela.
De ese aprendizaje silencioso y duradero fue que Joaquín Espinilla comenzó a amar el cielo. No había nada comparable con aquello para él. Sus amistades, su propia familia, inclusive su esposa, no podían entender qué era lo que llevaba a Joaquín a tener esa gran devoción. Sin embargo todos mantenían un respeto tácito al respecto y jamás nadie preguntó o increpó al joven por ello.

En la primavera de 1994, tras varios días de copiosas lluvias, una buena tarde el agua cesó de caer de repente; un gran hueco se había abierto en medio de la bóveda celeste y por allí podía observarse un cielo prístino que enviaba tibios rayos de sol a la superficie de la tierra. Ese atardecer apareció resplandeciente de la nada misma. Joaquín Espinilla no lo dudó un segundo y se dirigió a los descampados aledaños a la ciudad. Se había subido alegremente a un viejo ciclomotor y esquivando charcos enfilaba hacia la avenida principal, esa misma que corta a la ciudad en dos mitades, casi simétricas. Anduvo largo rato hasta ubicar un descampado solitario, sin nadie a la vista. El viento corría con fuertes ráfagas que se llevaban consigo los nubarrones grises y dejaban el celeste más puro en su lugar. Por donde se mirase había barro y yuyos mojados. No había un sector donde poder recostarse y observar el atardecer, pero aun así no dejó pasar la oportunidad y se recostó igual sobre el suelo barroso. Terminó de observar cómo desaparecían las últimas nubes y se regocijó ante el olor a vergel puro que el viento arrastraba. Olores a flores que habían sido acariciadas por la lluvia y bendecidas por el mismo cielo. Recordó a su abuela en tardes similares, en las cuales después que las lluvias amainaban, un tremendo arco iris se presentaba en el cielo como un enorme y desfachatado pincelazo de pintor bohemio. A lo lejos, un par de perros ladraban con insistencia, jugaban y se corrían. Pájaros de varias especies surcaban el cielo con vuelos errantes, algunos con trinos y otros en silencio. Pero en los olores florales residía lo que más le atrapaba los sentidos: rosas, jazmines, malvones... Joaquín amaba aquella escena sin entender tampoco el porqué.
Esa misma tarde, cuando el barro ya había helado su espalda, de repente los perros se callaron y los pájaros dejaron de trinar. El cielo se limpió y el viento cesó. A lo lejos pudo divisar una silueta que se recortaba entre el cielo y la tierra, que se movía, avanzando, y se dirigía en su dirección. Sobresaltado se incorporó y observó el acercamiento. En un instante la silueta tomó forma humana, más precisamente de mujer. El nerviosismo se apoderó completamente de Joaquín Espinilla. Sus manos sudaban, como así también su cuello y su torso. La mujer que ahora se encontraba frente a él era de una belleza natural esplendorosa, cautivante. Se miraron en silencio un instante que pareció eterno.
—¿Qué observabas? —preguntó la mujer.
—El cielo...
—¿Qué hay en el cielo?
—Supongo que todo lo que me gusta —respondió Joaquín a media sonrisa.
La mujer parecía haber caminado durante mucho tiempo, en sus ojos se adivinaba el cansancio, pero era su manera de mirar lo que atrapaba y hacía olvidar el resto.
—¿Puedo? —dijo a Joaquín indicándole el suelo.
Él asintió, así como lo hacen los hombres asediados por Cupido y que finalmente terminan siendo frenéticos trofeos.
Ambos se acostaron en el suelo, de espaldas, casi tocándose, y observaron en silencio el cielo durante un buen rato. Esa tarde de 1994 pasó rápidamente, así de rápido como se despejó el cielo tras la tormenta. La mujer luego de un larguísimo rato en silencio se volteó de lado, y ya casi con la oscuridad de la noche sobre sus cuerpos, se quedó observando fijamente a Joaquín.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente el joven.
Pero ella esa vez no respondió. Se limitó a seguir observando el rostro de Joaquín con más firmeza que antes.
—En realidad supe al momento de hacerte la pregunta que no me contestarías. Es más, dudaba en preguntártelo. Pero sé que no eres de esta ciudad. Tal vez de la ciudad vecina, o de los pueblos de más al sur. No conozco a todos, pero sé que no eres de aquí.
—No, no lo soy... —dijo ella.
La mujer mantenía una sonrisa triste. Parecía costarle demasiado trabajo sostenerla. Irradiaba cierta frialdad cargada de una tristeza demasiado lánguida, que traspasaba las pupilas de Joaquín Espinilla llegándole directo a su corazón. Ambos se incorporaron y se contemplaron en silencio las siluetas que apenas se distinguían bajo el nocturno.
—Debo irme –dijo finalmente ella. Se paró, acomodó su ropaje y sin despedirse comenzó a caminar en la misma dirección desde donde había venido.
El joven solo se limitó a observarla. Ninguna palabra pudo salir de su boca, ni de sus labios sellados por el desconcierto que aquella mujer le producía. Esa noche al volver a su hogar su esposa cenaba, angustiada como cada vez que él desaparecía en busca de sus imágenes celestiales. Miró a Joaquín a los ojos intentando descubrir algo que ya no conociera de esos días en los cuales su esposo observaba el cielo, pero no encontró nada, solamente la misma mirada y el mismo comportamiento que él tenía al volver de observar sus cielos. Joaquín avanzó hasta su habitación, se quitó la ropa embarrada y tras meterse a la ducha, abrió el grifo de agua caliente y se acuclilló en el esquinero, pensativo, con la mirada roma, perdida en el camino de aquella mujer enigmática que había conocido y preguntándose de dónde habría salido y hacia dónde había partido.
Semanas después, ya en su quehacer diario y enfocado completamente en su trabajo, la imagen de la mujer enigmática había desaparecido por completo de su mente. No la recordaba en absoluto. Aquel acontecimiento había quedado sepultado en la inconsciencia; sin embargo el tiempo se encargaría de que eso no fuera tan así.

En el invierno de 2014, ya muchos años después de aquel acontecimiento, Joaquín Espinilla tenía a su cargo una familia bastante numerosa: su esposa de toda la vida, y tres pequeños y traviesos niños que hacían el deleite de su vida. La familia se había afianzado fuertemente a lo largo de los años, sin fisuras y con una solidez que era envidia de todos. La esposa de Joaquín Espinilla ya no se preocupaba por las salidas de su esposo en los atardeceres, como así tampoco en las noches demasiado estrelladas (algo que también a él le gustaba observar). Con el paso de los años esa manía de observar los cielos fue desapareciendo lentamente de él, inclusive hasta el punto casi de extinguirse. No había nada en particular que hubiera sucedido para ello, aunque tal vez para Joaquín Espinilla ya no había cielos por ver ni descubrir.
Un día de ese invierno una gran nevada cubrió toda la ciudad. Por donde se mirara todo permanecía cubierto por un blanco inmaculado. Los copos de nieve se asentaron con docilidad sobre cada objeto que encontraron a su paso y fueron construyendo gruesas capas hasta cubrirlo todo. Hacía años que la ciudad no se veía de ese modo. El frío se hacía presente y los hogares a leña dejaban escapar una densa humareda para poder calefaccionar el interior de las viviendas. Los vecinos a media mañana salieron a despejar la nieve de las veredas de sus casas y de los garajes. Usaban palas especiales para la tarea. Joaquín Espinilla también había salido a despejar la nieve, y mientras lo hacía sucedió algo incomprensible: a unas dos cuadras de su casa, en medio de la calle, mientras la nieve aún caía esporádicamente, una silueta caminaba en dirección a él. Al principio pensó en algún vecino, pero le llamó la atención que caminara por el medio de la calle y con suma lentitud. Posó la pala y observó con más detenimiento. Su mente se llenó de estupor cuando cayó en la cuenta que era aquella misma muchacha que había visto hacía casi veinte años atrás en el descampado tras la lluvia. No había envejecido, y se mantenía vestida con la misma ropa. Cuando la mujer estaba ya próxima a él lo observó con detenimiento durante un instante. De repente la calle pareció enmudecer. No pasaban automóviles ni había vecinos quitando la nieve. Solo el ulular del viento que cada tanto traía consigo puñados de nieve en jirones. La mujer llegó hasta Joaquín Espinilla y se detuvo en frente suyo.
—¿Cómo has estado? –preguntó ella.
Joaquín Espinilla tragó saliva. Su estupor seguía siendo gigantesco. No podía concebir lo que sus ojos observaban ¿Acaso aquella mujer no había envejecido ni un año?
—Mmm… mmm… muy bien… —respondió Joaquín.
Ella le sonrió. Lo hizo con el mismo dejo lánguido que lo había hecho la vez anterior, como si una enorme tristeza aun fuera parte de ella y reptara a través de su sonrisa. Se contemplaron en silencio durante un instante y luego ella lo tomó de las manos.
—Me temes… no tienes por qué… ¿acaso te he hecho algo?
Joaquín negó con la cabeza.
—Entonces no me temas.
—¿Quién eres?, ¿al menos dime eso? –preguntó nervioso Joaquín.
—¿Acaso importa quién soy? –respondió la mujer—, ¿es tan importante para ti saber quién soy?
—Sí, lo es…
—Pues bien, te diré quién soy… o mejor dicho quién fui, porque lo que ahora ves y tocas ya no es, sino que fue. Y aunque parezca extraño fue hace mucho tiempo, tanto que hasta yo misma me sorprendo.
—¿Estás muerta? –preguntó Joaquín—, ¿eso quieres decirme?
—En teoría sí, pero yo suelo decir que he quedado atrapada en un hermoso pasaje entre la vida y la muerte. Es un corredor infinito y hermoso que me permite día y noche observarlo todo. Hay dos puertas: una por la cual ingresé al corredor, y otra a la que sé que debo llegar pero no he logrado alcanzar. Mientras tanto sigo caminando, en un tiempo infinito, observándolo todo.
—¿Y qué observas?
—Todo… principalmente la belleza. Así, como lo haces tú.
—Me gusta observar –acotó Joaquín.
—Lo sé, y me agrada. Te he visto  observar los cielos desde niño. Los observaste siempre con gran entusiasmo como si quisieras descifrar algún enigma atrapado en ellos. Y tienes razón si eso buscas, pues los cielos están repletos de enigmas, tantos que son infinitos. He visto tu belleza al mirar Joaquín, y por eso abandoné por un instante el corredor para visitarte, para observar desde tu perspectiva la belleza que observas. Tus ojos se cargan de esa luminiscencia que solo los que escudriñan con detenimiento los misterios de la vida poseen. Tienes el don de observar la belleza de la vida.
Joaquín permaneció aturdido por aquellas palabras.  Ella en cambio se le acercó y lo besó en la mejilla. Fue un beso frío, de unos labios cargados de muerte.
—Volveremos a vernos –dijo ella, y dándose media vuelta retomó su cansino caminar por la misma calle por donde había venido.
Pronto desapareció. Los automóviles comenzaron a aparecer de la nada, los vecinos comenzaron a palear nieve, el bullicio del barrio se dejó oir nuevamente, inclusive la nieve cayó más copiosamente.
Esa misma noche Joaquín Espinilla al acostarse evocó lo sucedido. Cuando ya el sueño lo tenía entre sus fauces pareció ver el rostro de la mujer en las sombras que proyectaban las luces de mercurio de la calle en las paredes de su habitación. Se sobresaltó, pero asumió que solo lo imaginaba, o al menos quiso entenderlo así. Cerró los ojos y al instante los abrió en un pasillo luminoso. Detrás de sí había una puerta blanca, grande, completamente cerrada. El pasillo se perdía en el horizonte y a los costados, lo que serían las paredes, eran transparentes y por ellas se podía observar todo, absolutamente todo. Comenzó a caminar y veía la vida de sus amigos, de sus hijos, de su esposa, la vida de personas desconocidas, lugares que jamás había visitado, y también cielos magníficos que jamás había pensado que existieran. Caminó y caminó sin detenerse, sin sentirse cansado, observándolo todo y embriagándose de belleza. Vio a su esposa llorar, cargada de angustia, y no entendió el porqué. Sus hijos también lloraban y abrazaban a su madre. Los vio crecidos, inclusive con nietos suyos en los brazos, meciéndolos con amor. Aquello producía mucho desconsuelo y congoja en Joaquín Espinilla. Tras ver esas imágenes se detuvo y quiso volver, pero la puerta que tenía en un principio a sus espaldas había desaparecido por completo. Ya no había retorno. Decidió seguir avanzando, y entonces se echó a correr. Lo hizo con mucha velocidad, con toda la fuerza que podía sentir en su musculatura, sin embargo no sintió jamás el cansancio. Su cuerpo corría, las imágenes se sucedían en las paredes, pero no se cansaba, ni siquiera jadeaba. De repente se detuvo y se preguntó si habría enloquecido. Entonces la respuesta apareció ante sus ojos. La misteriosa mujer caminaba lentamente hacia él. Esta vez no había sonrisa en su rostro, sino una parca seriedad. Ya delante de él la mujer lo tomó de los hombros y lo abrazó con fuerza.
—Bienvenido –dijo ella.
Joaquín cerró los ojos tras escuchar aquella frase y al volver a abrirlos observó un cielo majestuoso, de un celeste puro, con nubes gigantescas que se elevaban como enormes murallones de un color blanco inmaculado. Rayos de sol las atravesaban y brillaban con una claridad inaudita. La imagen era de una belleza descomunal. Se sintió solo, con tristeza, atrapado en los brazos fríos de una mujer desconocida. Sintió la ausencia de los seres amados y quiso estar muerto.


En la mañana de 12 de julio de 2014 los diarios locales hablaban de una horrible muerte. Un hombre de unos cuarenta años se había suicidado arrojándose desde el balcón de su departamento. Su esposa –decían las noticias— había intentado detenerlo, pero él tras levantarse de la cama caminó sin detenerse hacia el balcón, como si una fuerza extraordinaria lo atrajera y lo condujera involuntariamente. Al llegar al balcón se paró sobre la barandilla y simplemente se dejó caer. Esa noche el cielo se vestía de un modo especial, pues era noche de luna llena, una luna enorme, anaranjada, que lo iluminaba todo, inclusive hasta la propia muerte.


viernes, 15 de agosto de 2014

Quien habita en mí



Lo que toco se deshace. Es algo inevitable. Sucede desde que tengo memoria. Y no me estoy refiriendo a cosas materiales, no, sino a esas cosas invisibles que todo humano lleva dentro y ninguno sabe explicar bien que son. He llegado a maldecirme. En silencio oro con los ojos cerrados invocando a un único Dios, o también a varios —muchas veces me es indistinto—, sin llegar jamás a obtener respuesta alguna.

Mi modo de tocar es sutil. Llega al punto de no darme cuenta que lo estoy haciendo. Pero es el tiempo y la vida misma quienes con su dedo hostigador me señalan acusatoriamente haciéndome caer en la depresión y la culpa. He roto corazones, mentes, almas, sentimientos, inclusive hasta espíritus. Se han deshecho delante de mí, pulverizado, evaporado…

¡Bravo! grita esa parte endemoniada que me habita. Se sonríe desde los rincones de mi profundo yo. Sus ojos, luminosos e incandescentes, brillan fantasmagóricamente cada vez que tiene éxito. Y yo sucumbo. Caigo en picada libre a un abismo cuyas fauces me devoran con serenidad, paladeando a gusto mis penas y dolores.

No hay nadie que ya quiera acercarse a mí. En el pueblo la noticia corre como reguero de pólvora y los pueblerinos me rehúyen, evitándome en todo aspecto, incluso lo hacen hasta los animales. Mi punto de hartazgo se ha superado hace ya mucho tiempo, tanto que casi he perdido la cuenta. Era un adolescente cuando me percaté de la bestia que habita en mis cavernas interiores, y con la cual comencé a llevar terribles batallas en noches de sueños e insomnio. Pero jamás desistió. En realidad le encanta habitar en mí.

viernes, 31 de agosto de 2012

Hipocampos




Sé que no estás ahí donde te veo
ni imagino a dónde te llevan,
de dónde volvés
cada noche con vida

Rosa Lesca 






“Detrás de la pared hay un mundo que desconocemos. No podría especificar si es sombrío o luminoso, es que nunca he estado allí. Sé, y esto es algo que lo juro por mi vida, lo que mi padre siempre me ha contado en esas largas noches de invierno en donde las historias parecen tomar mayor profundidad y peso: detrás de la pared está lo que todos deseamos, lo que cada día y cada noche anhelamos volver a encontrar.” Esas fueron, con mayor o menor cantidad de puntos y comas, las palabras que mi tío repetía una y otra vez en los años de mi adolescencia. Las recitaba como si fuesen un padrenuestro, un fórmula aprendida de memoria, o mejor aún, una declaración romántica estudiada durante largas noches para una mujer amada.

En las palabras susurrantes que mi tío emitía había siempre un halo misterioso que, aun negándote, no podías esquivar y dejarte flotar, entre historias posibles e imposibles, personajes reales o ficcionados, vidas tangibles o volátiles. Crecí con esas historias rodeándome por completo. Aquí y allá se aparecían dentro de mi cabeza, muchas veces asemejándose a paisajes reales que visitaba o a personas de carne y hueso que ingresaban a mi vida ¿Acaso mi tío hilvanaba historias a sabiendas de cómo sería mi vida? Nunca quise creer eso. Más bien pensé siempre que él, por amarme en demasía, intentaba ponerme carteles de “peligro” para que yo supiera visualizarlos y detenerme a tiempo cuando algo en mi vida sucediera o fuera peligroso. Aquellas palabras sobre la “pared” siempre persistieron en mi mente como un eco de nunca acabar. A veces, en los momentos difíciles en donde algo parecía sumergirme en un abismo profundo y asfixiante, las palabras de mi tío me tomaban de la mano y me rescataban, subiéndome por una pared alta e infinita en donde en su cima se divisaba una luz tenue y amarillenta que daba la esperanzadora sensación de libertad. Él había logrado tender una telaraña invisible que lo envolvía todo a mí alrededor. Una telaraña de palabras que conformaban historias y que a su vez generaban imágenes en mi cabeza, las cuales resultaban fieles compañeras de vida.

En los años de mi adolescencia deseaba trepar la pared, ver qué había del otro lado, saber si del otro lado estaba todo lo que yo deseaba para mí y para mi vida. Pasaba muchas noches de manera insomne, observando por la ventana el mecerse de los árboles de la vereda. Solía levantarme y caminar por la casa de mis padres como un ente que desconocía todo cuanto lo rodeaba. Sin hacer ruido, caminando tan solo en puntas de pie, iba y venía de un rincón a otro, observándolo todo, intentando sosegar esa ansiedad adolescente de querer saber más y no ser correspondido. Inclusive a mis novios supe contarles aquella historia de “la pared”, algo que a ellos les resultaba estúpido y a cuento de niñas bobas. Solo uno, tal vez el que menos yo hubiera indicado como “el elegido”, lo tomó siempre en serio, escuchando una y otra vez mis palabras con detenimiento y respeto en el relato. Al principio dudé de contarle, prejuzgué que no sería capaz de entender lo que estaba por contarle; sin embargo la sorpresa fue más que grata: no solo escuchó atentamente toda la historia sino que además participó en opiniones ricas y fluidas, con puntos de vistas certeros, intentando ahondar en la trama de ese misterio que yo tanto le mostraba como complejo e importante para mí.

Supongo que mi relación con aquel muchacho estuvo muy marcada por esta especie de “entendimiento” con respecto a la historia de “la pared”. Llegué a pensar que él mismo percibía la cercanía de esa pared, al igual que yo. Lo sentía demasiado cercano en ese punto. Salimos unos cuantos meses, pero no llegamos al año. Solíamos hacer el amor en mi habitación o dentro de su automóvil al regreso de la escuela. No me gustaba en demasía, más bien producía en mí cierta atracción pseudo intelectual que jugaba con mis sentidos como cuando un pez queda atrapado por el anzuelo y mueve la línea de un lado al otro debajo del agua, sintiéndose atrapado y desesperado. Tampoco me importó por aquellos días saber qué sentía por él. Solo dejaba arrastrarme por mis sentimientos y emociones, sin poner reparos, permitiéndome ciertas libertades, a veces cercenadas por mis padres, pero libertades al fin.

Me sentía sorprendida por mi conexión con ese chico. A veces imaginaba que él realmente vivía del otro lado de “la pared” ¿Serás de allí, de ese lugar enigmático y mágico del cual tanto mi tío me habló? Tal vez, me respondía por lo bajo. Mientras observaba sus ojos y su modo de mirarme aquella pregunta flotaba en mi mente sin respuesta concreta. Por momentos elaboraba respuestas que arrojaban cierta la posibilidad de que él perteneciera al “otro lado”. Entonces observaba el movimiento de sus manos, sus gesticulaciones faciales, las palabras que salían de su boca, y el brillo de sus ojos. En ese momento que me permitía verlo así, como un ser salido de un lugar extraño y sombrío, me llegaba otra imagen de él, una imagen totalmente opuesta al muchacho que me besaba con suavidad mientras me desprendía el sostén para hacerme el amor en su automóvil. Era un hombre distinto, completamente mimetizado con mis preocupaciones y temores. Se acercaba demasiado y de modo peligroso a mi corazón. Llegué incluso a pensar que él, si realmente provenía del “otro lado”, sabía perfectamente qué me gustaba y atraía de un hombre, y eso, sinceramente, no me gustaba. Me daba temor. Me sentía vulnerable ante esa situación. No podía soportar que alguien pudiera, en teoría, conocerme mejor de lo que yo me conocía a mí misma. Claro que lo curioso era que aun haciendo esas suposiciones mentales me gustaba su cercanía y su modo de fusionarse conmigo. Cada día vivido en aquel tiempo con él fue inesperado y único.

Una tarde de verano, mientras hacíamos el amor en mi habitación, él se detuvo de repente. Solamente se quitó y quedó acostado de lado, mirando hacia la ventana. Me sentí sumamente ofendida. Deseaba que continuara, que lográramos ambos un orgasmo, pero no, había salido despedido de mi cuerpo y ahora se encontraba silencioso y calmo observando a través de la ventana.

— ¿Qué pasa? —pregunté con cierto tono de enfado— ¿Acaso ya no tienes deseo de seguir?, ¿me dejarás así? 

Tardó un momento en abrir los labios y emitir una palabra. Mi enfado era marcado, me sentí encolerizada, hasta tuve deseos de arrojarlo de un empujón de la cama. Pero solo atiné a vestirme. Me puse el sostén y la bombacha, y me tapé con la sábana. Él solo alzo su brazo, indicó un punto a través de la ventana y dijo, “¿Lo ves?”. No, no veía nada. Mi visión estaba nublada por el acto no consumado y por su terrible hipocresía.

— ¡No!, ¡no veo absolutamente nada!, o sí, veo solos nubes.
— Es que es eso ¿Ves la figura en la nube? —dijo señalándome las nubes por la ventana.

Por un instante busqué figuras entre las nubes, como cuando era una niña. Intentaba asociar formas conocidas con los bordes distorsionados de las nubes, pero nada parecía emparentarse. Ya desesperada, con mis nervios de punta, me senté en la cama y comencé a vestirme. 

— No, tú no lo ves —dijo él.
— ¡No!, ¡No lo veo!, ¡solo lo ves tú!
— Esta ahí, justo ahí, ¿acaso no lo ves? 

Fue entonces que miré una vez más y pude verlo. Ahí estaba. En el mismo lugar que su dedo índice apuntaba hacia la ventana. Era un bonito hipocampo. Dibujado por el contorno de las nubes, y resaltado por los rayos de sol atrapados por ellas. Flotaba en medio de un mar denso y oscuro. Era hermoso. Tomé asiento al lado del chico en la cama y lo miré a los ojos.

— Sí, sí, ahora pude verlo. Es bellísimo.
— Sabía que lo verías —dijo él.

Seguí contemplando la imagen por un rato hasta que finalmente las mismas nubes se ocuparon de desvanecerla.

— ¿Sabías que los hipocampos solo forman pareja una vez en su vida? —dijo él—, ¿y que rara vez se ha visto a un hipocampo con otro que no sea a quién eligió por vez primera?. Son monógamos. Representan a la monogamia casi por excelencia. Inclusive, cuando alguno muere en la pareja, el otro no tarda mucho tiempo también en morir. Es algo curioso y llamativo. Como un nexo invisible. Nadan en las profundidades danzando, enroscándose, sin importarles nada ni nadie, tan solo sabiéndose juntos, en un mar infinito.

Sentí un nudo en el pecho. Contemplaba sus labios, sus ojos, dejaba que las palabras que había dicho rebotaran una y otra vez en mi cabeza. Creo que quería sentirme así, como un hipocampo, y enroscarme con él, sin que nada más me importara en el mundo.

— Suena bonito —dije—, pero también muy utópico para seres humanos. Me refiero a lo de un amor para toda la vida, a estar siempre con una persona hasta el día que mueras.
— Tal vez sí, tal vez no.
— Inclusive si yo muriese o me separara de alguien que amé en demasía no quisiera quedarme sola, o que ese alguien se quedara solo. La vida continúa. Al menos ese es mi pensamiento.

Él sonrió. En realidad más que una sonrisa fue una mueca de aceptación hacia mis palabras. Percibí que había receptado perfectamente lo que intenté decirle. Reconozco que en aquel momento era una adolescente bastante atolondrada, incapaz de darle un enfoque serio y espiritual a mi vida y a las palabras que ese chico estaba diciéndome. Con el tiempo lo fui entendiendo. Comencé a comprender cuán importante era encontrar un hipocampo en mi vida.

— Y dime, ¿dónde yo podría encontrar un hipocampo así?, ¿acaso tú lo eres?, ¿tú eres mi hipocampo?
— Tal vez detrás de la pared —respondió, él. 

 Fue un terrible mazazo en mis sienes que sucumbió en toda la amplitud de mi consciencia. Fue fugaz, corriendo a la velocidad de un rayo, pasaron sucesiones de imágenes de mi infancia, de mi tío, de las historias que escuchaba de niña, mis miedos, las nubes, el hipocampo. Él había mencionado la pared. Mientras seguía sumergida en aquel resplandor mental él se levantó de la cama, se vistió presurosamente y se fue, sin más, dejándome allí, semi desnuda, sin entender nada.

Fue la última vez que nos vimos. Ya no volvió a cruzarse por mi vida. Desapareció como lo hizo el hipocampo entre aquellas nubes ese atardecer. Conjeturé mil hipótesis, pero nada cerraba. Esperé a que el anochecer llegara, recostada en la cama, tan solo mirando por la ventana. Cuando la oscuridad lo invadió todo observé los primeros destellos de las estrellas, la espesura cósmica, lo inconmensurable atrapado frente a mis ojos. Me sentí muy sola. Era la primera vez en mi vida que sentía aquella soledad tan opresiva y vasta. Fui hasta la biblioteca, busqué un libro para leer y ver si de ese modo lograba sentirme un poco mejor. Recorrí las estanterías desde Cheever hasta Kafka, fui y volví, pero nada me sedujo para arrancarlo de su orden y sentarme a leer. Así fue que esa noche tomé la guitarra y comencé a tocar algunos acordes que recordaba. Los había aprendido hacia un tiempo, en algunas clases que tomé pero que nunca continué. Mientras mis dedos jugaban con las cuerdas un aire fresco llenó de repente la habitación. Olía a vida. Dejé la guitarra y observé el cielo desde donde me encontraba. Unos nubarrones comenzaban a tapar las estrellas, se avecinaba una tormenta. Busqué sin querer un hipocampo entre las nubes pero no logré encontrarlo. También busqué el rostro del chico pero tuve menos suerte. Unas altas nubes fueron poco a poco ganando todo el cielo, tapando primero las estrellas, luego la luna por completo. Las nubes se asemejaron a una infinita pared dejando detrás de ella a estrellas, luna, universo. Tal vez esa era la respuesta. Todo lo que hacía un instante me había maravillado ahora ya no se veía, ahora estaba detrás de una pared de nubes. Tal vez deba ser así, me dije. Las paredes se levantan sin previo aviso, un día te despiertas miras a tu alrededor y ahí las descubres, macizas, impenetrables, enormes. Dividen un antes y un después del tiempo de una vida. De todas las vidas, de la mía, de la del chico que conocí por aquellos días, de la de todos.




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(Imagen tomada de internet. Se desconoce su autor)

jueves, 26 de julio de 2012

La muerte del profesor





"Yo soy la única persona en el mundo a quien desearía conocer a fondo; 
 pero no veo ninguna posibilidad de hacerlo, por ahora. "

 Oscar Wilde 






Ellos asesinaron al profesor un día de fines de invierno. Fue en 1989 si mal no recuerdo. Aunque yo estaba allí mi memoria suele traicionarme en cuestiones de fechas y números. Yo era uno de ellos. Sí. De algún modo que nunca logramos precisar el profesor se hizo odiar por ellos y por mí. Comenzó con lentitud, y prontamente fue creciendo, como si una pequeña bola de nieve se agigantase en nuestro interior agregando ira, bronca, y resentimiento en vez de nieve. Fue el invierno más largo de mi vida, y la primavera más triste.

No fui yo quien usó la pistola, el que disparó, pero sí fui quien la consiguió, en un garito de mala muerte, en los suburbios de la ciudad. “Ve tú y cómprala”, dijeron ellos. Y así lo hice. Me subí a un colectivo que atravesaba las últimas villas y descendí en una parada situada al final de una. De un lado había un descampado, enorme, infinito, como un mar, y del otro lado el villorrio: una aglomeración de construcciones apiladas y apoyadas unas contra otras, dando la temible sensación que tras el primer viento fuerte cederían todas juntas aplastando a quienes vivían en su interior. Caminé por una calle de tierra convertida en un lodazal. Unos cuantos perros flacos y sarnosos me salieron al encuentro. No puedo precisar si ladraban por mi presencia o por hambre, pero con sus ladridos me acompañaron durante todo el trayecto, haciendo que algunos habitantes de la villa se asomaran a las ventanas o se pararan en las puertas escudriñándome con sus ojos, siguiéndome con sus miradas, respirándome en la nuca.

Metí la mano al bolsillo y leí nuevamente la dirección que uno de ellos me había dado.

Había llegado.

Era una esquina, en la que curiosamente había un bar con un enorme cartel de Coca-Cola en la parte superior. Tras ingresar todo el mundo dejó de murmurar y me observó, así, como se observa a una estrella fugaz en el cielo, con muchísima atención, solo que sin pedir ningún deseo. Quien estaba detrás de la barra me hizo una seña hacia el costado y entendí que debía ir hacia el lado de los baños. Pasé entre medio de todas aquellas miradas que escrutaron cada milímetro de mi persona. Hacía frío adentro, pero no lo padecí. Solo me enfocaba en seguir caminando en la dirección señalada. Llegamos a una puerta de chapa que tenía dibujada una lengua gigante, así, como el símbolo del grupo de rock “Roling Stone”, y justo ahí nos detuvimos.

— ¿Eres quien viene por la pistola? 
— ¿Cómo lo sabe? —pregunté ingenuamente al hombre petiso de facciones norteñas que me hablaba.
— Eres tan extraño en esta villa como una mancha en un guardapolvos inmaculado.

Sentí de pronto recorrerme un calor sofocante por mi rostro.

— Toma. Son trescientos pesos. Está limado. No es de nadie. La usan y la tiran. Lejos, si es posible en el lago, o lo entierran en un campo, o en el monte ¿Entendiste? 

Asentí. Pagué los trescientos pesos al hombre y salí de allí con náuseas en mi estómago. En el colectivo de regreso abrí la ventanilla y tomaba bocanadas de aire fresco. Los demás pasajeros me observaban pensando que estaba loco para hacer eso en un atardecer tan frío. Al llegar a la universidad volví a juntarme con ellos.

— La tengo —dije mirándolos de hito en hito.
— ¿La has traído hasta aquí?
— Sí, ¿dónde la iba a dejar?… Lo tengo en la mochila.

Fuimos hasta el baño y allí, haciendo entre todos un círculo, saqué el arma y la sostuve entre mis manos. El metal emitió destellos azules bajo la luz fluorescente. Todos la contemplábamos con cierto asombro, y pude observar que ellos también estaban nerviosos al observarla. Acaricié la pistola suavemente, la di vuelta de un lado, del otro.

— ¡No!, ¡no seas tarado!, ¡puede dispararse! —dijo uno de ellos. 

Entonces mostré las balas. Las tenía en el bolsillo de la campera. Todos hicieron gestos de alivio. Supe en ese preciso instante que ninguno estaba preparado para matar al profesor. Todos queríamos hacerlo, pero ninguno tomaba la posta. Ni siquiera yo con todo lo que odiaba al maestro. Salimos del baño cada uno a su clase. Yo subí con dos de ellos al aula de Política Exterior, y los demás prosiguieron por el pasillo. Presenciamos toda la clase, y al finalizar, volví a reunirme con todos en el patio. Fumábamos cigarrillos baratos. El humo se concentraba en el medio del círculo que formábamos, y ascendía lentamente hacia la copa de los árboles. En ese momento no hablamos del asesinato planeado, tampoco del arma, solo de cosas banales, casi sin sentido. A la hora de retornar a las clases decidimos reencontrarnos a última hora en el estacionamiento, justo donde el profesor guardaba su automóvil.

Habíamos planeado un asesinato rápido, sin sufrimiento. Un tiro, a lo sumo dos. El arma tenía un silenciador, eso ayudaría de sobremanera, evitando que alguien que cruzase por ahí en el momento menos indicado se percatase de lo que iba a suceder. Nos sometimos a votación para ver quién asesinaba al profesor, quien sería el autor del fatal disparo. Cada uno escribió en un papel su nombre y todos lo doblamos y arrojamos en una bolsa de nylon. Yo tuve el honor de mezclar y sacar el papel con el nombre del elegido. Fue un momento tenso. Todos se miraban entre sí, y mantenían gestos de nerviosismo. Revolví con lentitud. Me tomé todo el tiempo del mundo. Una vez que presentí que ya era el momento metí la mano y saqué un papel doblado. Lo mantuve dentro del puño y miré el rostro de todos ellos.

— Cualquiera que sea el elegido quiero que sepa que tiene todo nuestro apoyo —dije mirándolos con mucha vehemencia.

Todos asintieron. Desdoblé el papel y leí para mí el nombre. Giuseppe. Luego lo dije en voz alta. Entonces todos miramos a Giuseppe. Endeble, cabizbajo y con un cierto temor que se notaba en el temblor de sus manos, Giuseppe terminó aceptando con un gesto de su cabeza. Él había sido el elegido por la fortuna para asesinar al profesor. Tanto ellos como yo sostuvimos por unos instantes la duda en el aire sobre si Giuseppe era el indicado, es que a veces la fortuna no es buena en elecciones y si él fallaba, el profesor caería en la cuenta de que deseaban matarlo. No había posibilidades de fallar, y debía ser pronto.

Entregué la pistola a Giuseppe manteniéndola por un instante aferrada a mi mano mientras él me miraba con ojos vidriosos que en el fondo atesoraban miedo. Por primera vez veía el miedo de un ser con profunda completitud.

— No temas.
— No lo haré —dijo él con un hilo de voz temblorosa.

Salimos del baño y cada uno se dirigió a su clase. Quedaba poco para terminar la jornada y un par de horas más para que el profesor se dirigiera al estacionamiento en busca de su automóvil. El lento transcurrir de los minutos movilizaba mi impaciencia. Asistí a la clase de Historia Medieval durante casi noventa minutos sin siquiera percatarme de lo que el profesor decía o hacía. Tras el último timbrazo me dirigí hacia el estacionamiento. Debía de cerciorarme con mis propios ojos que Giuseppe cumpliría a la perfección su objetivo. Descendí corriendo las escaleras del ala este y crucé por delante de los baños de mujeres. Unas pocas chicas entraban y salían del baño. Ninguna posó sus ojos en mí. En ese instante comprendí que estaba cometiendo un error. Iba camino al estacionamiento y alguien podía reconocerme si algo salía mal. De ahí en más tuve más sigilo. Atravesé la primera unidad de departamentos para alumnos residentes y acorté camino cruzando una de las plazoletas enclavadas dentro de uno de los pulmones verdes del campus. Finalmente llegué al estacionamiento. Aún permanecía abierto. No había rastros de Giuseppe ni del profesor. Di un paneo completo a todo el lugar y conté cuatro vehículos: un Ford Sierra, una cupé Chevrolet, una utilitario Renault Traffic y el Peugeot 504 del profesor. Aún estaba allí ¡¿Dónde estaba Giuseppe?! Con sumo cuidado y apoyando suavemente los pies al pisar comencé a inspeccionar el sitio en búsqueda de mi amigo. Pensé por un instante que ya habría asesinado al profesor y que tal vez lo estuviera metiendo en una bolsa o bien ya lo habría metido en el baúl de su automóvil. Pero era más un pensamiento lejano que una verdadera corazonada. Presentía a flor de piel que algo no andaba bien.

Tras unos minutos ya había inspeccionado todo el lugar. No quedaba rincón sin observar, ¡o tal vez sí!: el baño. Subí al tercer piso del estacionamiento y ubiqué la puerta del baño. Estaba cerrada. Me acerqué con cuidado y coloqué mi oído derecho sobre la puerta de metal. Escuché la voz de Giuseppe. Estaba allí, y seguramente con el profesor. Abrí la puerta y mi sorpresa fue terrorífica. Giuseppe estaba en el piso, tomándose con una mano el pecho, totalmente ensangrentado y hablando casi en susurros. Parado, frente a él, con la pistola que había yo conseguido estaba el profesor. Su mano temblaba mientras empuñaba el arma. Sus ojos nerviosos y perdidos estaban clavados en los labios de Giuseppe. Por un instante no se percató de mi presencia. Entonces Giuseppe volteó y me miró con sus ojos moribundos.

— Perdóname.

Esa fue la última frase que escuché de sus labios. A continuación inclinó suavemente la cabeza y murió. La muerte en personas que uno aprecia tiene un matiz demasiado trágico e inaceptable. Quise avanzar e ir en su ayuda, pero el revolver que el profesor blandía en su mano ahora apuntaba derecho a mi pecho. Me detuve en el acto. Ambos nos miramos y de mi parte pude observar en sus ojos el rastro de la incomprensión y la ira. Tuve miedo. Tal vez no tanto por mi vida sino por no saber cómo salir de aquel lío si el profesor no jalaba del gatillo.

— Te conozco —dijo el profesor mientras me seguía señalando con el arma y la movía de arriba hacia abajo. Te he tenido en mi clase ¿Estás también con él?, ¡mira como le ha ido! 

Asentí un par de veces con mi cabeza y me quedé en completo silencio.

— Anda, habla, ¿acaso ahora me dirás que tienes miedo?… ¡No tuvieron miedo para intentar asesinarme, ¿y ahora tienes miedo porque te apunto con una pistola?!

En el tono de su voz podía percibirse tensión y goce a la vez. Creo que disfrutaba del momento. Que la víctima se transforme en victimario es algo que seguramente genera mucha adrenalina. Eso me pareció percibir en los gestos y la mirada del profesor. Con la pistola señaló la escalera de servicio, pretendía que bajáramos por allí. Me incorporé en un instante y bajé por delante de él, con mis manos detrás de la nuca, en plena pose de rehén. En eso me había convertido en un instante. De haber planificado su ejecución a ser un vulgar rehén, miedoso, expectante a una detonación que volara mis sesos y esfumara mi corta vida para siempre. Giuseppe había fallado y lo pagó con su vida. No debía ser así. Deberíamos haber estado con él festejando, tomándonos una cerveza en alguno de los bares de enfrente de la universidad, riendo y comentando cómo había realizado el acto, de qué modo había perpetrado el asesinato. Sin embargo basta una milésima de segundo para que en el universo algo se trastoque y cambie vertiginosamente su rumbo, su destino. Fue justamente eso lo que había sucedido.

Al llegar a la planta baja solo quedaba el automóvil del profesor estacionado. El sol ya casi se ponía por completo y no se veía a nadie. Pensé rápidamente que había llegado el fin, que aquel hombre nervioso y movilizado jalaría el gatillo en cualquier instante, sin pensar, tan solo terminando todo de una buena vez. Pero no fue eso lo que pasó.

— Date la vuelta —ordenó el profesor con voz grave. Quiero que te arrodilles y me confieses todo ¿Acaso se han vuelto locos?, ¿por qué matarme a mí?, ¿qué les he hecho yo pobres infelices para que juzguen que mi vida no vale la pena seguir siendo vivida?

Mientras hablaba blandía la pistola al aire.

Mantuve mi silencio. No sabía qué decir, por dónde encarar la situación. Él se comportaba aún más furioso ante mi silencio. Gotas de sangre en su rostro y en su saco brillaban con los últimos rayos de sol que se colaban por los ventanales del estacionamiento. Sangre de Giuseppe, pensé. Sangre de un inocente.

— Cierto odio hacia su persona se ha cultivado con el paso del tiempo dentro de nosotros. No es por algo puntual, sino por un cúmulo de cosas. Cierto dejo de racismo en sus opiniones, el tono jocoso en sus respuestas, el modo de observar a nuestras compañeras de clases, la omnipotencia al momento de evaluar los exámenes y decidir con una mueca de sonrisa quién sigue y quien se queda. Difícilmente entienda ese odio, profesor. Pero nace, se acrecienta, y toma control de los seres humanos que formamos parte de su alumnado. Nos ha pasado con usted. A nosotros

— ¿Nosotros?, ¿quiénes son “nosotros”?…
— Los que hemos planeado su asesinato —respondí. Entonces se echó a reír. Guardó el arma en su cinturón y limpió las gotas de sangre de su rostro.
— ¡Pobre loco! 

 Loco. Sí, así me había llamado. Mis ojos se tornaron nubosos de las lágrimas que me brotaban por la rabia. Mis puños se cerraron con una fuerza descomunal. Mis dientes rechinaban de ira. Quería asesinarlo con mis propias manos. 

 — Mírate ¿Puedes verte? No eres más que un adolescente desquiciado. No tienes ni idea de quién soy, ni de mis ideales, ni de mis anhelos y deseos. Solo has confabulado una idea tenebrosa y macabra para asesinarme sin siquiera saber quién verdaderamente soy ¡Mírate!, ¡das lástima!

Quería saltar sobre él, quitarle la pistola y descargar todas las balas contra su rostro, contra su lengua, extirpando su cerebro y su corazón en unos pocos milisegundos. Pero un dolor inmenso, parecido a una quemadura de mil soles, invadió completamente mi hombro izquierdo. Era penetrante. El dolor me doblegó. Tomé mi hombro y me horroricé al ver sangre fluir de él. Estaba herido ¡¿Pero cómo?! Intenté reincorporarme pero no pude, caí nuevamente de rodillas al piso. El profesor sonreía burlonamente. Me miraba con desprecio, como si estuviese observando a una sucia larva arrastrarse por el piso del estacionamiento. No decía ni una palabra, pero sus ojos eran sumamente expresivos, y sus gestos aún más. Rogaba que ellos llegaran desde algún sitio y tomaran por sorpresa al profesor, que lo asesinaran delante de mí y lo dejaran desangrarse para así pagar por cada una de sus acciones, por la vida de Giuseppe. Sin embargo no aparecieron y una profunda desolación comenzó a recorrerme por todo el cuerpo. Sentí que cada vez tenía menos fuerza, una debilidad inexplicable comenzaba a poseerme por completo. La sangre seguía emanando de mi hombro en un hilo fino y persistente que dejaba caer grandes gotas en el suelo.

— ¿Estoy herido? — pregunté con el tono idiota de un ser que no podía explicarse lo que estaba viviendo.ç
— ¡Eres un completo idiota!, ¡un loco! 

Las palabras del profesor eran duras a mis oídos. Tomé mis últimas fuerzas y tras levantarme me eché a correr, sin rumbo, solo alejándome de allí. Choqué contra algunas paredes, tastabillé en los escalones de salida del estacionaminento. A mi paso iba dejando un reguero rojo oscuro, viscoso, de sangre inútil. Una vez fuera divisé la calle lindera al estacionamiento y detrás la universidad, con sus altos edificios, y la plazoleta con su arboleda. Tomé la dirección contraria. La fuerza de mi cuerpo estaba a punto de extinguirse. Finalmente, tras correr unos veinte o treinta metros en dirección a la calle trasera del estacionamiento, caí de bruces, lastimándome el rostro, sintiendo que ahora mi nariz también emanaba sangre y que ya no tenía ganas de más.

No sé cuánto tiempo estuve tirado ahí, tal vez minutos, tal vez horas, tal vez días. Me sobresalté cuando una mano se posó sobre mi cabeza y me asió por los pelos.

— Has fallado.
— ¡No, no he sido yo quién ha fallado! —balbuceé sin fuerzas.
— ¿Quién sino? —decía la voz— ¿Acaso hay otro más idiota que tú?, ¿alguien incapaz de matar a un profesor universitario? ¡No!, ¡no lo creemos!

Entonces me percaté que eran ellos quienes me hablaban, los que estaban a mi lado viendo cómo me desangraba y moría en agonía.

— ¿Me ayudarán? —supliqué.
— ¿Para qué?, ¿qué lograremos si te ayudamos? Ahora todos corremos peligro. El profesor está vivo, sabe de Giuseppe, sabe de ti, y probablemente sabrá de nosotros. Lo has echado todo a perder. No has sido capaz de disparar, ¡de mandar a la otra vida a ese mal nacido!
— No ha sido así… 

Y esas fueron las últimas palabras que mis oídos escucharon. 


 En septiembre de 1989, en el diario de una localidad del sur argentino, una noticia macabra se dejaba leer en un gran titular en primera plana. Un alumno de dicha universidad, de los últimos años, había intentado asesinar a su profesor. La noticia había conmocionado a todo el alumnado y al cuerpo de profesores, como así también a la población entera. No obstante no era ese el suceso principal sino el modo en que los hechos se desarrollaron. Tras la declaración testimonial del profesor se supo que el alumno hablaba con alguien y a su vez respondía como si ese “alguien” dialogara con él. El profesor comenta en su declaración que mientras el alumno lo apuntaba con un revólver gritaba y discutía, como si estuviera en un trance o momento de locura. En un momento dado el alumno se auto dispara, infligiéndose una herida profunda en su hombro izquierdo. Así mismo, la escena continúa con un diálogo que el profesor transcribe en su declaración, y posteriormente se da a la fuga cayendo mortalmente fulminado a pocos metros de donde sucedió el hecho. Las autoridades policiales, en pleno diálogo con médicos psiquiatras, han dado a conocer en un comunicado de prensa que el alumno padecía esquizofrenia indiferencial, y que dicha enfermedad lo había llevado a cometer el ilícito. Sus restos fueron enterrados en el cementerio local, sin familiares y sin amistades presentes. 


 — ¿Estás ahí? —dijo la voz.
— ¿Quién es?, ¿Quién me habla? 
— Somos nosotros… ¿o acaso pensabas que te dejaríamos solo?





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(Imagen obtenida de internet, desconozco autor)