muchacha,
de quién viniste a enamorarte,
a quién viniste a amar para toda la vida,
a quién decidiste no olvidar:
es un caballo de carreras,
ese muchacho es un caballo de carreras
y corre siempre junto a la barda colmada por espinos
y sus músculos inflamados siempre a punto de reventarse.
¿Quién lo conduce?
Sus estribos son ríos a los cuales muerde para intentar romper.
Sus ojos ven un horizonte de fuego al que no puede dejar de dirigirse.
Sus cascos son de un cristal incorruptible que aniquila a la piedra.
Su crin es el viento azotado por el relámpago.
Una tormenta tiene donde debió tener un breve corazón,
una tormenta a la cual teme incluso el invierno mismo.
Su imaginación es la misma que la de la montaña
y la del grito que corta el silencio de la montaña desolada.
No es de fiar.
¿Quién confiaría su alma a una tormenta?
¿Quién brindaría su piel al cuchillo de fuego
o su voz al silencio de la flauta quebrada por el odio?
Y mira tú,
muchacha dulce,
te abriste como un cofre
lleno de perlas que parecían brotar de la luz misma
y él ni siquiera pudo notarlo,
él es un caballo de carreras
y no le importa ni la ciudad
ni el camino que lleva a la ciudad
ni las joyas
ni un cuello lleno de joyas
ni un cofre lleno de joyas,
solo le importa el bosque
y el campo abierto
y la playa interminable
pero sobre todo la pista,
esa pista de grama, arena y piedra,
y mira tú
de quién viniste a enamorarte
a quién quisiste guardar en ti como un corazón nuevo
a quién quisiste abrazar hasta perder los brazos
a quién quisiste mirar hasta cerrar tanto los ojos
que no consigues ya mirar la dicha.
Mira tú,
muchacha linda,
a quién quisiste amar,
a un obstinado caballo de carreras
cuya pista es el mundo.