lunes, 24 de septiembre de 2012

Diente de León






"Soy la florecita del diente de león,
parezco en la hierba un pequeño sol.
Me estoy marchitando,
ya me marchité;
me estoy deshojando,
ya me deshojé.
Ahora soy un globo fino y delicado,
ahora soy de encaje, de encaje plateado.
Somos las semillas del diente de león
unas arañitas de raro primor,
que unidas nos puso la mano de Dios.
Ahora viene el viento:

-hermanas, adiós."

Carmen Lyra (Costa Rica)








- ¡Puta! 

 Durante un instante tras escuchar aquella palabra el tiempo pareció detenerse y solo enfoqué mi visión en los labios de mi tía. Tuve piedad de ella, adormecí mi lengua, refrigeré mis nervios, amortigué el impacto de la palabra en mis sienes. Supongo que las enfermedades mentales además de hacer estragos en la memoria y el raciocinio también se divierten destrozando todos los nexos sociales que el individuo tuvo en su vida y que tanto cuidó y veló. En realidad es una perversidad morbosa, que carcome lentamente y expone a quien sufre el mal a ser mutilado y desmembrado sin contemplación por las miradas, opiniones y palabras de los que se sienten alcanzados y dañados. Por eso no abrí los labios, por eso solo me limité a mirar con ojos furibundos a mi tía durante aquel instante que trataba de puta a mi pareja, la cual apenas hacía instantes ella acababa de conocer.

Nos sentamos los tres a la mesa. Mi tía en la cabecera, mi pareja a la izquierda y yo a la derecha. Era hora del mediodía, en pleno mes de septiembre. Ya por la mañana se veía que el día sería caluroso. Algunas personas habían dejado sus abrigos livianos y caminaban por la calle con ropa ligera y de colores suaves. Sin embargo dentro de la casa de mi tía el invierno aun parecía adormilado, perezoso, y sin ganas de irse. Ella tenía puesto un viejo vestido color ocre, con un cuello que sostenía parte de su papada, con unas mangas descoloridas que sostenían los colgajos de sus brazos. Cada vez que la veía enfundada en aquel atuendo pensaba en lo parecido que era a una mortaja fúnebre. Pero enseguida quitaba aquel pensamiento, no era de buena persona pensar así y más de una mujer con demencia senil.

Carraspeé. Intenté cortar el silencio en varias rebanadas. Quise que mi pareja se sintiera por un instante cómoda. Pero no podía borrar los ojos inquisitivos de mi tía. Se movían sagaces, escudriñando milímetro a milímetro la fisonomía de mi compañera. Sentí un calor terrible recorrerme por todo el cuerpo, deseaba abalanzarme por sobre la mesa y tomarla del cuello, presionar fuerte, cerrar con violencia mis manos alrededor de su cuello, ver cómo sus ojos cargados de un odio intolerante y absurdo se iban apagando, dejando éste mundo, volviendo a sus raíces de normalidad. Sin embargo eso era algo imposible, una escenificación mental que ponía paños fríos a mi enojo. Tomé por debajo de la mesa la mano de mi compañera. La acaricié por un instante y ella, tras recibir mi mensaje con claridad, hizo un pequeño gesto, en la comisura de sus labios, una respuesta clara de entendimiento ante la situación embarazosa que nos tocaba vivir.

El almuerzo estuvo bien. Nada de otro mundo. Unas verduras al vapor, carne asada, papas fritas, un poco de vino. Tras comer salimos a caminar por el gran patio, bajo el sol primaveral. Mi pareja y yo íbamos delante, mi tía nos seguía lentamente por detrás, sin quitarnos la vista de encima, regodeándose de la escena que dábamos ante sus ojos, buscando la fisura exacta para meter uno de sus bocadillos y considerarnos dos seres extraños con intenciones de copular y faltarle el respeto. Sin embargo, no dijo nada. Se limitó a seguirnos por detrás, con sus pequeños pasos y su mirada por momentos perdida. Después de un rato se nos acercó y dijo que descansaría. Así la vimos partir rumbo a su habitación. Finalmente cerró la puerta y encendió la radio. Siempre dormía con la radio a bajo volumen. Solía decir que así era más fácil dormir, pues ella que siempre había viajado en uno de los colectivos más populosos de la ciudad durante casi cuarenta años a su trabajo, había aprendido a dormir de parada, sentada, apoyada, siempre mecida por el murmullo de todos los pasajeros que la rodeaban y el runrún del transporte.

— ¿Crees que me odia?
— No, no es odio. Piensa que ella vive en un mundo distinto al nuestro desde hace muchos años. No sé cómo será el odio en su mundo, pero no creo que sea igual al del nuestro. 

Mi pareja hizo un chasquido con sus dedos. Lo tomé como una aceptación. Aunque creo que ella tenía una idea formada de la situación.

Nos sentamos en un banco de cemento, al final del patio, debajo de un gran fresno. Al principio nos mantuvimos en silencio, luego poco a poco, iniciamos un diálogo. Sentí que el mal trago del almuerzo había pasado. Traté de decir algo que hiciera olvidar aquello, pero no me salía nada. Ella igual sonreía. Era buena señal. Tomé sus manos entre las mías. También sonreí.

— ¿Estás bien? —me preguntó. 

 Asentí. Sí, estaba bien. Me sentía bien. Aunque me dolía lo sucedido. Pero comprendía que no todos los mundos pueden fusionarse. Las colisiones son inevitables. ¿Por qué enojarme con mi tía? No. No podía. Tampoco debía. Sin embargo, era difícil. Nuestra convivencia se había deteriorado durante el pasar de los años. Aquella mujer alegre y vivaz poco a poco había comenzado una transformación lenta y dura, desde lo estético hasta lo mental. Esto último era atroz. Se había derrumbado como un viejo edificio bombardeado en plena guerra. Perforado, lleno de agujeros por donde, dependiendo el día, se filtraba o no un haz de luz. No podía ser duro con ella por más que sus acciones fueran intolerantes. Asentí nuevamente con mi cabeza. Volví a sonreír. La demencia tiene estadíos que suelen dejar perplejos a quienes la observan. Momentos de terrible lucidez, capaz de demostrarle hasta al más cuerdo que el loco es él. Sin embargo, son tantos los claroscuros que terminan eclipsando cualquier punto de fuga que permita, al menos por un instante, pensar en normalidad.

Una brisa proveniente del sur soplaba cargada de olor a glicina. Seguramente de alguna casa vecina.

— ¿En qué piensas? —preguntó mi pareja.
— Pienso en la locura —dije yo. En la locura y en la normalidad. En lo que es y en lo que no es ¿Alguna vez te has cuestionado cuan cuerdos somos?, ¿Será que podemos responder con certeza ese tipo de pregunta?
— Nunca me lo he preguntado. Creo que las personas que se sienten normales no se lo preguntan. Además, ¿por qué habríamos de hacerlo?
— Tal vez… por curiosidad… -respondí. 

 De repente la brisa se convirtió en un viento más fuerte que arrastró unas cuántas nubes blancas y grises en el cielo.

— Lloverá —dije.
— Sí, así parece. Contemplamos el pasar de las nubes en silencio. El fresno se mecía jugando con el viento. 
— ¿Has visto cómo vuelan los dientes de león?
— ¿Dientes de león?
— Sí, mira, esos… —dijo señalando una flor amarilla.
— ¿Esos no son plumeros? —dije yo.
— Reciben muchos nombres, pero por lo general se llaman así, dientes de león.
— ¿Y qué tienen de curioso?
— Mucho —respondió ella. Durante la primavera y el verano su color amarillo intenso adorna de un modo exquisito los campos. Cada vez que veo un campo con dientes de león me sonrío. Me hace sentir que la naturaleza tiene su propia paleta de colores y no es mezquina. En otoño, la flor se seca y se vuelve blanquecina, como si fuera un pedazo de algodón indefenso. Y entonces el viento hace de las suyas. Las arranca y hecha a volar, esparciendo sus semillas, desperdigándolas por donde le baja la gana y así esparciendo la proliferación de más dientes de león. Es una especie de engranaje perfecto, ¿no crees?

Pensé por un momento en lo que me estaba contando. Imaginé un campo lleno de dientes de león azotado por un viento sur como el que soplaba en aquel instante. Miles de semillas esparciéndose por el cielo, decorándolo todo, impregnando de futura esperanza la tierra. Sin duda era un engranaje perfecto.

— Sí, es perfecto —concluí.
— Cuando era niña mi padre me llevaba en el automóvil a recorrer el campo. Él controlaba el ganado, los alambrados, que no faltara agua, que ningún animal estuviera enfermo, que el molino funcionase perfectamente, en realidad que todo estuviera en su sitio y en perfectas condiciones. Y en otoño, uno de los campos vecinos se plagaba de dientes de león secos. Entonces mi padre detenía el automóvil y me hacía bajar. Me tomaba de la mano y nos adentrábamos en ese campo, entre todas las plantas de diente de león. Cortaba uno, lo observaba con detenimiento: “¿no es perfecto?”, solía decir mientras observaba la flor seca. Sí, yo pensaba que era perfecto, así, como mi padre.
— Linda escena —dije yo.
— Sí, pero lo más hermoso era ver cuando él, mi padre, soplaba la flor. Lo hacía con fuerza, poniéndola a pocos centímetros de sus labios. Las semillas salían despedidas por doquier. Flotaban en el aire. En días tormentosos con el cielo gris, parecían puntos blancos luminosos en el cielo. Entonces él las señalaba y me hacía pedir deseos. En realidad yo no pedía nada, solo las miraba flotar y flotar en el viento. Pero creo que él sí lo hacía. Supongo que siempre pedía lo mismo, que el mundo de mamá fuese el mismo que el nuestro. Mi madre sufría de Alzheimer. Poco a poco la enfermedad la había consumido, volviéndola un ser ajeno a nosotros, una extraña en su propia casa y entre nosotros. Sin embargo, tenía momentos de lucidez y nos reconocía, nos sonreía y daba muchos besos a mi padre. El entonces se emocionaba, la tomaba entre sus brazos y casi llorando le decía cuanto la amaba. Lo decía presurosamente, como si cada segundo fuese el momento indicado para que ella perdiera la lucidez y volviera al oscuro mundo de la enfermedad. Entonces la contemplaba con dulzura. No recuerdo haber visto una dulzura igual en los ojos de un hombre. A veces intento buscarla en tus ojos y creo reconocerla. Pero enseguida me detengo, pues siento que no es justo buscar la misma dulzura de los ojos de mi padre en los tuyos. Una vez las semillas de dientes de león se esparcían por el cielo volvíamos a subir al automóvil, en silencio. Mi padre encendía el motor, tomaba el volante con fuerza y se quedaba mirando fijamente el camino, como si de repente todo aquello que deseaba y anhelaba se le representara como un espejismo casi utópico. En ese instante su mirada no era dulce, era triste, como de resignación. Aceleraba y retomábamos camino. Atrás quedaba el campo de dientes de león. Hay momentos que recuerdo cómo todas las flores secas se mecían sincronizadamente al viento. Me veo a mí misma mirando el campo por el espejo trasero del automóvil, pensando en los deseos de mi padre, en su amor por mi madre, en las semillas de las flores volando a cualquier sitio inimaginado transportando esperanzas y deseos.

Tras terminar de hablar mi compañera fijó su mirada en las flores amarillas nacidas en el borde del paredón. El viento sur soplaba con la misma intensidad, meciéndolas. Eran flores jóvenes, vigorosas, con un brillo peculiar. Representaban la fortaleza de la juventud. Pensé en aquel instante el momento justo que ella y yo atravesábamos en nuestras vidas. Éramos jóvenes, nos atraíamos, nos deseábamos, y poco a poco comenzábamos a tejer la telaraña indescifrable del amor ¿Acaso algún día todo aquello se detendría en una nebulosa? No podía saberlo. Tal vez sí... tal vez no.

Decidimos entrar a la casa. La radio sonaba a bajo volumen en la habitación de mi tía.

— Tú tía no ha querido insultarme. Ella no quiere perderte. —dijo mi compañera.
— Pero no es el modo. Duele. Aunque sé que no está en sus cabales —dije.
— Para ella eres como una semilla de diente de león. Piénsalo así. Si la vida sopla fuerte tal vez te lleve lejos, a lugares que ella jamás podría ir y seguirte. Así, su vida se volvería aún más sin sentido. Piénsalo por un instante. Sitúate en su mundo al menos un momento. A veces el viento de la vida sopla tan fuerte como el viento sur. Mece, arranca, eleva y arroja en cualquier dirección. Es una acción violenta, naturalmente violenta. Y cuando sucede, el cambio es bueno pero dramático a la vez. Moviliza. Genera repercusiones, y también pérdidas. No importa si ella me ha llamado puta, lo que importa es el modo en que ella quiere alejarme de ti, como si protegiera lo que ama, lo que teme perder. Hoy seguramente no es el día que ella me aceptará. Tal vez sea mañana, o pasado, o tal vez nunca, no lo sé ¿Acaso importa? Puedes vivir en su mundo y en el mío, así, como mi padre solía habitar en el de él y en el de mi madre. Puedes mirar a tu tía con la dulzura de siempre y a mis ojos con la dulzura del amor entre hombre y mujer. Créeme… se puede.

De ese día recuerdo estar cerrando con llave la puerta de calle de la casa de mi tía y escuchar la radio apagarse. Un silencio quedaba reinante. Tal vez porque ella ya se levantaba, o porque ella nos había escuchado. Nunca lo supe.


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 (Fotografía: http://goo.gl/EHyHB)

2 comentarios:

  1. Me encanta el diente de león,de pequeños en Madrid la llamábamos molinillo, nos parecía una flor delicada y mágica, capaz de perder toda su estructura con una pequeña brisa,no me extraña que la hayas asociado con la locura y la cordura, separadas por tan poco, así son de frágiles, de inestables...
    Saludos desde Caracas

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  2. Supongo que también lo asocié por el solo hecho de dejarse llevar y transmitir toda su esencia en otro sitio, anclándose hasta en lo más inhóspito.

    Saludos, María...

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