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sábado, 3 de mayo de 2014

El principio de todo lo demás





Una de las cosas que tanto me gustaban de Irma era su modo peculiar de ver la vida. No todas las personas tienen una mirada con detenimiento hacia ella, por lo general es muy vacua y sin sentido. Sin embargo Irma era todo al revés. Ella era una obsesionada por las conductas humanas y el eco de las mismas en la vida del prójimo y el medioambiente circundante. Me gustaba eso. La hacía, a mi modo de ver, una “chica sofisticada”

Cierto día nos encontrábamos tomando un café en la esquina de Constitución y San Martin. Sorbíamos despacio y mirando ambos hacia la ventana que teníamos al lado. De repente una mosca se posó sobre el vidrio, camino un pequeño trayecto y alzó vuelo. Esa misma acción el insecto lo repitió un par de veces más. A Irma le llamó la atención, a tal punto que en el último vuelo de la mosca estiró su mano para cazarla en el aire. Falló, pero lo hizo con elegancia. Sonrió, y bajó las pestañas con suavidad como dejando entrever que había cierta picardía en el acto fallido. Esa agitación de la mano en el aire, a conciencia, el movimiento de sus pestañas, la mueca de sonrisa en sus labios, con el fin de dar caza a la mosca, me hizo recordar a las clases de arte dramático a las cuales ella asistía. Apostaba todo lo que tenía en mis bolsillos a que el movimiento grácil que le había visto hacer correspondía a un movimiento de manos actoral aprendido en alguna de esas clases. Es que Irma era así. Ella solía decir que todo tenía que ver con todo, y que nada escapaba, pues vivíamos en un castillo de naipes y cualquier carta podía ser culpable de nuestra catastrófica caída.

Terminamos el café en pocos minutos y pasamos a hablar de esas cosas que hablan los amigos después de algún tiempo que no se ven. En realidad apuntamos siempre los mismos temas: ¿estás con alguien?, ¿has tenido sexo últimamente?, ¿seguís trabajando en el mismo lugar?, ¿tu familia sigue siendo siempre la misma?, ¿qué tal tu perro? En realidad a ambos nos daba mucha curiosidad la vida de los demás. En eso éramos muy parecidos. A veces me he preguntado si lo hacíamos porque en realidad nos importaba o porque no podíamos con nuestro espíritu de chusmas. Me arriesgo a un empate. 

-Te contaré una cosa –dijo Irma. Hace unos días estuve en el funeral de una amiga de mi madre. Fue en el cementerio parque de aquí. Había mucha gente, tanta que era asfixiante. Viendo a tantos reunidos y sollozando pensé que había sido una mujer muy querida, pero no era así, era la empleadora del casi noventa por ciento de los presentes. Como no soporté tanta hipocresía besé a mi madre en la mejilla, me aparté de la multitud, y me puse a caminar por el parque. Entre tumba y tumba (todas son iguales), una me llamó la atención, en realidad su epitafio. Era muy curioso y gracioso a la vez. Decía: “Si él me hubiera amado yo hubiera muerto de felicidad.” A renglón seguido continuaba: “No, no morí de felicidad.” Al principio me sonreí, pero después me invadió mucha tristeza ¿Acaso habrá personas que vivan sus vidas pendientes del amor de otros?

Irma lo contó muy compungida. Lo que había empezado como un relato coloquial estaba terminando en casi llanto. La tomé de las manos, la miré a los ojos y comprendí que aquella mujer que tanto creía conocer sufría de desamor. En un punto pensé hasta que la vida misma se le estaba haciendo insostenible.

-Pero no creas que yo moriré infeliz –dijo reincorporándose. ¡No! Yo voy a morir de otra manera, tal vez de la manera que menos yo misma espere o vos mismo ni te imagines. Después de todo se trata de eso la vida, ¿no?: ¡es una viva sorpresa!
Sonreí. Ahí estaba de nuevo, armada y fuerte, lista para la batalla.
-Impactaré fuerte –dijo.
- ¿A qué te refieres? –pregunté con gran confusión, pues no entendía a qué se estaba refiriendo.
-Apuntaré directo al corazón y no dejaré que se levante ni una vez. Así me aseguraré que moriré de felicidad y amor y no sola. Te lo prometo, cuando impacte, cuando mi presa caiga, ya no se parará, no, quedará ahí, tendido, resignado al amor entre mis brazos y así yo me aseguraré que yo misma moriré en paz y llena de felicidad.

Nos quedamos en silencio. Ambos volvíamos a mirar hacia la ventana mientras nuestras manos se tocaban en la mesa. Después de un rato así, en completo silencio, nos comenzamos a despedir. Ya en la vereda del Café hablamos rápidamente de otras cosas, pero ya no más de amor y muerte. Irma calzó su bolso en el brazo derecho, ajustó el cinturón de su sacón y partió en dirección contraria a la mía. Caminé unos pasos reflexionando sobre sus palabras, sobre el vuelo de la mosca, sobre el epitafio, y volteé para verla por una vez más. Iba ensimismada, con su cabellera abundante libre al viento de otoño, perdiéndose en la lejanía de la calle. La ciudad se la iba tragando. Se iba perdiendo su silueta cada vez más hasta que finalmente desapareció. Ya no estaba. Se había ido, y con ella su esencia, su gracia, su encanto, sus buenos sentimientos, inclusive la soledad de su corazón. Sentí el viento fresco darme en la cara y sonreí. Estaba vivo. Después de todo no estaba viviendo un drama sino una deliciosa comedia. El final de esa comedia no se vestía de drama, al contrario, era un canto, una invitación a vivir siempre un principio, que antecede a un fin que será el principio de todo lo demás.


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viernes, 31 de enero de 2014

Viernes




Viernes. Lo sabes, lo saben. Ha llegado. El día tan ansiado, ese por el cual muchos imploran desde el lunes, desde el primero que encabeza la lista de días de la semana. Viernes, y tu ahí, de nuevo, sentado en la misma silla, de la misma oficina, del mismo edificio, desde ya hace más de cuarto de siglo. Como cada viernes cuando las agujas del reloj marcan las 17:30 PM piensas en cómo ha pasado la vida, tu vida, esa vida que cuando eras infante soñaste de un modo y poco a poco se fue deshilachando, cayendo en jirones, y convirtiéndose en algo totalmente distinto a esos sueños y anhelos que ese niño alegre y vivaz tenía para sí mismo.

Y te observas las manos, las muñecas, los brazos, el reflejo de tu rostro cansino en el monitor de la computadora, el grosor de tu barriga, de tus piernas, el largo de las uñas desprolijas, y sientes que la vida sigue pasando y te supera, sin permitirte un segundo detenerla para avisarle que estás vivo aún, que tienes mucho por delante y que a gritos pides vivirla.

¿Tienes mucho por delante? Eso crees. Al menos eso te retroalimenta y te impulsa cada lunes en búsqueda de un próximo y aventurado viernes. Un viernes como el de hoy, en donde cada uno de tus compañeros termina sus tareas y parte en busca del disfrute junto a su familia o sus seres amados. Y tu no. Tu solo sabes que es el día de corte, que debes volver el próximo lunes, que te esperan dos días en donde todo tiende a remover cosas del pasado, miedos del presente y te invita a una zozobra embriagadora llamada “futuro”.

Te preguntas —como cada viernes— si eres feliz. Te flagelas siempre con esa pregunta cuya respuesta jamás te brindas. La ves venir, la escuchas a lo lejos, sientes el eco, el temblor, la vibración, y nada, te entumeces, no atinas a nada, solo te bloqueas para que ese temblor dramático y nocivo pase lo más rápido posible, sin llevarse nada de ti, sin remover nada de tu mente, sin siquiera mover un ápice la estructura de tu vida. La pregunta queda sin respuesta. Es como un vaso vacío, el cual no calma la sed del beduino. Sigues así desde hace más de cuarto de siglo, sin inmutarte.

Como todo viernes al salir de la empresa pasas por casa de tu madre, la cual te recibe con los ojos cargados de lágrimas (como siempre) y te invita una taza de té. Eres el hijo primogénito, el primer vástago de su linaje descendiente. Tu madre te observa con esos ojos del corazón. Tu a ella con los ojos de quien observa la vejez y el derrumbe. Chocan sus miradas y se escudriñan. Sorben el té. Así pasa la tarde del viernes, como cada viernes de los últimos treinta años.

Finalmente te levantas. Casi no has pronunciado palabras. Tu madre lo sabe, sin embargo se ha acostumbrado a conformarse con las migajas que el eco de tu voz deja entre las paredes de su casa. Las atesora en su memoria, las rememora en cada instante de sus días de soledad. Te despides de ella con un beso sobre su mejilla flácida de epidermis amarillenta. Besas como un hombre desinteresado. Hasta en eso la vida te ha cambiado. Tu madre palmea tu rostro, sin vigor, con golpecitos suaves, como si volvieras a ser ese bebé que amamantó y besó un millón de noches atrás. Tú sin embargo piensas en irte, pues ya has cumplido tu siguiente tarea de un viernes más.

Le ordenas a tu cuerpo moverse. Emprendes el camino hacia tu morada. Caminas por las calles del barrio y observas las construcciones que lo conforman. Te preguntas qué harán todas esas almas el venidero fin de semana ¿Qué harán después del viernes? Las respuestas llegan como una bandada de murciélagos a tu mente. Se superponen, se mezclan, dicen de todo pero a la vez no dicen nada. Sin embargo concluyes que todos harán algo. Menos tú. En eso obtienes seguridad. Sabes cuál es tu objetivo final y cómo será cada hora venidera. Por momentos, cuando sabes esa respuesta tan de antemano, sientes ese ahogo que te inmoviliza, y quieres gritar, salir corriendo, huir, llorar, desesperarte en señas y gestos para que alguien se apiade de tu vida desdichada. Pero nadie te ve, nadie te oye, nadie ya te recuerda.

Llegas al edificio donde moras. Insertas la llave en la puerta principal y de repente te preguntas cuantas personas insertaron una llave de ese modo, cuantas habrán muerto, cuantas habrán estado paradas en ese umbral, cuantas fueron y son felices. Es tal tu infelicidad que cada viernes te cuestionas lo mismo y te preguntas lo mismo. Piensas en demasía. Te atreves a preguntarte por los demás cuando no avanzas un milímetro en el camino de tu propia vida.

Mientras subes las escaleras observas carteles de departamentos en alquiler. Son departamentos vacíos, sin habitantes, que permanecen adormilados, quietos, sin vida. No distan mucho del tuyo. Sientes eso… ¿sientes eso? Departamentos vacíos, con delgadas películas de polvo de olvido, sin electricidad, sin sonidos, sin almas. Son una verdadera representación de la soledad. Cajas vacías a la espera de humanos que las habiten, que brinden un rédito económico a los locadores. Lugares sombríos, impersonales, que solo se brindan como esclavos para quienes los explotan. Odias ver departamentos vacíos. Odias la gente que un día llega y un buen día se va. Pero es un odio infundado, extraño, de chiquilín. En realidad el odio radica en la libertad de aquellos que van y vienen haciendo sus vidas, pues tu permaneces estático, olvidado en los rincones, como los carteles de inmobiliaria que solo se cuelgan al momento de buscar una nueva presa que habite las cajas vacías.

Entras a tu departamento y todo está igual que el lunes, que el lunes del mes pasado, del año anterior, del lunes de hace doce años. Buscas un lugar estratégico para ver la puesta de sol. Ahí te permites elegir: el balcón, el dormitorio, la ventana del comedor. Gozas ese momento pues rompe un poco la linealidad de tus viernes. Has decidido este viernes que sea el balcón. Te aferras a la baranda y te mantienes allí tenso y expectante mirando el ocultamiento solar. También observas al mundo regresar a sus hogares, volver todo a esa quietud que tanto odias. Abajo, la calle. Automóviles, transeúntes, personas que jamás sabrás de ellas ni verás. Como si se tratase de un hormiguero en plena expansión se mueven con un frenesí constante. Ese movimiento se repite viernes tras viernes. Si no lo ves lo escuchas. Sabes que es así. En realidad lo envidias. Quisieras ser parte de él.

Piensas en tu madre, en tus hermanos, en lo del viernes pasado,  en el viernes de hace seis meses atrás y en los viernes que ya no tienes memoria. En ese racconto mueres de insignificancia. No eres nada. Sientes el peso de no haber existido y eso te aniquila. Entonces resuelves soltarte de la baranda y abres los brazos como un pájaro. Tomas aire, lo exhalas. Tus pulmones se comportan como un fuelle. Inhalas, exhalas. Lo haces unas cuantas veces, cada vez más rápido, con un nerviosismo in crescendo. No piensas. Solo intentas distenderte concentrándote en la respiración, en el movimiento arrítmico de tu pecho. Colocas primero un pie en la baranda, luego el otro y saltas.

Caes con ligereza. No hay tiempo de pensamientos. Solo se puede observar fugazmente lo que la caída permite. El corazón bombea deprisa, con terrible presión. El cuerpo sabe el final. Tu mente lo sabe. Solo tú no te enteras. Intentas girarte, volver, pero es tarde. No se puede. Un rayo de pensamiento irrumpe en tu mente: moriré un viernes. No hay tiempo para más. Ya tu cuerpo se ha frenado en el pavimento. No escuchas nada. El hormiguero se ha detenido a observar tu estado. Tienes la atención de todos por primera vez en tu vida y no puedes disfrutarlo. Así de injusta es la vida. El mundo no tiene justicia.




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(Imagen: http://goo.gl/j4Wgwr)

martes, 30 de julio de 2013

La viuda





Fue en septiembre, cuando el tren retornaba agónicamente hacia el pueblo, atravesando la serranía. La viuda Linares había sacado la cabeza por la ventanilla y dejaba que el viento fresco diera de lleno en su rostro. Sonreía. Nunca la había visto sonreír de ese modo.

Hacía no más de siete meses que su esposo había fallecido. Un escritor notable, talentoso, con ese poder necesario que hace que un hombre se adueñe de la palabra escrita y lo comparta con sus semejantes. En el pueblo era una eminencia. En la capital era persona de renombre. Inclusive en Europa había sido elegido entre los mejores escritores de los últimos veinte años. Toda una vida dedicada a las letras, a la prosa, a la narrativa, y de repente nada. Ese mismo viento que ahora espabilaba a la viuda Linares se había llevado consigo casi toda la esencia de lo que había sido su hombre en vida.

Mientras me mantenía en el asiento, aferrado como si estuviese sobre el lomo de una bestia, contemplé durante largo rato ese disfrute inocente de la viuda. Había en ello cierto aire de resignación ante la muerte y su guadaña afilada y silenciosa. Fue la viuda, quien después de varios minutos con la cabeza fuera, se volvió hacia mí preguntándome:

—Dígame, Efraín, ¿a qué sitio ha viajado todo aquello que mi esposo impregnó con su impronta en este mundo?

Comencé a balbucear, luego a tartamudear; en realidad no supe qué responderle.

—Está bien. No necesito que me responda si tiene que pensarlo. Creo que nuestro paso por la vida es tan efímero, Efraín…

Volvió a sacar la cabeza por la ventanilla y nuevamente su pelo jugueteaba con el viento. Me limité a observar hacia delante, la fila de asientos semivacíos del vagón. El traqueteo del tren se dejaba devorar por el silencio del paisaje. El sol, ya poniéndose, teñía todo de color anaranjado. La viuda Linares seguía en la misma postura, abstraída con el paisaje, hipnotizada por el viento serrano, y yo, continuamente asido al asiento, me preguntaba quién recordaría mi existencia el día que la muerte se dignara llamarme. Sin respuestas lógicas solo pude esbozar una infeliz sonrisa. Esa misma sonrisa que muchos esbozan al final de sus días, en el lecho de muerte, cuando en realidad comprenden que la vida es solo eso, un mero suspiro cósmico.




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(Fotografía: http://butisitartphoto.tumblr.com/)

viernes, 19 de julio de 2013

Miedos




―A veces lo siento cernirse sobre mí...
―¿Te refieres al miedo?
―Sí, eso mismo, al miedo. Lo siento desde siempre, desde niña. Está ahí, acechante, observándome.
―Tal vez es solo sugestión, algo que tú subconsciente manipula a su antojo y tú reaccionas a ello.
―No ―dijo ella― ¡no!... está ahí, es que tú no lo ves…
―Lo siento ―dije― pero no, no lo veo...
―¡Nunca lo ves!

En su rostro pude ver reflejada la sombra de mi incomprensión. Noté en el destello de su mirada el abismo que en ese instante nos mantenía separados, con una distancia marcada e insondable.

―Es un miedo que desde siempre se ha hecho presente en mí. Se profundiza al entrar en los caminos del bosque. Apenas logro avanzar unos pasos lo siento reptar desde el suelo a través de mis piernas, subir por mi cintura, atravesar mi espalda y acomodarse allí, bien detrás mío, donde mis ojos no escudriñan, y tan solo mi percepción logra devolverme un escalofrío indicándome que está allí, que el miedo me acecha, me observa, y en cierto modo soy la presa elegida.

–Eso es terrible –dije–, nadie puede soportar algo así durante mucho tiempo. Creo que estás sugestionada... tan sólo eso...

Sin embargo noté en su rostro una vez más rastros claros de falta de entendimiento. Era evidente que aquella chica sentía miedo. Algo la acechaba. Yo no podía decir en ese momento si era algo real o imaginario, sin embargo algo había en su relato que me indicaba que el miedo se hacía presente, tomándola de sorpresa y acaparando todos sus sentidos.

Caminamos un poco más, adentrándonos en el bosque. Era fines de otoño, la hojarasca parecía cobrar vida, y los árboles, casi en completa desnudez, nos observaban desde el costado del camino, con solemnidad y ese respeto silencioso que tan solo guardan aquellos que mantienen secretos y los callan.

La caminata valió la pena. Después de un rato, y tras atravesar hierbajos altos y rosales salvajes, dimos de frente con el lago. Llegamos hasta la orilla y sin decirnos palabra tan solo contemplamos la quietud del agua y la magnificencia de aquello que nuestros sentidos captaban.

–Hoy no he tenido miedo –dijo ella, tras mirarme de soslayo–. Tal vez se deba a que estás a mi lado.

Fue en ese momento que pude percibir mi conexión con ella.

–Tal vez –respondí–. A veces algo de compañía ahuyenta los miedos.

Se encogió de hombros y contempló nuevamente el lago. A lo lejos unos patos salvajes se echaban al agua, moviendo sus alas y emitiendo sus característicos e inequívocos sonidos.

–Me gustaría ser como los patos –dijo ella–. Viven aquí, en medio del bosque y no tienen miedo. Pasan noches enteras en la oscuridad acechante y sombría y aun así al amanecer caminan hacia el agua, se meten en ella, y están como si nada. Quisiera eso para mi vida.
–Nunca pensé en los miedos de un pato.
–Yo tampoco, es la primera vez –dijo, luego se echó a reír, con esa risa tan femenina y agraciada.

“Vamos a aquel sitio”, dijo señalando una especie de pequeña playa de arena gris que asomaba a unos pocos metros. Caminamos y tras llegar nos descalzamos. Luego ella se sentó sobre la arena, bien a la orilla del agua. La seguí, y me senté a su lado.

Desde ese punto el lago parecía otro. Incluso el bosque se veía distinto. En lo alto, bien sobre la copa de los árboles, bandadas de pájaros trinaban y se movían histéricamente de rama en rama. Nos mantuvimos en silencio por un instante observándolo todo. Tuve intención de abrazarla, atraerla hacia mi pecho, oler de cerca el perfume de sus cabellos, inclusive sentir el casi inadvertido movimiento rítmico de sus fosas nasales al respirar, pero tan solo me limité a contemplar en derredor y a presentir su presencia mezclada con aquel anhelo. Sopesé que no estaba bien aquello que deseaba, y la vergüenza me paralizó.

Acuclillados en la orilla observamos la superficie del agua.

–Está demasiado sucia el agua de éste lago. Su oscuridad es un tanto pegajosa y atrapante. Me pregunto qué hay debajo... –comentó ella.
–Tal vez una inmensa soledad –respondí yo.

Giró su cabeza y me observó por un momento. Parecía pensar y buscarle un significado a mi comentario justo delante de mi rostro. Podía ver cómo la dominaba la curiosidad y el ansia de analizar y tomar en serio las opiniones de los demás. Durante el tiempo que la conocí siempre sostuve que era una persona con amplitud de criterios y sumo respeto. Seguramente eso también la hacía atractiva y rara a la vez. Metió una mano en el agua y la mantuvo allí un rato.

–Está helada... Profunda y helada.

Jugó un rato con su mano dentro del agua. Yo tan solo observaba.

Siendo invierno la luz del sol declinó temprano. Los pájaros dejaron de trinar y jugar, y la copa de los árboles comenzaron a mecerse con más tensión y brusquedad. Tal vez alguna tormenta cercana se avecinaba, no lo supe nunca. Decidimos que ya era hora de volver. Sin embargo a ella eso no parecía preocuparle. Más bien hizo un gesto de aceptación con un ademán de desagrado cuando dije de emprender la partida. Creo que la soledad del bosque le gustaba. En realidad ella era como mimética con el bosque. Había una comunión, un enlace invisible y profundo, que escapaba a mi entendimiento.

Dejamos la orilla y enfilamos hacia los hierbajos. De repente se detuvo tomando firmemente mi mano. Sus ojos se volvieron vidriosos y en cuestión de segundos su rostro se compungió, llenándose de un dolor desconocido, dando lugar a lágrimas que recorrían su rostro como un hilo de agua surcando el cauce de un río. La abracé con fuerza. Podía sentir sus latidos. Su corazón bombeaba con mucha fuerza. Pensé en una cascada, altísima, cayendo con bravura contra las rocas de un abismo.

–Siento miedo nuevamente. No puedo explicarlo ¿Tu no lo sientes?, ¿acaso no notas su presencia?

Negué con la cabeza. Metí mis manos en los bolsillos del jeans y me quedé absorto, mirando sus ojos cargados de lágrimas.

–¿Sabes?, nos parecemos al bosque –dijo.
–¿Porqué lo dices?
–Siempre lo he pensado. Mira a nuestro alrededor: el bosque está repleto de claroscuros, silencios, enigmas, misterios, al igual que nosotros. No nos diferenciamos casi en nada. Cada uno de nosotros tiene un bosque dentro, en el cual florecen todas esas cosas que te he mencionado. Inclusive, el mismo miedo.
–Sí... el miedo –dije mientras pensaba lo que ella me decía.
–El miedo dirige en parte la gran orquesta de éste bosque. Supongo que el de cualquier otro también. No lo puedo asegurar, nunca he conocido otro bosque que no sea este. Pero no tengo dudas que el miedo es parte de este bosque. Sin el miedo el bosque dejaría de ser como es.
–¿Y cómo es el bosque? –pregunté ahora un poco confundido con sus pensamientos.
–El bosque es un perfecto titiritero. Juega con los miedos, los muestra y moviliza a su antojo, según quien se interne en él. A veces pienso que cuando penetro en el bosque él se pone contento, pues sabe que podrá jugar con mis nervios, mis pensamientos, y poco a poco comenzará esa sensación fría a deslizarse por mi espalda, dando lugar a un miedo que lentamente se convierte en atroz. No estoy loca, si es eso lo que crees...

Negué firmemente con la cabeza sin añadir una palabra. En realidad no pensé jamás que estuviese loca.

–Estar loca es otra cosa. Yo no estoy loca. Y si te he contado esto es porque confío en tí... ¿Puedo seguir confiando en ti?
–Claro, todas las veces que quieras –respondí.
–Pues eso pensé. Eres mi amigo, en quien más confío. Ni siquiera a mis padres les hablo sobre lo que me pasa “o siento”. Sé que se reirían. Ellos no comprenderían a una hija adolescente hablándoles de sus miedos o pensamientos.
–Yo no estaría tan seguro de eso.
–Yo sí –dijo con certeza–, ¡yo sí lo estoy!. Los conozco demasiado bien, y sé que de primeras gustarían de encerrarme de pupila en alguna de las escuelas de la zona. Por eso callo. Por eso mismo ya no cuento nada. Solo a ti... como siempre.

Sonreí. En ese preciso momento me sentí único para ella, y a decir verdad era una bonita sensación.

Al fin dejamos atrás los rosedales. Ya comenzaba anochecer. Debíamos apurar el paso, de lo contrario nuestros padres nos echarían de menos y darían aviso a la policía.

–¡Anda, vamos, debemos ir más rápido!

Caminamos a toda prisa hasta llegar a las vías del tren. Una vez allí debíamos separarnos. Ella se marcharía en dirección oeste y yo en dirección contraria. Así de contrarias también parecían nuestras vidas. Nos dimos un abrazo pequeño, escueto, con cierta timidez. Mientras la tuve apretujada contra mi cuerpo volví a sentir sus latidos al igual que a orillas del lago. Tal vez aquellos latidos tan sonoros se producían por mi presencia. En realidad yo quería que eso fuera así.

–Te echaré de menos –dijo ella–. Me encantaría que me acompañes a casa pero sé que se haría muy tarde para llegar a la tuya. No tengas miedo...
–No lo tendré. Confía en mí.
–Claro... siempre confío en ti, ya te lo he dicho.

Besó suavemente mi mejilla con un beso delicado, para luego alejarse y perderse en el camino. Me quedé allí, esperando a que se diera vuelta y me mirase una vez más. Pero no lo hizo. Llevaba sus manos enganchadas en la mochila y su pelo recogido en una cola de caballo que se bamboleaba rítmicamente al compás de sus pasos. Mientras más se alejaba por el camino más y más insignificante me parecía ¿Así seremos todos de insignificantes al marcharnos?, pensé.

Ese anochecer volví a casa más tarde que de costumbre. Mi padre fumaba en su pipa mientras sacaba filo a unos cuchillos de caza, y mi madre comenzaba con los preparativos de la cena. Lo de siempre, ni más ni menos. Pasé derecho a mi habitación tras saludar a regañadientes. Recibí el eco del saludo de ellos, pero a decir verdad poca atención les presté en ese momento. En mi cabeza rondaba la imagen de esa chica tan enigmática. Una escena se repetía una y otra vez dentro de mi cabeza: ella, caminando solitariamente por los lindes del bosque, y de repente, un animal gigante, tal vez un lobo o un zorro salvaje, salía a su encuentro, abalanzándosele, mostrándole sus dientes filosos, jadeando a pocos centímetros de su rostro. Esas escenas me alteraban en demasía. Esa noche no cené. Tan solo me metí en la cama y observé la noche engullirse todo lo que tocaba con su manto. Pensaba, no podía dejar de pensar.

En plena madrugada un ruido me despertó. Sobresaltado, y con los latidos del corazón a flor de piel, pegué un salto de la cama y observé por la ventana. El postigo golpeaba sin control contra la pared. Un viento fuerte y helado azotaba el pueblo. A lo lejos, el bosque parecía estar en posición fetal, cubriéndose con la copa de sus árboles más altos, intentando pasar la noche helada. Salí de la habitación en penumbras y bajé por las escaleras. Mis padres dormían. Salí al porche. El viento sí que era helado. Los altos eucaliptos del vecino se balanceaban con un frenesí contagioso. Muchas hojas volaban por todos lados. Sin embargo no se veía tormenta.

Era tan solo una noche estrellada, de luna casi llena, y muy fría. Caminé unos metros avanzando sobre el jardín. Sentía el cuerpo helado, mis pies duros. Observé el contorno de la luna mostrando una aureola de humedad. Giré trescientos sesenta grados observándolo todo alrededor. Mucha oscuridad, mucho clima hostil. Tuve miedo. No sé si era el mismo miedo que ella sentía e intentaba siempre transmitirme con palabras. Pero era miedo. Se sentía opresor, como si estuviera allí afuera, al acecho, moviéndose con sigilo detrás de las cosas camufladas por la oscuridad reinante. Quise echarme a correr, volver a la casa, meterme en la cama, taparme hasta la cabeza, pero no podía, estaba inmovilizado. Entonces me pareció verla, a lo lejos, al final de la calle. Al principio pensé que era solo mi imaginación, pero no lo era. Era ella que avanzaba lentamente hacia mí. Su figura se agigantaba a cada paso y mi corazón parecía estallar en cada instante. ¿Qué hacía en medio de la noche helada?

Se detuvo frente a la cerca y desde allí me observaba. Su cuerpo se mantenía mitad en la sombra de la noche y mitad bañado por la luz de la luna.

–¿Qué haces aquí? –balbuceé mientras mis dientes castañeteaban por el frío.

No respondió, tan sólo se limitó a sonreírme.

Conocía su rostro. Lo conocía muy bien. Por ello puedo jurar que ella no parecía ella. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Su cola de caballo se mantenía inmóvil y el frío parecía no invadirla. Volví a sentir miedo. Tuve intención de ir hacia ella pero tampoco pude. Algo me detenía. Tal vez el mismo miedo.

Extendió su mano y me señaló. Lo hizo con frialdad, de un modo incomprensible. Comencé a caminar hacia ella como un poseso. Al tenerla a metros de mí su imagen se desvaneció. El miedo terminó por petrificarme. En ese instante desperté y observé el techo de la habitación. La noche estaba en su cima, y yo había sucumbido ante el miedo.





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(Imagen: Internet)

viernes, 8 de marzo de 2013

Hombres de Marte






- ¿Alguna vez pensaste en lo psicodélico de esta situación?

- ¡No!

- ¿No?

- ¡No!... ¡en absoluto!

 Un lunar. Un punto. Una rareza en medio de la nada, o mejor dicho, en medio de la vastedad de su piel.

-¡Bailemos!...

-¡Sí!...

Ella baila conmigo... ¿Dónde estoy?... ¿dónde estamos?


Ciudad. Noche urbana. Amo esa sensación. Luces de neón, marquesinas, calle, desconocidos caminantes, van, vienen, claroscuros, travestis, putas, mentirosos, niñas bien, entidades cambiadas, hipocresía, vulgaridad, sinceridad, temores, vulnerabilidad, cosas correctas, egos.

En medio de la noche urbana muchas manos se elevan, tocan las estrellas, admiran la espesura de la oscuridad, temen, ríen, se regocijan, anhelan, pecan, profundizan su agrado por vivir...
¡Desean!

- ¿Estás ahí?

- Sí.

- ¿Qué hacés?...

- Nada...

- Sabés que eso es ambigüo.

- Amo la ambigüedad.

 Ambigüedad: femenino. Posibilidad de que algo pueda entenderse de varios modos o de que admita distintas interpretaciones.


Dentro de esa sensación ella me toma de la mano. Caminamos juntos. Observo sus pies, sus zapatos, la moda, lo contemporáneo. Soy todopoderoso. Ella, una diosa... al menos para mí.


- ¿Estás ahí?

- ¡Sí!


Está ahí.
Apago la luz.
Enciendo el equipo de música. Una luz irrumpe desde los departamentos vecinos (alguien se levanta al baño, pienso).
La tomo por la cintura. Siento su ropa, su cuerpo. Está descalza. Bailamos.

Bailamos.

Subo el volúmen.
Escucho la letra, siento su cuerpo en contra del mío, cierro los ojos. Seguimos bailando...
Es una danza en la oscuridad.


- ¿Estás ahí?

- ¡Sí!

- ¡Abrázame más fuerte!


Estrecho el abrazo. Lo profundizo. Lo venero. Lo atesoro.
¿Alguna vez usted, lector, pensó en lo expresivo de un abrazo?


- Me quedo con vos. Es una noche mágica.

- Hay mil noches mágicas, “Hombre de Marte”.

- ¿”Hombre de Marte”?

- Sos mi “Hombre de Marte”, ¿lo sabías?

- ¡En absoluto! - Pues... deberías saberlo...

- ¿Porqué de “Marte”?

- No lo sé... Creo que imaginarte de un lugar inalcanzable te hace alcanzable...


Me mira. La miro.


- Ese lunar...

- ¡Es mío!

- Lo sé... solo que...

- ¡Solo que es mi secreto!

- ¿Secreto?

- ¡Claro!... Los secretos son armas letales... ¿lo sabías?


 No.


En medio de la espesura nocturna los besos se sienten conocidos, suaves, sensibles. Las armas letales aniquilan.

Me besa. Nos besamos. La noche agudiza.

Mi dedo índice recorre su columna vertebral. Está boca abajo. Siento su piel. En realidad su tibieza.


- ¿Me quieres?... ¿al menos un poco?


Desde un edificio vecino, suena una canción. “Friday I'm In Love”. Cierro los ojos.

Le respondo.


Nos silenciamos.







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(Imagen: http://image.librodearena.com/b/2/1387032/amor-oscuro[1].JPG)

viernes, 15 de febrero de 2013

Los suicidas





Ya la vida no es tan dulce 
Tiene ese sabor del vinagre envejecido 
Ya el vino es tan agradable 
 En mi boca ya a nada sabe 
 
Ada M. Reyes Castillo 




Estaba anocheciendo cuando comenzó a caer una llovizna tenue que parecía indefensa a simple vista, pero que tras el pasar de los minutos mojaba más que una lluvia torrencial y caribeña. La gente comenzaba a caminar presurosa, salía de sus trabajos, corría a las paradas de los colectivos, detenía taxis en medio de la calle y algunos buscaban refugio en los supermercados o tiendas de la zona. La llovizna caía sin intermitencias, con cierta cadencia, a un compás celestial, llevándose de prepo todo lo que tenía a su alcance, sin importarle absolutamente nada. Las fachadas de los edificios fueron tornándose de un gris oscuro, con algunos matices más claros en donde aún no había penetrado la humedad ni el agua. Esa noche sería gris y fría, podía suponerse rápidamente, tal vez las siguientes noches también, como las tantas noches de los otoños que presagian un invierno húmedo y cruel que entumecerá hasta los huesos y aletargará los sentidos casi por completo.

Solo Aristóbulo Cáceres quedaba a merced de la insolencia del clima sin hacerse problema alguno. Había llegado al edificio a la hora de la siesta, había subido las escaleras hasta el piso veinticinco, para finalmente esconderse en un cuartucho de mala muerte, en donde el personal de limpieza guardaba los accesorios para tal fin. Allí permaneció sentado sobre un par de cajas de jabón, observando con mucha concentración las manecillas de su reloj pulsera que acusaban el pasar cansino del tiempo. Se había sentido claustrofóbico un par de veces, pero se contuvo, frotándose los ojos y el rostro, intentando pensar que se encontraba en un campo vasto, en plena primavera, bajo un sol tibio que calentaba a la perfección todo el vergel dejando que las flores emanaran sus olores característicos y el viento hiciera el resto, llevando de acá para allá el aroma de la naturaleza viva. Tuvo intenciones de claudicar. Había asido el

martes, 4 de diciembre de 2012

Finitud









 Me dedico a pensar en la finitud, en el corto lapso de tiempo que el vidrio empañado por el aliento se mantiene visible ante un par de ojos. Lo comparo con mi vida. Se me hace casi imposible no hacerlo. Mi vida finita. La vida finita de todos. Rebusco a través del vidrio de la ventana sombras y caminantes, los aíslo, les genero un determinado contexto y les asumo un rol. Juego a que existen en una probeta de ensayos naturales, en donde no hay químicos pero sí estimulaciones sentimentales que trastocan a fondo tanto a las sombras como a los caminantes. Elaboro, analizo, concluyo, sigo concluyendo. El tiempo pasa rápidamente, el límite está siempre fijado. 

 Es otoño. Europa se hace lánguida en otoño. Las fachadas de los viejos edificios de la ciudad comienzan a ensombrecerse con pesadez. Las sombras perpendiculares dibujan perfectas arquitecturas sobre las calles, pareciendo cortar en dos a los caminantes que las transitan. Hay cierto vacío en los rostros. Una simbiosis invisible con el entorno que los rodea. Diego Truffaut siente eso mismo. Me lo dice cada vez que nos encontramos. Apunta a la altura de los edificios, dibuja con el dedo índice las sombras sobre el piso, y escuetamente comenta, casi a regañadientes, que las sombras nos obligan a silenciarnos, a meternos en un mutismo disimulado, en un letargo mental en donde los pensamientos danzan como llamas del averno.

 — Somos finitos —le digo a Diego Truffaut. 

 Él asiente. Se acomoda en el sillón, alisa la solapa del saco, y sigue observando a través de la ventana cómo sigue muriendo la tarde en la Vieja Europa. Nos mantenemos en silencio. Solo observando las sombras, los caminantes y todo lo extraño y curioso que se confabula entre ellos y el atardecer. Así, como dos sexagenarios de una época distinta a esta, pasamos muchas de las tardes en las cuales coincidimos, cuando Diego Truffaut viene a este lado de la ciudad y cuando yo me dejo atrapar por sus visitas.

 Mientras el silencio se mantiene estático un haz de luz solar emerge de entre un par de nubes lejanas y atraviesa la ventana, clavándose en la pared fría y despintada del departamento. Ingresa como una hálito irreverente de vida, el cual no necesita permiso alguno, sino que se abre paso sin más, avasallando todo en su trayecto, iluminándolo y transmitiendo esa energía única que es portadora de luz, de la luz que hace sonreír al humano, a los viejos, a los perros, a las sombras. Diego Truffaut observa el haz de luz encallado en la pared y lo dibuja, al igual que hace con las sombras, con su dedo índice. Sigue la línea recta, mueve su brazo con suavidad, busca el orígen de la tibieza en el horizonte.

 — ¿Has notado cuán bellos son los cielos otoñales?
 — Suelo hacerlo —le respondo sin quitar la mirada puesta en la ventana.

 Diego Truffaut se silencia. Cae en el mismo solemne acto de cada atardecer en donde tan solo se limita a observar cómo una parte del mundo se presta a dormir mientras que otra está próxima a darle la bienvenida a un nuevo día. En esa perfecta sincronía él y yo nos sentimos gosozos y plenos, entendemos la majestuosidad de la vida y disfrutamos, ¡al menos un instante!, de no sentirnos finitos, simples mortales.

 — Europa comienza a dormir. Esta noche será más serena que otras. Lo sé por cómo las hojas de los álamos se mueven al compás del viento… ¿lo ves?

 Poco a poco mi amigo ha ido conociendo los pequeños indicios que la naturaleza deja ante su accionar, como si fueran migajas que deja el cazador para atrapar a su débil y famélica presa. Tiene razón, Europa comienza lentamente a dormir y ambos asistimos a ese evento extraordinario. Las primeras luces de mercurio se encienden en las calles, los carteles de neón emiten destellos que chocan contra un cielo oscurecido hasta el infinito, los caminantes ahora caminan presurosos a la salida de sus trabajos en busca de sus hogares, los gatos ya no buscan las sombras, las paredes comienzan a enfriarse con más rapidez. Todo parece encajar en un escenario majestuoso y gigantesco. Es la puesta en escena de la vida, permitiéndole a la noche arropar a una gran parte del mundo. Y solo dos viejos, detrás de una ventana, asisten conscientemente a tal espectáculo.

 Desde el comienzo de nuestra amistad hemos visto cientos de atardeceres juntos. Con el pasar de los años esas experiencias han sido más profundas. “Se siente distinto, ¿no?”, suele decirme él. Sí, se siente distinto. Tal vez sea parte de habernos acostumbrado a ver dormir a esta parte del mundo y saber que, pase lo que pase, después de unas cuantas horas todo volverá a ser igual, cada cosa estará en su sitio, los rayos de sol lo invadirán todo y miles, millones de ojos, se abrirán para contemplar un nuevo día tras desperezarse. Una perfecta sincronía. Y es en esos momentos de lucidez cuando quienes nos sentimos expectadores sopesamos la finitud de nuestras propias vidas. Los días están contados. Las noches también.

 Finalmente cuando la noche cae y se apodera de todo, Diego Truffaut se levanta del sillón, toma su bastón, su sombrero, y con un atisbo de sonrisa me saluda: “Será hasta un nuevo atardecer, viejo amigo…” Sin más, lo veo desaparecer escaleras abajo, cruzar la calle lentamente, y perderse en medio de las sombras espesas, confundiéndose con los gatos, los demonios y todo aquello que las habitan. Pienso, en esos momentos, que algún día él llegará antes que yo al otro lado del mundo. O tal vez sea yo quien lo haga. La muerte nos invitará a ese viaje fantástico, el cual nos permitirá ver amaneceres, y ahí, podremos enfocar la vida desde otro ángulo, uno más tibio, con tanta tibieza como la de un líquido amniótico dentro del vientre de una madre, y nos sentiremos plenos de poder observarlo todo, de ser espectadores distinguidos tanto en la vida finita como en la muerte infinita.

 De un tirón corro las cortinas y dejo en total oscuridad el living. Mientras camino rumbo a la cama acaricio las orejas de los sillones donde hemos estado sentados. Me siento como un empleado de limpieza dentro de un descomunal cine. En la oscuridad percibo la magnificencia del escenario que acaba de sostener la gran obra. Ahora Europa está dormida… tal vez yo también lo esté...




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(Imagen: Justyna Kopania)

lunes, 4 de junio de 2012

El niño espectral



La chimenea más cercana al alfeizar desprende un humo gris, con un dejo de olor a roble quemado. El humo asciende hasta cierta altura de manera recta y luego, por acción de los vientos de julio, se esparce para finalmente desaparecer en todas las direcciones posibles. En la línea del horizonte se logra ver el puerto, lleno de pequeños barcos pescadores que se movilizan como hormigas en las inmediaciones del hormiguero. Los puestos de venta de pescado se han propagado a lo largo del muelle. La clientela es abundante. El puerto tiene vida propia, la ciudad lo ha adoptado como un tentáculo necesario para su crecimiento y su subsistencia. Del otro lado del alfeizar, en el edificio contiguo, hay una ventana abierta. Alguien escucha a Chopin. Un disco compacto, música digitalizada, sonidos ecualizados. La mujer se imagina a una anciana sentada en un sofá pequeño, con la mirada perdida en el puerto, los ojos semicerrados, las manos temblorosas, la mente somnolienta y atrapada por viejos recuerdos. La música seduciendo a la anciana, los años susurrando sus anécdotas en sus oídos, el tiempo detenido en envolventes circulares dentro del departamento. 

La ciudad respira. Es mediatarde. El sol calienta lo justo y necesario haciendo de Julio un mes espléndido para ser vivido. Su madre la había visitado días pasados. Fue de imprevisto, sin aviso alguno. Un buen día alguien golpeaba la puerta y tras abrirla una grata y sofocante sorpresa se producía. Con ella y su séquito de valijas también llegó un gajo de enredadera, de hojas acorazonadas y un color verde vívido. 

— Ponla en agua —dijo su madre.


La mujer lo hizo de inmediato. Un viejo florero de porcelana, el cual servía de lapicero, era el indicado para la nueva habitante del departamento. Luego, el punto a resolver sería el lugar que la planta ocuparía. Tal vez la biblioteca, o mejor el centro de la mesa, o por qué no el alfeizar de la ventana. Allí, en un rincón, finalmente encontró su sitio. Cada mañana al salir el sol la planta parecía alegrar el departamento y a su solitaria habitante. La ciudad parecía contrastar con la planta y viceversa. La joven mujer miraba la planta y el puerto de fondo y sonreía. Había algo cautivador en esa escena. Tal vez la retrotraía a los primeros años de su infancia, sus clases de dibujo y pintura, el olor a las acuarelas, la sensación táctil de las hojas bajo las yemas de sus dedos. No importaba el porqué sino el efecto visual y de beneplácito que aquel retoño de vergel producía en ella. Cada tarde de julio ella se asomaba a la ventana y contemplaba la ciudad. Incrustaba su mirada en el horizonte y divaga en pensamientos embriagados en ensoñaciones de momentos vividos y venideros. Y era en algunos de esos momentos que su visión periférica podía observar al niño. Casi siempre lo veía sobre la cama, o bien en el rincón de la derecha de la ventana. Despeinado, con pantalones cortos, y una mirada triste que observaba melancólicamente hacia el puerto. La mujer sabía perfectamente que las visiones eran un truco pergeñado por su vista y su mente. El niño no existía. No debía de existir. Se criticaba duramente cuando analizaba la posibilidad que el niño fuera real. Se decía para sí misma que bordear los límites de la cordura no era un juego al que debía atreverse a jugar. Entonces él desaparecía y la enredadera pasaba a ocupar toda su atención.


Había sido en otro mes de Julio, de unos cuatro o cinco años atrás, en donde por primera vez había visto al niño. Al principio fue pánico cargado de horror. Sus cuerdas vocales se anudaron, su mano tapó por completo su boca, y sus ojos, desorbitados, observaban perplejamente la figura sentada en el borde de la cama. Tras pestañear, o tal vez por el simple destello de un haz de luz solar, la imagen terminó desvaneciéndose. Sin embargo aquel día siempre quedaría grabado en su memoria, el día que el niño apareció. Las apariciones se hicieron más frecuentes. Siempre eran idénticas, tan solo variaban el lugar dentro de la habitación donde el niño aparecía. En todos los años que llevaba observando al muchacho jamás intentó hablarle, tan solo se limitaba a rezongarle a su conciencia por tenderle trampas tan viles. A medida que el tiempo pasó las visiones fueron lentamente pasando a ser parte de su diario vivir. Entonces comenzó a preguntarse por qué sucedía aquello. Si el niño existiera de verdad, ¡algo totalmente imposible!, tal vez habría tenido una conexión demasiado profunda y fuerte con aquella habitación. Ese pensamiento le causaba escalofríos. No creía en fantasmas, ni en aparecidos, ni mucho menos en almas erráticas y apenadas. Se consideraba una mujer de carácter fuerte y pensamientos claros, que a sus veintinueve años había logrado ganarle varias batallas a la vida y conquistar muchos estados indomables de su psiquis. Pero la visión del niño lograba movilizar mínimamente sus labios y la hacía titubear. El miedo se había convertido con el transcurrir de los años en una profunda ansiedad y gran intriga. Una bola enorme que se acrecentaba alimentada por ese defecto tan humano de la curiosidad por lo desconocido.

Fue su madre quien finalmente echó por tierra todos aquellos años de equilibrio entre lo racional y lo paranormal. Tras levantarse un día durante su estancia vio al niño sentado en la esquina de la cama. El grito emitido fue desgarrador. Hizo que la joven mujer diera un salto de la cama y casi cayera de espaldas al piso. Su madre, con el rostro desencajado por el espanto, mantenía su mirada perdida en un punto de la habitación. Enseguida la mujer joven pensó en el niño.

— ¿Lo ves? —preguntó a su madre.


Ésta con el rostro aún desencajado asintió horrorizada. 


— Sí, sí…
— Madre no te asustes. Es solo un engaño de nuestro subconsciente. No es real.
— ¡Pero allí está!
— No madre, él no esta allí, no es real, es tan solo una patraña de tú mente.

La madre llora. Entiende que su hija sabe lo que ella ve pero lo niega. Lleva sus manos a su cara y lentamente el horror comienza a desdibujarse de sus facciones. La visión ha desaparecido. Al día siguiente empaca y despide con tristeza a su hija sin poder olvidarse de lo sucedido. Durante el regreso a su pueblo los pensamientos de la visión la persiguen, tal como si un fantasma se colara dentro de su maleta, o peor aún, detrás de su espalda. 

El puerto y su vida propia parecen ser parte de la escena diaria de la habitación. Cada día al regreso de su trabajo la mujer abre la ventana y deja entrar el aire cargado de olor a mar, de humedad con salitre. Las luces que los rayos del sol derraman se colan por la ventana, atravesando previamente las hojas de la enredadera, para finalmente estrellarse contra todo objeto que el cuarto posee. El niño en ese mes de julio se ha percatado de la planta. Ahora suele aparecer fugazmente cercano a ella. Lo ha sorprendido varias veces allí, observándola, tocándole sus hojas, mirando a través de ellas los rayos de sol. La joven quiere hablarle, preguntarle si le gusta la planta y la vida que representa. Pero no lo hace. Recuerda que el niño es tan solo un mero producto de su imaginación y una triquiñuela de su visión periférica. Riega la planta, rota la posición de la maceta, limpia sus hojas con un algodón embebido en leche. 

Julio se establece altivo en la ciudad. Incentiva a los cielos a disfrutar de la música de Chopin, contrasta el azul profundo con el gris del humo de las chimeneas, permite que lo sobrenatural juegue y se mimetice con el mundo real. En las horas de la siesta el sol calienta la vida, repta por los edificios llevando su mensaje, haciéndose presente en cada sentido de los seres humanos que, conglomerados en las viejas edificaciones cercanas al puerto, transitan sus días como les es posible. Los rayos solares ingresan a través de la ventana de la habitación y la inundan por completo. Las fosas nasales de la joven se mueven lentamente y acompasadas, su pecho se eleva y luego desciende imperceptiblemente, sus ojos se mantienen cerrados y esclavos del sueño. Un mechón de pelo rojizo cae sobre su frente. El niño lo toca y lo acomoda detrás de su oreja. Esboza una débil sonrisa que parece tener siglos de vida en aquella diminuta boca infantil. El silencio ha formado una burbuja dentro de la habitación. La música de Chopin lo inunda todo, el humo de las chimeneas dibuja figuras fantasmagóricas, y un barco hace sonar su sirena al salir del puerto. La vida y la muerte parecen entremezclarse por las tardes. Ambos mundos se conectan mediante un hilo invisible. La joven parpadea, seguramente está soñando. Abre los ojos y la habitación esta vacía. Suspira hondamente. Observa el puerto a través de la ventana. La planta mueve sus hojas por acción del viento. En la cálida quietud de la habitación presiente que no está sola, que la vida y la muerte son amigas, que su mente puede ser una embustera, y que un niño espectral se ha quedado una vez más a solas jugando con su inconsciente.




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(Imagen: A69 de KooooKooooKooooKoooo, pintor Belga, http://goo.gl/od9VC)