Una de las cosas que tanto me gustaban de Irma era
su modo peculiar de ver la vida. No todas las personas tienen una mirada con
detenimiento hacia ella, por lo general es muy vacua y sin sentido. Sin embargo
Irma era todo al revés. Ella era una obsesionada por las conductas humanas y el
eco de las mismas en la vida del prójimo y el medioambiente circundante. Me
gustaba eso. La hacía, a mi modo de ver, una “chica sofisticada”
Cierto día nos encontrábamos tomando un café en la
esquina de Constitución y San Martin. Sorbíamos despacio y mirando ambos hacia
la ventana que teníamos al lado. De repente una mosca se posó sobre el vidrio,
camino un pequeño trayecto y alzó vuelo. Esa misma acción el insecto lo repitió
un par de veces más. A Irma le llamó la atención, a tal punto que en el último
vuelo de la mosca estiró su mano para cazarla en el aire. Falló, pero lo hizo
con elegancia. Sonrió, y bajó las pestañas con suavidad como dejando entrever
que había cierta picardía en el acto fallido. Esa agitación de la mano en el
aire, a conciencia, el movimiento de sus pestañas, la mueca de sonrisa en sus
labios, con el fin de dar caza a la mosca, me hizo recordar a las clases de
arte dramático a las cuales ella asistía. Apostaba todo lo que tenía en mis
bolsillos a que el movimiento grácil que le había visto hacer correspondía a un
movimiento de manos actoral aprendido en alguna de esas clases. Es que Irma era
así. Ella solía decir que todo tenía que ver con todo, y que nada escapaba,
pues vivíamos en un castillo de naipes y cualquier carta podía ser culpable de
nuestra catastrófica caída.
Terminamos el café en pocos minutos y pasamos a
hablar de esas cosas que hablan los amigos después de algún tiempo que no se
ven. En realidad apuntamos siempre los mismos temas: ¿estás con alguien?, ¿has
tenido sexo últimamente?, ¿seguís trabajando en el mismo lugar?, ¿tu familia
sigue siendo siempre la misma?, ¿qué tal tu perro? En realidad a ambos nos daba
mucha curiosidad la vida de los demás. En eso éramos muy parecidos. A veces me
he preguntado si lo hacíamos porque en realidad nos importaba o porque no
podíamos con nuestro espíritu de chusmas. Me arriesgo a un empate.
-Te contaré una cosa –dijo Irma. Hace unos días
estuve en el funeral de una amiga de mi madre. Fue en el cementerio parque de
aquí. Había mucha gente, tanta que era asfixiante. Viendo a tantos reunidos y
sollozando pensé que había sido una mujer muy querida, pero no era así, era la
empleadora del casi noventa por ciento de los presentes. Como no soporté tanta
hipocresía besé a mi madre en la mejilla, me aparté de la multitud, y me puse a
caminar por el parque. Entre tumba y tumba (todas son iguales), una me llamó la
atención, en realidad su epitafio. Era muy curioso y gracioso a la vez. Decía: “Si
él me hubiera amado yo hubiera muerto de felicidad.” A renglón seguido
continuaba: “No, no morí de felicidad.” Al principio me sonreí, pero después me
invadió mucha tristeza ¿Acaso habrá personas que vivan sus vidas pendientes del
amor de otros?
Irma lo contó muy compungida. Lo que había empezado
como un relato coloquial estaba terminando en casi llanto. La tomé de las
manos, la miré a los ojos y comprendí que aquella mujer que tanto creía conocer
sufría de desamor. En un punto pensé hasta que la vida misma se le estaba
haciendo insostenible.
-Pero no creas que yo moriré infeliz –dijo reincorporándose.
¡No! Yo voy a morir de otra manera, tal vez de la manera que menos yo misma
espere o vos mismo ni te imagines. Después de todo se trata de eso la vida,
¿no?: ¡es una viva sorpresa!
Sonreí. Ahí estaba de nuevo, armada y fuerte, lista
para la batalla.
-Impactaré fuerte –dijo.
- ¿A qué te refieres? –pregunté con gran confusión,
pues no entendía a qué se estaba refiriendo.
-Apuntaré directo al corazón y no dejaré que se
levante ni una vez. Así me aseguraré que moriré de felicidad y amor y no sola.
Te lo prometo, cuando impacte, cuando mi presa caiga, ya no se parará, no,
quedará ahí, tendido, resignado al amor entre mis brazos y así yo me aseguraré
que yo misma moriré en paz y llena de felicidad.
Nos quedamos en silencio. Ambos volvíamos a mirar
hacia la ventana mientras nuestras manos se tocaban en la mesa. Después de un
rato así, en completo silencio, nos comenzamos a despedir. Ya en la vereda del
Café hablamos rápidamente de otras cosas, pero ya no más de amor y muerte. Irma
calzó su bolso en el brazo derecho, ajustó el cinturón de su sacón y partió en
dirección contraria a la mía. Caminé unos pasos reflexionando sobre sus
palabras, sobre el vuelo de la mosca, sobre el epitafio, y volteé para verla
por una vez más. Iba ensimismada, con su cabellera abundante libre al viento de
otoño, perdiéndose en la lejanía de la calle. La ciudad se la iba tragando. Se
iba perdiendo su silueta cada vez más hasta que finalmente desapareció. Ya no
estaba. Se había ido, y con ella su esencia, su gracia, su encanto, sus buenos
sentimientos, inclusive la soledad de su corazón. Sentí el viento fresco darme en
la cara y sonreí. Estaba vivo. Después de todo no estaba viviendo un drama sino
una deliciosa comedia. El final de esa comedia no se vestía de drama, al
contrario, era un canto, una invitación a vivir siempre un principio, que
antecede a un fin que será el principio de todo lo demás.