Especialmente
en los días de primavera, cuando la cálida brisa se percibía con todos los
sentidos durante los atardeceres, el joven Joaquín Espinilla caminaba rumbo a
los límites de la ciudad con un único fin: recostarse sobre el pasto, en completa
soledad, y observar el peculiar encanto que dejan ver la luna y el sol cuando
intercambian posiciones. Llevaba haciéndolo durante años, desde su niñez. Había
empezado en el patio de su casa natal cuando su abuela materna solía observar
el atardecer sentada en una silla mecedora, balanceándose al compás de un
tarareo lánguido de un viejo tango de Gardel. Fue ella quien con sus miradas
perdidas en los matices celestiales contagió lentamente los sentidos de su
nieto y plantó en él la semilla de la admiración por tan bellos momentos. Con
el paso de los años su mismo nieto recordaría esos atardeceres con un enorme
beneplácito, sintiéndose contenido por una atmósfera única que su propio
cerebro y mente producían tras avivar esos recuerdos.
La
vieja, con sus manos temblorosas y surcadas por arrugas que hablaban de otros
tiempos, solía sobresaltarse cuando su nieto la observaba en silencio.
—Joaquín,
¿qué haces allí?...
Y
el niño sólo se limitaba a mover su cabeza en signo de asentimiento, sin
pronunciar palabra alguna, sorprendido, y con mucha vergüenza, con la culpa a
flor de piel por haber invadido de algún modo la comunión ininteligible entre
el cielo y su propia abuela.
De
ese aprendizaje silencioso y duradero fue que Joaquín Espinilla comenzó a amar
el cielo. No había nada comparable con aquello para él. Sus amistades, su
propia familia, inclusive su esposa, no podían entender qué era lo que llevaba
a Joaquín a tener esa gran devoción. Sin embargo todos mantenían un respeto
tácito al respecto y jamás nadie preguntó o increpó al joven por ello.
En
la primavera de 1994, tras varios días de copiosas lluvias, una buena tarde el
agua cesó de caer de repente; un gran hueco se había abierto en medio de la
bóveda celeste y por allí podía observarse un cielo prístino que enviaba tibios
rayos de sol a la superficie de la tierra. Ese atardecer apareció
resplandeciente de la nada misma. Joaquín Espinilla no lo dudó un segundo y se
dirigió a los descampados aledaños a la ciudad. Se había subido alegremente a
un viejo ciclomotor y esquivando charcos enfilaba hacia la avenida principal,
esa misma que corta a la ciudad en dos mitades, casi simétricas. Anduvo largo
rato hasta ubicar un descampado solitario, sin nadie a la vista. El viento
corría con fuertes ráfagas que se llevaban consigo los nubarrones grises y
dejaban el celeste más puro en su lugar. Por donde se mirase había barro y
yuyos mojados. No había un sector donde poder recostarse y observar el
atardecer, pero aun así no dejó pasar la oportunidad y se recostó igual sobre
el suelo barroso. Terminó de observar cómo desaparecían las últimas nubes y se
regocijó ante el olor a vergel puro que el viento arrastraba. Olores a flores que
habían sido acariciadas por la lluvia y bendecidas por el mismo cielo. Recordó
a su abuela en tardes similares, en las cuales después que las lluvias
amainaban, un tremendo arco iris se presentaba en el cielo como un enorme y
desfachatado pincelazo de pintor bohemio. A lo lejos, un par de perros ladraban
con insistencia, jugaban y se corrían. Pájaros de varias especies surcaban el
cielo con vuelos errantes, algunos con trinos y otros en silencio. Pero en los
olores florales residía lo que más le atrapaba los sentidos: rosas, jazmines,
malvones... Joaquín amaba aquella escena sin entender tampoco el porqué.
Esa
misma tarde, cuando el barro ya había helado su espalda, de repente los perros
se callaron y los pájaros dejaron de trinar. El cielo se limpió y el viento
cesó. A lo lejos pudo divisar una silueta que se recortaba entre el cielo y la tierra,
que se movía, avanzando, y se dirigía en su dirección. Sobresaltado se
incorporó y observó el acercamiento. En un instante la silueta tomó forma
humana, más precisamente de mujer. El nerviosismo se apoderó completamente de
Joaquín Espinilla. Sus manos sudaban, como así también su cuello y su torso. La
mujer que ahora se encontraba frente a él era de una belleza natural
esplendorosa, cautivante. Se miraron en silencio un instante que pareció
eterno.
—¿Qué
observabas? —preguntó la mujer.
—El
cielo...
—¿Qué
hay en el cielo?
—Supongo
que todo lo que me gusta —respondió Joaquín a media sonrisa.
La
mujer parecía haber caminado durante mucho tiempo, en sus ojos se adivinaba el
cansancio, pero era su manera de mirar lo que atrapaba y hacía olvidar el
resto.
—¿Puedo?
—dijo a Joaquín indicándole el suelo.
Él
asintió, así como lo hacen los hombres asediados por Cupido y que finalmente
terminan siendo frenéticos trofeos.
Ambos
se acostaron en el suelo, de espaldas, casi tocándose, y observaron en silencio
el cielo durante un buen rato. Esa tarde de 1994 pasó rápidamente, así de
rápido como se despejó el cielo tras la tormenta. La mujer luego de un
larguísimo rato en silencio se volteó de lado, y ya casi con la oscuridad de la
noche sobre sus cuerpos, se quedó observando fijamente a Joaquín.
—¿Quién
eres? —preguntó finalmente el joven.
Pero
ella esa vez no respondió. Se limitó a seguir observando el rostro de Joaquín
con más firmeza que antes.
—En
realidad supe al momento de hacerte la pregunta que no me contestarías. Es más,
dudaba en preguntártelo. Pero sé que no eres de esta ciudad. Tal vez de la
ciudad vecina, o de los pueblos de más al sur. No conozco a todos, pero sé que
no eres de aquí.
—No,
no lo soy... —dijo ella.
La
mujer mantenía una sonrisa triste. Parecía costarle demasiado trabajo
sostenerla. Irradiaba cierta frialdad cargada de una tristeza demasiado
lánguida, que traspasaba las pupilas de Joaquín Espinilla llegándole directo a
su corazón. Ambos se incorporaron y se contemplaron en silencio las siluetas
que apenas se distinguían bajo el nocturno.
—Debo
irme –dijo finalmente ella. Se paró, acomodó su ropaje y sin despedirse comenzó
a caminar en la misma dirección desde donde había venido.
El
joven solo se limitó a observarla. Ninguna palabra pudo salir de su boca, ni de
sus labios sellados por el desconcierto que aquella mujer le producía. Esa noche
al volver a su hogar su esposa cenaba, angustiada como cada vez que él
desaparecía en busca de sus imágenes celestiales. Miró a Joaquín a los ojos
intentando descubrir algo que ya no conociera de esos días en los cuales su
esposo observaba el cielo, pero no encontró nada, solamente la misma mirada y
el mismo comportamiento que él tenía al volver de observar sus cielos. Joaquín
avanzó hasta su habitación, se quitó la ropa embarrada y tras meterse a la
ducha, abrió el grifo de agua caliente y se acuclilló en el esquinero,
pensativo, con la mirada roma, perdida en el camino de aquella mujer enigmática
que había conocido y preguntándose de dónde habría salido y hacia dónde había
partido.
Semanas
después, ya en su quehacer diario y enfocado completamente en su trabajo, la
imagen de la mujer enigmática había desaparecido por completo de su mente. No
la recordaba en absoluto. Aquel acontecimiento había quedado sepultado en la
inconsciencia; sin embargo el tiempo se encargaría de que eso no fuera tan así.
En
el invierno de 2014, ya muchos años después de aquel acontecimiento, Joaquín
Espinilla tenía a su cargo una familia bastante numerosa: su esposa de toda la
vida, y tres pequeños y traviesos niños que hacían el deleite de su vida. La
familia se había afianzado fuertemente a lo largo de los años, sin fisuras y
con una solidez que era envidia de todos. La esposa de Joaquín Espinilla ya no
se preocupaba por las salidas de su esposo en los atardeceres, como así tampoco
en las noches demasiado estrelladas (algo que también a él le gustaba
observar). Con el paso de los años esa manía de observar los cielos fue desapareciendo
lentamente de él, inclusive hasta el punto casi de extinguirse. No había nada
en particular que hubiera sucedido para ello, aunque tal vez para Joaquín
Espinilla ya no había cielos por ver ni descubrir.
Un
día de ese invierno una gran nevada cubrió toda la ciudad. Por donde se mirara
todo permanecía cubierto por un blanco inmaculado. Los copos de nieve se asentaron
con docilidad sobre cada objeto que encontraron a su paso y fueron construyendo
gruesas capas hasta cubrirlo todo. Hacía años que la ciudad no se veía de ese
modo. El frío se hacía presente y los hogares a leña dejaban escapar una densa
humareda para poder calefaccionar el interior de las viviendas. Los vecinos a
media mañana salieron a despejar la nieve de las veredas de sus casas y de los
garajes. Usaban palas especiales para la tarea. Joaquín Espinilla también había
salido a despejar la nieve, y mientras lo hacía sucedió algo incomprensible: a
unas dos cuadras de su casa, en medio de la calle, mientras la nieve aún caía
esporádicamente, una silueta caminaba en dirección a él. Al principio pensó en
algún vecino, pero le llamó la atención que caminara por el medio de la calle y
con suma lentitud. Posó la pala y observó con más detenimiento. Su mente se
llenó de estupor cuando cayó en la cuenta que era aquella misma muchacha que
había visto hacía casi veinte años atrás en el descampado tras la lluvia. No
había envejecido, y se mantenía vestida con la misma ropa. Cuando la mujer
estaba ya próxima a él lo observó con detenimiento durante un instante. De
repente la calle pareció enmudecer. No pasaban automóviles ni había vecinos
quitando la nieve. Solo el ulular del viento que cada tanto traía consigo
puñados de nieve en jirones. La mujer llegó hasta Joaquín Espinilla y se detuvo
en frente suyo.
—¿Cómo
has estado? –preguntó ella.
Joaquín
Espinilla tragó saliva. Su estupor seguía siendo gigantesco. No podía concebir
lo que sus ojos observaban ¿Acaso aquella mujer no había envejecido ni un año?
—Mmm…
mmm… muy bien… —respondió Joaquín.
Ella
le sonrió. Lo hizo con el mismo dejo lánguido que lo había hecho la vez
anterior, como si una enorme tristeza aun fuera parte de ella y reptara a
través de su sonrisa. Se contemplaron en silencio durante un instante y luego
ella lo tomó de las manos.
—Me
temes… no tienes por qué… ¿acaso te he hecho algo?
Joaquín
negó con la cabeza.
—Entonces
no me temas.
—¿Quién
eres?, ¿al menos dime eso? –preguntó nervioso Joaquín.
—¿Acaso
importa quién soy? –respondió la mujer—, ¿es tan importante para ti saber quién
soy?
—Sí,
lo es…
—Pues
bien, te diré quién soy… o mejor dicho quién fui, porque lo que ahora ves y
tocas ya no es, sino que fue. Y aunque parezca extraño fue hace mucho tiempo,
tanto que hasta yo misma me sorprendo.
—¿Estás
muerta? –preguntó Joaquín—, ¿eso quieres decirme?
—En
teoría sí, pero yo suelo decir que he quedado atrapada en un hermoso pasaje
entre la vida y la muerte. Es un corredor infinito y hermoso que me permite día
y noche observarlo todo. Hay dos puertas: una por la cual ingresé al corredor,
y otra a la que sé que debo llegar pero no he logrado alcanzar. Mientras tanto
sigo caminando, en un tiempo infinito, observándolo todo.
—¿Y
qué observas?
—Todo…
principalmente la belleza. Así, como lo haces tú.
—Me
gusta observar –acotó Joaquín.
—Lo
sé, y me agrada. Te he visto observar
los cielos desde niño. Los observaste siempre con gran entusiasmo como si
quisieras descifrar algún enigma atrapado en ellos. Y tienes razón si eso
buscas, pues los cielos están repletos de enigmas, tantos que son infinitos. He
visto tu belleza al mirar Joaquín, y por eso abandoné por un instante el
corredor para visitarte, para observar desde tu perspectiva la belleza que
observas. Tus ojos se cargan de esa luminiscencia que solo los que escudriñan
con detenimiento los misterios de la vida poseen. Tienes el don de observar la
belleza de la vida.
Joaquín
permaneció aturdido por aquellas palabras.
Ella en cambio se le acercó y lo besó en la mejilla. Fue un beso frío,
de unos labios cargados de muerte.
—Volveremos
a vernos –dijo ella, y dándose media vuelta retomó su cansino caminar por la
misma calle por donde había venido.
Pronto
desapareció. Los automóviles comenzaron a aparecer de la nada, los vecinos
comenzaron a palear nieve, el bullicio del barrio se dejó oir nuevamente,
inclusive la nieve cayó más copiosamente.
Esa
misma noche Joaquín Espinilla al acostarse evocó lo sucedido. Cuando ya el
sueño lo tenía entre sus fauces pareció ver el rostro de la mujer en las
sombras que proyectaban las luces de mercurio de la calle en las paredes de su
habitación. Se sobresaltó, pero asumió que solo lo imaginaba, o al menos quiso
entenderlo así. Cerró los ojos y al instante los abrió en un pasillo luminoso.
Detrás de sí había una puerta blanca, grande, completamente cerrada. El pasillo
se perdía en el horizonte y a los costados, lo que serían las paredes, eran
transparentes y por ellas se podía observar todo, absolutamente todo. Comenzó a
caminar y veía la vida de sus amigos, de sus hijos, de su esposa, la vida de
personas desconocidas, lugares que jamás había visitado, y también cielos
magníficos que jamás había pensado que existieran. Caminó y caminó sin
detenerse, sin sentirse cansado, observándolo todo y embriagándose de belleza.
Vio a su esposa llorar, cargada de angustia, y no entendió el porqué. Sus hijos
también lloraban y abrazaban a su madre. Los vio crecidos, inclusive con nietos
suyos en los brazos, meciéndolos con amor. Aquello producía mucho desconsuelo y
congoja en Joaquín Espinilla. Tras ver esas imágenes se detuvo y quiso volver,
pero la puerta que tenía en un principio a sus espaldas había desaparecido por
completo. Ya no había retorno. Decidió seguir avanzando, y entonces se echó a
correr. Lo hizo con mucha velocidad, con toda la fuerza que podía sentir en su
musculatura, sin embargo no sintió jamás el cansancio. Su cuerpo corría, las
imágenes se sucedían en las paredes, pero no se cansaba, ni siquiera jadeaba.
De repente se detuvo y se preguntó si habría enloquecido. Entonces la respuesta
apareció ante sus ojos. La misteriosa mujer caminaba lentamente hacia él. Esta
vez no había sonrisa en su rostro, sino una parca seriedad. Ya delante de él la
mujer lo tomó de los hombros y lo abrazó con fuerza.
—Bienvenido
–dijo ella.
Joaquín
cerró los ojos tras escuchar aquella frase y al volver a abrirlos observó un
cielo majestuoso, de un celeste puro, con nubes gigantescas que se elevaban
como enormes murallones de un color blanco inmaculado. Rayos de sol las
atravesaban y brillaban con una claridad inaudita. La imagen era de una belleza
descomunal. Se sintió solo, con tristeza, atrapado en los brazos fríos de una
mujer desconocida. Sintió la ausencia de los seres amados y quiso estar muerto.
En
la mañana de 12 de julio de 2014 los diarios locales hablaban de una horrible
muerte. Un hombre de unos cuarenta años se había suicidado arrojándose desde el
balcón de su departamento. Su esposa –decían las noticias— había intentado
detenerlo, pero él tras levantarse de la cama caminó sin detenerse hacia el
balcón, como si una fuerza extraordinaria lo atrajera y lo condujera
involuntariamente. Al llegar al balcón se paró sobre la barandilla y
simplemente se dejó caer. Esa noche el cielo se vestía de un modo especial,
pues era noche de luna llena, una luna enorme, anaranjada, que lo iluminaba
todo, inclusive hasta la propia muerte.
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